Entreacto "La calma antes de la tormenta"
"La calma antes de la tormenta"
La rata observaba desde la penumbra, sus pequeños ojos negros brillando por la tenue luz del pasillo. Su hocico se movía inquieto, captando el olor metálico de la tensión en el aire. Frente a ella, los dos humanos discutían. Sus voces, agitadas y entrecortadas, rebotaban contra las paredes de hormigón.
El macho —el de uniforme— parecía confundido, dolido. La hembra —de andar nervioso y mirada intensa— se notaba furiosa, como un animal acorralado. La rata ladeó la cabeza justo en el instante en que la mano de Johana cruzó el aire con un chasquido seco.
¡Paf!
El golpe resonó en el pasillo más que cualquier palabra. Aitor se quedó helado, los ojos abiertos como si no pudiera creerlo. Johana, en cambio, se inclinó hacia él y escupió con rabia:
—¡Eres un gilipollas!
La rata dio un pequeño salto, sobresaltada. El ambiente se había vuelto insoportable incluso para ella, acostumbrada a merodear entre gritos y disparos. Movió sus patitas nerviosamente y retrocedió unos centímetros.
Aitor no respondió de inmediato; su silencio era pesado, un muro de incomprensión. Johana, con la respiración acelerada, se dio media vuelta, intentando esconder las lágrimas que le empezaban a arder en los ojos.
La rata sabía que no debía quedarse más tiempo. Dio una última mirada al humano abatido, al rostro ensombrecido de la mujer, y se escabulló entre las sombras del pasillo. Sus patas pequeñas resonaban en un eco suave, acompasado al latir de su diminuto corazón.
Corría sin detenerse, siguiendo el instinto, siguiendo el olor familiar que siempre la guiaba. Ese rastro podrido, viejo como el óxido, pero a la vez protector.
Su amo.
Tenía que encontrarlo y contarle, a su manera, lo que había visto. Que la tensión entre esos dos humanos había explotado, que algo estaba cambiando. Y en su diminuta mente de roedor, entendía que todo aquello importaba. Mucho.
Avanzó por túneles olvidados, atravesando rendijas imposibles, hasta perderse en la oscuridad que tanto la reconfortaba.
La rata corría sin detenerse, sus patitas resonando como un tambor acelerado en los pasillos metálicos del complejo. El aire estaba cargado de humedad y óxido, pero ella ya conocía el camino. Atravesó rejillas, sorteó charcos de agua estancada y finalmente se internó en una sala iluminada por un resplandor rojizo.
Allí, sentado frente a una enorme pantalla cubierta de puntos parpadeantes, estaba él.
Astradeus.
El hombre levantó la cabeza al oír el correteo. Sonrió apenas, como si hubiese estado esperando a su pequeña mensajera. Se inclinó y extendió una mano enguantada; la rata trepó por su brazo con confianza y se acomodó en su hombro. Astradeus la acarició suavemente con un dedo, casi con ternura.
—¿Qué me traes esta vez, pequeña? —murmuró, con esa voz grave que resonaba en la sala como un eco antiguo.
La rata chilló, se agitó, arañó levemente el hombro del abrigo del hombre. Movía la cabeza hacia atrás, como imitando el gesto de un golpe. Astradeus entrecerró los ojos, atento, siguiéndole el ritmo como si realmente entendiera cada gesto. Luego, la criatura se levantó sobre sus patas traseras y se dejó caer de lado, fingiendo un desmayo.
El líder de la Insurgencia soltó una carcajada corta.
—Así que hubo pelea... —dijo con diversión, inclinándose más cerca.
La rata corrió hasta su mano, mordisqueó sus dedos suavemente y luego chilló tres veces seguidas, mirando hacia la pantalla. Astradeus la observó en silencio, hasta que sus ojos se iluminaron con comprensión.
Se levantó con calma, dejando que la rata bajara a su hombro otra vez. Sus pasos resonaron firmes sobre el suelo metálico mientras se acercaba a la pantalla.
—Así que... todo este tiempo... —su voz se volvió un murmullo lleno de satisfacción— esos puntos no eran simples interferencias.
En la pantalla, un mapa tridimensional del complejo brillaba. Cientos de puntos rojos parpadeaban dispersos por corredores, laboratorios y cámaras de contención. Eran tantos que parecían un enjambre, un hormiguero ardiendo bajo la tierra.
Astradeus alzó una ceja, sonriendo con malicia.
—Son chips de guardias... cada punto, un perro fiel de la Fundación.
Sus ojos recorrieron el mapa con lentitud, hasta que se detuvieron en un sector particular: un enorme conglomerado de puntos rojos, concentrados en un solo lugar.
Casi un centenar.
Una comunidad que respiraba, que se movía como un solo organismo. Una fortaleza improvisada.
Astradeus inclinó la cabeza, su sonrisa creciendo hasta convertirse en una mueca depredadora.
—Así que ahí están escondidos... todos juntos, todos amontonados como ratas. —acarició a la pequeña en su hombro, como si la felicitara—. Y tú me lo has contado todo, ¿no es así?
La rata chilló suavemente, acurrucándose bajo su barbilla.
Astradeus se volvió hacia la sala, sus ojos brillando con la promesa de destrucción.
—La Fundación piensa que ha encontrado un refugio... —dijo con voz grave, oscura, mientras la pantalla reflejaba su rostro distorsionado—. Pero lo único que han hecho es señalarme el lugar donde debo apretar más fuerte.
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