Capítulo 1 “Entrena, obedece, olvida”

 Capítulo 1 

 “Entrena, obedece, olvida”


La sala olía a desinfectante barato, metal caliente y sudor contenido. Aitor estaba sentado en la tercera fila, entre un tipo calvo con cicatriz en el cuello y una mujer que no paraba de tronar los nudillos cada cinco segundos.

Una pantalla enorme ocupaba el fondo del salón, apagada. Frente a ella, de pie como un tótem armado, el instructor miraba a los presentes con cara de "no me importa tu vida". Era alto, mandíbula cuadrada, y hablaba con la voz de quien ha gritado más que dormido.

—Bienvenidos a la sesión de reinducción de protocolo. Para los nuevos, esto les parecerá innecesario. Para los veteranos... también. Pero órdenes son órdenes.

Aitor reprimió un suspiro y echó el cuerpo hacia atrás en la silla. El chaleco le apretaba el pecho, el casco le pesaba en el regazo, y todo le decía que preferiría estar en cualquier otro lugar. Incluso patrullando los pasillos del ala técnica, solo, con una linterna que parpadea.

—La Fundación SCP existe con un propósito claro: Asegurar, Contener, Proteger. Esa es la única razón por la que este lugar, este planeta y ustedes siguen en pie.

Aitor rodó los ojos. No jodas. Qué revelación. Como si no lo tuviéramos tatuado en el puto cerebro desde que firmamos el contrato.
Todos allí lo sabían. Todos. No trabajabas en la Fundación sin saber lo que implicaba. Contención. Secreto. Obediencia ciega. Y si había suerte, seguir con vida.

—Nuestra tarea no es salvar al mundo. Es evitar que se rompa más de lo que ya está —continuó el instructor—. Mantenemos la ilusión de normalidad. Para eso estamos aquí. Para que la gente allá afuera se preocupe por impuestos, fútbol y el clima... y no por cosas que podrían deshacerlos con una mirada.

La pantalla finalmente se encendió. Apareció un gráfico simple, con cinco palabras en mayúsculas.

SAFE
EUCLID
KETER
THAUMIEL
APOLLYON

—Estas son las clases de objeto que usamos para categorizar anomalías. Las van a escuchar cada día. Así que presten atención —dijo, señalando la primera con un láser rojo—.

Safe. Suena bonito, ¿no? Pero no se confíen. “Safe” no significa “inofensivo”. Solo quiere decir que sabemos cómo contenerlo. Que no va a hacer algo inesperado. Que, si seguimos el protocolo, no debería matarnos. Repetición: no debería.

El hombre con cicatriz a la derecha de Aitor gruñó. Aitor apenas giró la cabeza. No lo conocía. No conocía a casi nadie aún.

Euclid —siguió el instructor—. Aquí empieza lo interesante. Las cosas Euclid no se comportan igual dos veces. Son impredecibles. No letales necesariamente... pero tampoco de fiar. Si miras algo Euclid y crees que lo entendiste, probablemente estés a punto de cagarla.

—¿Como mi ex? —murmuró Aitor para sí. Alguien cerca soltó una risa ahogada.

Keter —dijo, sin levantar la vista—. Si les asignan algo Keter, vayan preparando la carta de despedida. Difíciles de contener, extremadamente peligrosos, y con alta probabilidad de romperlo todo si se escapan. No se enfrenten a uno de estos solos. No se enfrenten a uno, punto.

En la pantalla, la palabra Keter parpadeó en rojo unos segundos. Aitor tragó saliva sin querer. Solo el nombre tenía peso.

Thaumiel —cambió el instructor de tono—. Estos son raros. Son anomalías que usamos a nuestro favor. Instrumentos, armas, herramientas. En teoría, aliados. Pero nunca bajen la guardia. La Fundación confía en ellos. Yo no.

—Y por último… Apollyon.

Silencio.

El salón entero parecía contener el aliento. Incluso los más veteranos en la fila del fondo dejaron de fingir que no prestaban atención.

—Apollyon no se contiene. Apollyon no se estudia. Apollyon se acepta. Si un objeto es clasificado como tal, es porque representa una amenaza existencial inevitable. Una condena escrita. Si algún día les dicen que estamos ante una anomalía Apollyon... recen lo que sepan. No porque sirva, sino por hacer algo antes de morir.

La pantalla se apagó de golpe. El instructor se cruzó de brazos.

—Esto no es ciencia ficción. No es un juego. Están aquí porque demostraron tener los cojones y la cabeza para hacer esto. Pero si creen que por llevar el logo de Mobile Task Force son intocables… les prometo que la Fundación no tendrá problemas en reemplazarlos por otro imbécil igual de valiente.

Aitor sonrió, casi por reflejo. Algo en la brutal honestidad del tipo le gustaba. No disfrazaba nada. No pintaba esperanza. Solo te daba las piezas… y tú veías si podías armarlas sin que te explotaran en la cara.

Y aun así, no dejaba de pensar: ¿De verdad hacía falta repetir todo esto?
Claro que lo sabían. Claro que lo vivían. Todos ahí ya habían visto cosas que no tenían sentido. Algunos habían perdido a alguien. Otros, algo peor.

Y eso solo era la primera hora del día.

El instructor pulsó un botón en su mando. La pantalla volvió a iluminarse, esta vez mostrando imágenes: fotos borrosas, diagramas incompletos, siluetas en blanco y negro.

—Ahora, para que no digan que esto es pura teoría, repasaremos ejemplos reales de cada clase de objeto. Pongan atención. No habrá repaso. Y si no aprenden aquí, aprenderán en el terreno… probablemente con una pierna menos.

Aitor se inclinó un poco hacia adelante. La sala seguía en silencio, tensa pero atenta.

Safe. Primero, un objeto simple: una caja de madera que, cuando se abre, reproduce la última conversación que tuviste en la habitación donde la encuentras. No importa si fue hace cinco años. Funciona solo si estás solo. Inútil para combate, útil para análisis. Contención: una caja fuerte con monitor. Fin del problema.

La imagen cambió: una caja raída, de apariencia inofensiva. Aitor apenas parpadeó. Eso no era nada.

—Otro: una planta. No parece crecer en ningún suelo terrestre conocido, pero no se mueve, no ataca, no cambia su forma. Solo emite un zumbido constante cuando alguien miente cerca. Sí, como un detector de mentiras vegetal. Safe. Fácil. Aburrido.

Pasó a la siguiente categoría. La palabra Euclid parpadeó en la esquina de la pantalla.

—Aquí se jode la cosa.

Cambió la imagen. Ahora era una figura encapuchada. Una túnica negra, larga. Rostro tapado. Pies descalzos.

—Este es el SCP-049-B. Variante documentada del llamado “médico de la peste”, pero con diferencias notables. Este no busca revivir cuerpos. No experimenta. No corta. Este simplemente… absorbe almas. Sí. Cuando toca a una persona, esta cae inconsciente, clínicamente muerta. Pero no hay trauma físico. No hay daño externo. Solo vacío. Y cuando él termina… habla con otra voz. Con la voz del que cayó.

El instructor lo dijo con calma, casi como si hablara del tiempo.

—No sabemos cuántas almas lleva dentro. Habla poco. Cuando lo hace, mezcla idiomas. A veces se ríe… con voces distintas al mismo tiempo. Se mantiene contenido por ahora. Nivel de amenaza moderado, siempre y cuando se respeten los protocolos.

Aitor sintió un nudo leve en el estómago. Algo en esa descripción no le cuadraba. O sí. No lo sabía. Pero la imagen quedó colgada en su cabeza unos segundos más de lo normal.

¿Habla con la voz de otros...? ¿Y esas voces están vivas ahí dentro, o solo... grabadas?

No era miedo. No exactamente. Era curiosidad. Un tirón raro, como si alguien le soplara en el oído desde dentro de su propio pensamiento.

—Siguiente —continuó el instructor, y la pantalla cambió.

Una silueta cuadrúpeda, sin ojos. Keter. Otra entidad que deformaba el espacio. Apollyon, solo una sombra negra en la distancia. Thaumiel, una máquina sellada con sellos de seguridad de nivel 5 que, según decían, “controlaba algo más peligroso aún”.

Aitor apenas los registró.

SCP-049-B seguía en su mente. No por lo que hacía. Sino por lo que decía.
Eso de “hablar con las voces”…

¿Y si no eran solo voces? ¿Y si había alguien aún consciente ahí dentro?
¿Y si cada uno de esos susurros era alguien atrapado, mirando hacia afuera sin poder moverse?

Parpadeó. Volvió a la sala. El instructor ya hablaba de otra cosa. De rutas de escape. De zonas rojas. De protocolos de emergencia. Todo lo mismo de siempre.

Pero Aitor apenas oía.
Estaba lejos.
En algún rincón oscuro, donde una figura encapuchada murmuraba con una voz que no era suya.

Aitor corría. Y respiraba como si cada bocanada de aire viniera de un tubo oxidado.

El pasillo de entrenamiento era largo, metálico, y mal iluminado. Uno de esos lugares donde el eco de las botas era tan fuerte como la voz del instructor que no paraba de gritar.

—¡Dale, joder, que ni siquiera llevas equipo real encima! ¡Esto no es una puta clase de pilates!

Aitor sintió un calambre en la pierna izquierda. Ignoró el dolor. Si se detenía, sería peor. A su lado, el mismo tipo calvo de antes jadeaba como un perro viejo. Detrás, alguien se caía. El ruido de un cuerpo contra el suelo metálico fue tan seco como una bala en la sien.

—¡Levántese, agente! ¡En el campo nadie va a esperarlo a usted!

Los ejercicios se extendieron por horas. Disparos en línea, reconocimiento de anomalías simuladas, pruebas de reacción ante alarmas de emergencia, y el maldito laberinto de puertas que se cerraban con cronómetro.

Todo sin pausa.

Todo bajo la vigilancia constante de cámaras y supervisores que no decían una palabra, solo anotaban.

Cuando al fin sonó el zumbido que marcaba el final de la sesión, varios cayeron de rodillas. Aitor se dejó caer en un banco, sintiendo cómo el sudor se acumulaba bajo el chaleco.

El instructor regresó. Iba seco. Limpio. Como si él no hubiera sudado desde 1985.

—Bien, no están completamente jodidos. Me sorprende.

Se paseó por delante de ellos, como un general de pesadilla.

—Ahora que han sudado un poco, vamos a hablar de algo igual de importante: los Clase D.

Un par levantaron la mirada. Otros solo bufaron. El nombre bastaba para tensar el ambiente.

—Para los despistados: los Clase D son individuos usados para tareas de exposición directa a anomalías. Son convictos. Asesinos, violadores, terroristas. Escoria de lo peor. La Fundación los “rescata” de sus condenas... a cambio de trabajar para nosotros. Bueno, trabajar —hizo comillas con los dedos—. Básicamente, los enviamos a morir cuando no queremos que mueran ustedes.

Hubo un silencio pesado. Aitor ya lo sabía, pero escucharlo así, tan crudo, aún le daba un pequeño nudo en el estómago.

—Tendrán contacto con ellos. A veces para escoltarlos, a veces para encerrarlos. Nunca, nunca, los vean como personas. No son compañeros. No son soldados. Son herramientas. Y si se salen del protocolo…

Chasqueó los dedos.

—...se elimina.

Aitor tragó saliva. La naturalidad con la que lo decía era perturbadora.

—En caso de brecha de seguridad, los Clase D deben ser neutralizados de inmediato, sin advertencia, sin conversación. Si una anomalía escapa, esos bastardos son los primeros en aprovecharlo para fugarse. Y créanme, la Fundación no puede permitirse que uno solo de ellos pise la calle.

El instructor se detuvo y los miró uno por uno. Sus ojos eran como bisturís.

—¿Les parece cruel? Lo es. Pero lo que contenemos aquí es peor. Ellos son el peaje. Ustedes son el muro. Y el mundo es lo que está detrás.

Nadie respondió. Ni siquiera los que solían hacer comentarios. Solo el zumbido de los fluorescentes, y el golpeteo lejano de una alarma de prueba.

Aitor, sin embargo, no pudo evitar pensar: ¿Y si uno de esos Clase D no es lo que dicen? ¿Y si es otro peón más, como nosotros, tirado a una jaula sin explicación?

Se mordió el pensamiento.
Aquí no se cuestionaba.
Aquí se obedecía.
Y si querías durar más de un mes… mejor tragarte tus dudas con agua y seguir corriendo.

El aire en el corredor del Sector C estaba cargado de ese olor metálico y limpio que ya empezaba a volverse familiar para Aitor. Iba armado, con el uniforme completo, sudando apenas bajo el chaleco, caminando junto a sus dos compañeros de patrulla.

—Nos separamos aquí —dijo Méndez sin siquiera detenerse—. Ortega, tú vas al ala médica. Aitor, los de biología te esperan en el Laboratorio B5. Científica de alto rango. Mantente profesional.

Aitor asintió con un gesto, tragando una respuesta sarcástica. Ortega se despidió con un golpe leve en el hombro y se alejó sin mirar atrás. Méndez ya había desaparecido en otro pasillo, como si se deshiciera en las sombras.

Aitor ajustó el rifle contra el pecho y giró la esquina. Frente a una puerta con acceso restringido, dos investigadores esperaban. Uno estaba absorto en su tablet. La otra lo miró al oír los pasos.

Ella.

Pelo castaño claro recogido sin esfuerzo. Unos mechones sueltos le enmarcaban el rostro blanco, suave, con pecas apenas visibles bajo los ojos. Llevaba un delantal de laboratorio bien cuidado, y un pase colgando del cuello. Eleni.

Aitor se detuvo, algo más recto de lo normal. Sintió el calor subiéndole al cuello.

—Agente Aitor —dijo ella con voz suave, revisando su credencial—. ¿Verdad?

—S-sí, correcto.

Idiota. ¿Por qué tartamudeas?

Ella asintió, sin notar nada raro. Le sonrió con la cortesía justa de quien no está acostumbrada a socializar con los de seguridad.

—Vamos al archivo de muestras. Es una ruta corta. No debería haber contratiempos.

—Perfecto —dijo él, siguiendo el paso—. O sea... espero que no haya contratiempos.

Ella asintió otra vez, sin mirarlo, concentrada en la tablet que sostenía con una mano.

Caminaron un tramo en silencio, los otros dos investigadores charlaban bajito adelante. Aitor se mantenía ligeramente detrás de Eleni, sin atreverse a ir a su lado. Tenía la garganta seca sin saber por qué.

—¿Trabajas en este sector desde hace mucho? —soltó de pronto, en voz baja.

Eleni lo miró con sorpresa, como si no esperara conversación.

—¿Ah? Ah... sí, desde hace un par de años. Biología estructural aplicada a compuestos anómalos. Suena más impresionante de lo que es.

Aitor sonrió, más por reflejo que por otra cosa.

—A mí me suena a algo que yo nunca podría entender.

Ella soltó una pequeña risa nasal. Nada exagerado.

—Bueno, yo tampoco entiendo cómo no se matan ustedes cargando tanto peso encima.

—Nos morimos igual. Solo que con más estilo.

Eleni sonrió sin levantar la mirada. Aitor sintió que el corazón le daba un golpe raro en el pecho. Se rascó la nuca con disimulo, aunque llevaba guantes puestos.

La conversación no fue más lejos. Siguieron caminando hasta llegar al punto de entrega, donde otros agentes ya estaban esperándolos. Eleni le dio las gracias sin mucha ceremonia antes de perderse entre los equipos de laboratorio.

Aitor se quedó un par de segundos mirándola alejarse.
No era gran cosa. Una escolta rutinaria. Un pasillo más.
Pero algo en su forma de hablar... de sonreír casi sin querer...

Le hizo sentir, por un momento, que debajo de todo ese acero y control, seguía siendo humano.

Y eso, en un lugar como este, ya era mucho.

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