Capítulo 5 El Juicio de la Plaga
Capítulo 5 El Juicio de la Plaga
El pasillo olía a metal caliente y carne rancia. Los cadáveres tambaleantes liberados por el SCP-049 original yacían ahora desmembrados, esparcidos como muñecos rotos. Entre las sombras, la figura esbelta pero imponente de SCP-049-B avanzaba, el báculo golpeando el suelo con un clac metálico rítmico. Sus guantes, de un azul eléctrico que parecía latir como un corazón vivo, brillaban con intensidad.
Frente a él, el SCP-049 original respiraba de forma pesada. Su túnica ennegrecida estaba rasgada en varios puntos, y un líquido espeso, casi aceitoso, se filtraba desde su interior.
—Tú… —la voz del original era grave, monótona— …no entiendes. Mi deber es curar la peste… salvar a los humanos de sí mismos.
SCP-049-B sonrió. No fue un gesto humano, sino una distorsión de su máscara que crujió como hueso al quebrarse. Su voz no era una sola… sino decenas: niños, mujeres, hombres, ancianos… todas hablando a la vez, como si el aire estuviera repleto de almas atrapadas.
—Curar… —sus múltiples voces se superpusieron en un eco nauseabundo— …es desperdiciar un recurso perfecto. La peste no es un enemigo, es… la herencia divina. Y yo… soy su nuevo custodio.
El original dio un paso al frente, alzando la mano enguantada. Un destello de energía negra brotó de su palma. El aire se volvió denso, y el suelo tembló. Pero el SCP-049-B no retrocedió.
En un movimiento casi teatral, golpeó el suelo con su báculo. De sus guantes brotó un fulgor azul que se expandió como un latido, cortando el aire y envolviendo la energía negra del original. Las almas atrapadas en su interior gritaron… y luego, en un impulso de fuerza descomunal, atravesó el pecho del original con una mano, hundiendo los dedos hasta sentir algo que no era carne ni hueso.
El SCP-049 original lanzó un gemido apagado, intentando apartarse… pero ya era tarde.
—Interesante… —sus múltiples voces se distorsionaron en un coro satisfecho— …así que no solo puedo conservar las almas… también sus dones.
Con un tirón, extrajo una esfera etérea, oscura, palpitante, que flotaba suspendida entre sus dedos. Era el núcleo de todo lo que el SCP-049 era: su conocimiento, su poder, su esencia. Y, ante la mirada vidriosa del original, SCP-049-B se lo llevó a la máscara y lo absorbió.
El aire vibró. Sus guantes brillaron con un fulgor más intenso, y sus múltiples voces rieron, graves y agudas al mismo tiempo.
El cuerpo del original se desplomó, inerte, vacío. Un simple recipiente roto.
SCP-049-B alzó su báculo, observando cómo la energía recorría ahora sus venas bajo la túnica.
—Mi teoría… era cierta. —murmuró con todas sus voces a la vez, en un susurro que helaba la sangre—. Y ahora… soy más que la peste.
Se giró, caminando hacia la oscuridad del pasillo, mientras sus pasos resonaban como un presagio. Y lejos, muy lejos… algo parecía haber sentido que una nueva amenaza acababa de nacer.
El pasillo estaba en silencio, roto solo por el goteo viscoso del fluido oscuro que aún rezumaba del cadáver del SCP-049 original. SCP-049-B —Astradeus para aquellos que se atrevían a pronunciarlo— se quedó inmóvil un instante, su respiración lenta, casi medida, como si saboreara el ambiente saturado de muerte.
Un sonido húmedo, como barro siendo removido, rompió la calma. De la pared cercana, emergió una figura deforme y corrompida: piel ennegrecida, mandíbula colgante, y un hedor a podredumbre que hacía arder la garganta. SCP-106. Su rostro sin labios mostraba una sonrisa irregular, y sus ojos parecían dos agujeros negros.
—Buscaba… al otro… —su voz era un arrastre áspero, como metal oxidado raspando sobre piedra—. Pero parece que… alguien se me ha adelantado.
Astradeus no se movió. Sus guantes azules emitieron un leve destello mientras sus múltiples voces respondían, superpuestas, frías y calculadoras:
—No eres bienvenido aquí, anciano.
SCP-106 ladeó la cabeza, estudiándolo, y luego sonrió aún más, dejando ver dientes astillados.
—Astradeus… —dijo con un tono lento, deliberado.
El fulgor de los guantes se intensificó por un instante. El nombre resonó en el pasillo como si la palabra misma pesara toneladas. Astradeus avanzó un paso, cada golpe del báculo contra el suelo sonando más fuerte, más grave.
—Pronunciar mi nombre… —sus voces se volvieron un coro amenazante— …es firmar tu sentencia.
SCP-106, lejos de atacarlo, retrocedió. Su mirada no era de miedo común… sino de precaución calculada. Con un gesto repentino, abrió un portal negro en la pared, una brecha viscosa hacia su dimensión de bolsillo.
—No… hoy. —susurró, antes de fundirse en la oscuridad viscosa.
En cuestión de segundos, el pasillo volvió a quedar vacío, salvo por Astradeus, que permaneció mirando el lugar donde el 106 había desaparecido. No era común que otra anomalía lo evitara… y aquello le provocó una sonrisa apenas perceptible bajo la máscara.
—Incluso las sombras… conocen su lugar. —murmuró, antes de retomar su camino por el pasillo.
Astradeus avanzaba con paso firme, el eco metálico de su báculo resonando en el pasillo como un metrónomo de muerte. Su porte era el de alguien seguro, incluso arrogante. Pero el ambiente cambió. El aire se volvió más pesado, húmedo… y de las paredes comenzaron a surgir grietas negras que palpitaban como heridas abiertas.
Uno… dos… tres… en cuestión de segundos, una docena de portales viscosos lo rodeaban. Del interior, un sonido gutural y una risa áspera, arrastrada, que parecía vibrar en los huesos.
—No eres el único… que sabe cazar… —la voz de SCP-106 se mezclaba con ecos lejanos, como si hablara desde cientos de metros y, al mismo tiempo, justo al oído.
La sombra del anciano emergió de un portal a su izquierda y golpeó el costado de Astradeus con una fuerza seca. El impacto resonó, no como carne golpeada, sino como un metal hueco que vibra. Astradeus giró para contraatacar, pero ya no estaba allí.
De otro portal, a su espalda, una mano podrida emergió, aferrándole el hombro y asestando un segundo golpe directo al cuello. Astradeus retrocedió un paso, los guantes chisporroteando con luz azulada mientras intentaba calcular el patrón.
—Eres lento… para alguien con tantas… almas —se burló el 106, apareciendo de frente para lanzar un tercer golpe, directo al abdomen.
Esta vez, Astradeus logró interceptar el ataque, atrapando la muñeca de SCP-106 con fuerza suficiente para hacer crujir la carne muerta. Los guantes brillaron intensamente, liberando un destello que lo obligó a retirarse por otro portal.
La sala quedó en un silencio sofocante, solo interrumpido por las risas distorsionadas que se desvanecían entre los portales. Astradeus respiraba más rápido, con el báculo preparado, sabiendo que el anciano no había terminado… solo estaba jugando.
Un portal más grande que los anteriores se abrió justo enfrente de Astradeus.
Del interior, arrastrando ese hedor ácido que impregnaba el aire, emergió de nuevo SCP-106. La piel colgaba en jirones, la sonrisa torcida y húmeda.
Astradeus plantó el báculo con fuerza en el suelo, enderezándose como un juez implacable.
—Viejo patético… —dijo con voz múltiple, reverberando con las almas que lo habitaban—. No eres rival para mí.
Pero SCP-106 no retrocedió. Sus ojos opacos parecían burlarse de la supuesta autoridad del otro.
—Yo… sé más por viejo… que por diablo —su tono rezumaba una calma insultante—. Y tú… no eres más que un niño jugando a ser dios.
Astradeus intentó mantener la postura imponente, pero la voz del anciano se volvía cada vez más envolvente, más espesa, como si se colara entre sus pensamientos y los retorciera.
—No importa cuántas almas robes… —continuó el 106, inclinando la cabeza—. Sigues siendo… carne. Y la carne… se pudre.
Cada palabra era un golpe invisible, una presión que hacía que el corazón de Astradeus latiera más rápido, no de miedo… sino de rabia por sentirse por debajo.
—Podría matarte aquí mismo —dijo finalmente el anciano, acercándose lo suficiente para que la baba oscura de su boca cayera al suelo entre ambos—.
Pero… no me interesas.
Aún.
Sin esperar respuesta, SCP-106 sonrió y se deslizó hacia atrás, tragado por un portal que se cerró con un chasquido húmedo.
El pasillo quedó en silencio absoluto. Astradeus apretó el báculo hasta que sus nudillos crujieron, su respiración acelerada revelando que, por primera vez en mucho tiempo… se había sentido pequeño.
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