El reino de las sombras: La cascada
La cascada
El humo del cigarro se alzaba perezoso en el aire mientras Aitor, sentado en una roca junto a la entrada de la cueva, ajustaba con paciencia un viejo tornillo del carburador de su moto. Era de esas máquinas anticuadas, rugosas, con piezas que parecían más reliquias que vehículo, pero para él era casi sagrada. Tenía las manos manchadas de grasa, los guantes con los dedos gastados y una expresión de concentración que contrastaba con la calma con la que fumaba.
—Como no arranques esta vez, te juro que te prendo fuego —murmuró, dándole un golpecito al tanque metálico, como si la moto pudiera ofenderse.
A unos metros, Erick inspeccionaba lo que ambos llamaban “casa”, aunque más bien parecía una burla del concepto. La cueva era poco más que un hueco en la roca, su entrada cubierta por un portón improvisado, construido con tablones de madera desiguales, algunos podridos y carcomidos, como si se sostuvieran únicamente por capricho.
Lo que realmente destacaba eran los dos enormes cañones láser a cada lado de la entrada: relucientes en algún tiempo pasado, ahora oxidados, cubiertos de polvo, enredados en raíces y musgo, como si la naturaleza se empeñara en tragárselos poco a poco. A pesar de su aspecto decadente, los cañones nunca habían dejado de apuntar hacia adelante, vigilantes, clavados en el suelo con una torpeza evidente, pero imponentes a su manera.
—Hermosa defensa tenemos, ¿eh? —ironizó Erick, pasando la mano por la madera húmeda del portón, que crujió como si se quejara—. Si no nos mata una bestia, será la polilla.
Aitor soltó una risa breve, sin apartar la mirada de su moto.
—O tú, con tus arreglos chapuceros.
—Chapuceros dice el tío que se cree mecánico porque sabe fumar mientras aprieta un tornillo. —Erick le lanzó una piedra pequeña, que rebotó contra una roca sin acertarle.
—Mira que eres cabrón —respondió Aitor con media sonrisa, sacudiéndose la ceniza del cigarro.
Erick suspiró, apoyándose contra el portón, observando el horizonte cubierto de árboles. La selva que rodeaba su refugio parecía tranquila, pero ambos sabían que no había nada realmente en calma en aquel mundo. Ni siquiera ellos.
Dentro de la cueva, la oscuridad aguardaba como un monstruo dormido. Afuera, el bosque parecía contener la respiración.
Y entre humo, madera podrida y máquinas olvidadas, Aitor y Erick seguían sobreviviendo.
Erick no tardaba ni un segundo en empezar con sus manías: golpeaba el portón con los nudillos como si fuera un tambor improvisado, se agachaba para recoger piedritas y lanzarlas contra los láseres cubiertos de musgo, silbaba una melodía inventada que cambiaba cada dos segundos.
—¡Toma puntería! —gritó, tras fallar estrepitosamente con la piedra que rebotó hacia atrás—. Vale, no me viste, ¿eh?
Mientras tanto, Aitor seguía sentado al lado de la moto, con la mirada perdida en algún punto del cielo gris, el cigarro consumiéndose lento entre sus dedos. Ni se inmutaba. Solo un gruñido bajo salió de su boca:
—Eres imbécil.
Erick se rió, como si lo tomara por un cumplido. Dio una vuelta alrededor de la cueva, pateando una raíz que sobresalía del suelo, intentando colgarse del cañón izquierdo como si fuera un columpio, hasta que éste se inclinó peligrosamente.
—¡Eh, eh, eh! —rió, soltándose a tiempo y levantando las manos—. Todo controlado, ingeniero.
Aitor lo observó un instante, exhaló el humo del cigarro y volvió a perderse en sus pensamientos. Se pasó la mano por el cabello, como quien busca ordenar algo que no se puede ordenar.
—Un día te vas a matar solo. Y yo voy a reírme tanto…
—¡Ah, qué bonito! —replicó Erick, dramatizando un falso llanto mientras se secaba las mejillas—. ¡El frío de corazón confiesa que me quiere ver muerto!
Aitor no respondió. Solo miró hacia arriba, hacia un cielo cargado de nubes que parecían pesar más que las montañas. Se quedó allí, inmóvil, como si buscara algo que ni él mismo comprendiera. Erick lo observó en silencio por un segundo, luego negó con la cabeza.
—De verdad… eres raro de cojones.
Aitor apenas sonrió de lado, sin apartar los ojos del firmamento.
Aitor apagó el cigarro aplastándolo contra una roca, se levantó despacio y le dio un par de palmadas a su pantalón lleno de polvo. Llevaba la misma ropa de siempre: camiseta negra ajustada, guantes recortados en los nudillos, pantalón gris verdoso un poco suelto y botas negras que habían visto mejores días. Sus gafas oscuras ocultaban la mirada, pero la tensión en la mandíbula lo delataba: ya había decidido salir.
Se inclinó sobre la moto, dio un par de toques más en el motor y sonrió apenas, satisfecho. Luego tomó su escopeta —la de siempre, la que nunca cambiaba por nada—, la enganchó con la correa cruzada a la espalda, y se echó la mochila negra al hombro.
—¿A cazar? —preguntó Erick, con una sonrisa de oreja a oreja, como si ya supiera la respuesta.
—¿Qué parece, genio? ¿Que voy a misa? —respondió Aitor, acomodándose las gafas.
—Pues voy contigo. —Erick dio un par de palmadas, entusiasmado.
Aitor lo miró, ladeando la cabeza con esa calma que usaba antes de soltar la pulla.
—¿Tú detrás mía en la moto? Ni de coña. Eso sería demasiado… cómo decirlo… —alzó una ceja— muy gay.
Erick abrió los ojos y luego soltó una carcajada exagerada.
—¡Jajajaja! ¡Qué tío! Siempre con lo mismo.
—No es mi culpa que quieras agarrarte fuerte a mi cintura. —Aitor encendió la moto, el rugido metálico retumbó en la cueva—. Eso ya es tu problema.
Erick hizo un gesto obsceno con la mano, pero seguía riéndose.
—Vale, vale, cabrón. Pero como te maten por ahí y no esté yo para salvarte, luego no vengas llorando desde el más allá.
Aitor se subió a la moto, ajustó la escopeta en su espalda y se inclinó un poco hacia adelante.
—Si me matan, al menos no tendré que aguantarte. —Dio una última calada al cigarro y lo tiró al suelo—. Cuida la cueva, bufón.
El motor rugió más fuerte. Sin mirar atrás, Aitor aceleró y salió disparado hacia el bosque, dejando a Erick en la entrada, riéndose solo y negando con la cabeza.
—Algún día, tío, algún día… —murmuró, mientras la silueta de la moto desaparecía entre los árboles.
El motor rugía contra el silencio del mundo muerto. Aitor avanzaba por lo que alguna vez fue una carretera, aunque ahora apenas quedaban trozos de asfalto entre raíces levantadas y grietas que parecían cicatrices en la tierra. Las líneas blancas borradas eran fantasmas de otro tiempo, y cada tanto, alguna señal oxidada se inclinaba como si estuviera a punto de rendirse del todo.
No pensaba demasiado mientras conducía; o al menos no en cosas claras. Su cabeza se llenaba de imágenes sueltas, recuerdos que no sabía si eran sueños o memorias, y la idea constante de que aquel mundo ya no tenía remedio.
Después de un rato, divisó el esqueleto de un supermercado. La fachada había perdido el color, los cristales estaban hechos añicos y de entre las grietas crecían enredaderas gruesas, abrazando el edificio como si la naturaleza reclamara lo que era suyo. Aparcó la moto frente a lo que quedaba de la entrada, con el eco del motor apagándose poco a poco.
Colocó la escopeta colgando hacia adelante, lista para usarse, y empujó la puerta de cristal rota, que chirrió con un sonido desagradable. El interior olía a humedad y a tierra. Los pasillos, antes repletos, eran ahora corredores de polvo y silencio, con estanterías dobladas y oxidadas.
Aitor revisó un par de cajas, apartó bolsas secas, abrió un refrigerador cubierto de moho. Nada. Todo estaba vacío o podrido. Lo único que encontró fue una lata abollada con un líquido sospechoso dentro. La miró un segundo, la giró en su mano, y la dejó caer al suelo.
—Una puta pérdida de tiempo… —murmuró.
El eco de su voz rebotó contra las paredes, como si el supermercado entero se burlara de él.
Decidió no perder más minutos allí. Volvió a salir, encendió otro cigarro con calma, y caminó hacia la moto. No arrancó. Esta vez siguió a pie, internándose entre los árboles que rodeaban el lugar. El bosque era denso, húmedo, y cada crujido de rama bajo sus botas le recordaba que no estaba solo.
Se ajustó las gafas, subió la escopeta a la altura de su hombro y empezó a caminar más lento. Había aprendido a escuchar: el canto extraño de algún ave, el susurro de hojas movidas por algo más que el viento, o el silencio absoluto que solía significar peligro.
Respiró hondo y escupió a un costado.
—Vale, veamos qué mierda me sale hoy… —susurró para sí mismo, adentrándose más en la espesura en busca de alguna presa.
Un ruido leve entre los arbustos lo puso en alerta. Aitor se agachó, escopeta en mano, apuntando fijo hacia el movimiento. Su respiración se calmó, sus ojos se clavaron en la maleza. Algo se agitaba ahí dentro, y el sonido de ramas quebrándose lo hizo apretar con más fuerza el gatillo.
Cuando por fin logró tener un ángulo, apartó unas ramas con el cañón del arma y lo vio.
No era un ciervo, ni un conejo, ni siquiera un jabalí. Eran unas pequeñas bolas de pelo que se movían torpemente. Tenían cuatro patitas cortas, un solo ojo enorme en el centro y la textura de peluches polvorientos. Del tamaño de un perro grande, pero con una torpeza que las hacía ver más ridículas que amenazantes.
Una de ellas parpadeó lento, y otra soltó un sonido parecido a un estornudo.
Aitor bajó el arma y resopló, echando una nube de humo del cigarro que aún llevaba colgado de los labios.
—… Putas bolas gross… pensé que seríais comida. —escupió al suelo y negó con la cabeza, aunque la mueca de fastidio se le transformó en algo parecido a una sonrisa.
Las criaturas se miraban entre sí, avanzando de manera casi cómica, tropezando contra raíces y chocando entre ellas como si no tuvieran equilibrio alguno. Aitor, pese a todo, no pudo evitar quedarse quieto un momento observándolas.
—Sois inútiles… pero me moláis. —dijo en voz baja, ajustándose las gafas.
Guardó la escopeta colgándola de nuevo a la espalda y decidió seguirlas. No tenía ni idea de a dónde iban esas cosas, ni si lo llevarían a algo útil, pero la monotonía de la caza le parecía, de repente, menos interesante que ver qué hacían esas “bolingas gross”, como acababa de bautizarlas.
Con pasos lentos, casi en silencio, se internó tras ellas, observando cómo avanzaban en fila, como si supieran exactamente hacia dónde se dirigían.
Aitor caminaba con calma, las botas hundiéndose en la hojarasca húmeda. Las bolingas gross avanzaban sin orden claro, algunas rodando casi más que caminando, otras trepando a medias por troncos bajos para luego resbalar y caer de forma ridícula.
Una de ellas, la más pequeña, al verlo acercarse soltó un chillido breve y torpe, y salió corriendo en zigzag hasta perderse entre los arbustos. Otra, en cambio, se plantó delante suyo, ladeando su único ojo como si lo examinara, y dio un par de pasitos tímidos hacia él. Aitor la observó sin cambiar de expresión, hasta que el bicho estornudó de nuevo y salió corriendo detrás de las demás.
—Vaya ejército de retrasadas… —murmuró, aunque sin el filo de burla que solía poner en sus insultos.
Siguió caminando junto al grupo, casi como si se hubiera convertido en parte de su rebaño improvisado. Cada tanto, alguna se acercaba demasiado a su pierna, lo olisqueaba y luego seguía su camino; otras se subían torpemente sobre piedras cubiertas de musgo y saltaban, rodando cuesta abajo sin ningún sentido.
Aitor, sin darse cuenta, empezó a prestarles más atención de la que esperaba. Observaba cómo reaccionaban al viento, cómo se agrupaban cuando un crujido lejano resonaba entre los árboles, o cómo parecían tranquilizarse cuando todas volvían a juntarse. Había una simplicidad en ellas que contrastaba brutalmente con todo lo demás que conocía: sin armas, sin muerte, sin planes, solo existiendo.
El humo de su cigarro se mezclaba con el aire frío del bosque.
—Sois jodidamente tontas… —dijo en voz baja, exhalando—. Pero quizá sois lo más real que queda por aquí.
El grupo continuó avanzando, y Aitor con ellos, como un extraño guardián que no sabía muy bien por qué seguía allí. Solo miraba, registrando cada movimiento, cada torpeza, cada chispa de vida en criaturas que ni siquiera entendían lo frágil que era el mundo que pisaban.
Las criaturas siguieron su marcha hasta que, de pronto, el bosque se abrió en un claro. Aitor se detuvo al borde, sorprendido. Frente a él se alzaba una pequeña montaña cubierta de musgo y raíces, de la que descendía una cascada clara y constante. El agua caía con fuerza hasta un lago rodeado de piedras lisas y flores silvestres que habían reclamado aquel rincón como suyo.
La luz se filtraba entre las copas de los árboles, pintando destellos en la superficie del agua. Era un paisaje casi irreal, un trozo de belleza intacta en medio de un mundo podrido.
Aitor suspiró, sacándose el cigarro de los labios. Hacía semanas que no se bañaba; no por asco, sino porque el agua cercana siempre se destinaba a beber, nunca a caprichos. Pero ahora… ahora era distinto.
—Joder… si esto no es una señal, no sé qué coño lo es. —murmuró con una media sonrisa.
Sin darle más vueltas, dejó la mochila y la escopeta a un lado, apoyadas contra una roca. Se quitó la ropa despacio, sintiendo la tensión en los músculos, y avanzó hasta el borde del lago. El agua estaba helada al primer contacto, pero no le importó. Se zambulló de golpe, hundiéndose en la quietud líquida, y emergió soltando una carcajada breve, sacudiéndose el pelo mojado de la cara.
Al abrir los ojos, vio que no estaba solo. Varias de las bolingas gross se habían acercado y, sin miedo alguno, flotaban torpemente en el agua como pequeños globos peludos. Una incluso giraba en círculos sin control, mientras otra chapoteaba agitando las patitas, salpicando de forma absurda.
Aitor apoyó los brazos en la superficie, dejándose flotar de espaldas, y las observó.
—Putos bichos… hasta nadando parecéis monos. —dijo con calma, aunque en el fondo se le escapaba un deje de ternura.
Cerró los ojos un momento, dejando que el agua helada le limpiara la suciedad de días, mientras alrededor las criaturas se mecían con inocencia. Era un instante raro, un respiro que parecía no pertenecer al mundo roto en el que vivía.
Y, por primera vez en mucho tiempo, Aitor se permitió no pensar en nada.
Aitor nadaba tranquilo cerca de la orilla, dejando que el agua helada le recorriera los hombros. De vez en cuando estiraba la mano para empujar suavemente a alguna bolinga gross que se le acercaba demasiado, como si fueran pelotas vivientes.
—Anda, quita de aquí, bola peluda… —murmuró, sin dureza, empujando a una que intentaba subirse a su pecho flotando. Otra lo miraba fijo con su único ojo redondo y brillante, y Aitor arqueó una ceja.
—¿Qué pasa? ¿Nunca viste a un indigente bañarse o qué?
Las criaturas parecían no entender nada, seguían moviéndose sin rumbo, algunas chapoteando, otras rodando por la orilla húmeda. Aitor, curioso, se limitaba a observarlas, casi entretenido en lo absurdamente simples que eran.
Pero entonces, un crujido seco sonó entre los árboles.
No era el típico ruido de ramas partiéndose bajo el peso de las bolingas; era algo más pesado, más medido.
Aitor giró la cabeza hacia el bosque, entrecerrando los ojos. Varias de las bolingas gross parecieron notarlo también: algunas se quedaron inmóviles, clavando su único ojo en la espesura, mientras que otras simplemente siguieron a lo suyo, como si nada.
El silencio del claro se volvió extraño. El rumor constante de la cascada era ahora un telón de fondo para ese otro sonido: pasos. Lejanos, pero claros.
Aitor se incorporó un poco dentro del agua, con el cuerpo aún sumergido, y buscó con la mirada el lugar donde había dejado su escopeta.
—Tss… siempre que me relajo pasa una mierda rara. —murmuró por lo bajo, respirando hondo.
Una de las bolingas gross se le acercó flotando despacio, como si lo hubiera elegido a él entre todas. Aitor la miró, ladeando la cabeza.
—¿Qué pasa, bicho? ¿Me vas a pedir tabaco también? —dijo mientras le empujaba suavemente la barriga peluda con un dedo.
De pronto, una voz suave, femenina, se deslizó entre el murmullo de la cascada.
—Pequeñas mías… venid aquí.
La voz no era fuerte, ni imperiosa. Sonaba casi como un susurro acariciando el aire. Varias de las bolingas gross reaccionaron al instante, girando sus ojitos y avanzando hacia el bosque obedientes. Otras, tercas, se quedaron flotando junto a Aitor, como si no les importara lo que decía aquella presencia.
El joven se tensó de golpe, el corazón dándole un vuelco. Giró rápidamente hacia el origen de la voz… y lo vio.
Entre la penumbra de los árboles, caminando con calma, apareció una figura femenina. Su piel pálida resaltaba entre las sombras, su cabello oscuro caía como un velo y sus ojos, rojos y profundos, brillaban con un fulgor antinatural. Sus labios se curvaron en una sonrisa apenas marcada, revelando colmillos sutiles, casi elegantes.
Una vampiresa. Hermosa, perturbadora… y demasiado cerca.
Aitor se quedó helado. No solo porque sabía muy bien lo que podía hacer una criatura así, sino porque estaba completamente desnudo, con su escopeta y su ropa a varios metros, sobre una roca.
—Mierda… —susurró para sí mismo, notando cómo la sangre le corría más rápido por las venas.
La vampiresa alzó una ceja al verlo, deteniéndose a pocos pasos de la orilla. Una risa ligera, casi musical, escapó de su garganta.
—Vaya… qué espectáculo tan curioso. Un forastero desnudo bañándose en el lago con mis mascotas… —dijo con tono juguetón, llevándose un dedo a los labios.
Aitor tragó saliva, intentando mantener la calma aunque el pánico le estaba empezando a apretar el pecho. Se obligó a responder, con el tono más seco que pudo reunir:
—¿Te hace gracia? Pues espera a que coja mi escopeta y me vista, verás qué show.
La vampiresa volvió a reír, esta vez más fuerte, sin apartar sus ojos de él. La mezcla de belleza y amenaza era suficiente para ponerle la piel de gallina.
—No… —susurró, mirándolo de arriba abajo—. Así estás perfecto.
Aitor apretó la mandíbula, maldiciéndose por haber bajado la guardia.
Las bolingas flotaban cerca, mirándolo, como si esperaran que fuera él quien reaccionara.
Aitor seguía en el agua, tenso, con los músculos duros como piedra. La vampiresa, mientras tanto, se paseaba entre sus cosas como si fueran suyas, deslizando sus dedos pálidos por la escopeta, acariciando el metal con una lentitud inquietante.
—Bonito juguete… —murmuró, levantándola apenas un poco para verla contra la luz de la cascada—. Aunque dudo que te sirviera contra mí.
Aitor gruñó desde el agua.
—Ni puta falta que hace, guapa. —respondió, aunque la voz le salió más seca de lo que pretendía.
La vampiresa rio por lo bajo y, con pasos elegantes, se acercó de nuevo a la orilla. Se agachó lentamente, dejando que su cabello oscuro cayera hacia adelante, y lo miró fijamente desde arriba, como un depredador que observa la respiración de su presa.
De pronto, inclinó la cabeza y mostró apenas un destello de sus colmillos. No atacó, no lo tocó, simplemente abrió la boca lo suficiente para que Aitor viera la amenaza real que tenía delante.
—¿Sabes lo frágil que es la piel humana? —susurró con voz melosa—. Un pequeño movimiento mío, un mordisco aquí o aquí… —señaló su propio cuello y luego su muñeca con una lentitud exasperante— y la sangre saldría a borbotones.
Aitor tragó saliva. Por un segundo estuvo a punto de retroceder, pero se obligó a mantener la mirada fija en ella.
—Ya, bueno… también sabes que puedo volarte la cabeza si me dejas agarrar mi escopeta. —contestó con un tono forzado, más valiente de lo que sentía.
La vampiresa soltó una risa corta, tan cerca que sus colmillos quedaron apenas a unos centímetros del rostro de él.
—Eso es lo que me gusta… —murmuró, y dejó escapar un suspiro helado que le erizó todos los vellos del cuerpo—. Que intentes parecer fuerte, aunque estés temblando por dentro.
De repente, y para sorpresa de Aitor, en lugar de arrebatarle la vida, dejó caer la escopeta y la mochila frente a él, como quien arroja un juguete a un perro testarudo. Luego tomó sus gafas con delicadeza, y se las ofreció, inclinándose tanto que por un instante sus colmillos rozaron apenas el aire frente a su mejilla.
—Tómalas, chico duro. —le dijo en un susurro que sonaba a burla y caricia a la vez—. No voy a matarte… todavía.
Aitor se quedó inmóvil, con el corazón martillándole el pecho y el agua helada goteándole por el rostro, sintiendo que había estado a un solo respiro de morir… y que, extrañamente, esa mujer había decidido que siguiera vivo.
Aitor, aún con el agua helada pegada al cuerpo, resopló molesto y estiró la mano hacia sus cosas.
—Mira, guapa, hazme un favor… date la vuelta. —dijo con voz áspera, señalándole con un gesto seco que girara la cara—. No pienso vestirme mientras me clavas esos ojos como si fuera tu cena.
La vampiresa arqueó una ceja, divertida. Por un instante pareció que iba a reírse en su cara, pero en lugar de eso, obedeció. Dio media vuelta con una elegancia teatral, entrecruzando las manos detrás de la espalda como si estuviera jugando a ser paciente.
—Qué formalito me ha salido el cazador… —murmuró con sorna, sin mirarlo—. Anda, vístete. No tengo prisa.
Aitor salió del agua a toda velocidad, resbalando un poco en las piedras. Se secó lo justo con la camiseta antes de ponérsela, ajustó la mochila, colgó la escopeta a su espalda y encajó las gafas sobre la nariz. Mientras lo hacía, no dejaba de mirar de reojo a la vampiresa, desconfiando de cada segundo que permanecía tranquila.
Cuando terminó, gruñó:
—Listo. Ahora sí, ¿qué coño quieres de mí?
Ella giró lentamente, clavándole esa sonrisa envenenada que parecía atravesarle el pecho. Dio un paso hacia él, acercándose lo justo para incomodarlo, y con un movimiento lento le rozó el hombro con la yema de los dedos, casi juguetona.
—Lo tuyo es curioso, Aitor… —susurró, pronunciando su nombre como si lo hubiera sabido desde siempre—. Te dejo esta vez… no porque me des lástima, sino porque me divierte. Considéralo un regalo.
Aitor entornó los ojos, desconfiado.
—¿Como sabes mi nombre? ¿De qué coño va todo esto?
La vampiresa ladeó la cabeza, disfrutando de la tensión que provocaba en él. Entonces, señaló con un dedo la cascada detrás suyo, el agua que caía con fuerza en medio del claro.
—¿De qué va? De que ahora mismo estás en mi casa. —dijo con naturalidad.
Aitor soltó una risa seca, incrédulo, pero su sonrisa se borró rápido al ver la seriedad en la mirada de ella.
—¿Tu casa? Aquí no hay más que árboles, piedras y… agua.
—Exacto. —respondió con voz suave, pero firme—. No ves nada… porque no sabes mirar.
Sin darle más explicaciones, la vampiresa comenzó a caminar hacia la cascada. Sus pasos eran silenciosos, casi etéreos, y cada movimiento parecía calculado. Antes de tocar el agua, giró apenas la cabeza, dejando que la luz bañara el perfil de su rostro y los colmillos asomaran un instante.
—Sígueme, si tienes agallas. —ordenó con una sonrisa que mezclaba burla y promesa.
El sonido del agua rugía más fuerte de lo normal, como si algo en ese lugar se escondiera bajo la superficie.
Aitor se quedó firme, los brazos cruzados y la escopeta colgando de la espalda.
—¿Que te siga? Ni de coña. —respondió, con una media sonrisa incrédula—. Bastante raro ha sido ya encontrarte aquí como para encima meterme en una cascada detrás tuya.
La vampiresa se giró apenas, la mirada aún juguetona pero con un destello de molestia.
—Eres terco… demasiado terco. Eso te matará algún día, ¿lo sabes?
—Pues que sea otro día, porque hoy no pienso moverme. —soltó Aitor, firme.
Hubo un silencio breve, solo el agua cayendo llenaba el claro. La vampiresa suspiró con un gesto teatral, como si estuviera cansada de insistir. Entonces, avanzó unos pasos hacia él, y de entre su túnica oscura sacó un pequeño objeto: un colgante metálico, simple, con un rombo opaco en el centro. Lo sostuvo un segundo frente a su rostro y, sin darle tiempo a reaccionar, se lo puso en la mano.
—Guárdalo. Tal vez algún día entiendas lo que significa… o tal vez no. —dijo, sonriendo con un deje enigmático.
Aitor abrió la boca para protestar, pero ella ya se estaba alejando. La vampiresa caminó con calma hacia la cascada, y justo antes de atravesarla, volteó para lanzarle una última mirada.
—Otra vez no seré tan… amable.
El agua se cerró detrás de su silueta y todo volvió a quedar en silencio.
Aitor se quedó quieto, mirando el colgante en su mano. Refunfuñó, metiéndoselo en el bolsillo como si no tuviera importancia.
—Tch… menuda tontería. —murmuró, aunque su ceño fruncido y la forma en que sus dedos apretaban la piedra lo traicionaban.
Se quedó un rato en la orilla, con las bolingas gross flotando tranquilas en el agua, mientras él no podía quitarse de la cabeza esa sensación incómoda: que algo había cambiado, aunque no supiera qué.
El sol ya caía, tiñendo el cielo de un naranja apagado cuando Aitor encendió la moto. El rugido viejo del motor rompió la calma del bosque, espantando a unas cuantas aves que aún se posaban en las ramas. Atado a la parte trasera llevaba un par de pájaros grandes, sucios de polvo y sangre seca: lo justo para la cena y quizá algo del desayuno de mañana.
El camino de regreso lo hizo en silencio, solo con el viento golpeándole la cara y el ronroneo irregular de la moto. No sacó el colgante del bolsillo, ni una sola vez, aunque lo sentía como un peso extraño contra la pierna.
Al llegar a la cueva, Erick estaba sentado en una roca, afilando su espada con un pedazo de metal oxidado. Apenas lo vio, levantó la mano en señal de saludo.
—Vaya, míralo… el cazador volvió. ¿Qué traes ahí, Rambo? —soltó con una sonrisa burlona.
Aitor aparcó la moto con un ruido seco y tiró los pájaros frente a él.
—Comida. ¿O esperabas que te trajera un banquete con velas? —respondió, encendiendo otro cigarro sin siquiera mirarlo.
Erick soltó una carcajada mientras se levantaba.
—Bah, con lo que sea me conformo… mientras no tengamos que comer esas hierbas raras que me diste la otra vez.
—Eras tú o el hambre. Y sinceramente, no me importaba qué ganara. —le replicó Aitor, con su típico tono seco, aunque con un amago de sonrisa en la comisura de los labios.
Entre insultos de colegueo, entraron a la cueva. El portón improvisado crujió al cerrarse detrás de ellos, dejando pasar solo la tenue luz de los láseres cubiertos de musgo en la entrada.
La noche avanzó tranquila: fuego bajo, los pájaros asándose en un palo oxidado, y Erick hablando más de la cuenta mientras Aitor escuchaba a medias. En ningún momento mencionó la cascada, ni a la vampiresa, ni mucho menos el colgante. Lo mantuvo guardado en su bolsillo, como si nunca hubiese existido.
Por fuera parecía la misma rutina de siempre, pero en su cabeza algo se había quedado rondando… algo que no lograba apartar.
Cuando el fuego ya no era más que brasas y el silencio lo cubría todo, cada uno se retiró a su rincón. Erick se tumbó en su cama improvisada hecha con viejas mantas y trozos de cuero, roncando casi al instante, como si el cansancio le hubiera dado un golpe seco.
Aitor, en cambio, se sentó en el borde de la suya. El colchón era apenas un montón de telas apiladas sobre tablones torcidos, pero no era eso lo que le incomodaba. Con un gesto lento metió la mano en el bolsillo de su pantalón y sacó el colgante que la vampiresa le había dejado.
Era de metal oscuro, áspero al tacto, con un rombo fracturado en cuatro triángulos. Apenas lo sostuvo frente a la poca luz de una vela, vio cómo cada fragmento desprendía un brillo débil: uno naranja, otro azul, otro marrón y el último grisáceo.
Aitor lo miró en silencio, con el ceño fruncido, notando cómo algo en su pecho se tensaba.
—Esto no es buena señal… —murmuró entre dientes, cerrando la mano sobre el objeto.
Se dejó caer en la cama, encendiendo un último cigarro mientras lo observaba brillar suavemente. Sabía que tarde o temprano tendría que volver a ver a esa vampiresa, preguntarle qué demonios era aquello y por qué se lo había dado.
Pero no esa noche. Esa noche tenía cosas más urgentes que pensar, más problemas que resolver. El humo del cigarro llenó la habitación, y mientras las luces de los cuatro triángulos titilaban en la oscuridad, Aitor apagó la vela con un soplido seco.
Mañana sería otro día.
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