Capítulo 6 "Escuadrón"
Capítulo 6 "Escuadrón"
Las luces de la Heavy Containment Zone parpadeaban con un zumbido grave, como si el sistema eléctrico estuviese agonizando junto con el resto de la instalación.
Aitor corría por un pasillo angosto, cargando a Johana sobre sus hombros. El calor de la sangre que se filtraba desde su costado empapaba su uniforme.
Cada vez que giraba la cabeza, podía verlos.
Dos de esos malditos zombis —torpes, con la piel gris y desgarrada— avanzaban tras él.
Parecían arrastrar los pies, pero de algún modo acortaban la distancia a cada segundo, impulsados por esa fuerza antinatural que convertía lo lento en letal.
—¡Aguanta, Johana! —murmuró entre jadeos—. No me vas a dejar, ¿me oyes?
La muchacha apenas reaccionaba. Su respiración era débil, irregular, y cada espasmo la acercaba más a la inconsciencia. El impacto de la Tesla Gate había dejado un olor a piel quemada que se mezclaba con el del metal oxidado de la zona.
Aitor giró bruscamente una esquina. El pasillo desembocaba en una bifurcación. Una de las puertas estaba sellada con un candado electrónico que requería tarjeta de alto nivel… y él solo tenía la de Johana. La otra daba a un corredor más oscuro, donde las luces emergencias apenas marcaban un sendero rojizo.
Detrás, los gruñidos se intensificaron. El eco metálico de los pasos arrastrados rebotaba en las paredes como si viniera de todas direcciones.
Aitor sabía que si se detenía un segundo, esos cuerpos deformes le alcanzarían. Pero Johana… Johana ya no tenía fuerzas para otra carrera larga.
—Mierda… —susurró, ajustando el agarre sobre ella mientras trataba de decidir.
Entonces, desde el corredor oscuro, un ruido metálico… como el de una compuerta cerrándose, retumbó, seguido por un silencio que parecía observarlos.
Los gruñidos se acercaban, y Aitor apretaba la mandíbula, listo para correr hacia el pasillo oscuro.
Pero entonces, una ráfaga seca cortó el aire.
El cráneo del primer zombi estalló en una nube densa de hueso y carne putrefacta. El segundo apenas tuvo tiempo de girar antes de recibir una lluvia de balas que lo dejó en el suelo, convulsionando en silencio.
Del final del corredor emergió un grupo de MTF.
Dos de ellos sostenían M4 con la culata aún humeante.
Otro, de porte más corpulento, cargaba una minigun casi tan grande como él, y un cuarto vestía el uniforme con las insignias de soldado médico, portando una escopeta recortada.
—Objetivo neutralizado —dijo uno de los de la M4, revisando el pasillo con precisión mecánica.
Aitor apenas tuvo tiempo de sentir alivio antes de escuchar las siguientes palabras del médico:
—Protocolo 12. Todos los Clase-D en zona de contención deben ser eliminados.
Se giraron hacia Johana.
—¡No! —Aitor dio un paso adelante, casi perdiendo el equilibrio con el peso de ella—. ¡Es una herida grave, no es una amenaza! ¡Me salvó la vida! ¡No la maten!
El operador de la minigun soltó una carcajada breve y seca.
—Reglas son reglas, novato. No se hacen excepciones.
Los de las M4 se miraron entre sí, dudando. El médico, sin embargo, apuntó con la escopeta a Johana, aunque su dedo aún no presionaba el gatillo.
—No está en condiciones de hablar, ni de moverse. No hay pruebas de que no sea un riesgo biológico.
—¡Me da igual! —la voz de Aitor se quebró—. ¡Yo respondo por ella! ¡Si me quieren castigar, háganlo, pero no la toquen!
Hubo un silencio tenso. El ruido distante de alarmas y el zumbido eléctrico llenaban el aire.
El médico frunció el ceño, bajó apenas el cañón y bufó con fastidio.
—Mierda, Aitor… que quede claro, esto no es por ella, es por ti.
El de la minigun negó con la cabeza y siguió avanzando por el pasillo, sin dedicarles más que una mirada de desprecio. Los de las M4 se quedaron quietos, dejando que el médico se acercara y comenzara a revisar a Johana, aunque con movimientos toscos y sin perder la tensión en el rostro.
Aitor sintió un pequeño alivio… pero sabía que aquello era solo una tregua momentánea.
todavía con la respiración acelerada, miró a los tres que habían decidido quedarse.
—¿Cómo se llaman? —preguntó, con una mezcla de gratitud y desconfianza.
El médico, sin apartar la vista de la herida de Johana, respondió primero:
—Sargento Ramos.
Uno de los de la M4, un tipo joven con barba incipiente, le lanzó una mirada rápida.
—Martínez.
El otro, de voz más grave y pelo rapado al cero, asintió.
—Salazar.
Por último, el corpulento de la minigun, que revisaba su munición como si nada de lo que pasara a su alrededor le afectara, masculló:
—Cárdenas.
Ramos, sin perder tiempo, arrancó la manga de una camiseta vieja que había encontrado entre los restos de un armario y comenzó a improvisar un torniquete.
—Manténla firme —ordenó a Aitor.
Este obedeció, sujetando a Johana mientras el médico apretaba con fuerza el vendaje sobre el costado chamuscado.
Ella soltó un gemido débil, pero no abrió los ojos.
—Listo… al menos por ahora. El pulso está más estable —dijo Ramos, aunque su tono no transmitía optimismo—. Pero no me atrevo a asegurar que pase la noche.
Aitor tragó saliva.
—Haremos que la pase.
Cárdenas, el de la minigun, soltó un resoplido burlón.
—Eso, reza si quieres. Igual sirve para algo. —Se acomodó la enorme arma en la espalda y dejó caer una mochila en el suelo—. Tengo raciones y algo de agua. Nos vamos a quedar aquí hasta que amanezca… o al menos hasta que baje el ruido afuera.
Martínez y Salazar se encargaron de asegurar la zona. La pesada puerta de acero del pasillo adyacente estaba bloqueada, y las cámaras en las esquinas parecían estar sin energía. Era un rincón apartado de la Heavy Containment Zone, y aunque nadie lo decía en voz alta, todos sabían que si alguien o algo los encontraba allí, no habría salida.
Encendieron una pequeña lámpara táctica y se sentaron en un semicírculo, con Johana en el centro, envuelta en una manta raída.
Aitor no apartaba los ojos de ella. La respiración de la chica era suave, pero cada tanto un espasmo la recorría, recordándole que su estado seguía siendo crítico.
En el exterior, las alarmas seguían sonando, aunque más distantes. Y, según el reloj de Ramos, la noche ya había caído sobre la instalación.
Pasarían las próximas horas allí… esperando que lo que habitaba en las sombras no encontrara su refugio improvisado.
El improvisado campamento quedó en silencio poco a poco.
Ramos, Martínez y Cárdenas se fueron acomodando contra las paredes, separados de Johana por casi dos metros de distancia, como si su sola cercanía pudiera ser peligrosa.
Aitor, en cambio, permaneció junto a ella, sentado en el suelo, vigilando cada leve movimiento de su respiración.
Las horas pasaron lentas. Aitor apenas cerró los ojos por minutos, pero cada ruido en el pasillo lo hacía abrirlos de golpe.
La lámpara táctica emitía un parpadeo tenue, proyectando sombras deformadas en las paredes.
Cuando se levantó para estirar las piernas, encontró a Salazar en la entrada, con su M4 colgando del pecho, de pie como una estatua.
El soldado giró apenas la cabeza.
—No duermes, ¿eh? —comentó con voz baja, más para no despertar a los demás que por discreción real.
Aitor negó con un gesto.
—No puedo.
Salazar lo observó un momento, evaluando algo en su interior antes de hablar.
—Puedo entender que no quieras dejar morir a una compañera… pero, ¿por qué te importa tanto? No es habitual que un MTF se juegue la vida por un clase D.
Aitor abrió la boca, pero no encontró respuesta inmediata. Quiso explicar, pero ni él mismo tenía claro por qué.
Finalmente, soltó:
—Simplemente… creo que no se merece morir aquí. No sabría decirte más que eso.
Salazar asintió despacio, como si aceptara la respuesta aunque no le convenciera del todo.
El silencio volvió a instalarse, roto solo por el leve zumbido de las luces de emergencia.
—Sabes… —continuó Salazar— si esto se va de las manos, los de arriba no dudarán en activar los Alpha Warheads.
Aitor lo miró con seriedad.
—¿Tú crees que llegaremos a eso?
—Si los sectores de contención pesada están comprometidos, sí —respondió Salazar—. El protocolo es claro: limpieza total. Y eso significa que este lugar y todo lo que haya dentro volará por los aires.
—¿Cuántos sectores tendrían que caer para que lo activen? —preguntó Aitor, casi en un susurro.
—No lo sé con exactitud… pero si los informes de pérdida llegan al nivel O5, con dos o tres áreas críticas bastaría.
Aitor apretó la mandíbula. No le gustaba lo que implicaba esa información.
El pasillo seguía en calma, pero había una tensión invisible flotando entre ambos.
Los dos sabían que, si la noche continuaba así de “tranquila”, era porque algo peor estaba aguardando su momento.
Aitor apoyó la espalda contra la pared, cruzándose de brazos.
—Siempre me ha parecido extraño… que todo dependa de doce personas que nadie ha visto jamás.
Salazar soltó una risa breve, pero cargada de ironía.
—Doce tipos… o tipas… o lo que sean. Sentados en algún lugar cómodo, decidiendo si tú y yo vivimos o morimos. Ni siquiera pisan el terreno.
—Y todos aquí obedeciendo ciegamente —replicó Aitor, mirando de reojo el pasillo—. Me cuesta creer que sepan lo que realmente pasa en estas instalaciones.
—No lo saben —contestó Salazar, sin titubear—. Y si lo saben, les da igual. Para ellos todo es números, riesgos y objetivos. No les importa si los que caemos somos personas o simples fichas de un tablero.
Hubo un silencio breve. Ninguno de los dos parecía tener ganas de seguir hablando mal de la cúpula… pero la verdad flotaba ahí, incómoda y presente.
Salazar se relajó un poco, bajando el arma y apoyando la espalda junto a Aitor.
—Mira, no me malinterpretes. Yo estoy aquí por el dinero. Esto paga lo suficiente como para mantener a mi familia… y con suerte, sacarlos de la ciudad antes de que algo como esto llegue afuera.
Aitor lo miró sorprendido.
—¿Cuántos años tienes?
—Veinte —dijo Salazar, con una media sonrisa—. Entré a la unidad antes de cumplirlos. Me vendieron la idea de servir a la humanidad, pero… al final todo se reduce a sobrevivir y mandar dinero a casa.
Por primera vez desde que se conocieron, Aitor vio al soldado sin la coraza profesional. Un chico joven, cargando un rifle más grande que él mismo, atrapado en un mundo que no entiende del todo pero al que ya pertenece.
Un murmullo rasgó el silencio de la guardia.
—…tor… —la voz era débil, casi ahogada.
Aitor giró de inmediato hacia Johana, que yacía donde la habían dejado, pálida y cubierta de sudor frío. Se arrodilló junto a ella y, con cuidado, la giró de lado para evitar que la sangre acumulada en su boca la asfixiara.
—Tranquila… tranquila, estás a salvo —susurró, aunque sabía que tal vez ni siquiera podía oírle.
Ella movió levemente los labios, dejando escapar apenas unas palabras, más aire que sonido:
—…no… dejes… entrar… —y después, su respiración volvió a ser irregular, cayendo otra vez en la inconsciencia.
Aitor la observó unos segundos más, apretando la mandíbula, como si quisiera retener cada sílaba para buscarles sentido después.
Detrás de él, Salazar rompió el momento con un gesto silencioso. Le tendió una pequeña sábana doblada.
—Para cubrirla un poco… o al menos que no se enfríe —dijo sin mirarlo demasiado, como si aquel acto de compasión le pesara.
Aitor asintió, la extendió sobre Johana con suavidad y se quedó ahí, arrodillado, observando cómo su pecho subía y bajaba lentamente, rezando porque el ritmo no se detuviera.
Aitor sentía cómo el peso del agotamiento le tiraba los párpados con fuerza. Intentaba mantenerse alerta, pero era en vano. Salazar, con esa voz firme pero con un tono casi paternal, le ordenó sin rodeos:
—Ya basta, Aitor. Tú también necesitas descansar. Aquí no podemos hacer mucho más por ahora.
Aitor suspiró, sin ganas de discutir. Se acercó a Johana, que apenas podía mantener los ojos abiertos, casi hundida en la inconsciencia. Se tumbó a su lado, y con una sonrisa cansada le dijo:
—Tranquila, aquí estoy... todo va a estar bien.
Johana, apenas consciente, le respondió con un débil y casi inaudible “Ujum”, como un murmullo resignado que no requería más palabras.
El silencio de la habitación quedó impregnado por el sonido de la respiración de ambos, mientras el cansancio empezaba a envolverlos en un sueño profundo, el primero en mucho tiempo.
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