Capítulo 2 “Ruido de Fondo”
Capítulo 2
“Ruido de Fondo”
El zumbido metálico de los generadores llenaba la sala como una presencia viva. No era un sonido constante, sino uno que vibraba, que oscilaba, como si respirara entre los cables y los tubos del corazón del Sitio. Aitor habría odiado ese sitio; Erick lo encontraba insoportablemente aburrido.
Estaba allí por protocolo, con otro guardia como él —Briones, un tipo callado que solo respondía con gestos secos—, custodiando a tres técnicos que revisaban una consola llena de luces y advertencias intermitentes. El aire olía a metal caliente, sudor estancado y polvo electrónico.
Uno de los técnicos —el más joven, con la camisa por fuera y ojeras que parecían tatuadas— resopló frente al panel.
—Esto no está bien —murmuró, casi para sí mismo—. Los generadores auxiliares están entrando en ciclos de compensación que no deberían activar sin orden directa…
Erick apenas giró la cabeza para observar. Aquel tipo hablaba rápido y con términos técnicos que le pasaban por encima como si fueran en otro idioma.
—¿Eso es peligroso? —preguntó Briones, en voz baja pero directa.
El técnico se volvió hacia ellos. Tenía una expresión de fastidio, pero también un fondo de preocupación que no terminaba de ocultar.
—Mira, si estos núcleos siguen sobrecargándose así, podríamos tener una caída total del sistema en medio de una contención… Y eso, en este lugar, es jodidamente lo último que queremos.
—¿No se supone que hay generadores de respaldo para eso? —replicó Erick, casi sin pensar, con un tono algo más cínico.
—Sí, claro. Y una vez también se suponía que los Clase-D tenían implantes de rastreo… —ironizó el técnico, antes de agacharse a revisar un panel inferior—. Las suposiciones aquí no valen una mierda cuando todo se va al carajo.
Erick desvió la mirada. Volvió a centrarla en su arma, colgada sobre su pecho con la correa ajustada. Una P90, ligera, compacta, fiable. Le gustaba su forma, su peso equilibrado. Era cómoda. Pero mientras la observaba con detenimiento, una idea incómoda empezó a anidar en el fondo de su cabeza.
¿Cuánto servía esa arma en realidad?
El pensamiento no vino de golpe. Se deslizó, como una gota de agua fría bajando por la espalda.
Recordó historias que había oído por los pasillos, rumores apenas susurrados por otros guardias: cosas que salieron de contención y a las que no se les podía disparar… porque no tenían piel. O porque las balas rebotaban como si fueran de goma. O porque, simplemente, no servía de nada.
Su arma podría hacer algo contra un Safe, con suerte.
¿Pero si un Keter se soltaba? ¿Si una de esas cosas rompía puertas, luces, paredes?
Él solo tenía un arma normal. Un chaleco. Y mala suerte.
Briones seguía charlando con los técnicos, pero Erick ya no estaba del todo allí. Se había perdido en ese pequeño rincón mental donde el miedo no gritaba, solo murmuraba. Y lo hacía con la voz de la lógica: clara, precisa, cruel.
“No vas a sobrevivir si pasa algo serio. No con esto.”
Un leve parpadeo en una de las luces del techo lo sacó de su ensimismamiento. Una vibración distinta en el suelo, casi imperceptible, hizo que uno de los técnicos se quedara quieto, como si intentara escuchar algo más allá del zumbido.
—¿Lo sintieron? —preguntó el técnico mayor, frunciendo el ceño.
Briones asintió.
—Sí. Algo se movió… o tembló. Muy leve.
Erick se irguió. Sujetó su arma con ambas manos y echó un vistazo a los pasillos que salían de la sala de generadores. Nada fuera de lugar. Pero el zumbido seguía, como una respiración artificial demasiado cerca de su oído.
El técnico sacó un comunicador y comenzó a transmitir códigos y reportes.
Erick no lo escuchaba del todo.
Su mente seguía atrapada en el eco de un pensamiento:
“Si todo falla… no puedo hacer nada.”
Los técnicos terminaron su revisión tras intercambiar un par de códigos más con la consola. El más joven lanzó un suspiro aliviado, pero algo forzado. Recogieron sus herramientas con prisa, sin comentar mucho, como si tuvieran prisa por salir de allí sin llamar la atención. Uno de ellos —el de mirada más inquieta y temblores apenas perceptibles en los dedos— no paraba de mirar su reloj.
—Vamos, tenemos que revisar el sector E antes de que nos pongan otra alerta encima —dijo el mayor, con tono firme.
Erick los observó alejarse por el corredor sin darles más que un asentimiento. Briones se quedó cerca, revisando su comunicador. El zumbido de los generadores seguía presente, como si se resistiera a desaparecer.
Pero entonces, algo no cuadró.
El técnico joven —ese al que no le había prestado tanta atención al principio— caminaba distinto. No era nerviosismo… era otra cosa. Una prisa contenida. Caminaba como quien tiene un propósito, no como alguien que simplemente sigue al grupo. Al llegar al cruce de pasillos, se desvió sutilmente del resto, creyendo que nadie lo notaba.
Erick entrecerró los ojos.
¿A dónde vas, colega?
No era que sospechara de algo específico. Pero su instinto, ese que a veces salvaba más que el chaleco, se encendió como una alarma silenciosa.
Miró a Briones, que seguía de espaldas, luego dio un paso atrás y se deslizó por el pasillo sin emitir un solo sonido.
Unos segundos. Solo quiero ver a dónde va.
Los pasos del técnico resonaban con un ritmo distinto. No apresurados, no casuales. Era ese tipo de andar que uno solo detecta cuando ha pasado suficiente tiempo observando pasillos vacíos. Erick lo notó. No sabría decir por qué exactamente, pero algo en su forma de moverse le encendió una alarma sorda.
Desvió la mirada hacia Briones que ya se veia en la lejanía. El tipo seguía encorvado sobre su comunicador, ajeno a todo.
Un minuto, nada más, se dijo Erick.
Y se deslizó por la esquina, manteniendo la distancia. El aire del pasillo era más denso conforme se adentraba en esa zona. Más frío. Más silencioso. Las luces blancas, uniformes, no parpadeaban, pero había una sensación extraña, como si algo vigilara desde los ductos de ventilación o desde detrás de las paredes.
Erick conocía la distribución del sitio de memoria. Y también sabía que ese corredor llevaba a las celdas de contención Euclid. Aquellas que los guardias comunes como él rara vez pisaban, salvo para vigilar desde el otro lado del cristal.
El técnico se detuvo frente a una de las puertas reforzadas. No hizo nada durante un par de segundos, simplemente se quedó ahí, plantado. Luego, con una mano temblorosa, presionó el panel de intercomunicador de seguridad de la celda.
Erick se detuvo a una distancia prudente, asomándose lo justo desde la esquina del corredor. No podía ver la cara del técnico, pero sí distinguía claramente sus movimientos. Y pronto, escuchó su voz.
—Todo está bajo control… —susurró el técnico, apenas audible—. Nadie sospecha. He hecho lo que pediste.
Silencio. Por un momento, Erick creyó que estaba hablando solo.
Hasta que la voz respondió.
No hubo clics, ni estática. Solo una voz masculina, grave, firme, que no parecía pasar por los micrófonos del intercomunicador, sino que resonaba directamente dentro del pecho de Erick, como un trueno contenido.
—Perfecto. La Insurgencia del Caos sabrá recompensarte por tu servicio. Has demostrado ser... útil.
Erick sintió un escalofrío seco recorrerle la columna. Esa voz no era humana, o si lo era, estaba modulada por algo que escapaba a lo natural. Y esa palabra...
¿Insurgencia del Caos?
No tenía ni idea de qué demonios era eso. ¿Un grupo rebelde? ¿Una célula interna? ¿Alguna especie de secta?
Pero lo que realmente lo puso en alerta no fue el nombre en sí, sino el tono del SCP. Hablaba con una calma calculada, con la seguridad de quien sabe que está en control, incluso encerrado tras una celda de contención. Como si todo aquello fuera parte de un plan más grande. Como si esperara que alguien lo estuviera escuchando.
El técnico, en cambio, sudaba. Su voz tembló ligeramente al responder.
—No... no tardaré mucho en acceder a los protocolos de derivación de energía. Solo necesito un par de días más, y—
—No falles —lo interrumpió la voz. No gritó. No alzó el tono. Pero Erick sintió cómo le dolían los dientes al oírlo—. Ya sabes lo que les ocurre a los que decepcionan.
El técnico tragó saliva. Bajó la cabeza, sus hombros encogidos como si le hubieran echado encima una losa invisible.
Erick dio un paso atrás, lo más silencioso posible. Se pegó a la pared, el corazón latiendo tan fuerte que temía que pudiera oírse.
¿Qué coño acababa de escuchar?
Una conversación entre un SCP y un técnico… sobre sabotaje. Sobre acceso a energía. Sobre un grupo llamado "Insurgencia del Caos".
Y lo peor: ese SCP no había dicho nada codificado. No. Hablaba con total naturalidad, como quien discute la hora de una reunión. Tranquilo. Seguro.
Erick sabía que ya no podía fingir que no había estado allí. Que no sabía nada. Que era solo otro guardia más.
Ahora estaba dentro.
Aunque no tuviera ni idea de qué.
Erick se alejó de la celda despacio, midiendo cada paso, cada sombra. El eco lejano de la conversación aún le retumbaba en el pecho, como si no se hubiera acabado del todo. Algo dentro de él le decía que aún no había terminado. Y no se equivocaba.
Al llegar al cruce del pasillo, giró apenas la cabeza.
El técnico volvía a moverse.
Ya no caminaba con disimulo. Lo hacía con paso rápido, decidido, como si tuviera una cuenta atrás tatuada en la nuca. Erick lo siguió de nuevo, manteniéndose oculto entre las columnas estructurales del sitio. Pasaron un par de niveles, cruzaron una esclusa, y al final, el técnico descendió por una escalinata de emergencia que daba directamente al área de generadores. La misma sala en la que habían estado minutos antes.
Erick se deslizó por el borde del pasillo, agachado, hasta que logró una vista clara desde una compuerta lateral entreabierta. El técnico estaba allí, solo. Con un destornillador eléctrico en una mano y una interfaz portátil conectada a uno de los terminales de control de energía.
Los dedos le temblaban, pero no dudaba. Sabía exactamente lo que estaba haciendo.
—Hijo de puta… —murmuró Erick entre dientes.
Ya no había dudas. No era paranoia. El cabrón estaba sabotando el sistema.
Erick no esperó más.
Empujó la compuerta con fuerza y apuntó su arma directo al traidor.
—¡Manos arriba! ¡Al suelo ahora mismo! —gritó con voz seca, firme, como le habían enseñado, aunque por dentro el corazón le latía como un tambor de guerra.
El técnico se giró con los ojos muy abiertos, presa del pánico. Soltó el destornillador, pero no el dispositivo.
—¡Te he dicho que lo sueltes! —rugió Erick, dando un paso más—. ¡Suéltalo o disparo!
El tipo dudó, pero empezó a levantar las manos…
Y entonces…
Oscuridad.
Un zumbido extraño lo precedió, y en un solo instante, todo el sitio se apagó.
La luz artificial. Los paneles. Las compuertas.
Todo.
Solo quedó el eco de su propia respiración.
Erick se quedó congelado. No por miedo, sino por la certeza brutal de lo que significaba ese apagón. Su arma aún estaba lista. Su vista tardó unos segundos en adaptarse.
Y justo cuando empezaba a moverse…
Las alarmas rugieron por todo el sitio.
El zumbido agudo de contención fallida.
Luces rojas activándose por tramos.
Puertas sellándose de forma automática.
Una brecha.
Erick volvió a apuntar hacia donde estaba el técnico… pero ya no estaba.
—¡Mierda! —gruñó, dándose la vuelta de inmediato.
Sabía lo que venía. Los protocolos eran claros: en caso de brecha, todos los guardias disponibles debían retirarse a la armería para reagruparse y equiparse con armamento completo. Cualquier desvío podría costar vidas. No podía perseguir al traidor, no sin refuerzos.
Corrió por el pasillo mientras las luces de emergencia parpadeaban, tiñendo todo de rojo como un mal sueño. La voz automatizada de la Fundación repetía una y otra vez:
"Advertencia: brecha de contención. Se solicita a todo el personal de seguridad dirigirse inmediatamente a sus puntos asignados."
Erick no sabía qué SCP había escapado. Ni cuántos.
Pero sí sabía esto:
Todo había comenzado por culpa de ese técnico.
Y él lo había visto con sus propios ojos.
La sala de observación olía a humedad y a desinfectante industrial, ese olor áspero que no se va nunca de las fosas nasales. Las luces fluorescentes parpadeaban de forma intermitente, como si el sitio entero respirara con dificultad. El cristal de seguridad separaba a Eleni de la figura encapuchada que se encontraba sentada al otro lado, inmóvil, tan recta y callada como una estatua olvidada por el tiempo.
El SCP-049.
“El Médico de la Peste.”
Un sombrero polvoriento. Una máscara antigua, de pico alargado. Un atuendo que parecía sacado de un teatro de época… o de una pesadilla médica del siglo XVII. Pero sus ojos —ocultos bajo la sombra— no eran menos intensos. Había algo en su postura que imponía, incluso sin moverse.
Eleni tragó saliva. Aunque ya lo había visto en informes, tenerlo delante era diferente.
Ajustó su bata blanca con manos temblorosas y habló con voz algo más baja de lo que había planeado.
—¿Puede… explicarme cómo lo hace? ¿Cómo los revive?
SCP-049 giró ligeramente la cabeza hacia ella. Su voz, cuando habló, fue profunda, educada, incluso delicada.
—No los “revivo”, señorita Eleni. Simplemente… los curo.
Un leve escalofrío le recorrió la espalda.
—¿De qué los cura?
—De la peste, por supuesto —respondió como si fuera evidente.
Los guardias, apostados a ambos lados del acceso, apenas se movían. Pero Eleni sabía que sus dedos estaban preparados en el gatillo. Todos sabían de lo que era capaz esa cosa si se le dejaba libre. Aunque la Fundación había desarrollado protocolos y zonas seguras, el respeto por SCP-049 no era sólo técnico… era instintivo.
—¿Y cómo sabe que tienen la… peste?
—Porque la siento —respondió, y aunque su tono no varió, había algo solemne en sus palabras—. El olor. El comportamiento. La mirada en sus ojos. Todos los síntomas están ahí… incluso si ustedes aún no los reconocen.
Eleni intentó mantener la compostura, pero le costaba. Miraba a ese ser y se preguntaba si, en algún rincón de su cabeza, él realmente creía lo que decía. O si simplemente era una máscara más… para algo más oscuro.
Iba a formular otra pregunta cuando, de pronto, ocurrió.
ZzzZZZZZKT—
Un crujido seco, eléctrico, y toda la sala se sumió en la oscuridad más densa.
Las luces murieron al instante. Los monitores se apagaron. El ventilador del techo se detuvo con un quejido metálico. Y en esa penumbra absoluta, lo único que Eleni pudo escuchar fue el clic inquietante de las armas de los guardias… y sus pasos alejándose.
—¡¿Dónde van?! —gritó, al borde del pánico—. ¡No pueden dejarme aquí!
—¡Protocolo de contención! ¡Volveremos! —respondió uno, pero su voz ya sonaba desde el pasillo, lejos.
Eleni se giró de nuevo hacia el cristal. No lo veía, pero sabía que estaba ahí.
Y entonces, una tenue luz roja de emergencia se encendió desde el suelo, revelando al SCP-049 aún sentado. No se había movido ni un centímetro. Y ahora… la miraba directamente.
Eleni no pudo evitarlo. El miedo le estalló en el pecho como una presión insoportable. La soledad. La oscuridad. El encierro con una entidad que literalmente mataba con las manos desnudas. Todo su cuerpo temblaba.
—Si vas a hacerlo… hazlo ya —susurró, tragando saliva con dificultad—. No me escondas el golpe. No me interesa morir gritando…
Hubo un silencio.
Y entonces, la voz del SCP-049 atravesó la sala, tranquila… casi triste.
—No soy un monstruo, señorita Eleni. Puede que esté… equivocado, puede que sea algo que ustedes llaman “anomalía”. Pero no soy un asesino sin juicio.
Se levantó. Sus botas crujieron al pisar el suelo metálico.
Eleni se encogió, cerrando los ojos.
Pero lo único que escuchó fue el leve sonido de la compuerta automática abriéndose. Se abrió sola. El apagón había desactivado temporalmente el sistema de cierre.
SCP-049 se detuvo en el umbral.
—Tiene suerte —dijo sin mirar atrás—. Aún no la he visto enferma.
Y desapareció en el pasillo oscuro.
Eleni tardó varios segundos en moverse. Las piernas le temblaban, la frente sudada. No sabía si acababa de sobrevivir… o si simplemente había sido aplazada.
Las puertas metálicas se abrieron con un chirrido que heló la sangre. El sonido de las botas resonaba por el pasillo como un recordatorio constante: no eras libre, no estabas segura, y nada de lo que hacías estaba en tus manos.
Joana levantó la vista.
Dos guardias. Uno de ellos alto, de mandíbula fuerte y mirada seria; el otro parecía algo más joven, con un andar firme pero una expresión menos hostil. Ambos vestían los trajes negros que ya había aprendido a temer. Fusil en mano, cascos, visores. La palabra “autoridad” escrita en cada paso.
—Clase D-11453, D-88912, D-40637 —dijo el más serio con tono de recitación—. Levántense. Van a ser trasladados para una prueba de comportamiento. No hagan nada estúpido.
Joana se levantó con la cautela de quien ha aprendido a no preguntar demasiado. Sabía que cualquier palabra innecesaria podía costarte algo más que un grito. Los otros dos Clase D —ambos hombres, uno calvo y con mirada de piedra, el otro más nervioso y tragando saliva sin parar— se pusieron de pie también.
Mientras los esposaban, Joana sintió de nuevo esa mezcla de resignación y rabia que llevaba tatuada por dentro desde que estaba ahí. Nunca les decían nada. Nunca sabías si ibas a ser parte de un experimento inocuo o si tu cuerpo iba a acabar en una bolsa negra.
Caminaron por los pasillos silenciosos, solo interrumpidos por el zumbido apagado de la electricidad y el eco de los pasos. Todo allí tenía ese color entre gris y muerto. Como si el edificio entero estuviera deprimido.
Joana tragó saliva. Miró al guardia más joven. No parecía tan distante como el otro.
—¿Hace frío aquí o es que quieren que pensemos más en nuestra miserable existencia? —soltó con una sonrisa amarga.
El otro guardia ni siquiera giró la cabeza. Pero el joven… sí. Fue solo un segundo. Como si su mandíbula se tensara por no reírse.
—Depende —respondió sin mirarla directamente—. Algunos se olvidan de pensar, incluso con frío.
Joana alzó una ceja, sorprendida.
—¿Eso es una broma o una amenaza velada?
—¿Qué prefieres?
—Una respuesta sincera. Aunque sea una puta novedad en este sitio.
Él soltó una leve exhalación que, por un momento, casi pareció una risa. El otro guardia lo fulminó con la mirada, y el joven enseguida se recompuso, volviendo a la rigidez que el uniforme exigía.
Joana se quedó callada unos segundos, pero algo se había encendido en ella. Tal vez una pequeña chispa de conexión en medio del hielo.
—¿Tú nombre cuál es? —preguntó en voz baja, lo justo para que solo él lo oyera.
—No puedo decirlo —murmuró sin detenerse—. Normativa.
—¿Pero me vas a matar si lo descubro?
—Depende. Si me causas un informe… probablemente sí.
Joana soltó una risita entre dientes. Sonaba seca. Forzada. Pero al menos era una risa.
Caminaron durante un rato más. Los pasillos se volvían cada vez más opresivos, más fríos. Las puertas tenían placas numeradas y luces parpadeantes. Algo empezó a revolverse en su estómago.
Finalmente se detuvieron frente a una sala con refuerzos dobles de acero y un gran visor de cristal blindado.
Joana frunció el ceño.
Una figura, inmóvil, se alzaba en el centro de la sala. De aspecto extraño. Era como una escultura mal hecha de barro reseco, sin rostro definido, con extremidades deformes, erguido y completamente quieto… pero de alguna manera presente, como si su existencia sola llenara la habitación con una tensión invisible.
La placa junto a la puerta decía:
SCP-173
Joana dio un paso hacia atrás, sin saber por qué.
—¿Qué… es eso? —murmuró.
Ninguno respondió. El guardia serio tecleó algo en un panel. El joven… el que le había contestado… bajó la mirada por un momento. Casi como si no quisiera estar allí tampoco.
Y Joana lo supo.
Aquello no era un juego.
Y lo que había al otro lado de una reforzada y gran puerta, esa cosa inmóvil, no era una estatua.
—Me llamo Aitor —dijo el guardia joven, rompiendo el protocolo sin pensarlo demasiado.
Joana lo miró, perpleja. No se esperaba eso. No en ese sitio. No después de tanta frialdad institucional.
Un nombre.
Tan simple. Tan humano.
Aitor sostuvo su mirada apenas un segundo, y luego desvió los ojos como si acabara de decir una tontería. Tomó posición en el exterior, con el arma en alto, mientras los otros dos guardias se encargaban de abrir la compuerta.
—Adentro. —La orden fue seca.
Joana cruzó la puerta junto con los otros dos Clase D. El zumbido de las luces fluorescentes rebotaba contra las paredes acolchadas y grises. El ambiente olía a polvo seco y a algo más… algo metálico, casi como sangre vieja.
La figura seguía allí, inmóvil, plantada en el centro de la celda.
No tenía ojos, ni boca, ni expresión alguna. Su cuerpo parecía una amalgama retorcida de cemento y carne agrietada. Tenía extremidades grotescas, casi infantiles en forma, pero con proporciones que daban escalofríos. En su espalda, manchas rojizas parecían marcas de manos. No se movía, pero su presencia era abrumadora.
SCP-173.
—Mantengan contacto visual en todo momento —dijo uno de los científicos por el altavoz—. No parpadeen todos a la vez. No le den la espalda. No lo ignoren. A la señal, empiecen el test de vigilancia estática.
Joana tragó saliva. El otro Clase D, el nervioso, sudaba como si estuviera al borde de un colapso. El tercero, el calvo, no apartaba la vista, casi como si el miedo le hubiese congelado la cara.
Entonces...
Zzzt.
El zumbido eléctrico cesó de golpe.
Todo se fue a negro.
Un segundo. Solo un segundo. Un vacío absoluto.
Un silencio que dolía.
El tipo de oscuridad que solo existe en sitios donde no hay cielo, ni tiempo, ni salida.
Cuando las luces volvieron, con un parpadeo violento, Joana gritó.
El nervioso… ya no estaba de pie.
Estaba en el suelo. El cuello roto, girado en un ángulo antinatural. Ojos abiertos. Mudo para siempre.
La figura se había movido.
Estaba más cerca.
Aitor, aún afuera de la celda, apretó el gatillo, pero su disparo rebotó contra el cristal blindado. No podía hacer nada. No allí.
Joana giró la cabeza con desesperación, buscando ayuda, pero el otro Clase D —el calvo— se tambaleó al mirar por error a Aitor por un segundo.
Parpadeó.
Las luces temblaron.
Zzzt.
Oscuridad de nuevo.
Cuando regresaron…
El calvo estaba contra la pared.
O mejor dicho… en la pared. Como si lo hubieran estrellado con una fuerza inhumana. El cráneo había explotado como una fruta madura. Las manchas rojas goteaban lentamente hacia el suelo.
La figura…
Ahora estaba a centímetros de Joana.
Ella gritó. No pensó. Solo corrió.
Aitor, sin pensarlo, activó el protocolo de emergencia de celda, abrió la compuerta desde el panel externo con un código rápido que apenas recordaba, y se lanzó dentro justo cuando la criatura se tensaba para un nuevo salto.
—¡Aquí! ¡Corre! —gritó, mientras disparaba sin sentido, más por impulso que por táctica.
Joana no necesitaba más órdenes. Corrió hacia él con todas sus fuerzas, jadeando, casi llorando. Aitor la agarró del brazo y la empujó fuera de la celda.
La compuerta se cerró tras ellos con un estruendo.
Ambos cayeron al suelo.
Joana jadeaba. Aitor temblaba. La criatura quedó al otro lado de la compuerta, inmóvil… otra vez. Pero sabían que si parpadeaban a la vez, si volvían a abrir esa puerta…
No saldrían vivos.
—¿todo bien? —dijo él, entrecortado, aún con el arma temblando en sus manos.
Joana no respondió al principio. Solo lo miró.
Él estaba pálido, sudoroso… pero vivo. Y eso, en ese lugar, ya era decir mucho.
—Gracias.
El silencio volvió por un instante.
Hasta que el sonido de las alarmas generales volvió a sonar por los pasillos.
Algo más había salido mal. Y esto… esto solo era el principio.
Las alarmas comenzaron a sonar como cuchilladas sónicas que atravesaban las paredes del pasillo. Las luces estroboscópicas se encendieron a cada lado, tiñendo todo de rojo. Era el sonido que nadie quería escuchar ahí dentro. Ni científicos. Ni MTF. Ni Clase D.
Ni siquiera los SCP.
Aitor se incorporó, aún temblando, mientras apuntaba al cristal. El protocolo era claro: si se activan las alarmas, evacúa y sigue el protocolo de contención secundaria.
Pero entonces…
La puerta del contenedor de SCP-173 volvió a abrirse.
Un fallo del sistema.
Un maldito fallo más.
La compuerta rechinó como una bestia herida. El sonido hizo eco en la espalda de ambos. Aitor giró sobre sí mismo, aún sujetando su arma, buscando a Joana… para sacarla de ahí.
Pero no tuvo tiempo.
Ella ya se le había echado encima.
—¡¿Qué haces—?! —gritó, confundido.
Joana le arrebató el arma de las manos con una rapidez inesperada, empujándolo hacia atrás. Aitor cayó al suelo, golpeándose el hombro contra una caja metálica. Su rifle quedó en manos de ella.
—Lo siento —susurró, con voz entrecortada—. Es por sobrevivir.
Lo apuntó unos segundos. No disparó. Solo lo miró. Y entonces giró el arma hacia los otros dos guardias que venían corriendo tras ellos por el pasillo.
—¡Tira el arma! —gritó uno de los guardias.
—¡Al suelo! —ordenó el otro, mientras apuntaban.
Pero no hubo tiempo para más.
SCP-173 ya estaba libre.
En lo que duró un parpadeo —literalmente— los guardias estaban muertos. Cuellos rotos. Cuerpos inertes.
La criatura había actuado con una precisión quirúrgica, como un depredador esperando justo ese instante.
Joana retrocedió, aún sujetando el arma de Aitor con manos temblorosas. Miró a las víctimas. Los cuerpos no se movían. Solo el sonido ensordecedor de la alarma seguía rugiendo por los altavoces, mezclado con su respiración acelerada y el caos absoluto.
Iba a correr. A dejarlo allí. Lo sabía.
Había llegado tan lejos, ¿por qué no seguir sola?
Era un Clase D. Era lo que se esperaba de ella.
Pero entonces miró a Aitor.
Él seguía en el suelo, sin moverse, con los ojos muy abiertos. No la odiaba… no la maldecía…
Solo estaba herido. Sorprendido. Traicionado.
Joana sintió algo raro.
Algo que no se esperaba.
Una punzada en el estómago. No miedo. No culpa exactamente… algo más humano.
Él había sido el único en hablarle medianamente con respeto. El único en decirle su nombre.
Apretó los dientes, respirando con fuerza.
Y maldiciéndose a sí misma, giró sobre sus talones y corrió hacia él.
—¡Vamos! —dijo, arrodillándose junto a Aitor, que aún la miraba con incredulidad—. ¡Levántate, joder!
Aitor no entendía nada.
¿Por qué?
Ella lo ayudó a ponerse de pie, devolviéndole su arma. Lo miró apenas un segundo. Había rabia en sus ojos… pero también algo de vergüenza. Y quizás… quizás algo parecido al arrepentimiento.
—No me preguntes. Solo… corre.
La criatura se movió de nuevo. Un sonido de piedra raspando contra acero. Estaba cerca. Demasiado.
—¡No parpadees! —gritó él.
—¡Tú tampoco!
Juntos, sin apartar la vista de SCP-173, comenzaron a retroceder paso a paso, cubriéndose las espaldas, turnándose para mirar sin pestañear.
Las luces rojas bañaban los pasillos.
El silencio entre ellos pesaba más que las alarmas.
Aitor no sabía si confiar de nuevo.
Joana no sabía si merecerlo.
Pero lo que sí sabían era esto:
Estaban vivos.
Y en ese lugar… eso ya era una victoria.
Sin parar a pensar mucho comenzaron a correr, la figura de piedra seguía tras ellos.
Pesada.
Silenciosa.
Implacable.
Aitor y Joana no corrían: retrocedían con los ojos bien abiertos, turnándose cada tres segundos para no parpadear, los párpados al límite de su tolerancia, las piernas temblando, la adrenalina agotándose como un cigarro consumido.
Cada paso era una apuesta.
Cada respiro, una lotería.
Y el silencio… el silencio se volvía una amenaza mayor que las propias alarmas.
—¡A la izquierda! —gritó Aitor al ver una compuerta secundaria desbloqueada por el protocolo de contención.
Joana asintió sin decir nada y se lanzó primero. Él la siguió.
Cruzaron el umbral y golpearon el botón de cierre.
La compuerta bajó lentamente, chirriando.
SCP-173 se quedó justo al otro lado, inmóvil como una estatua que, por una maldita vez, parecía realmente una estatua.
Y entonces—
¡CLACK!
La puerta se cerró.
Un zumbido eléctrico confirmó el cierre hermético.
Aitor se dejó caer al suelo, jadeando, el sudor empapando su cuello. Joana hizo lo mismo unos metros más allá, sentada contra la pared, aún sujetando el rifle que le había devuelto, aunque con los brazos descansando sobre las rodillas.
Se hizo el silencio.
Un silencio real.
Casi irreal.
Por un momento, todo se detuvo.
Aitor se giró hacia ella. La miró. Su respiración seguía entrecortada, su rostro salpicado de polvo y el labio inferior con una ligera herida. Aún así, mantenía la cabeza alta. Como si aquello no le afectara. Como si no acabara de ver morir a dos personas ni de arriesgar su vida para salvar a alguien que, técnicamente, debería odiar.
—Oye… —dijo él, con la voz ronca—. Gracias.
Joana giró lentamente la cabeza hacia él, frunciendo el ceño.
—¿Gracias? —repitió con sorna, como si la palabra le supiera a trapo mojado—. ¿Eres gilipollas o algo?
—Un poco sí —respondió Aitor, sin borrar esa leve sonrisa que se le escapaba, como si acabara de cruzar la meta de una maratón.
Joana chasqueó la lengua y miró hacia otro lado, negando con la cabeza.
—Si fuera lista te habría dejado atrás. Ahora mismo estaría en una salida de emergencia en vez de aquí aguantando tus tonterías.
—Podrías haberlo hecho —admitió él, mirándola con una mezcla de curiosidad y cansancio—. Pero no lo hiciste.
—No te hagas ilusiones, soldadito —escupió ella con una risa amarga—. Solo te salvé porque si morías tú, me iba a tocar hacer turnos dobles con esa cosa. Y entre eso y verte la cara, bueno… escogí el mal menor.
Aitor rió. De verdad.
Una carcajada seca, rota por el cansancio, pero real. Como si por primera vez desde que lo ascendieron, sentía que respiraba sin órdenes encima.
—Claro, claro. Qué generosa —murmuró.
Ella lo miró de reojo. No sonreía, pero sus ojos no eran tan fríos como antes. Solo… endurecidos. Como si estuviera demasiado acostumbrada a no confiar en nadie.
—No me hables, soldado. No somos amigos. No te confundas.
—No me confundo —dijo Aitor encogiéndose de hombros—. Solo te debo una. Y las deudas pesan mucho aquí dentro.
Joana bufó, se puso de pie y se sacudió el pantalón con brusquedad. Luego le lanzó una última mirada antes de girarse hacia el pasillo.
—¡Espera!— dijo Aitor mientras rebuscaba algo entre sus cosas. —Toma esto anda— Dijo mientras le ofrecía uno de sus dos walkies.
—Al fin y al cabo me has salvado la vida así que te debo una, ya te lo he aislado para que solo yo escuche esa red, si te ocurre algo o estás en peligro avisame y haré lo posible.
—Pues no te mueras todavía, soldado, que no me apetece deberte nada yo a ti.
Y sin más, echó a andar.
Aitor la observó marcharse con media sonrisa, mientras se incorporaba también.
No podía odiarla.
Nadie puede odiar a quien te ha salvado la vida.
Por mucho que lo intente.
La alarma seguía sonando a lo lejos.
El caos no había terminado.
Pero él seguía de pie.
Y eso ya era más de lo que muchos podían decir ese día.
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