Capítulo 8 "Hablemos"

 Capítulo 8 "Hablemos"


Había pasado una semana desde aquel encuentro con el SCP-939.
Siete días de incertidumbre, pasillos oscuros y cambios constantes de refugio. La Fundación, antes un laberinto controlado, ahora era un terreno de caza para todo lo que había escapado de contención. Los SCP seguían sueltos, merodeando por sectores que antes parecían seguros, y los NTF… esos no descansaban. Las transmisiones del intercomunicador confirmaban que habían eliminado a varios guardias y personal, entrando y saliendo del complejo como si fueran una fuerza de limpieza, pero sin discriminar entre amenazas y supervivientes.

El grupo, ahora compuesto por Martínez, Ramos, Cárdenas, Salazar, Aitor y Johana, había pasado esos días moviéndose constantemente, evitando rutas principales, ocultándose en lugares que no figuraban en los planos oficiales. Finalmente, habían encontrado un respiro en los túneles de mantenimiento: pasadizos estrechos, húmedos, llenos de tuberías calientes y cables colgantes. Un escondite funcional… pero no eterno.

El problema llegó pronto. Las raciones que habían logrado reunir tras el combate con el 939 se agotaban rápido. Allí abajo no había más que polvo, óxido y agua dudosa. Los últimos dos días habían sobrevivido a base de un par de latas y una bolsa de frutos secos que Cárdenas guardaba como si fueran oro.

Esa mañana, mientras la luz artificial parpadeaba en los extremos del túnel, Martínez se levantó y revisó su M4.
—No hay de otra… tenemos que salir —dijo en voz baja, aunque todos lo escucharon.

Ramos, sentado contra una tubería, asintió con gesto serio.
—Si seguimos aquí, nos morimos igual. Sin balas y sin comida, somos presa fácil.

Salazar miró a Johana, que aún no estaba del todo recuperada pero podía mantenerse sentada sin ayuda.
—No podemos arrastrarla así. Si salimos, hay que movernos rápido… y no sé si podrá.

Aitor apretó la mandíbula.
—Yo me encargo de ella —respondió firme—. No la vamos a dejar atrás.

Cárdenas, mientras revisaba la munición de su minigun, soltó un resoplido.
—Pues más vale que no nos metas en problemas, chaval… Afuera no es como hace una semana. Ahora hay más cosas que quieren vernos muertos.

Un silencio incómodo llenó el túnel. Afuera, se escuchaban ruidos distantes: el eco metálico de puertas abriéndose, algo arrastrándose, y el rugido apagado de ventiladores gigantes moviendo el aire viciado del complejo.

Finalmente, Ramos dio la orden:
—Bien… salimos en cinco minutos. Armas listas. Y recuerden, si vemos a los NTF, no hay negociación.

Mientras todos se preparaban, Johana intercambió una mirada rápida con Aitor. No dijeron nada, pero los dos sabían que este nuevo recorrido no sería solo para buscar comida… sino para sobrevivir a lo que sea que había tomado control del complejo.

Desde la perspectiva de Aitor, el túnel parecía más largo de lo normal mientras avanzaban hacia la salida. Las botas resonaban contra el metal del suelo y el eco se mezclaba con el goteo constante de alguna tubería rota. Él iba al final del grupo, junto a Johana, ayudándola a caminar sin que pareciera que lo necesitaba demasiado.

—Venga, que si vas así de lenta vamos a llegar cuando los SCP se jubilen —le susurró, con una media sonrisa.

Johana arqueó una ceja, aunque le costaba mantener la compostura.
—No te preocupes, que si me muero será solo para dejarte con la culpa.

Aitor soltó una pequeña risa.
—¿Y perder la oportunidad de fastidiarte todos los días? Ni loco.

Ella ladeó la cabeza, con un gesto burlón.
—Por cómo hablas, cualquiera pensaría que te caigo bien.

—¿Yo? No, no… me caes fatal, pero me divierte verte sufrir.
—Qué tierno —respondió ella con ironía—, deberías ponerlo en una tarjeta de cumpleaños.

Caminaron unos metros más, intercambiando ese tipo de pullas sin importancia. Pero entonces, Johana lo miró directamente, con esa sonrisa que mezclaba cansancio y picardía, y algo en Aitor se desajustó por dentro. Sintió un calor repentino en las mejillas, algo extraño para él… casi incómodo. Giró la vista rápidamente al frente, intentando disimularlo, aunque el corazón le latía un poco más rápido.

Johana, aunque parecía agotada, notó el cambio en su expresión y sonrió un poco más. No dijo nada… pero le quedó claro que había provocado algo en él, aunque no supiera qué.

El resto del grupo seguía hablando de rutas y de cuántas balas les quedaban, ajenos a ese pequeño instante que, para Aitor, había sido más desarmante que cualquier encuentro con un SCP.

El gran ascensor subió con un chirrido metálico que hacía eco en el hueco. El motor parecía al borde de rendirse, y cada sacudida hacía que todos se miraran con cautela, preparados para saltar si el cable cedía. Cuando las puertas se abrieron, un olor espeso a hierro y pólvora les golpeó de frente.

El pasillo que tenían delante estaba irreconocible. Las paredes, ennegrecidas por marcas de disparos, tenían trozos de yeso arrancados y cables colgando del techo. El suelo… el suelo estaba cubierto de charcos oscuros ya secos, salpicando hasta las paredes.

Aitor tragó saliva al ver que no eran solo cuerpos de Class-D los que yacían esparcidos. Entre los uniformes anaranjados, distinguía los tonos azulados y grises de guardias de seguridad… e incluso un par de cascos con las siglas MTF grabadas.

—Esto… esto no es normal —murmuró Ramos, tensando la mandíbula mientras sujeta más fuerte su escopeta.

Martínez se agachó junto a un cadáver de MTF, revisando las heridas.
—Tiros limpios… ráfagas cortas. Esto no es obra de SCP’s. Fueron otros humanos.

Salazar dio un paso al frente, observando la escena con el ceño fruncido.
—NTF… —dijo, casi en un susurro—. Los de “Nine Tailed Fox” han pasado por aquí.

Johana, apoyada en Aitor, miraba a los lados con incomodidad. El silencio era tan denso que cualquier sonido mínimo —un casquillo rodando, un crujido bajo las botas— se sentía como un grito.

—Y si han limpiado esta zona… —añadió Cárdenas, ajustando la correa de su minigun—, puede que todavía estén cerca.

Aitor sintió un nudo en el estómago. No era solo el miedo de encontrarse con los NTF, sino la certeza de que si los veían… no habría negociación posible.

El grupo avanzó despacio, revisando esquinas y abriendo puertas con extremo cuidado. Cada mancha de sangre, cada casquillo, cada cuerpo parecía contar la misma historia: no había escapatoria para nadie que se cruzara en su camino.

Las botas resonaban sobre el suelo manchado mientras el grupo seguía avanzando entre pasillos destrozados. El aire estaba cargado con el eco de sus pasos y ese olor metálico que se metía en la garganta.

Cárdenas se detuvo en una intersección y, con un gesto seco, propuso:
—Vamos a cubrir más terreno. Ramos, tú con Salazar. Martínez, te vas con Aitor. Yo iré con Johana.

Martínez y Ramos se miraron entre sí, algo incómodos, pero no dijeron nada. Johana frunció el ceño, aunque no parecía tener fuerzas para discutirlo. Salazar se encogió de hombros y empezó a alejarse con Ramos por el pasillo de la izquierda, mientras Martínez le indicaba a Aitor que fueran por la derecha.

Aitor asintió… al menos de cara al resto. Pero en cuanto Martínez se distrajo revisando una puerta entreabierta, el joven dio media vuelta sin hacer ruido y empezó a seguir a Cárdenas.

Avanzó despacio, pegándose a la pared, aprovechando las sombras y el ruido lejano del grupo para no delatarse. Vio cómo Cárdenas ayudaba a Johana a caminar, pero sus pasos eran más rápidos de lo que debería para alguien que llevaba a una herida. Algo en esa actitud… no encajaba.

Aitor sintió un pulso de desconfianza recorrerle el pecho. Cada músculo estaba en tensión. No sabía si Cárdenas planeaba algo o si simplemente estaba siendo brusco, pero no pensaba apartar la vista de él hasta saberlo.

El pasillo por el que entraron estaba más oscuro, con un parpadeo constante de luces fluorescentes. Los charcos de sangre se mezclaban con un goteo que caía desde un tubo roto del techo. Johana parecía decir algo, pero desde la distancia Aitor no lograba escuchar.

El dolor latía constante en el costado de Johana, como un recordatorio punzante de que cada paso era un esfuerzo. Cárdenas avanzaba a su lado, sujetándola con una mano firme en el brazo, casi como si temiera que se le escapara, y no como si intentara ayudarla.

El pasillo se extendía delante de ellos, estrecho y mal iluminado, y el silencio se rompía solo por el eco de sus botas. Johana miró de reojo al corpulento soldado, notando que apenas la miraba, como si su atención estuviera siempre más allá de la siguiente esquina.

—No me siento segura aquí —dijo, con voz baja pero firme, dejando escapar un leve jadeo por el dolor.

Cárdenas no giró la cabeza. Ni siquiera desaceleró.
—Estamos mejor así. Más rápido —respondió, como si sus palabras fueran simples datos tácticos y no un intento de tranquilizarla.

Ella apretó la mandíbula.
—No es de eso de lo que hablo —insistió—. No me siento segura contigo.

Esta vez, él sí la miró… pero solo un instante, y con una expresión difícil de leer. Algo entre fastidio y frialdad.
—Pues te aguantas —dijo, y volvió a girar la vista hacia adelante.

Johana sintió un escalofrío que no venía del frío del pasillo. Ajustó el paso para no tropezar, mientras en su cabeza se acumulaban preguntas que no quería responderse. La sensación de estar sola, aunque estuviera al lado de alguien, pesaba más que la herida.

La sala en la que entraron estaba cubierta de sombras, apenas iluminada por un par de fluorescentes parpadeantes en el techo. Había mesas metálicas, restos de cajas abiertas y el olor rancio de polvo y sangre vieja. Cárdenas dejó la minigun con un golpe seco sobre una mesa, el sonido resonando como una sentencia.

—¿Sabes, Johana? —dijo, mientras comenzaba a caminar lentamente a su alrededor—. Los protocolos existen por una razón. Los Class D son desechables… siempre lo han sido. Se usan, se gastan… y luego se eliminan. Así funciona la Fundación. Así debe ser.

Ella lo miró con el ceño fruncido, su respiración un poco más rápida.
—¿Y qué tiene eso que ver conmigo? —preguntó, aunque en el fondo temía la respuesta.

Cárdenas no contestó de inmediato. En cambio, deslizó la mano hasta su cinturón y sacó un cuchillo largo, su hoja brillando bajo la luz parpadeante. Lo miró por unos segundos, como evaluando su filo, y luego la observó a ella con una calma inquietante.

—Lo voy a sentir mucho cuando Aitor se entere de que… —hizo una pausa, como si buscara las palabras— te han matado unos zombies.

Johana lo observó con frialdad y algo de incredulidad.
—No hay zombies aquí —replicó, retrocediendo un paso.

Él sonrió, pero no había humor en sus ojos.
—Exacto. Pero eso es lo que le diré. —Se acercó un poco más, el cuchillo en su mano bajando lentamente, no en señal de paz, sino como un depredador midiendo la distancia para el salto—. Y yo mismo me encargaré de que no interrumpas más.

La distancia entre ambos se redujo a un par de pasos. Johana sintió cómo el aire se volvía más pesado, el sonido de su propio corazón retumbando en sus oídos. Su mente ya estaba buscando una salida, cualquier cosa que pudiera darle unos segundos más de vida.

Cárdenas hizo un movimiento rápido, agarrando a Johana por el brazo y empujándola contra la mesa metálica. El cuchillo brilló al alzarse, listo para descender. Ella forcejeó, pero la fuerza de él era como un muro; apenas podía moverlo unos centímetros.

—Quédate quieta… será más rápido —murmuró con un tono casi mecánico, sin rastro de emoción.

El filo comenzó a bajar.

—¡CÁRDENAS! —la voz de Aitor retumbó desde la entrada.

Cárdenas giró la cabeza apenas un instante, suficiente para que Johana tratara de apartarse, pero él la empujó al suelo de un golpe con el hombro y se giró hacia Aitor. El joven venía corriendo, sin dudarlo, y se lanzó contra él.

El choque fue brutal. Aitor embistió a Cárdenas, logrando empujarlo unos pasos atrás, pero enseguida sintió la diferencia de fuerza. Cárdenas lo sujetó por la pechera y, sin más, le soltó el primer puñetazo.

El golpe impactó contra la mejilla de Aitor como un martillazo. El segundo lo recibió en el estómago, doblándolo hacia adelante, y el tercero lo lanzó al suelo. Aitor intentó levantarse, pero Cárdenas lo atrapó de nuevo, levantándolo como si pesara poco, y lo estampó contra la pared.

—¡No entiendes nada, chaval! —bramó Cárdenas antes de soltarle otro puñetazo que hizo que la sangre comenzara a gotear de la nariz de Aitor.

Aitor trató de contraatacar con un gancho al abdomen, pero fue bloqueado con facilidad. Cárdenas, impasible, siguió golpeándolo hasta que el joven cayó de rodillas, jadeando y con la visión nublada.

Johana, todavía en el suelo, veía la escena con desesperación, sus manos buscando algo, cualquier objeto que pudiera usar para intervenir antes de que Cárdenas terminara lo que había empezado.

Johana intentó arrastrarse hacia la mesa para alcanzar el cuchillo, pero algo frío y viscoso le rozó la mano. Miró hacia abajo y su corazón dio un vuelco: un charco negro, denso como alquitrán, se extendía bajo ella, trepando lentamente por el suelo metálico. Un olor a óxido y humedad la envolvió, y del centro del charco emergió una mano esquelética, putrefacta, que se cerró con fuerza sobre su brazo.

—¡No… no, no, NO! —gritó, tirando hacia atrás con todas sus fuerzas.

Era SCP-106. Sus dedos, fríos como el hielo y ásperos como papel de lija, se hundían en su piel. El charco parecía tragarse el suelo mismo, expandiéndose más rápido cuanto más se movía.

Aitor, tambaleante, ya apenas se defendía. Cárdenas lo tenía contra la pared, golpeándolo sin pausa, cada impacto resonando como un martillo contra carne y hueso. El rostro de Aitor estaba bañado en sangre; su respiración era pesada, rota.

—¡AITOR! —gritó Johana, su voz quebrada.

Cárdenas ni siquiera miró. Seguía golpeando, cegado por su propia furia, como si nada más existiera.

El brazo de Johana ya estaba hundido hasta el codo en aquel fango imposible, mientras SCP-106 tiraba de ella hacia abajo, su rostro deformado asomando brevemente sobre la superficie aceitosa, con una sonrisa podrida que mostraba dientes como astillas.

El pánico la invadió, pero aún seguía buscando con la mano libre, desesperada, algo que pudiera salvarla… aunque cada segundo que pasaba, la fuerza de SCP-106 aumentaba, y el metal bajo sus rodillas comenzaba a corroerse.

Cárdenas, con el puño aún manchado de la sangre de Aitor, respiraba con fuerza, sus músculos tensos por la descarga de violencia. El sonido era inconfundible: un llanto agudo, agónico, que no pertenecía a ningún ser humano. Los sollozos de SCP-096 se filtraban desde algún punto del pasillo, rebotando en las paredes y clavándose en el pecho como un presagio de muerte.

Cárdenas dudó solo un instante, mirando hacia la entrada.
—Mierda… —murmuró, con el ceño fruncido.

Sin más, lanzó un último puñetazo seco contra la mandíbula de Aitor. El impacto fue tan fuerte que el chico se desplomó contra el suelo, la sangre escurriendo por su mentón y goteando en el charco negro que aún intentaba engullir a Johana.

—Muérete cuando quieras… —escupió Cárdenas, dándole la espalda.

Con pasos apresurados, recogió su minigun de la mesa y salió por la puerta, cerrándola de golpe y asegurándola por fuera. El sonido metálico del cerrojo resonó como un martillazo final.

Dentro, el eco de los sollozos del SCP-096 seguía creciendo, cada vez más cerca, cada vez más desesperado. Johana aún forcejeaba contra la mano cadavérica de SCP-106, y Aitor, medio inconsciente, apenas podía mover la cabeza, pero sus ojos se mantenían abiertos, testigos del horror que se avecinaba.

Aitor, con cada respiración ardiéndole en el pecho y un sabor metálico llenándole la boca, comenzó a arrastrarse por el suelo manchado de sangre y alquitrán. Sus manos temblaban, dejando huellas rojas en el metal frío mientras se acercaba a Johana.

Ella, con lágrimas cayéndole sin control y la voz quebrada por el pánico, se aferró a él como si su vida dependiera de esa fuerza mínima que aún podía aplicar.
—¡Aitor… no me sueltes! ¡Por favor, aguanta! —gritaba entre sollozos, su voz quebrándose.

Aitor la abrazó como pudo, sus brazos pesando como plomo, negándose a permitir que aquella garra putrefacta la arrancara de su lado. Pero la fuerza de SCP-106 era inhumana; cada tirón separaba unos centímetros más a Johana, cada instante parecía eterno.

De pronto… la tensión desapareció. Johana sintió que el agarre se aflojaba, que el frío de esa mano se retiraba. Entre las sombras deformadas por el alquitrán, la figura de SCP-106 se erguía, su sonrisa putrefacta más amplia de lo habitual. Y entonces… habló.

—Esta vez… la dejaré pasar —su voz era un susurro viscoso, como metal oxidado arrastrándose—. Pero está condenada… a acabar en mi dimensión.

La amenaza flotó en el aire como una sentencia inevitable. El anciano se desvaneció lentamente, hundiéndose en su propio charco hasta que solo quedó el eco de su risa ahogada.

Johana, con el corazón aún golpeándole el pecho, se soltó y corrió hasta Aitor. Se arrodilló a su lado, sujetándole la cabeza con cuidado mientras veía cómo sus párpados amenazaban con cerrarse.
—¡No te duermas! ¡Aitor, mírame! —le suplicó, intentando contener el temblor en su voz—. No te atrevas a dejarme aquí sola…

La sangre seguía escurriéndose por la barbilla de él, pero una débil sonrisa apareció en su rostro, más por terquedad que por fuerza.

Aitor apenas podía mantener los ojos abiertos. Su respiración era lenta, irregular, y cada vez que intentaba decir algo, solo salía un susurro ahogado. Johana, desesperada, miraba a su alrededor buscando cualquier cosa, cualquier milagro que pudiera ayudarlo… pero lo único que encontraba eran paredes manchadas de sangre y el silencio pesado de aquel pasillo.

—¡Mierda, mierda, mierda…! —murmuraba entre lágrimas, sujetándole la cabeza con ambas manos—. No te me vayas, ¿me oyes? ¡No te me vayas!

De pronto, un nuevo chapoteo viscoso resonó justo a su lado. Un charco de alquitrán emergía lentamente del suelo, expandiéndose como una mancha viva. El hedor a óxido y carne podrida invadió el aire, y Johana sintió un escalofrío recorrerle la espalda antes siquiera de verlo.

SCP-106 volvió a materializarse, su figura encorvada y deforme chorreando ese líquido negro. Su rostro, marcado por una sonrisa que no era humana, se inclinó hacia ellos.
—Bueno… —dijo con un tono casi burlón—. No dejes para mañana… lo que puedes hacer hoy.

Antes de que Johana pudiera reaccionar, las manos corroídas del anciano se lanzaron hacia ellos con una velocidad imposible. Un instante después, el suelo bajo sus cuerpos se volvió líquido, y ambos fueron tragados por completo.

La sensación fue insoportable: un frío antinatural, como si la piel se les desgarrara al contacto con aquel fluido espeso. La luz del pasillo se desvaneció, reemplazada por una negrura absoluta y un silencio que oprimía el pecho. El aire olía a moho, metal y muerte.

Cuando Johana abrió los ojos, estaba en un lugar que no parecía seguir las reglas del mundo real: paredes húmedas, retorcidas, como carne viva mezclada con óxido; goteos constantes desde un techo que no se veía; y un eco extraño, como si algo… o muchas cosas… se movieran en la distancia. A su lado, Aitor yacía inmóvil, respirando apenas.

Esto ya no era la Fundación.
Era la dimensión de bolsillo de SCP-106.

El aire en la dimensión de bolsillo era irrespirable, como si cada inhalación llenara los pulmones de óxido y podredumbre. Johana, con Aitor medio recostado en su regazo, lo sentía más frío a cada segundo. Su pulso era débil, sus labios resecos… y ese silencio opresivo solo se rompió con el sonido viscoso de algo arrastrándose.

La penumbra comenzó a agitarse, y de ella emergió SCP-106. Su silueta arqueada, cubierta de ese lodo negruzco, avanzó lentamente hasta quedar a unos pasos de ellos. No había prisa en su caminar, como un depredador que sabe que la presa no tiene salida.

—Hablemos… —su voz resonó como hierro oxidado raspando una pizarra—. Ustedes… me dirán cómo destruir al… 049-B.

Johana lo miró, con lágrimas mezcladas de rabia y miedo.
—¡No sé nada! ¡Déjanos en paz! —gritó, su voz quebrándose.

SCP-106 ladeó la cabeza, y sus dientes podridos se asomaron en una mueca que no era sonrisa ni amenaza… era ambas cosas.
—Entonces… él muere. Aquí. Ahora.

—¡No! —Johana lo abrazó más fuerte, como si sus brazos pudieran protegerlo—. ¡Espera! Yo… yo sé… yo sé algo.

Los ojos hundidos del anciano chisporrotearon con un brillo oscuro.
—¿Sí…?

—Sí… —mintió, tragando saliva con dificultad—. Pero… necesito tiempo…

SCP-106 la observó en silencio, el goteo constante desde su cuerpo marcando un ritmo lento y desesperante. Finalmente, habló:
—Minutos… eso es todo lo que tendrá. Luego… quiero respuestas… o… ambos se quedarán aquí para siempre.

Sin esperar respuesta, 106 retrocedió unos pasos y se desvaneció en la pared viva, como si se fundiera con ella.

Johana miró a Aitor. Todavía estaba pálido, pero algo había cambiado: su respiración se volvió un poco más profunda, su cabeza se movía débilmente, y en un momento sus párpados temblaron como si quisiera abrir los ojos.

El tiempo que acababan de ganar… no sería mucho.

La oscuridad líquida de la dimensión se onduló y, como si emergiera de un pantano invisible, SCP-106 volvió a aparecer. Esta vez no venía solo: arrastraba una mesa metálica corroída por manchas de óxido y putrefacción, y dos sillas, aunque una de ellas ya estaba ocupada.

El olor llegó antes que la imagen.
En la silla, desplomado hacia un lado, se encontraba un cadáver en avanzado estado de descomposición. Su piel estaba seca y agrietada como cuero viejo, y sus ropas, aunque raídas, todavía conservaban restos de una bata de laboratorio blanca.

—Lo siento… —dijo 106 con un tono que sonaba más a burla que a pesar—. Esa era mi anterior huésped…

Johana, con el corazón acelerado, tragó saliva y desvió la mirada un instante… pero algo en el pecho del cadáver llamó su atención: una tarjeta de identificación colgaba de un gancho oxidado. Se inclinó un poco, con cuidado de no soltar a Aitor, y la leyó entre parpadeos rápidos para no fijarse demasiado en el rostro marchito.

"Dra. Eleni [datos censurados]"

Johana sintió un escalofrío. No conocía a esa persona, pero el simple hecho de que una científica de la Fundación terminara ahí… atrapada para siempre en ese lugar… le dejó claro que lo que 106 prometía no eran amenazas vacías.

El anciano monstruoso se inclinó sobre la mesa, las manos goteando ese alquitrán espeso que caía con un plop viscoso sobre la madera corroída.
—Siéntate… tenemos que hablar… —dijo, señalando la silla frente a él, mientras la mirada de sus ojos hundidos parecía perforarla.

La voz grave y carrasposa de SCP-106 resonó en aquella oscuridad pegajosa, pero su tono… era extrañamente suave, casi educado.
—Tranquila, muchacha… —dijo, acomodándose en su silla como si fuera un anciano dispuesto a contar una historia—. Tu amigo despertará pronto… puedo darle un poco más de tiempo… si me das lo que necesito.

Johana tragó saliva, sintiendo el pulso acelerado. Notaba el calor húmedo del aire, ese olor a óxido, humedad y carne vieja. Aitor estaba tendido a su lado, respirando con dificultad pero con algo más de fuerza que minutos antes. El monstruo parecía cumplir su palabra… de momento.

—Y… ¿qué es exactamente lo que quieres? —preguntó ella, intentando que su voz no temblara.
—Las debilidades del 049-B —respondió él sin rodeos—. Me basta con una pista… pero tiene que ser real.

Johana no sabía absolutamente nada. Ni siquiera había visto a ese SCP de cerca, más allá de los rumores y el caos. Pero si mentir era lo único que podía mantener a Aitor con vida, mentiría.

Inspiró hondo, cerró los ojos un segundo y comenzó a improvisar:
—El 049-B… no resiste… la luz ultravioleta… —dijo, hilando las palabras como si recordara un dato de un informe—. Le provoca… reacciones violentas, como si su piel se quemara. Y… el sonido… frecuencias agudas… lo desorientan.

106 ladeó la cabeza, observándola como un cazador curioso.
—Interesante… —murmuró—. Parece… muy específico para ser inventado.

Johana sostuvo su mirada, intentando que no notara el nudo en su garganta. Él sonrió —o algo parecido a una sonrisa torcida en aquel rostro demacrado— y señaló a Aitor.
—Muy bien… le daré más tiempo. Por ahora.

Las gotas de alquitrán que caían de sus manos repicaban contra la mesa como un reloj macabro, marcando cada segundo que les quedaba.

Aitor comenzó a moverse lentamente, como si cada músculo de su cuerpo pesara una tonelada. Un leve quejido escapó de sus labios mientras abría los ojos apenas lo suficiente para distinguir siluetas. La primera que vio fue la de Johana, agachada junto a él, con una expresión de alivio tan marcada que contrastaba con la oscuridad viscosa de aquel lugar.

—Gracias a Dios… —susurró ella, casi sin poder evitar una pequeña risa nerviosa—. Pensé que…

106 se inclinó hacia adelante, interrumpiendo el momento.
—Sigue —ordenó con esa voz grave que parecía retumbar en las paredes mismas—. Quiero más detalles sobre la luz ultravioleta.

Johana tragó saliva. No tenía ni idea de cómo ampliar una mentira que ya había improvisado al límite, pero sentía la mirada del monstruo clavada en ella… y ahora también los ojos entreabiertos de Aitor, que trataba de entender qué estaba pasando.

—Ehm… la… la luz ultravioleta provoca que su piel se agriete y desprenda un fluido negro… —improvisó, recordando escenas de otros SCP y mezclándolas—. Si se expone demasiado tiempo… su… su movilidad disminuye, como si sus articulaciones se endurecieran. Incluso… puede llegar a inmovilizarse por completo.

106 ladeó la cabeza, emitiendo un leve murmullo de aprobación, mientras la viscosidad de su cuerpo goteaba sobre la mesa.
—Eso es mejor… mucho mejor… —dijo lentamente—. Continúa… y quizás tu amigo despierte del todo.

Johana miró de reojo a Aitor. Él, con la respiración todavía entrecortada y el rostro cubierto de sangre seca, intentaba articular una pregunta muda, pero no tenía fuerzas para hablar.

Johana, consciente de que cada segundo era vital, empezó a hilar palabras con más seguridad de la que realmente sentía.

—¿Sabes? —dijo, intentando que su voz sonara relajada, casi curiosa—. No eres… como me imaginaba. Pensé que ibas a ser solo… un monstruo que arrastra gente sin más, pero… hablas, negocias… incluso tienes modales.

106 dejó escapar un sonido que podría interpretarse como una risa grave y lenta, un eco hueco que resonó en las paredes cubiertas de esa sustancia oscura.
—Modales… hacía mucho que nadie me decía eso.

—Pues es cierto —siguió Johana, apoyando los codos sobre la mesa como si estuviera conversando con un viejo conocido—. No muchos podrían… darme a mí y a mi amigo la oportunidad de seguir respirando. Eso dice algo.

106 se inclinó hacia ella, dejando que su rostro, deformado y húmedo, quedara a pocos centímetros del suyo.
—¿Y qué crees que dice…?

—Que incluso tú puedes divertirte… y que tal vez no todo lo que haces es por instinto. Quizás tienes… razones.

Los ojos del SCP brillaron un instante en la penumbra.
—Quizás… —susurró—. Pero no te confundas… esto sigue siendo mi juego.

Johana asintió lentamente y, aprovechando que el ambiente se volvía menos hostil, lanzó la pregunta con cuidado.
—Entonces… si quieres que hable más sobre el 049-B… ¿por qué exactamente quieres acabar con él?

El 106 no respondió de inmediato. Se reclinó en su silla, los dedos largos y corroídos tamborileando sobre la madera húmeda. Finalmente, habló con un tono más bajo, casi confidencial.
—Porque él… cree que puede curar… pero solo propaga… muerte. Y no tolero a quienes creen estar por encima de mi… oficio.

Aitor, ya un poco más consciente, escuchó aquellas palabras, aunque su mente aún estaba nublada. El eco de la conversación le dejó claro algo: Johana no estaba hablando para salvarse solo a ella… sino para ganar tiempo para él.

106 ladeó la cabeza, sus facciones podridas moviéndose como si la piel colgara a su antojo.

—Parece… que tu amigo despierta… —murmuró con una sonrisa torcida. Luego, sus ojos hundidos se clavaron en los de Johana—. Antes de que te vayas, tengo… una última curiosidad.

Johana tragó saliva, pero sostuvo su mirada.
—¿Qué sientes… por él? —preguntó el SCP, y en su voz había un tono extraño, casi como si estuviera escarbando en su interior.
Ella sintió un cosquilleo incómodo en la nuca, como si algo invisible estuviera hurgando en sus pensamientos.

—No intentes mentirme… —continuó 106, su voz resonando en todas direcciones—. Veo… que él no es perfecto. Veo miedo, dudas… debilidades. Es un lastre… y tú lo sabes.

Johana, en lugar de apartar la mirada, se inclinó hacia adelante.
—Eso a ti no te importa.

El 106 guardó silencio unos segundos. Luego, su boca se abrió en una risa gutural y hueca que hizo que las paredes mismas vibraran.
—Hah… interesante… muy interesante.

El techo, cubierto de esa sustancia negra y viscosa, empezó a ondularse. En un instante, se formó un agujero irregular y oscuro que dejaba ver, desde arriba, la sala de la Fundación en la que habían estado antes. El aire frío del otro lado se colaba en la dimensión.

—Podéis iros… —dijo el SCP, levantándose lentamente—. Me he… quedado satisfecho.

Johana no dudó. Se levantó, ayudó a Aitor a ponerse de pie como pudo y, sin apartar la vista del monstruo, empezó a guiarlo hacia el portal. Antes de atravesarlo, sintió esa presencia aún sobre ellos, observando.

—Hasta la próxima… —susurró 106, y el eco de sus palabras se arrastró tras ellos incluso cuando la luz de la otra sala los envolvió.

Johana salió del portal casi tropezando, arrastrando a Aitor con fuerza, como si temiera que el agujero negro pudiera cerrarse de golpe y atraparlos otra vez. Apenas dieron unos pasos en la sala, el portal se contrajo con un sonido húmedo y asfixiante, desapareciendo sin dejar más rastro que una ligera mancha oscura en el suelo.

Johana se quedó quieta, respirando agitadamente, intentando procesar lo que acababa de pasar. Miró a Aitor… y parpadeó varias veces, incrédula.

—No… no puede ser… —murmuró, llevándose una mano a la boca.

Aitor estaba de pie, apoyándose levemente en ella, pero su rostro tenía color, su respiración era estable y sus ojos… vivos. Había dolor en sus gestos, sí, como si cada músculo protestara, pero no había ese peso de muerte, ese vacío que él tenía minutos antes.

—¿Qué… ha pasado? —preguntó él, mirando sus manos como si esperara verlas cubiertas de sangre.

—No lo sé… —dijo Johana, aún sin creérselo—. Solo… aceptemos que funcionó.

Aitor soltó una leve risa dolorida.
—Funcionó… y yo pensaba que íbamos a morir ahí dentro.

Johana negó con la cabeza, aún sujetándolo, y por un momento el silencio se instaló entre los dos. Un silencio de alivio, de incredulidad… y de un miedo que todavía no había desaparecido del todo.

Si quieres, puedo seguir con el momento en que el resto del grupo los encuentra en la sala y reaccionan al verlos de vuelta.

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