El reino de las sombras: Capítulo 4
El día era radiante. El sol ardía implacable en el cielo, como si el desierto mismo hubiera sido forjado por su fuego eterno. La vastedad árida se extendía hasta donde alcanzaba la vista, interrumpida únicamente por una fortaleza de murallas robustas y un templo imponente en su interior. Este templo, construido de argamasa y decorado con intrincados grabados, albergaba a los genios, criaturas extraordinarias de piel amarilla, barbas espesas y siempre armados con afiladas espadas curvas.
Los genios rendían culto a su dios, Fénix, una majestuosa criatura hecha de lava y fuego. La leyenda contaba que cuando Fénix era derrotado, su esencia se condensaba en un huevo incandescente. De este huevo, al cabo de un tiempo, renacía el mismo Fénix, más grande, más fuerte y más feroz que antes.
Sin embargo, los genios no estaban solos en su adoración ni en la defensa del templo. También contaban con un protector singular: Arnold. Aunque no era un genio propiamente dicho, o al menos no del todo, era su mayor aliado.
Arnold era un hombre alto y delgado, cuya apariencia destacaba tanto por su armadura azul y dorada como por el peculiar gorro de vidente que siempre llevaba. Su barba puntiaguda, que recordaba la forma de un jalapeño, le daba un aire extravagante. Pero lo que realmente lo hacía especial era su poder único: el dominio del viento. Con un simple gesto, Arnold podía crear tornados de hasta cuatro metros de altura, útiles para ahuyentar enemigos y desatar el caos entre sus filas, aunque estos se desvanecieran con rapidez.
Dedicaba sus días y noches a cuidar del huevo de Fénix, velando por él con una devoción que ningún genio podría igualar. Dormía cerca del huevo, a veces incluso abrazándolo como si su calor pudiera protegerlo de cualquier amenaza. Para Arnold, Fénix no era solo un dios; era un símbolo de esperanza, fuerza y renacimiento.
Una tarde, mientras Arnold vigilaba el templo, un genio entró en la sala. Arnold lo observó detenidamente, sus ojos escudriñándolo desde la cabeza hasta los pies en busca de cualquier señal de peligro.
—¿Qué buscas, genio? —preguntó con firmeza.
El recién llegado parecía nervioso, tartamudeó al intentar responder, pero antes de que pudiera articular palabra, otro genio irrumpió corriendo, con el rostro lleno de urgencia.
—¡Arnold, protege el huevo! ¡Demonios han invadido el templo!
La alarma en su voz no daba lugar a dudas. Arnold y el genio corrieron juntos hacia el origen de la amenaza, dejando al primer genio solo en la sala del huevo.
Al llegar al exterior del templo, Arnold quedó atónito. Un enorme agujero en la muralla revelaba la silueta de Aitor, el demonio más temido del reino. Su cuerpo descomunal arrasaba todo a su paso, y su risa resonaba como un trueno, llenando el aire de un escalofrío.
De repente, Arnold oyó pasos rápidos tras de sí, seguidos de una carcajada. Al girarse, vio al genio sospechoso que había dejado atrás, pero ya no era un genio: estaba en plena metamorfosis, su forma cambiando grotescamente mientras sostenía el huevo de Fénix entre sus manos.
—¡Detente! —ordenó Arnold, invocando un torbellino que lanzó al ladrón al suelo.
Arnold corrió hacia él, decidido a acabar con la amenaza. Pero antes de que pudiera asestar el golpe final, el metamorfosis, ensangrentado pero aún sonriente, habló entre risas.
—Has fallado. Yo no tengo el huevo.
El huevo en sus manos comenzó a cambiar, su superficie brillante se tornó púrpura mientras se deformaba y revelaba su verdadera naturaleza: no era el huevo de Fénix, sino otro metamorfosis, más pequeño pero igual de astuto.
La furia consumió a Arnold. Intentó atacar al impostor, pero un dolor insoportable lo detuvo en seco. Una espada atravesó su pecho. Arnold, debilitado, cayó de rodillas. El demonio que lo había apuñalado se acercó para rematarlo, pero antes de que pudiera hacerlo, algo interrumpió la escena.
Una figura imponente emergió de las sombras: una armadura flotante, envuelta en llamas rojas que parecían danzar con vida propia. La entidad avanzó con decisión, y con un solo golpe, acabó con el demonio. Luego, se desvaneció en un humo azul, dejando tras de sí un silencio sepulcral.
Arnold, agonizante, abrió los ojos con esfuerzo. Su vista se nublaba, pero alcanzó a ver cómo la armadura desaparecía. Con sus últimas fuerzas, susurró:
—Te he fallado...
Y entonces, la oscuridad lo envolvió por completo.
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