Capítulo 10 “Fracturas”
Capítulo 10: “Fracturas”
El eco de sus pasos resonaba en los pasillos desolados de la Fundación. Cada grieta en el suelo, cada mancha seca en la pared, parecía recordarle a Aitor y a Johana lo cerca que habían estado de morir incontables veces. Avanzaban en silencio, uno al lado del otro, hasta que la tensión contenida se volvió insoportable.
—Mira… —comenzó Aitor con voz baja, sin atreverse a mirarla directamente—. Tal vez lo mejor sería que nos separemos un tiempo.
Johana se detuvo en seco, frunciendo el ceño.
—¿Qué? —su tono mezclaba sorpresa con enojo—. ¿De qué coño estás hablando?
Aitor suspiró, pasándose la mano por la nuca.
—Es lo más seguro. Yo… no sé cuánto más aguante. Si seguimos juntos, corres el riesgo de que te pase algo peor. Tú misma viste lo de 106… si no hubieras estado, tal vez—
—¡¿Tal vez qué?! —lo interrumpió Johana, dando un paso hacia él—. ¿Que estarías muerto? ¿Que te habría dejado tirado? ¿Eso es lo que piensas?
Aitor intentó mantener la calma, pero la culpa y el cansancio lo carcomían.
—No es eso. Joder, no entiendes…
—Lo que entiendo —replicó Johana, cruzándose de brazos con fuerza— es que estás buscando la primera excusa para largarte y librarte de mí.
El silencio cayó como una losa. Aitor abrió la boca, pero no dijo nada al instante. No era así… ¿o sí?
Johana lo miraba con una mezcla de rabia y tristeza.
—Siempre igual. Cuando las cosas se ponen feas, piensas que lo mejor es soltar lastre. Y esta vez el lastre soy yo, ¿no?
Aitor apretó los dientes. Quería explicarse, pero cada palabra parecía un arma de doble filo.
—No es eso, Johana. No es que quiera librarme de ti…
Ella bufó, apartando la mirada.
—Pues parece exactamente eso.
Siguieron caminando, la tensión creciendo con cada paso, como si los pasillos se volvieran más angostos solo para obligarlos a chocar.
El aire en el pasillo se volvió cada vez más pesado, como si cada palabra que soltaran apretara más la soga invisible entre ellos.
—¡No lo entiendes, Johana! —Aitor levantó la voz, con los ojos llenos de tensión—. Yo soy el que lleva el chip de rastreo. ¡Yo! Si me siguen, si detectan mi señal, tú terminarás pagando las consecuencias.
Johana negó con la cabeza, dando un paso hacia él, con el rostro encendido por la rabia.
—¿Y eso qué? ¿Ahora me vas a decir que me quieres dejar porque te rastrean a ti? ¡Deja de usar excusas, Aitor! No es por el puto chip, es porque me quieres lejos.
—¡No! —soltó él, frustrado—. Precisamente por eso. Si me quedo contigo, te matan. Si me separo, tienes más posibilidades. ¡No lo entiendes, maldita sea!
Johana rio con ironía, aunque sus ojos estaban empañados.
—Lo único que no entiendo es cómo tienes los cojones de vestirte de héroe cuando en realidad lo único que quieres es librarte de mí.
El silencio posterior fue insoportable, hasta que un crujido sordo lo quebró. Aitor se tensó de inmediato. Había oído algo. Un roce entre metales, demasiado leve para alguien normal, pero su oído entrenado lo detectó.
Sin pensarlo, giró hacia Johana y le tapó la boca con una mano, pegándola contra la pared para obligarla a callar.
Ella abrió los ojos de par en par, forcejeando, sin entender nada.
Aitor apuntó con el arma hacia la oscuridad del pasillo, el corazón martillándole el pecho. El sonido se repitió… hasta que de pronto, entre la penumbra, emergió una simple rata que cruzó corriendo y desapareció en una grieta de la pared.
Aitor bajó el arma y soltó un suspiro largo.
—Solo era una rata…
Johana, que no había percibido nada, se sintió traicionada. El miedo, la tensión, la humillación de sentir la mano de Aitor en su boca sin motivo aparente se le clavó como un cuchillo. Su reacción fue instantánea.
¡Paf!
La bofetada le cruzó la cara con fuerza. Aitor quedó paralizado, con la mejilla ardiendo.
—¡Gilipollas! —gritó Johana, con lágrimas escapándosele por fin de los ojos.
Se giró y echó a andar furiosa, alejándose con pasos firmes, perdiéndose en el laberinto de pasillos de la Fundación.
Aitor se quedó solo, con la respiración rota, sintiendo que el golpe de su mano ardía menos que el vacío que dejaba su ausencia.
Aitor se llevó la mano a la mejilla, todavía sintiendo el ardor del golpe. Observaba el pasillo vacío por el que Johana se había marchado, sus pasos resonando aún en su cabeza como una sentencia.
—Maldita sea… —susurró, y dio un paso hacia adelante, dispuesto a alcanzarla, a detenerla antes de que se perdiera en aquel laberinto de muerte.
Pero entonces ocurrió.
BOOOOM.
Un estruendo sacudió el suelo bajo sus botas, tan fuerte que el techo crujió y parte del polvo y del metal cayeron desde arriba. Una vibración grave recorrió todo el pasillo, seguida de otro golpe que parecía más cercano.
Aitor se llevó la mano al oído justo cuando los intercomunicadores explotaron en un chirrido metálico, la voz de un operador gritando casi al borde del pánico:
—¡¡¡ATENCIÓN, ATENCIÓN!!! ¡GATE B HA SIDO DESTRUIDA! REPITO, GATE B HA SIDO DESTRUIDA. ¡EL SCP-682 ESTÁ FUERA DE CONTENCIÓN! ¡TODOS LOS NTF DISPONIBLES, MOVERSE YA A LA ZONA DE GATE B! ¡CONTIENEN O MORIMOS TODOS!
La voz resonaba con tanta fuerza que parecía salir de todas las paredes, un eco de urgencia y terror.
Aitor se quedó helado por un instante. SCP-682. El lagarto inmortal. El fin del mundo con garras y dientes. Cada fibra de su cuerpo sabía que no había nada capaz de matarlo, y sin embargo, la orden se repetía una y otra vez, obligando a todos los NTF a concentrarse en aquella bestia.
Un pensamiento fugaz le atravesó como un destello:
Si todos los NTF corren hacia Gate B… entonces aquí… aquí podría haber silencio. Por fin.
Por primera vez en días, una posibilidad de paz. Una oportunidad.
Apretó la mandíbula, respiró hondo y sin pensarlo dos veces comenzó a correr, no hacia Gate B, no hacia la misión imposible, sino hacia donde realmente quería estar.
—Johana… —murmuró entre jadeos mientras avanzaba por los pasillos, ignorando el retumbar de las sirenas y los mensajes de los intercomunicadores—. No voy a dejarte sola.
Sus botas repiqueteaban contra el suelo, cada paso más rápido que el anterior, persiguiendo aquella sombra que se había alejado segundos antes.
Aitor corría con todas sus fuerzas, llamando el nombre de Johana entre dientes, el eco devorando su voz. Pero en medio de su carrera, algo cambió.
El suelo frente a él comenzó a humedecerse, ennegrecido por una sustancia viscosa que burbujeaba como alquitrán hirviendo. Antes siquiera de reaccionar, el líquido se abrió bajo sus botas, extendiéndose como una boca hambrienta.
—¡Mierda! —fue lo único que alcanzó a gritar.
En un parpadeo, el mundo se desmoronó. El pasillo desapareció, el aire se volvió pesado, nauseabundo, y un frío metálico le caló hasta los huesos. Aitor cayó de rodillas sobre una superficie irregular, húmeda, hecha de algo que no parecía roca ni metal, sino una mezcla orgánica que respiraba con cada paso.
Frente a él, emergiendo de las sombras como si el espacio mismo lo escupiera, SCP-106 apareció. La figura arrugada, corroída, avanzó lenta, arrastrando ese hedor a podredumbre que casi lo hacía vomitar.
El anciano deformado extendió una mano huesuda hacia él.
Aitor se tensó, el corazón martilleándole el pecho. Todo en él gritaba que no debía aceptar, que aquello era una trampa. Y sin embargo, los ojos hundidos del ente parecían observarlo con una especie de paciencia retorcida.
El tiempo se volvió insoportable. Y al final, contra todo instinto, Aitor alzó su mano ensangrentada y la apoyó en la del monstruo.
La piel podrida del 106 era fría, pero no lo devoró. Al contrario: tiró suavemente de él.
Sin una palabra, la criatura comenzó a caminar por uno de los pasillos imposibles de aquella dimensión, sus paredes latiendo y deformándose como si respiraran. Aitor, aún incrédulo, lo siguió.
Tras lo que parecieron minutos o tal vez horas, llegaron a un arco negro que flotaba en el aire, un portal líquido que vibraba como un espejo de aceite.
El 106 lo cruzó primero, y Aitor, conteniendo la respiración, lo siguió.
Cuando emergió al otro lado, se quedó petrificado.
Lo que encontró no era un escenario de muerte, ni otro pasillo corrupto. Era… una ciudad. Una especie de asentamiento improvisado en un espacio cavernoso, iluminado con antorchas y focos recuperados.
Había personas.
Guardias uniformados, MTF armados, científicos con sus batas hechas jirones… y hasta Class-D con su característico mono naranja. Todos convivían, hablando entre sí, organizando mesas con comida, vigilando puntos de acceso. Entre ellos también había anomalías: objetos extraños, criaturas contenidas, algunos humanoides que Aitor reconocía como “Safe”, viviendo sin rejas.
Era una comunidad. Una resistencia.
Y todos, absolutamente todos, al ver a la figura que había llegado junto a Aitor, se pusieron de pie, inclinando la cabeza con respeto.
SCP-106.
El anciano putrefacto alzó una mano en un gesto lento, y el murmullo general se apagó. El monstruo no necesitaba hablar: era evidente que allí, en ese rincón perdido de la realidad, él era el líder.
Aitor apenas podía dar crédito a lo que veía. Esa amalgama de gente y anomalías, trabajando juntos en lo que parecía una ciudad subterránea viva, lo dejaba sin palabras. Se giró hacia el 106, aún con la respiración agitada.
—¿Q-qué es todo esto? —balbuceó—. ¿Qué… qué demonios estoy viendo?
El 106 ladeó la cabeza, sus facciones corroídas se retorcieron en una mueca que bien podía ser una sonrisa. Su voz salió grave, áspera, como si rascara las paredes de su cráneo.
—Todos estos… —alzó una mano huesuda hacia la comunidad— me deben algo. Algunos son anomalías a las que liberé del encierro, otros son humanos a los que salvé de un destino peor. Otros, simplemente, me dieron lo que necesitaba: información… sobre Astradeus.
El nombre retumbó en los oídos de Aitor. Un escalofrío lo recorrió de pies a cabeza, aunque apenas entendía la magnitud de lo que había oído.
—¿Astradeus…? —susurró, incrédulo.
—La Fundación lo conoce menos de lo que cree —continuó el anciano con calma corrosiva—. Ellos, —señaló a la multitud— me ofrecieron piezas del rompecabezas. Y yo… a cambio… les di algo que nadie más podía darles: una tregua.
Aitor permaneció en silencio, impresionado. Lo que estaba viendo contradecía todo lo que había aprendido como MTF: ese ser, esa aberración, supuestamente solo vivía para torturar, devorar y arrastrar todo a su dimensión. Y, sin embargo, aquí había vidas protegidas bajo su sombra.
Como un niño curioso, Aitor se adentró entre la multitud. Pasó junto a una mesa improvisada donde un par de científicos reían suavemente, intercambiando notas en hojas arrugadas. Un guardia Class-D compartía un cigarro con un ex-MTF, como si la línea que los dividía ya no existiera.
Y entonces la vio.
Una joven de cabello oscuro sostenía una cámara antigua entre las manos. Vestía ropa sencilla, casi civil, pero sus ojos brillaban con un fulgor extraño, como si el lente de la cámara se prolongara en su mirada.
—¿Eres nuevo aquí? —le preguntó con una sonrisa amistosa, levantando la cámara.
Antes de que Aitor respondiera, la chica encuadró la escena y disparó el obturador. El flash iluminó su rostro cansado, y de repente… desapareció. La cámara cayó flotando en el aire. Aitor la agarró por instinto, mirando alrededor con el corazón en la garganta.
—¡Eh! ¡Estoy aquí dentro! —dijo la voz de la chica, desde la propia foto que acababa de tomar.
Aitor miró la polaroid revelándose lentamente: en la imagen, la muchacha saludaba desde dentro del marco, como si estuviera de visita en otro mundo.
—Me llamo Iris —explicó la voz desde la foto—. No te preocupes, siempre vuelvo.
Aitor abrió los ojos como platos, y casi soltó una carcajada nerviosa. Aquello era surrealista… pero fascinante.
Más adelante, entre los pasillos improvisados de esa ciudad subterránea, vio una masa gelatinosa de un naranja brillante moviéndose alegremente entre algunos guardias de la comunidad. Cada vez que alguien lo tocaba, una risa contagiosa y calor reconfortante llenaba el ambiente.
—¡Ese es el SCP-999! —gritó un guardia con entusiasmo, acariciando a la criatura que respondía con chillidos felices.
Aitor se agachó un instante, dejando que aquella sustancia viscosa y vibrante se deslizara sobre su brazo. El contacto era tan cálido, tan puro, que por un segundo olvidó las palizas, las persecuciones, el dolor. Una risa leve escapó de su garganta, involuntaria.
Y, finalmente, cerca de una hoguera, sus ojos se toparon con algo aún más extraño. Una figura humanoide, alta y esbelta, con facciones femeninas cubiertas parcialmente por pelaje oscuro. Su rostro era el de un cánido: orejas puntiagudas, mirada penetrante… pero sus labios curvados en una sonrisa descarada.
—Vaya, vaya… —dijo ella, con voz juguetona mientras se acercaba a un guardia nervioso—. ¿Un hombre armado y solo? Qué desperdicio si te mataran…
El soldado tragó saliva, torpe, sin saber cómo reaccionar. Aitor apenas podía apartar la vista: reconoció el símbolo del archivo de la Fundación en su memoria. SCP-1471.
La mujer-perro notó su mirada y, con una sonrisa seductora, le guiñó un ojo.
—Tranquilo, chico nuevo —dijo, girando su melena oscura—. Aquí no muerdo… salvo que me lo pidas.
Aitor se sonrojó levemente, descolocado. Esa escena absurda era tan opuesta a todo lo que había vivido en las últimas horas, que por un instante sintió que había entrado en un sueño febril.
Miró a su alrededor: una comunidad formada por enemigos, aliados y monstruos. Todos bajo la protección del mismo ser que, horas antes, había intentado llevárselos a él y a Johana a la condena eterna.
La pregunta le quemaba en la lengua:
—¿Qué demonios se supone que es esto? ¿Una resistencia… o un santuario?
El 106, a sus espaldas, soltó una risa quebrada, como hierro oxidado chocando contra piedra.
El 106 se apartó lentamente, acompañado por un pequeño grupo de MTF renegados que lo seguían como si fuera un oficial de alto rango. Avanzaron hacia un pasillo lateral, armados y tensos, preparándose para lo que él llamó “una misión de reconocimiento”. La corrosiva figura del anciano desapareció entre sombras, dejándole a Aitor la libertad de explorar aquel mundo oculto.
El joven MTF caminó entre los pasadizos iluminados con lámparas improvisadas. La vida en aquel lugar era extrañamente normal: un par de guardias jugaban al ajedrez sobre una caja de suministros, dos Class-D reían compartiendo un mazo de cartas viejas, y más allá se oía música de un viejo radiocasete funcionando a pilas. El olor a tabaco, comida racionada y humedad llenaba el aire.
Aitor se detuvo junto a una mesa donde tres hombres discutían acaloradamente entre jugadas de póker. Uno de ellos levantó la vista y, al reconocerlo como alguien nuevo, le hicieron un gesto con la cabeza.
—¿Te animas, novato? —preguntó un guardia con barba rala, moviendo un montón de fichas improvisadas hechas con tapones de botella.
Aitor dudó, pero finalmente se sentó. La tensión en su cuerpo se alivió un poco mientras recibía las cartas. No tardó en aprender las bromas, las trampas mal disimuladas y las risas que estallaban cada vez que alguien perdía. Por primera vez en horas, Aitor sintió un poco de humanidad… aunque fuera en un lugar tan extraño.
De pronto, una sombra se inclinó por detrás. Unas manos suaves se posaron sobre sus hombros y comenzaron a dar un leve masaje, como un juego.
—Vaya, vaya… —dijo una voz femenina, con un tono casi perezoso pero cargado de picardía—. Un chico serio que sabe jugar cartas. Eso sí que no me lo esperaba.
Aitor giró la cabeza y se encontró con ella: la mujer de rostro canino, orejas erguidas y ojos brillantes. El pelaje enmarcaba sus facciones humanas de manera extraña, pero no desagradable. Sonreía con un aire juguetón, como si siempre supiera más de lo que mostraba.
—Soy Lilith —se presentó con naturalidad, inclinándose un poco más hacia él—. ¿Y tú?
Aitor tragó saliva, incómodo. Mantuvo la compostura, girándose hacia ella con educación.
—Aitor. —respondió, breve pero amable. Luego, con voz firme pero sin sonar brusco, añadió—. Te agradezco el gesto… pero no hace falta lo del masaje.
Lilith arqueó una ceja y lo observó con curiosidad. La mayoría habría pensado que se sentiría rechazada, pero en lugar de molestarse, soltó una carcajada ligera y apartó las manos de inmediato.
—Está bien, soldado —dijo, encogiéndose de hombros—. Si no quieres juegos, no hay juegos. Supongo que puedo conformarme con una charla.
Se sentó a su lado, apoyando los codos sobre la mesa como si nada hubiera pasado. Los demás jugadores apenas se inmutaron: parecía que ya conocían de sobra sus maneras juguetonas.
—Eres distinto —comentó ella, observándolo mientras barajaban de nuevo—. Casi todos los que llegan aquí se sienten desesperados, perdidos. Tú… sigues con esa cara de disciplina tatuada en la frente.
Aitor sonrió apenas, sin dejar de mirar sus cartas.
—Supongo que es difícil dejar de ser lo que soy.
Lilith inclinó la cabeza, sus orejas se movieron con un leve tic involuntario, casi gracioso.
—Eso me gusta. Un hombre que no se quiebra a la primera. —hizo una pausa, más seria ahora—. Tranquilo, Aitor. Aquí no estoy para seducir a nadie. Lo que quieras, será amistad.
El joven MTF levantó la vista, sorprendido por el tono sincero. Ella sonrió de manera más cálida, y por primera vez, su aire de broma se desvaneció.
—Bienvenida sea —respondió él.
Los dos siguieron jugando un rato más, entre risas y quejas por las malas manos. En medio del caos de anomalías y secretos, Aitor empezaba a encontrar algo insólito: un respiro, un lugar donde ser más que un soldado de la Fundación.
Después de un rato en la mesa de cartas, Aitor se levantó para estirar las piernas. Lilith, siempre pegajosa pero con un aire ahora más amistoso que juguetón, decidió acompañarlo.
—No pareces de los que se quedan quietos mucho tiempo —comentó ella, caminando a su lado con las manos entrelazadas detrás de la espalda. Sus orejas se movían de un lado a otro, atentas a cada ruido en el pasillo.
—Supongo que no —respondió él, con un gesto breve—. Me cuesta estar en un solo lugar demasiado rato.
—Eso se nota —rió Lilith, mirándolo de reojo—. Caminas como si siempre buscaras la salida.
Aitor sonrió con un poco de ironía, sin añadir nada. Ella parecía disfrutar llenando los silencios, así que no le molestaba.
En un cruce de pasillos, una figura apareció de repente. Iris, con su inseparable cámara colgando del cuello, les tomó una foto casi sin pedir permiso. El flash iluminó por un instante sus rostros.
—¡Perfecto! —dijo con entusiasmo—. Una pareja en ronda nocturna, eso siempre queda bien en la colección.
—¿Pareja? —repitió Aitor, arqueando una ceja.
—No te ofendas, guapo, fue una manera de hablar —Iris sonrió divertida, acomodándose el cabello—. Además, ustedes dos juntos dan buena imagen. Tienen… ¿cómo decirlo? Química.
Lilith soltó una carcajada que resonó en el pasillo, y Aitor negó con la cabeza, cruzándose de brazos con gesto serio.
—Iris, siempre metiéndote donde no te llaman —dijo Lilith, pero sin enojo—. Déjalos respirar un poco.
—Oh, venga, no me digas que no tienes curiosidad —contestó la fotógrafa, ladeando la cabeza como si quisiera leer la mente de Aitor—. Este chico tiene secretos, lo noto.
Iris se fue adelantando, jugueteando con su cámara, mientras Lilith y Aitor retomaban el paso. La mujer-perro esperó a que estuvieran a solas de nuevo para soltar, con tono más bajo:
—Tiene razón en una cosa, ¿sabes? —comentó—. Puedo sentir ciertas cosas de la gente… como ecos. No me preguntes cómo funciona, porque ni yo lo sé. Pero en ti noto algo muy marcado.
Aitor frunció el ceño.
—¿Algo?
—Sí —Lilith lo miró fijamente, su sonrisa ahora más tranquila—. Sientes algo fuerte por alguien. Una chica. Pero no es ninguna de las que están aquí.
Aitor se detuvo, incómodo.
—Estás equivocada.
—No lo estoy —respondió ella con seguridad, inclinando apenas la cabeza—. Y tranquilo, no pienso ir contándolo. Solo te digo que lo llevas grabado en la cara cada vez que piensas demasiado.
Aitor desvió la mirada, serio, cerrándose en sí mismo.
—No hay nada de qué hablar.
Lilith sonrió, satisfecha, como un cazador que ya atrapó a su presa aunque esta intente escapar.
—Claro, claro. Niegas bien, pero yo ya lo tengo cazado.
El soldado suspiró, reanudando el paso con gesto resignado. Ella no insistió más, y por primera vez el silencio entre ambos no fue incómodo, sino extraño… como si Lilith hubiera abierto una puerta que Aitor no quería reconocer.
El sonido metálico de una campana resonó por todo el subterráneo, rebotando en las paredes y obligando a todos a detener lo que hacían. Aitor, que ya comenzaba a incomodarse con la presión de Lilith, suspiró con alivio: aquella interrupción lo libraba de seguir respondiendo a preguntas que no quería enfrentar.
—Reunión —dijo ella, ladeando la cabeza—. Ven, no te lo querrás perder.
Los pasillos se llenaron de pasos y murmullos. Guardias, clases D, y hasta algunos SCP “seguros” comenzaron a dirigirse hacia una gran sala circular, iluminada con focos de luz amarillenta. El ambiente estaba cargado de tensión, pero también de expectación: cada vez que él hablaba, todos escuchaban.
SCP-106 apareció de entre las sombras, su silueta oscura ascendiendo hasta una plataforma más alta, como un púlpito improvisado. El silencio fue inmediato. Aunque su presencia imponía miedo, nadie parecía asustado; lo miraban con una mezcla de respeto y dependencia.
La voz del anciano espectral retumbó con eco en las paredes:
—Hoy debo hablarles de un enemigo que va más allá de la Fundación. Un enemigo que no distingue entre humanos y anomalías. Su nombre es Astradeus.
Un murmullo inquieto recorrió la sala. Aitor alzó la vista, interesado, sin poder evitar que algo en ese nombre le produjera un escalofrío.
—Astradeus —continuó 106— no es un hombre cualquiera dentro de la Insurgencia del Caos. Es un pez gordo, uno de sus cabecillas, pero su ambición lo coloca por encima de todos. Su objetivo no es simplemente ver caer a la Fundación, como muchos de ustedes desearían. No. Él quiere algo más grande.
La multitud escuchaba con respiración contenida.
—Astradeus busca la destrucción total —gruñó 106, dejando que sus palabras se hundieran—. No solo de la Fundación, sino también de nosotros, los SCP. Cree que nuestra existencia es un error, una amenaza que no merece más que el exterminio.
Lilith, a un lado de Aitor, frunció el ceño y murmuró entre dientes:
—Ese malnacido quiere matar hasta a los nuestros…
—Sí —repitió 106, como si hubiera escuchado a todos al mismo tiempo—. Quiere borrar toda anomalía de la faz de la Tierra. Y ya ha comenzado a mover sus piezas.
Los rostros de los presentes mostraban miedo, ira y también una chispa de unidad. Guardias que antes habían perseguido SCPs estaban ahora hombro a hombro con ellos, escuchando al que alguna vez fue su peor pesadilla.
—Por eso estamos aquí —remató el anciano, con un brillo extraño en sus ojos corroídos—. Aquí abajo, en las grietas del mundo, resistimos. La Fundación jamás nos habría dado este espacio. La Insurgencia tampoco lo hará. Pero juntos, podemos sobrevivir.
Un murmullo de aprobación recorrió la sala, casi como un rugido contenido.
Aitor, aún procesando lo que escuchaba, no pudo evitar sentir una contradicción en su interior. Todo lo que le habían enseñado en la Fundación se tambaleaba: ¿de verdad SCP-106 estaba organizando una resistencia… para proteger tanto a humanos como a anomalías?
Su corazón latía con fuerza. Y mientras todos aplaudían y gritaban apoyo, él no podía dejar de hacerse una pregunta:
¿Por qué sentía que Astradeus ya conocía su nombre?
El anciano extendió una mano huesuda, y como si la materia misma le obedeciera, de la nada surgió una fotografía arrugada y ennegrecida. La sostuvo en alto para que todos pudieran verla. El murmullo se apagó de golpe.
—Este… —gruñó con desprecio— …es Astradeus.
Aitor se inclinó hacia adelante, tratando de distinguir el rostro en la imagen. Cuando al fin lo vio, el aire se le atascó en los pulmones.
En la foto estaba él. El mismo rostro pálido y deformado que había visto en los pasillos: SCP-049-B.
Hubo un estremecimiento colectivo en la sala. Algunos SCP emitieron gruñidos bajos, otros simplemente apretaron los puños. Los guardias intercambiaron miradas de odio y miedo a la vez.
—Sí —prosiguió 106, deleitándose en la reacción—. Astradeus ha tomado ese cuerpo como recipiente. No es el único que ha tenido, pero este lo ha hecho suyo. Y mientras habite esa carne maldita, seguirá siendo casi intocable.
Guardó la foto y continuó, su voz profunda llenando el lugar como un eco:
—Escuchen bien. El plan es simple, pero necesitará de todos ustedes.
Se inclinó un poco hacia delante, como un conspirador compartiendo un secreto con sus aliados:
—Cuando la Fundación logre contener a SCP-682… nosotros lo liberaremos de nuevo. Lo arrastraremos hacia la Gate B. Allí, en el caos, ustedes se quedarán firmes. La Insurgencia del Caos vendrá, atraída por la desesperación de salvar a su “pez gordo”. Y cuando acudan, creyendo que podrán rescatarlo…
El anciano sonrió, una mueca putrefacta que provocó un escalofrío en Aitor.
—… nosotros no estaremos allí.
Señaló hacia el otro extremo del subterráneo, donde los túneles parecían perderse en la oscuridad.
—Nos moveremos a la Gate A. Y allí, esperaremos. Cuando Astradeus trate de escapar, lo recibiremos con todo lo que tenemos. Lo aniquilaremos. Sin él, la Insurgencia quedará descabezada y se verá obligada a retroceder.
Los murmullos crecieron. Algunos aplaudieron, otros rugieron en aprobación.
106 levantó ambas manos para silenciar y prosiguió con voz grave:
—Mientras tanto, un grupo de MTF… —sus ojos podridos recorrieron la multitud, deteniéndose por un instante en Aitor— …y SCP-682 se encargarán de liquidar a los NTF en la Gate B.
El silencio volvió a hacerse, cargado de tensión.
—Si todo sale bien, los humanos aquí presentes serán liberados. Y los SCP sobrevivientes permaneceremos en estas ruinas. —El anciano rió, como si aquello fuera un chiste privado—. Después de todo, este sitio es más seguro que cualquier ciudad.
Los vítores y golpes en el pecho resonaron en la sala. Una sensación de fervor recorrió el lugar, como si estuvieran ante la oportunidad de empezar algo nuevo, algo imposible: un mundo sin Fundación, sin Insurgencia, un espacio donde ellos decidieran las reglas.
Aitor, sin embargo, se quedó helado. El plan sonaba a locura… pero también a la única jugada que podía cambiar el rumbo de todo.
La noche cayó sobre el almacén subterráneo como un manto pesado y silencioso. Entre las sombras, algunos habían encendido un pequeño fuego bajo techo, suficiente para cocinar lo que habían cazado o recolectado durante el día. Otros bebían de barriles improvisados, riendo y compartiendo historias con un alivio que parecía casi prohibido en aquel lugar. Las guardias se repartían en los pasillos y corredores, atentos a cualquier movimiento sospechoso.
Lilith, con su mirada aguda y sonrisa traviesa, decidió que era momento de sacar algo de Aitor. Sigilosamente, le pasó una bebida con un toque de alcohol más fuerte de lo normal. Aitor, distraído y confiado, la tomó sin sospechar.
Poco a poco, la bebida fue haciendo efecto. Aitor comenzó a relajar los hombros, a sonreír con facilidad y a hablar sin filtros.
—Johana… —murmuró, bajando la voz pero sin poder contenerse—. Todo este lío… todo lo que ha pasado… y aun así… no puedo dejar de pensar en ella. Siento algo… algo que no debería sentir, tal vez… pero lo siento.
Lilith se sentó a su lado, acariciándole ligeramente la espalda y los hombros, como una madre tranquilizando a un hijo que se desahoga. Iris, siempre curiosa, se acercó lo suficiente para escuchar, sin interrumpir, sus enormes ojos fijos en Aitor mientras este hablaba.
El joven continuó, balbuceando emociones y recuerdos, hasta que la pesadez del alcohol y el agotamiento del día lo vencieron. Lilith le pasó una manta ligera por encima y le dio un par de caricias suaves en la frente y la mejilla, asegurándose de que estuviera cómodo.
Aitor cerró los ojos y se dejó llevar por un sueño profundo y tranquilo, rodeado de la extraña seguridad que ofrecía aquella comunidad improvisada de SCPs, guardias y sobrevivientes. La noche avanzaba, y por primera vez en mucho tiempo, podía descansar sin sentir el peso inmediato de la Fundación o de la Insurgencia sobre sus hombros.
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