Capítulo 7 "Día duro"

Capítulo 7 "Día duro"

Aitor se despertó entre la penumbra, el peso del sueño todavía hundiéndolo en una especie de letargo. Miró a su alrededor, comprobando que todos estaban aún allí, excepto Johana, que seguía inconsciente y pálida, con la respiración irregular. Salazar, firme en su puesto, vigilaba con ojos alerta el pasillo vacío que los rodeaba. El silencio solo se quebraba por el leve ruido del viento colándose por alguna rendija y la respiración contenida del grupo.

De repente, un sonido metálico cortó esa calma precaria: el intercomunicador del complejo comenzó a emitir una voz clara, pero fría y distante, atravesando las paredes como un anuncio implacable.

—Mobile Task Force Epsilon 11, designados Nine Tailed Fox, por favor entren al complejo, procedan con seguridad —la voz era robótica, monótona, pero había algo en ella que hizo que Aitor sintiera un escalofrío.

Salazar frunció el ceño, mientras los demás se incorporaban despacio, preparados para lo que viniera.

—¿Escuchaste eso? —preguntó uno de los soldados, un chico joven con cara de pocos amigos.

—La élite —respondió Salazar—. Los Nine Tailed Fox. Son los que mandan cuando la situación se descontrola…

Aitor tragó saliva. Sonó a ayuda, a refuerzo, pero el presentimiento le taladraba la mente. Entonces, otra comunicación volvió a sonar, esta vez con un tono aún más frío, casi brutal.

—Para evitar posibles contagios del virus del SCP-049, se ordena la exterminación de todo ser viviente: SCP, Clase D, guardias, MTF y civiles —la voz retumbó con fuerza, reverberando en las paredes, como un ultimátum.

Hubo un silencio pesado, incómodo, mientras todos procesaban las palabras.

—¿Qué... qué significa eso? —murmuró uno de los guardias, con la voz temblorosa.

—Nos han declarado objetivos —sentenció Aitor, apretando los puños—. No importa quién seas, o si estás herido... Quieren aniquilarnos a todos para cortar el virus de raíz.

Salazar se llevó una mano al rostro, frotándose la mandíbula con cansancio.

—No sólo el virus —agregó—. Quieren limpiar todo, sin importar nada. Si alguien está infectado o simplemente sospechoso, lo matan. Sin preguntas.

—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó el soldado médico—. Estamos atrapados entre las anomalías, los muertos vivientes y ahora los Nine Tailed Fox nos quieren eliminar a nosotros también.

Aitor sintió cómo el nudo en su pecho se hacía más fuerte, la ansiedad creciendo a cada segundo.

—Tenemos que movernos rápido —dijo—. Hay que encontrar un lugar seguro, reagruparnos y estar preparados. Porque si llegan ellos antes que nosotros, no habrá piedad.

Salazar asintió, serio.

—Lo único que podemos hacer es escondernos y esperar que lleguen refuerzos... o encontrar una manera de salir del sitio antes de que sea demasiado tarde.

El joven soldado miró a Aitor, buscando alguna esperanza.

—¿Crees que Johana aguante? —preguntó con voz baja.

Aitor se agachó junto a ella, tocándole la frente fría y mojada.

—No lo sé —respondió con sinceridad—. Pero mientras esté con nosotros, lucharemos para que siga viva.

El grupo volvió a acomodarse en silencio, con los ojos abiertos y la mente en alerta máxima. Afuera, más allá de las paredes, la oscuridad y el peligro acechaban en cada sombra.

Salazar se enderezó, su rostro marcado por la tensión y la fatiga.

—No podemos seguir así —dijo con voz firme—. Johana está en un estado crítico, y cada movimiento le duele. Necesitamos algo para sedarla, que al menos pueda descansar sin ese sufrimiento constante.

Cárdenas, otro de los guardias, asintió con rapidez, comprobando su cargador y ajustándose la mochila.

—Tengo algo de experiencia con sedantes —comentó—. Pero no mucho, solo lo básico que aprendí en la academia. Si conseguimos un poco de anestesia o calmantes, podríamos ayudarla a aguantar.

Aitor miró a Johana, a su rostro pálido y su respiración irregular. Se mordió el labio, sintiendo que cualquier cosa que pudiera aliviar su dolor era vital.

—Vayan —dijo con voz ronca—. Nosotros aquí la cuidaremos. Salazar, tú y Cárdenas, tengan cuidado. No sabemos qué más puede haber allá afuera.

Salazar le lanzó una mirada rápida, casi como una promesa.

—Volveremos rápido. No la dejaremos sola.

Con eso, los dos hombres se movieron en silencio hacia uno de los pasillos laterales, desapareciendo entre las sombras del complejo, dejando a Aitor y al soldado médico junto a Johana.

El médico, un chico joven con expresión seria, se arrodilló junto a Johana, revisando con cuidado sus signos vitales.

—No está estable, pero aún respira —murmuró—. Haremos lo que podamos para que aguante.

Aitor se sentó a su lado, observando cómo el médico intentaba mantener a Johana en una posición cómoda, limpiando la sangre seca que se le pegaba al mono naranja.

—Cada vez que respira parece que la herida le arranca el alma —dijo Aitor con amargura—. No puedo... no puedo dejar que muera así.

El soldado médico asintió, sin quitarle los ojos de encima.

—Vamos a hacer lo posible. Solo que aquí, sin equipamiento adecuado, solo queda rezar.

Los minutos pasaban lentos, llenos de tensión y miedo silencioso. Afuera, el eco lejano de pasos, gruñidos y el chirrido de los altavoces recordaban que no estaban a salvo ni un segundo.

Aitor apoyó la cabeza contra la pared, sintiendo cómo el cansancio comenzaba a pesarle, pero sus ojos no se cerraban. No ahora, no con Johana así.

Cada segundo era una eternidad.

Los pasos de Salazar, Martínez y Cárdenas resonaban huecos sobre el suelo metálico mientras avanzaban por los pasillos. Las luces parpadeaban cada pocos segundos, proyectando sombras que parecían estirarse y encogerse con vida propia. El silencio solo se rompía por el eco distante de alguna compuerta cerrándose y el zumbido constante de la ventilación.

—Mira, lo voy a decir claro —soltó Cárdenas, ajustándose el fusil—. Esa Class-D está condenada. No tiene sentido que arriesguemos el pellejo para salvarla.

Salazar lo miró de reojo, sin dejar de caminar.

—Cárdenas, ni empieces —respondió con tono bajo pero firme—. No es solo “una Class-D”, es alguien que Aitor se partió el alma por rescatar.

Martínez, que iba detrás, se adelantó unos pasos para colocarse entre ellos.
—No es cuestión de protocolos, hermano. Es cuestión de principios. Si la dejamos morir, no somos mejores que esos bastardos que quieren exterminarlo todo.

Cárdenas apretó la mandíbula, molesto.
—Principios… Los principios no sirven de nada si acabamos muertos antes de cumplir la misión.

Salazar se detuvo de golpe.
—¿Y desde cuándo tu misión vale más que una vida? —le clavó la mirada—. Si quieres irte, ahí tienes el pasillo.

El ambiente se tensó. Cárdenas miró a ambos, pero no respondió. Siguió caminando en silencio, aunque su expresión lo decía todo.

El pasillo desembocaba en una sala amplia, con forma hexagonal. En cada pared se abrían puertas metálicas con letreros gastados: Archivo, Armamento, Control de seguridad, Ala médica… y otras sin nombre visible.

La iluminación en el techo se veía rota en varios puntos, dejando partes de la sala en penumbra. El aire allí estaba más denso, cargado de polvo y un olor metálico.

Salazar fijó la vista en la puerta del ala médica.
—Ahí está. Con suerte encontraremos anestesia o algo para calmarle el dolor.

Pero antes de que dieran un paso, un sonido retumbó detrás de la puerta. No era metálico. No era mecánico.

Era un movimiento pesado, húmedo, como carne rozando contra el suelo y el golpeteo rítmico de algo enorme desplazándose.

Clac... clac... como uñas largas o garras tocando metal.

Martínez levantó el arma, su respiración acelerándose.
—Eso no suena como un médico…

Cárdenas tragó saliva, apretando el fusil contra el hombro.
—Sea lo que sea, no me apetece abrir esa maldita puerta.

Salazar se acercó un paso, tratando de escuchar con más claridad. El sonido continuaba, pero ahora acompañado de una respiración profunda y húmeda… como si la criatura estuviese oliendo el aire.

El eco de un gruñido grave y vibrante atravesó la chapa, haciendo que los tres se quedaran inmóviles.

—Si abrimos —susurró Salazar—, será rápido. O nosotros, o lo que sea que esté ahí.

El golpe resonó tan fuerte que el polvo cayó del marco de la puerta.
BANG... BANG...
Cada impacto era más violento que el anterior, haciendo que las bisagras chirriaran.

Martínez y Salazar se movieron instintivamente a los lados, espalda contra la pared, cada uno cubriendo un flanco. Sus M4 estaban firmes, el cañón apuntando al ángulo donde aparecería la amenaza en cuanto la puerta cediera.

—Mantente firme… —murmuró Salazar, su voz tensa, mientras chequeaba el cargador.

Martínez tragó saliva, ajustando la culata contra su hombro. El sudor le corría por la sien a pesar del frío metálico del lugar.

A unos cinco metros, Cárdenas plantó los pies con fuerza. La minigun, pesada como un bloque de acero, descansaba entre sus manos y su arnés. Su dedo no estaba aún en el gatillo, pero el motor eléctrico de la ametralladora comenzó a zumbar suavemente, un sonido que anunciaba una lluvia de proyectiles en cuanto se activara por completo.

La puerta temblaba con cada embestida. El ruido al otro lado se mezclaba ahora con una respiración más fuerte, casi agitada, y un chirrido que recordaba a metal siendo arañado por algo más duro que el acero.

BANG... CRACK...

Una de las bisagras saltó, golpeando el suelo. La penumbra del ala médica se filtró por la rendija que se abría, junto con un olor insoportable, mezcla de carne en descomposición y productos químicos derramados.

Martínez apretó los dientes.
—Esto no es un paciente…

Salazar, sin apartar la vista, habló bajo:
—Cuando caiga, apunta a la cabeza. No te detengas.

Cárdenas sonrió apenas, con un gesto tenso.
—Si sale, no quedará nada para que le apunten.

La bisagra final saltó de su sitio y la puerta se desplomó hacia adentro con un estruendo metálico.
De la oscuridad del ala médica emergió la silueta encorvada del SCP-939.

Medía fácilmente dos metros de altura cuando alzaba la cabeza, y su cuerpo, cubierto por una piel escarlata y sin pelo, parecía una masa de músculo vivo tensándose bajo cada movimiento. La superficie de esa piel no era lisa, sino irregular, como si hubieran arrancado carne de diferentes cuerpos y la hubieran moldeado para formar a la criatura.
Sus extremidades eran largas, acabadas en garras negras y curvadas de unos quince centímetros. La cabeza… alargada, sin ojos visibles, con una enorme mandíbula dentada que se extendía mucho más atrás de lo natural, dejando ver hileras irregulares de dientes blanquecinos y húmedos.

Un olor penetrante, mezcla de óxido y carne fresca, llenó el pasillo.

El monstruo no rugió. En cambio, una voz salió de su garganta, una voz perfectamente humana y dulce, femenina, que dijo:
—Ayuda… por favor…

Martínez se tensó, pero antes de poder reaccionar, el perro rojo dio un salto súbito hacia ellos. Su cabeza embistió con una fuerza brutal a Salazar, estampándolo contra la pared, y en el mismo movimiento golpeó a Martínez en el estómago, lanzándolo hacia atrás como si fuera un muñeco.

Cárdenas, sorprendido por la velocidad, apretó el gatillo.
El zumbido de la minigun se transformó en un rugido de fuego, y una lluvia de balas impactó contra el SCP-939. Trozos de piel y carne saltaron en todas direcciones, pero la criatura no se detuvo; giró sobre sí misma y, en una embestida lateral, se lanzó directamente hacia él.

Con un chasquido seco, su mandíbula se cerró sobre el cañón giratorio de la minigun. El metal crujió y se deformó como si fuera plástico. De un tirón, la criatura arrancó el arma de las manos de Cárdenas y la arrojó contra la pared, donde quedó hecha un amasijo inútil de hierros y cables.

Cárdenas retrocedió, ahora indefenso, mientras el perro rojo avanzaba hacia él, sus pasos resonando como golpes secos sobre el suelo metálico, cada vez más cerca.

El SCP-939 tenía a Cárdenas contra la pared, la mandíbula abierta, el olor nauseabundo de su aliento llenando el aire. En el último segundo, una ráfaga seca resonó por el pasillo.

—¡Oye, monstruo! —gritó Salazar, apretando el gatillo de su M4.

Las balas impactaron en el costado de la criatura, arrancando jirones de carne. El perro rojo soltó un chillido agudo, casi humano, que reverberó en las paredes antes de girarse hacia su nuevo objetivo.

Salazar retrocedió, disparando en ráfagas controladas, pero el SCP-939 era rápido. Cada zancada lo acercaba con la fuerza de un tren. Cuando estuvo a menos de un metro, Salazar se lanzó rodando hacia un lado, evitando por poco la embestida, mientras el monstruo destrozaba la pared donde él había estado.

Martínez, recuperándose del golpe inicial, se unió al fuego cruzado. Sus disparos dieron en las patas delanteras de la criatura, forzándola a trastabillar. Sin embargo, el cargador se agotó con un clic seco.

—¡Mierda, sin munición! —gritó.

Salazar también sintió el vacío del gatillo. Sin pensarlo, arrojó el rifle y sacó su cuchillo táctico.
El SCP-939, furioso, saltó sobre él. Ambos cayeron al suelo, la criatura intentando clavarle los dientes. Salazar, con todas sus fuerzas, sujetó la mandíbula superior con una mano y hundió el cuchillo repetidas veces en el cuello rojizo. La sangre caliente salpicó su rostro, pero la bestia seguía luchando.

Cárdenas, viendo a su compañero en peligro, se abalanzó desde un lateral. A falta de armas, agarró un tubo metálico que colgaba de la pared y lo golpeó contra la cabeza del monstruo. El impacto fue tan fuerte que un sonido hueco resonó en el pasillo.

Martínez no se quedó atrás: encontró un extintor en una caja de emergencia, lo levantó por encima de su cabeza y descargó todo su peso contra el cráneo del SCP-939. Una, dos, tres veces… hasta que el extintor se abolló y la criatura soltó un último gemido, cayendo inerte al suelo.

Durante unos segundos, el único sonido fue el jadeo de los tres soldados. Salazar, cubierto de sangre, empujó el cuerpo del monstruo a un lado y se incorporó, respirando agitadamente.

—No… me vuelvo… a meter en un pasillo estrecho con uno de esos —dijo entre risas nerviosas.

Cárdenas soltó el tubo y miró el cadáver, todavía temblando de adrenalina.
—Pues mejor que no, porque no creo que tengamos otra minigun de repuesto.

Martínez se apoyó en la pared, intentando recuperar el aliento.
—Vámonos. Y rápido, antes de que venga otro.

El cuerpo del SCP-939 yacía en medio de la sala hexagonal, un charco oscuro formándose bajo él. Sin armas de fuego útiles, pero vivos, los tres emprendieron el camino hacia el ala médica, sabiendo que la noche aún sería larga.

El silencio tras la pelea era espeso, roto solo por el eco lejano de algún metal cayendo en otra parte del complejo. Los tres, todavía con la respiración agitada, cruzaron el umbral del ala médica. El olor era peor que cualquier cosa que hubieran experimentado antes: una mezcla de desinfectante rancio, sangre seca y carne podrida.

Martínez encendió la linterna de su casco, y el haz reveló la escena. Camillas volcadas, armarios abiertos, y en el centro, un montón grotesco de cuerpos amontonados como si hubieran sido arrastrados allí a la fuerza. Algunos vestían el uniforme anaranjado de clase D, otros aún tenían chalecos de seguridad, y otros… era mejor no mirarlos demasiado tiempo.

—Joder… —murmuró Cárdenas, intentando apartar la vista.

Salazar tragó saliva y avanzó con cautela, M4 en mano. Fue revisando uno por uno los armarios hasta encontrar una caja metálica con la etiqueta Equipo Médico – Sedantes y Tranquilizantes.
La abrió, y allí estaba: varias jeringas precargadas, ampolletas y un par de botellas pequeñas con etiquetas escritas a mano.

—Aquí está lo que necesitamos —dijo, guardándolos con cuidado en su mochila.

Mientras tanto, Cárdenas se agachó junto a su minigun caída. La carcasa estaba deformada en una esquina por la mordida del SCP-939, pero tras unos minutos manipulando las correas y revisando el sistema de alimentación, logró que el arma escupiera un par de cartuchos de prueba.
—Funciona… pero tengo menos de la mitad de la cinta. Que nadie dispare a lo tonto.

Martínez, revisando un casillero al fondo, soltó una exclamación.
—¡Munición! —Sacó dos cargadores de M4 envueltos en cinta y los lanzó hacia Salazar. Encontró otros tres y se los colgó en el chaleco.

La linterna pasó de nuevo sobre el montón de cuerpos. Algo goteaba lentamente de lo alto de la pila, y todos sintieron un escalofrío.
—Será mejor que nos larguemos antes de que lo que hizo esto vuelva —dijo Salazar, mirando de reojo la puerta destrozada.

Cargados con sedantes, munición y un poco de esperanza, los tres comenzaron a retroceder hacia el pasillo. Detrás, el ala médica quedó en penumbra, con el sonido ocasional de algo arrastrándose en la distancia, como un recordatorio de que no estaban solos.



Aitor se encontraba sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra una pared fría y manchada. A su lado, Johana seguía tendida sobre una manta improvisada. Su respiración era irregular, pero al menos ya no tan débil como la noche anterior.

El soldado médico, Ramos, revisaba por encima las heridas con un aire mecánico, casi distante, como si su trabajo no requiriera más que manos firmes y cero emociones. Tras comprobar que la hemorragia no había empeorado, se alejó unos pasos para acomodar su escopeta y vigilar el pasillo.
—Si se complica, me avisas —dijo, sin siquiera mirar a Aitor.

Aitor ignoró la frialdad y se inclinó hacia Johana.
—Oye… ¿puedes escucharme? —preguntó suavemente.

Ella movió apenas los párpados, dejando entrever sus ojos nublados.
—Mmm… sí… —su voz era débil, quebrada.

—Has estado inconsciente un buen rato. —Aitor intentó sonreír, aunque por dentro sentía un nudo en el estómago—. Te… te salvé de un par de zombis. No fue bonito.

Ella tosió, y un hilo de sangre oscura se deslizó por la comisura de sus labios. Aitor, alarmado, la giró un poco para evitar que se atragantara. Johana escupió al suelo y respiró hondo, aún temblando.

—Yo… vi cosas… —murmuró—. Cuando me separaron… había… gritos, luces… disparos por todas partes. Corrí… pero… —volvió a toser— había un hombre sin cara… y luego… no sé… todo se volvió negro.

Aitor sintió un escalofrío. No sabía si lo que decía era producto de la fiebre o de algo real.
—Ya pasó… —dijo, intentando calmarla—. Ahora estás conmigo, y no pienso dejar que te pase nada más.

Ella sonrió apenas, con los labios manchados de sangre.
—Siempre… dices eso…

—Y siempre lo cumpliré —contestó él, sin vacilar, aunque por dentro sabía que las probabilidades estaban en su contra.

Ramos lanzó un vistazo rápido hacia ellos desde su puesto.
—No la muevas demasiado. Y si vuelve a toser sangre así, me lo dices —ordenó, volviendo su atención al pasillo.

Aitor asintió, pero su mirada se quedó fija en Johana. No importaba lo que dijeran los protocolos, no importaba lo que opinara el resto… ella iba a sobrevivir.

Aitor, viendo que Johana parecía un poco más despierta, decidió seguir hablándole para mantenerla distraída del dolor.
—¿Sabes? —dijo con una sonrisa ladeada—. Si cobrase cada vez que me juego la vida por ti, ya sería rico.

Johana lo miró de reojo, todavía tumbada, y una ligera risa escapó de sus labios.
—Eres un gilipollas, Aitor… —dijo con voz ronca, pero divertida—. Pero… ahora mismo creo que te odio un poco menos.

—Vaya, todo un avance —contestó él, poniéndose una mano en el pecho como si estuviera emocionado—. ¿Y eso que significa? ¿Que en un par de días me querrás?

Ella dejó escapar una pequeña carcajada que se interrumpió con una tos suave.
—No te flipes… —replicó—. Pero supongo que… no eres tan insoportable como pensaba.

Aitor negó con la cabeza, riendo bajo.
—Eso es prácticamente una declaración de amor en tu idioma.

—Idiota… —susurró Johana, sonriendo débilmente.

Ramos, desde su esquina, soltó un bufido como si estuviera escuchando demasiado para su gusto.
—Si vais a seguir con el romance, al menos hacedlo en silencio —dijo sin mirarlos.

Aitor frunció el ceño y se giró hacia Torres.
—No es un romance, tío, solo estamos hablando —protestó con un gesto exagerado—. ¿O ahora está prohibido conversar?

Torres levantó las manos en señal de rendición.
—Vale, vale… charla entonces.

Johana soltó una pequeña risa ahogada, y Aitor aprovechó para seguir conversando con ella.
—Entonces, ¿qué hiciste tú antes de que nos encontráramos? —preguntó, curioso.

Ella suspiró, intentando buscar fuerzas para responder.
—Evitar que me mataran… y fallar un par de veces —dijo con tono irónico—. Me crucé con algo… no sé qué era, pero olía a sangre a metros. No quise averiguar más.

Aitor escuchó en silencio, asintiendo.
—Ya… yo me topé con un par de zombies que parecían hacer footing. No te imaginas lo jodido que es correr con todo el equipo encima.

Johana sonrió un poco.
—Al menos no estabas solo… yo tuve que improvisar.

La conversación continuó, pausada, con comentarios sueltos y alguna que otra broma ligera para distraerla del dolor. Cada tanto, Johana tosía o escupía un poco de sangre, pero Aitor se mantenía junto a ella, más para que no se sintiera abandonada que por otra cosa.

En medio del silencio de los pasillos, aquel intercambio parecía casi normal, como si por unos minutos no estuvieran atrapados en un infierno subterráneo.

Los pasos resonaron por el pasillo, secos y pesados, haciendo que Aitor y el médico levantaran las armas de inmediato. Johana, aunque apenas consciente, intentó girar la cabeza, inquieta.

Unos segundos después, las siluetas aparecieron en el marco: Martínez al frente, Salazar detrás de él, y Cárdenas cerrando el grupo con la minigun al hombro. El alivio inicial se mezcló con la preocupación al ver el estado de Salazar: la ropa empapada de sangre, manchas oscuras en el rostro y un andar algo tambaleante.

El médico reaccionó al instante.
—¡Salazar, siéntate! —ordenó, ya revisando la fuente de la sangre. No tardó en descubrir que no toda era suya; parte pertenecía a algo que ya no respiraba.

Cárdenas, con el ceño fruncido y sin detenerse, lanzó un pequeño frasco hacia Aitor.
—Sedantes —dijo de forma seca, casi como un bufido—. Úsalos bien.

Aitor atrapó el frasco y se arrodilló junto a Johana.
—Vamos, esto te va a ayudar… —murmuró, mientras le daba un par de pastillas contra el dolor.

Ella las miró con desconfianza, pero dejó que él le ayudara a incorporarse un poco. Con cuidado, Aitor sostuvo la botella de agua junto a sus labios y le limpió los restos de sangre con un trozo de tela antes de que bebiera. Johana tragó con dificultad, soltando un leve quejido en el proceso, y después volvió a dejarse caer lentamente sobre la manta que la cubría.

—Descansa… —susurró Aitor, acomodándole el cabello para que no quedara pegado a su rostro.

El ambiente quedó en silencio, roto solo por el sonido del médico atendiendo a Salazar y el lejano zumbido del intercomunicador en standby.


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