Capítulo 4 “ sola”

 

Capítulo 4  “ sola

La respiración de Johana era lo único que rompía el silencio denso de los pasillos.

Sus pasos resonaban apagados sobre el suelo metálico, entre charcos de sangre ya seca y cartuchos vacíos. Cada rincón parecía contener una historia terminada a la fuerza. El lugar olía a óxido, sudor, muerte y miedo.

Johana avanzaba despacio, con la espalda pegada a la pared. Sus manos temblaban, pero su mirada se mantenía firme. Había visto morir a dos clase D frente a sus ojos. Había visto a esa maldita cosa de piedra romper huesos como si fueran ramas secas. Y, aún así, seguía con vida.

—No me vas a joder tan fácil —murmuró, más para convencerse a sí misma que para alguien más.

Giró una esquina con cautela. Lo que encontró fue un viejo carrito de limpieza volcado, restos de papeles, una lámpara rota… y algo más.

Un tubo de metal, doblado por uno de los extremos. Lo levantó con esfuerzo y lo probó con las manos. No era ideal, pero podría romper una cerradura o reventar una cabeza si tenía suerte.

—Me vale —susurró.

Siguió caminando.

A unos metros, una puerta entreabierta revelaba el interior de una pequeña sala de armamento auxiliar. Joana entró de inmediato, mirando a todas partes como un animal acorralado. Estanterías vacías, taquillas abiertas y cajas de munición saqueadas.

—Joder… alguien llegó antes.

Se acercó al mostrador, esperando al menos encontrar una pistola o un chaleco, pero todo lo útil había desaparecido. Iba a rendirse cuando, al mover una caja caída, algo brilló en el suelo.

Una tarjeta de acceso.
Nivel 2.

Johana la recogió con rapidez. Estaba algo sucia, pero funcional. Miró la parte trasera, aún con la foto del último dueño: un técnico. Posiblemente muerto. Posiblemente convertido en uno de esos zombis del médico de la peste.

—Gracias, colega —dijo con tono ácido—. Me viene de puta madre.

Guardó la tarjeta en el bolsillo interior del mono naranja mientras se acomodaba el tubo metálico en la otra mano.
Ya no era solo una prisionera desarmada.
Ahora tenía una oportunidad.

Salió de la sala con renovada determinación.
El eco de los disparos era lejano.
Las alarmas, constantes.
Y el miedo, persistente. Pero ya no la controlaba.

Ahora Johana decidía avanzar.

La tarjeta de seguridad nivel 2 temblaba en sus dedos mientras avanzaba por el pasillo semioscuro. La única luz que parpadeaba desde el techo formaba sombras deformes sobre las paredes, y cada rincón parecía esconder algo peor que el anterior. El metal que llevaba en la mano no era más que una barra oxidada, pesada y poco manejable, pero al menos la hacía sentir menos desnuda.

Sus pasos eran firmes, pero el corazón golpeaba como queriendo escapar de su pecho. A cada esquina, sus ojos se movían con nerviosismo, atentos a cualquier silueta, cualquier ruido. Fue entonces cuando lo escuchó. Unos pasos acelerados... y una respiración entrecortada.

—¡Eh, tú! —gritó una voz masculina desde el fondo del pasillo.

Johana giró en seco y alzó su arma improvisada, pero la figura que apareció ante ella levantó las manos, mostrando las palmas abiertas. Era un clase D, igual que ella, de tez pálida, barba incipiente y la mirada cargada de adrenalina y oportunismo.

—Tranquila —dijo con voz temblorosa pero con un matiz sospechosamente tranquilo—. No quiero problemas. Vamos juntos, mejor que solos, ¿no?

Johana dudó. Bajó ligeramente la barra, no del todo. El hombre se acercó, midiendo cada paso, como un lobo rodeando a su presa.

—¿Tienes tarjeta? —preguntó sin ocultar el interés en sus ojos.

Ella retrocedió un poco, y su cuerpo se tensó.

—No es asunto tuyo —respondió seca.

El hombre se rió, pero su risa no tenía humor. Solo hambre.

—Claro que sí lo es.

Entonces se lanzó.

Johana apenas tuvo tiempo de alzar la barra cuando él la embistió con el hombro. Cayó de espaldas, soltando un quejido de dolor cuando la columna vertebral golpeó contra el suelo. El tipo se abalanzó sobre ella, intentando quitarle la tarjeta a la fuerza.

—¡Dámela, perra!

—¡Suéltame, hijo de puta! —gritó ella, forcejeando con rabia.

Se revolvieron por el suelo, puños, uñas, codazos. La barra cayó al suelo con un ruido seco. Él la empujó contra la pared, y con un movimiento violento, la lanzó hacia una ventana que daba a una sala contigua.

El cristal no resistió.

El cuerpo de Johana la atravesó como una muñeca de trapo. El sonido del vidrio rompiéndose fue ensordecedor. Cayó al suelo entre fragmentos afilados, jadeando. El aire le faltaba. Un reguero de sangre le manchaba el costado y parte del cuello, pero lo ignoró. Sus ojos vieron algo. Cerca de su mano, uno de los pedazos del cristal, largo, curvado, brillante como una hoja de afeitar.

El clase D se acercó con una sonrisa torcida.

—No lo tomes personal, muñeca.

—No lo haré —susurró Johana con los dientes apretados.

Y en un movimiento fugaz, tan salvaje como instintivo, Johana tomó el trozo de vidrio y se lo clavó con todas sus fuerzas en la sien.

El chasquido húmedo fue inmediato. La hoja entró con facilidad en la carne blanda y atravesó hueso con un crujido escalofriante. El clase D dio un espasmo, sus ojos se pusieron en blanco y su cuerpo cayó de lado como un saco sin alma.

Johana respiraba agitada, temblando de pies a cabeza. Sangre ajena le salpicaba el rostro. Una gota gruesa cayó desde el mentón hasta el cuello. Se quedó ahí, sentada entre restos de vidrio y sangre, mirando el cadáver inmóvil.

Sintió náuseas. Pero no vomitó. No esta vez.

Se levantó con lentitud, con la respiración pesada y la mirada endurecida. El trozo de cristal, aún manchado, seguía en su mano. No era una tarjeta ni una pistola… pero era algo. Una forma de no morir sin luchar.

Salió cojeando de la sala, con la tarjeta nivel 2 aún en su bolsillo y los ojos brillando con algo nuevo.

No era miedo.

Era furia.

El cuerpo del clase D yacía aún caliente a sus pies. El trozo de cristal seguía firmemente agarrado en la mano derecha de Johana, aunque la sangre ya comenzaba a secarse en la hoja improvisada. El silencio era tan profundo que dolía. Solo se oía su respiración entrecortada y un zumbido sordo en los oídos.

Se quedó de pie un largo rato, sin moverse. Sabía que debía irse, que ese sitio ya no era seguro… pero sus piernas no reaccionaban. No era miedo. Era agotamiento. Mental. Físico. Emocional. Era la duda constante de si el siguiente paso sería el último.

Pero entonces, algo en su pecho palpitó con fuerza.

Aitor.

Johana bajó la mirada hacia su cinturón, donde el walkie-talkie colgaba mal asegurado. Lo dudó. En su mente, una voz seca y firme le decía que no debía hacerlo. Que no debía depender de nadie. Que él era un guardia, ella una clase D. Que nada la aseguraba que él le contestara… o que le importara.

Pero otra voz, más baja, más humana, le susurraba que tal vez… tal vez sí.

Suspiró hondo. Con un gesto torpe, llevó el dispositivo a sus labios y apretó el botón.

—¿Aitor? —La palabra salió más baja de lo que pretendía—. ¿Aitor, estás ahí?

Solo estática.

Miró alrededor, con los músculos aún tensos. El cadáver seguía sangrando lentamente, y el olor metálico comenzaba a llenar la sala.

—Joder… —masculló, y volvió a intentarlo—. Aquí Johana. Si estás ahí, contesta. Es urgente.

La estática crepitó… y entonces, una voz llegó, entrecortada, como un susurro al otro lado de una tormenta.

—...Johana… ¿dónde... estás?

—¡Aitor! —casi gritó, de golpe más aliviada de lo que quiso admitir—. Me encontré con otro clase D. Intentó quitarme lo que tenía… No tuve opción. Lo maté. ¡Lo maté! Estoy cerca del sector F, en una sala con una ventana rota. Estoy bien, pero…

—...¿Estás herida?... ¿Te moviste?... No… te quedes ahí —respondió él, con interferencias y la voz algo alarmada—. ¡Sal de ahí, ya!

—¿Qué?

—Escúchame —dijo él, más claro ahora, más firme—. El SCP-049 ha estado activo. Si mataste a alguien, sus "creaciones" van a seguir el olor. Esos cadáveres… los reconoce, los siente. Van hacia ellos.

Johana miró al cuerpo a sus pies. El cristal seguía en su cráneo, como un recordatorio brutal de lo que había hecho.

—¿Crees que vendrán… aquí?

—Sí. Y no irán solas. Él también estará cerca. No puedes quedarte, Johana. ¡Muévete!

Ella tragó saliva. Su instinto le decía que Aitor tenía razón. El aire ya comenzaba a oler… extraño. Como a descomposición acelerada.

—¿Dónde estás tú? —preguntó, mientras recogía la tarjeta nivel 2 del suelo y se ataba el walkie al cinturón.

—Intentando reagruparme… estoy al sur del complejo, zona de acceso restringido. Puedo intentar llegar a ti. Pero no te quedes quieta, ¿entendido?

Johana cerró los ojos por un segundo. Sintió una chispa de algo desconocido… ¿Esperanza? ¿Confianza?

—Vale. Voy a moverme. No tardes —murmuró.

—No pienso hacerlo.

Cortó la comunicación, aún con el zumbido de su voz en los oídos. Miró una última vez al cadáver del hombre que había intentado matarla. Ya no sentía culpa. Solo urgencia. Ya no era tiempo de llorar. Era tiempo de sobrevivir.

Y con la tarjeta firmemente en la mano y el trozo de vidrio en la otra, Johana abrió la puerta.

Y empezó a correr.

Los pasillos se sucedían como laberintos sin fin, todos grises, todos silenciosos… todos cargados de amenaza. Johana corría. El walkie emitía un leve chisporroteo colgando de su cinturón, pero no había vuelto a hablar con Aitor. No todavía. Primero tenía que encontrar una salida, algún lugar seguro. Si es que eso existía en este infierno.

La tarjeta de nivel 2 temblaba entre sus dedos sudorosos. La había revisado tres veces, como si con solo mirarla pudiera desbloquear más puertas de las que realmente podía. Nivel 2... Nivel maldito 2...

Giró una esquina, tropezando levemente con un charco oscuro que no se atrevió a mirar de cerca, y finalmente se detuvo jadeando. Ante ella, dos caminos.

El primero, a su izquierda, llevaba a una puerta gigantesca de acero negro, con un cartel luminoso parpadeante:

HEAVY CONTAINMENT ZONE
SE REQUIERE TARJETA NIVEL 4

Johana se acercó con precaución. El lector de tarjetas brillaba tenuemente en rojo. Deslizó la suya. Un pitido corto, seco y denegatorio.

—Genial… —susurró, dando una patada frustrada al suelo.

Miró hacia el otro camino.

Un pasillo recto, oscuro y cargado de humo estático. Al fondo, un arco eléctrico, una Tesla Gate activa, vibrando con pulsos de energía azulada que cortaban el aire con un rugido irregular. En el suelo, tres cuerpos. Calcinados. Retorcidos. Como figuras de carbón humano con los músculos reventados, los ojos abiertos en un grito congelado para siempre.

La Tesla Gate se activaba cada pocos segundos. ZZZZZZT. Un fogonazo. Otra descarga. Luego silencio… Luego otra vez.

Johana se quedó quieta. El corazón le golpeaba con fuerza contra el pecho. No había tiempo para pensar, pero tampoco podía avanzar a ciegas. Si se arriesgaba y no calculaba bien… sería una más en el suelo.

Volvió a mirar hacia la puerta de contención pesada. Sabía lo que se guardaba allí dentro. Keters. Euclids sin compasión. Si se abría camino por allí sin la tarjeta adecuada, o si algo ya había salido… no sobreviviría.

Pero la Tesla Gate tampoco era mejor opción. No sin saber cómo cruzarla.

Tragó saliva, agachándose cerca de los cuerpos calcinados. La piel pegada al metal, los restos chamuscados de uniformes de clase D y lo que parecía haber sido un científico. El olor era asfixiante. A carne cocida y ozono.

Se llevó una mano a la boca, conteniendo las náuseas. Y entonces notó algo.

Un cuerpo tenía una tarjeta aún colgando del cinturón.

—Vamos… vamos… —susurró mientras se agachaba lentamente, esquivando una gota de algo viscoso que goteaba del techo.

Extendió el brazo. La Tesla Gate se encendió de nuevo: ZZZZZZZZT.

Esperó.

Uno… Dos… Tres…

Contó el intervalo.

Cuatro segundos de descarga. Seis segundos de silencio.

Seis segundos para cruzar. Si era rápida.

Tomó la tarjeta del cadáver. Nivel 3. No era la 4 que necesitaba, pero sí mejor que nada.

Respiró hondo. Se pegó a la pared. El metal del pasillo vibraba levemente con cada descarga. Los zumbidos parecían penetrarle la piel. El sudor le corría por la frente.

ZZZZZZZZT.

Uno…

Dos…

Tres…

Cuatro…

Cinco…

Seis…
¡Ahora!

Corrió como si el infierno mismo la persiguiera. El cristal roto en una mano. Las tarjetas en la otra. Pasó bajo el arco eléctrico justo antes de que se activara de nuevo.

ZZZZZZZZT.

El chispazo estalló detrás de ella. Tan cerca que el calor le quemó el borde del uniforme. Se lanzó al suelo, jadeando, rodando para alejarse.

Viva.

De milagro.

Pero viva.

Se quedó ahí un instante. El corazón latiendo como un tambor de guerra. El zumbido eléctrico detrás. El eco de sus pasos adelante.

Ya no podía mirar atrás. Solo avanzar.

El eco de sus pasos aún resonaba tras cruzar la Tesla Gate. Johana seguía avanzando por el pasillo agrietado, con las luces parpadeando y el olor a quemado impregnándole la ropa. El corazón aún le golpeaba el pecho, pero una extraña calma se había apoderado de su mente, como si su cuerpo ya se hubiera resignado a que cualquier cosa podía matarla en cualquier momento.

Fue entonces cuando lo vio.

Al girar en una esquina, se detuvo en seco. La silueta oscura que avanzaba hacia ella desde el otro extremo del pasillo no era la de otro clase D, ni la de un guardia o un técnico. Era algo más… algo distinto. Una figura alta, cubierta con una túnica negra que flotaba suavemente con cada paso.

El sombrero de pico ancho, similar al de un médico de peste medieval, ocultaba su rostro bajo una máscara con forma de pico. Sus ojos eran dos puntos brillantes, completamente blancos, que reflejaban la luz como perlas mortuorias.

Pero había algo diferente.

Este no era el SCP-049 que Aitor le había mencionado alguna vez con tono sombrío. No… este era más alto, más imponente. Su complexión era más musculosa, con hombros anchos y movimientos precisos, como si cada paso estuviera coreografiado por siglos de práctica. Sus guantes brillaban con un fulgor azul intenso, casi eléctrico, y desprendían un leve resplandor que iluminaba levemente las paredes cercanas.

En su mano derecha sostenía un báculo ornamentado, negro como el carbón, con un cristal azul incrustado en la punta. Con cada paso, el extremo del báculo golpeaba el suelo con un leve tac... tac... tac..., como un metrónomo fúnebre.

—Ah… —dijo la figura.

Y no fue solo una voz.

Fueron muchas.

La frase resonó como un coro imposible, donde una voz masculina grave se entrelazaba con otra más aguda, de mujer. Un murmullo infantil se arrastraba por debajo, con risas siniestras. Voces de ancianos, de jóvenes, de mujeres, hombres y niños, todas hablando a la vez en perfecta armonía, como si el ente hablara por todos aquellos que alguna vez fueron suyos.

—¿Qué tenemos aquí…? —continuó—. Una flor perdida en el jardín del caos.

Johana dio un paso atrás. Su respiración se volvió irregular. Sabía que tenía que correr, que no debía quedarse a mirar… pero el cuerpo no le respondía. Algo en la presencia de esa criatura la dejaba clavada al suelo, como si una fuerza invisible la mantuviera quieta.

—Has caminado entre muertos y sobrevivido, eso es… admirable —dijo, con aquella multitud de voces saliendo al mismo tiempo—. Pero la peste… la verdadera peste… aún mora en tu interior. Y yo… solo deseo curarte.

Johana retrocedió. La mano apretada contra el metal del pasillo. El cristal roto aún temblaba entre sus dedos.

—No te acerques… —logró decir, con la voz entrecortada.

El ente inclinó ligeramente la cabeza, como si examinara una obra de arte rota.

—Oh, no temas, mi querida paciente. Te prometo que el procedimiento será... delicado. No soy un monstruo. Solo soy… un médico.

El SCP-049-B levantó el báculo con elegancia y dio un nuevo paso. Estaba a pocos metros. El resplandor azul iluminaba ya el rostro sudado de Johana. El aire se volvió más frío, más denso.

Ella apretó los dientes, lista para correr, o pelear… aunque no tuviera opción real de ganar.

Entonces, una voz irrumpió desde la oscuridad, firme, urgente, cargada de autoridad:

—¡Detente ahora mismo, maldito cuervo!

El sonido rebotó en las paredes como un disparo. SCP-049-B detuvo su avance, girando lentamente su rostro en dirección a la voz, su báculo aún firme sobre el suelo.

Johana apenas pudo contener un suspiro, una chispa de esperanza destellando entre el miedo y el sudor.

El eco de aquella voz aún flotaba en el aire cuando una figura emergió lentamente de entre la penumbra del pasillo, avanzando con pasos seguros pero medidos. Johana parpadeó, atónita, al reconocer la silueta.

Era otro SCP-049.

A simple vista, idéntico: misma túnica negra, mismo sombrero ancho, misma máscara de pico. Pero había algo más… algo que vibraba en el aire entre ellos dos. Como si la realidad misma se tensara con su presencia.

—Así que… has salido —murmuró el primero, el que Johana ya conocía como SCP-049-B, mientras giraba el rostro de máscara hacia su contraparte.

El recién llegado se detuvo a una distancia prudente. La voz que emergió de su máscara era una sola, firme, antigua, cargada de una gravedad que sólo se puede forjar con siglos de obsesión.

—Tu existencia misma es un error, una aberración nacida de la soberbia. Yo curo. Tú… solo propagas la peste.

El SCP-049-B giró el báculo, haciéndolo girar en su palma con elegancia, hasta volver a golpear el suelo con otro tac seco.

—Curo de verdad —respondió, con todas aquellas voces mezcladas en su garganta—. No finjo compasión. No me aferro a los débiles. El ser humano es una llaga andante, un error del divino al que tú aún intentas salvar. Yo lo elimino. Yo lo purifico. A mi manera.

El silencio que siguió fue casi sagrado. Johana, olvidada por un instante entre dos monstruos, respiraba de forma entrecortada. Pensó en retroceder. Sus ojos buscaron a su alrededor desesperadamente. La bifurcación seguía ahí: la Heavy Containment Zone seguía fuera de su alcance, pero la Tesla Gate

Tragó saliva. Recordó los cuerpos quemados, los huesos fundidos al metal. Pero era su única salida.

Mientras tanto, el verdadero SCP-049 levantó lentamente una de sus manos. Con una voz calmada, casi ceremonial, pronunció:

—Entonces… permite que mis pacientes te enseñen el resultado de tu “cura”.

Y con un gesto de su mano extendida, se escucharon unas puertas abrirse detrás de él. Unos seis cuerpos tambaleantes emergieron arrastrando los pies, sus rostros deformados y las entrañas colgando entre chirridos húmedos. Las cuencas vacías, los dientes entrechocando, y ese hedor… el hedor a muerte mal conservada.

049-B soltó una carcajada gutural, que vibró con ecos femeninos, infantiles y masculinos superpuestos.

—¡Ah! ¿Pretendes enviarme basura reciclada? ¡Vamos entonces, que sea una danza de cadáveres!

Los zombis se lanzaron sobre él con torpeza, y el 049-B se preparó para recibirlos, alzando el báculo con una floritura teatral.

Johana no esperó más.

Apretando los dientes y reprimiendo el grito de dolor que aún tenía atravesado en el pecho, echó a correr hacia la Tesla Gate. Su respiración era un jadeo agudo, su corazón un tambor de guerra. Pasó por los cuerpos calcinados, tragando el miedo con la boca seca.

—Vamos… vamos… —susurró, apretando la tarjeta de nivel 2 en su mano.

El zumbido de la Tesla Gate no se detuvo. Cruzarla sería una ruleta rusa.

Y corrió.

El haz de energía estalló a medio metro de ella, pero una chispa brutal la alcanzó en el costado derecho. Un impacto ardiente la lanzó al suelo con violencia. Un alarido se le escapó antes de caer de bruces sobre el metal.

—¡AHH! —escupió sangre de inmediato, su cuerpo convulsionando por el dolor eléctrico que le atravesaba la carne como mil agujas al rojo vivo.

Sus costillas ardían, un pitido zumbaba en sus oídos. Pero estaba viva. Viva… y del otro lado.

El murmullo de las múltiples voces, los gruñidos y chillidos quedaron atrás, tras la Tesla Gate. Johana se arrastró unos metros más, dejando un reguero oscuro a su paso, hasta alcanzar una pared y apoyar la espalda. No podía más. El brazo derecho no respondía. El aire no le entraba bien en los pulmones.

Pero aún respiraba.

Aún estaba de pie… o casi.

Su cuerpo temblaba. La electricidad aún chispeaba en su costado, recorriéndole los nervios como agujas vivas que no cesaban. Apoyada contra la pared, con la espalda resbalando por la superficie metálica, notó cómo sus párpados comenzaban a pesar.

—No… no… —musitó con los labios secos, intentando abrir los ojos, pero cada vez que lo lograba, la negrura regresaba aún más densa.

La sangre le caía del costado a borbotones lentos, manchando el suelo con manchas rojas que se expandían con vida propia, como si intentaran arrancarle lo último que tenía. Su respiración se volvía errática. Jadeos irregulares, secos.

Y entonces las risas comenzaron.

Al principio lejanas… luego más fuertes. Voces cruzadas, disonantes, que se reían en estallidos irregulares y perturbadores.

—¡¿Lo ves?! ¡Ellos no sienten nada! ¡No saben lo que es purificar!
—¡Eres un charlatán cubierto de cadáveres, una sombra grotesca!

Las voces de ambos SCP-049, superpuestas y monstruosas, resonaban entre los pasillos como cuchillas que se clavaban en los oídos de Johana. Pero ya no podía discernirlas del todo. Sus sentidos se fundían. El mundo giraba.

Se obligó a moverse.

Apoyó la mano izquierda en el suelo, temblorosa, resbalando por su propia sangre. Gateó a ciegas, tropezando, jadeando, viendo luces parpadear que no estaban allí. En algún momento, su hombro golpeó una estructura metálica.

Alzó la vista. Entre la visión nublada… la gran puerta metálica de la Heavy Containment Zone.

—No… no otra vez aquí… —susurró, la voz le salía ronca, irreconocible.

La sangre caía a chorros desde su costado, tiñendo su mono naranja hasta volverlo granate, impregnando el suelo con un charco que crecía a cada segundo. Se le escapó un sollozo. No de miedo… sino de puro agotamiento. De saber que ese podía ser su final.

Entonces, con un chirrido agudo, la puerta comenzó a abrirse.

La luz del interior la cegó por un instante. Unas botas negras aparecieron en su campo visual, corriendo hacia ella. La figura se agachó sin pensarlo, la giró con cuidado y la sostuvo entre los brazos.

—¡Johana! ¡Mierda, Johana! ¡Resiste, joder, resiste! —gritó una voz desesperada.

Aitor.

Aunque su visión ya no le permitía ver bien, lo reconoció. Su tono. Su forma de hablar. Su urgencia. Era él. Lo había encontrado.

Ella quiso responder, decirle algo, cualquier cosa, pero la garganta se le cerró. Sólo alcanzó a mirar sus ojos, a percibir cómo él la sostenía con una fuerza desesperada… como si fuera capaz de detener la muerte a puro coraje.

Y entonces, finalmente, todo se volvió negro.

Sus ojos se cerraron. El mundo se desvaneció.

Pero no sola.



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