El reino de las sombras: Capítulo 11: Viejo conocido
Capítulo 11: Viejo conocido
El amanecer entraba tímidamente por las grietas de la cueva, bañando las paredes de un tono cálido y anaranjado. Aitor abrió los ojos lentamente, con la mente todavía envuelta en la bruma de lo ocurrido la noche anterior. Por un instante pensó que todo había sido un sueño extraño, difuso, como si la realidad y la fantasía se hubiesen entremezclado.
Se giró hacia un lado y entonces la vio. Beth, recostada a su lado, dormía plácidamente, con el cabello despeinado cubriéndole parte del rostro y la respiración tranquila marcando un ritmo pausado. Aitor se quedó mirándola unos segundos, como si quisiera asegurarse de que realmente estaba allí.
Un impulso lo venció: se inclinó suavemente, depositando un beso ligero en sus labios, casi un roce, antes de cubrir su cuerpo con una manta para que no pasara frío.
Con cuidado, se levantó de la cama intentando no hacer ruido. El silencio de la cueva era absoluto. Emma, Erick, incluso el metamorfosis… todos seguían durmiendo. Aitor aprovechó esa calma extraña, tomó un pedazo de pan y algo de carne curada que había quedado de la noche anterior y lo devoró con rapidez.
Luego, sin pensarlo demasiado, se dirigió hacia la salida de la cueva. Algo lo llamaba afuera, un deseo de aire fresco, de ordenar su cabeza. El eco de sus pasos retumbó levemente en la roca hasta perderse en la claridad de la mañana.
Aitor apenas había dado unos pasos fuera de la cueva cuando un escalofrío lo recorrió de pies a cabeza. El aire era denso, pesado, como si algo invisible se hubiera asentado en la costa. Alzó la vista… y se le heló la sangre.
Frente a él, repartidos en formación irregular, un ejército de esqueletos cubría la playa y parte del descampado. Decenas, quizá cientos, todos de pie, inmóviles, pero con sus cuencas vacías fijas en él. No en la cueva, no en el horizonte. En él.
El corazón de Aitor comenzó a latir con fuerza, la escopeta aún descansaba apoyada dentro de la cueva y ahora sentía la indefensión clavarse en el pecho como un puñal. Tragó saliva, intentando convencer a sus piernas de que se movieran.
De pronto, uno de los esqueletos dio un paso hacia adelante, levantando una oxidada espada. Aitor retrocedió instintivamente, pero antes de que pudiera reaccionar, el huesudo tropieza de forma abrupta y cae de rodillas, su arma enterrándose en la arena.
Un chasquido seco resonó en el aire. Aitor giró la cabeza y la vio.
Emma, de pie sobre una pequeña plataforma rocosa, manejaba con precisión su látigo, el extremo del arma aún enredado en la pierna del esqueleto caído. Su rostro estaba serio, decidido, nada que ver con la calma de las noches pasadas.
—¡Aitor! —gritó con fuerza—. ¡No te quedes ahí parado! ¡Ve a buscar ayuda, yo los retengo!
El eco de su voz se perdió entre el murmullo del mar y el crujir de los huesos que comenzaban a moverse en respuesta. Aitor apretó los puños, dudando entre obedecerla o correr hacia ella, pero la mirada firme de Emma le dejó claro que no estaba pidiendo: estaba ordenando.
Aitor irrumpió de golpe en la cueva, su voz retumbó contra las paredes de piedra.
—¡Despertad! ¡Ya! —gritó, sin tiempo para dar explicaciones.
Beth se incorporó de golpe, con los ojos aún entornados; Erick agarró su espada sin siquiera preguntar; el metamorfosis, en cambio, parecía paralizado por el miedo, temblando en un rincón. No hubo tiempo para discusiones: uno a uno salieron tras Aitor.
El aire afuera estaba impregnado del sonido metálico de huesos chocando y crujidos que helaban la piel. Emma, firme sobre la plataforma, ya había derribado a cinco esqueletos; sus restos se agitaban en la arena como marionetas rotas, pero por cada uno que caía, otros dos avanzaban con pasos secos.
Aitor se colocó al lado de Emma, levantando la escopeta. El retroceso lo sacudió cada vez que disparaba, y los huesos saltaban en pedazos. Erick cargaba con la espada, cortando y empujando con movimientos toscos pero efectivos. Beth, sin titubear, se lanzó contra varios, esquivando y desgarrando con fuerza, su silueta casi felina bajo la luna.
El metamorfosis… ni se movía. Solo miraba, aterrado, como si los gritos y el caos fueran demasiado para él.
En medio del combate, un grupo de esqueletos rompió la línea, dirigiéndose hacia Aitor. Los disparos no bastaban para todos, y en el forcejeo, fue empujado poco a poco hacia la espesura. Sin darse cuenta, sus pies lo llevaron más cerca del primer árbol que marcaba el inicio del bosque. La brisa allí era distinta, más fría, como si lo esperara algo más profundo en la penumbra.
Detrás de él, los gritos de sus compañeros se confundían con el estrépito del combate. Aitor tragó saliva, apretando con fuerza la escopeta, consciente de que se había separado demasiado del grupo.
Aitor respiraba con dificultad, el humo de la pólvora aún impregnaba el aire mientras los últimos esqueletos que lo rodeaban caían hechos trizas. Con la escopeta aún humeante, giró la vista hacia el grupo dispuesto a regresar para ayudar.
Pero entonces, una voz profunda, grave y reverberante, retumbó en su cabeza:
—Cae…
Todo a su alrededor se desplomó en un instante. El sonido de la batalla se apagó, los gritos de sus compañeros desaparecieron, y el mundo entero se tiñó de un negro absoluto. Solo quedaba él, de pie, respirando con ansiedad en medio de la nada. Frente a sí, como una grieta en la penumbra, aparecía el inicio del bosque, con los árboles desdibujados, oscilando como sombras vivas.
De entre ellos emergió una figura. El rey esqueleto, con su armadura corroída y su cráneo coronado por el brillo antinatural de dos ojos verdes, caminó lentamente hacia él. Pero Aitor lo supo al instante: no era aquel rey muerto quien lo miraba. Era el Errante.
El aire se volvió más pesado, opresivo, mientras la criatura esquelética alzaba la mano huesuda y una mueca distorsionada se curvaba en lo que parecía ser una sonrisa.
—El libro, dame el libro.
Aitor no podía moverse cada vez una presión mas grande inundaba su pecho y lo ataba al suelo.
—Ni siquiera puedo moverme.
—No te lo decia a ti— El Errante alzó su mano y señalo detrás de Aitor.
Aitor al mirar atrás contempló a beth, ella estaba de pie, aterrada, con el libro entre sus ropajes guardado como una joya, ella lo miraba aterrado mientras a la vez miraba al Errante.
Aitor sintió cómo el frío del aire se le clavaba en los huesos, como si el mundo entero se hubiese detenido para presenciar aquel encuentro. La voz del Errante aún resonaba en su mente, grave, imposible de ignorar, y la revelación lo golpeó con la fuerza de un martillo: no era él a quien buscaba… sino a Beth.
Giró lentamente la cabeza, con un esfuerzo sobrehumano, y sus ojos encontraron a la muchacha. Estaba rígida, temblorosa, con los labios entreabiertos como si quisiera gritar pero la voz se le hubiera quebrado en la garganta. Sus manos aferraban sus ropajes con desesperación, allí donde ocultaba el libro. El miedo brillaba en sus pupilas, un miedo que no necesitaba palabras para ser comprendido.
El Errante dio un paso más, y cada crujido de sus huesos resonó en la penumbra como un eco de condena. Su calavera, coronada de verde fulgor, parecía arder con una expectación malsana.
—Beth… —susurró Aitor, apenas un hilo de voz—. No…
Pero ella no se movía, atrapada entre el terror y el peso del secreto que llevaba consigo. El silencio entre los tres se volvió insoportable, como si el aire mismo esperara que alguien rompiera aquel instante suspendido.
El Errante inclinó la cabeza hacia ella, la sonrisa torcida aún marcada en su calavera.
—Tú lo tienes. Entrégamelo… o lo tomaré yo mismo.
Aitor reunió todo el aire que pudo en sus pulmones, luchando contra aquella presión invisible que lo mantenía clavado al suelo. La garganta le ardía, pero logró alzar la voz, áspera, quebrada:
—¡Beth, no lo hagas! —sus ojos se clavaron en los de ella, desesperados, suplicando que lo escuchara—. No importa lo que diga… no se lo entregues.
Beth dio un paso atrás, el temblor en sus manos traicionándola. El libro parecía pesar el doble bajo sus ropajes. La criatura esquelética dejó escapar un sonido que podría haber sido una risa seca, un ruido carente de toda humanidad.
—Ah… qué nobleza tan inútil —murmuró el Errante, sus ojos verdes brillando con un fulgor más intenso—. ¿No lo ves, niña? Él ya está atrapado. Cada segundo que dudas, cada instante que ese libro sigue contigo, su carne se marchita bajo mi sombra.
Beth lo miró, con el pecho agitado, como si aquellas palabras la desgarraran por dentro. El Errante extendió un dedo huesudo hacia Aitor, y la presión sobre su cuerpo se volvió aún más asfixiante. El aire silbó entre los dientes de Aitor al intentar respirar.
—Observa —continuó el Errante, su voz serpenteante, impregnada de veneno—. Él se romperá delante de ti. Y cuando caiga, cuando su aliento se apague, ¿qué sentido tendrá tu resistencia? ¿Qué valor tendrá tu secreto, si ya no hay nadie a quien proteger?
Beth apretó los labios, un sollozo ahogado escapando de su garganta. Sus ojos iban de Aitor al Errante, desgarrados entre obedecer o resistir.
El silencio se hizo más denso, y entonces el Errante inclinó apenas la calavera hacia Beth, como si pudiera leer lo más profundo de su mente. Sus ojos verdes parpadearon con un brillo burlón.
—Ya veo… —murmuró, su voz áspera como el roce de piedras secas—. Los magos te dieron un recurso, ¿no es cierto? Un arma para arrancar sus recuerdos… para borrarlo todo de su corazón y de su mente.
Beth se estremeció como si la hubieran golpeado. Aitor, confuso, giró la cabeza hacia ella, buscando respuestas en su mirada. Pero ella no pudo sostenerle los ojos.
El Errante dio un paso adelante, y cada movimiento suyo era un recordatorio de lo inevitable.
—Dime, muchacha… ¿qué más da lo que le ocurra a él? —la voz reptaba en el aire, venenosa, casi susurrante—. Si lo tenías decidido desde antes… si al final ibas a condenarlo al olvido, ¿qué diferencia hay entre que caiga ahora o después?
Beth negó con la cabeza, lágrimas temblando en el borde de sus párpados.
—No… yo… no es así…
—¿No es así? —la interrumpió el Errante, su mueca de calavera ensanchándose—. Lo mirarás a los ojos y lo borrarás de ti. Él dejará de conocerte, de recordarte, de amarte. Entonces dime, ¿para qué aferrarte a esa carga? Dámelo, entrégame el libro… y deja que su destino se cumpla ahora, en vez de prolongar esta farsa.
La presión sobre el pecho de Aitor se intensificó, como si cada palabra del Errante fuera un peso más arrojado sobre él.
—¡No mientas cabrón! —jadeó Aitor, con la voz ahogada pero cargada de furia—. ¡Beth yo se que jamás harías eso!
El corazón de Beth latía tan fuerte que podía oírlo retumbar en sus sienes. Tenía el libro en sus manos, podía sentir el pulso de la magia que dormía en él, y al mismo tiempo recordaba el frío metálico del arma que escondía en su bolso, la última carta que los magos le habían confiado.
Beth, con las manos temblorosas, dejó que el libro resbalara unos centímetros entre sus ropajes, lo suficiente para liberar una de ellas y alcanzar el objeto oculto. Sus dedos se cerraron con torpeza, pero con determinación, alrededor del arma que los magos le habían entregado. El metal estaba helado, como si supiera lo que estaba a punto de ocurrir.
Con un grito ahogado, la alzó y, antes de que la duda la paralizara, apretó el gatillo.
Un destello azulado iluminó la penumbra, atravesando la figura esquelética con un chasquido seco. El aire pareció desgarrarse y, por un instante, el Errante se quedó inmóvil. Sus ojos verdes parpadearon, como si la fuerza del impacto hubiese desconectado su conciencia.
Beth contuvo la respiración, con el arma aún humeante en sus manos. Aitor, jadeando, sintió que la presión que lo aplastaba se aflojaba apenas un instante.
Pero entonces, muy lentamente, el cráneo del Errante giró hacia ella otra vez. La sonrisa torcida reapareció en la calavera, más amplia, más cruel que antes.
—Ingenioso… —dijo, con una voz que se quebró en ecos burlones—. Muy ingenioso.
Avanzó un paso, y el suelo pareció gemir bajo su peso imposible.
—Pero inútil. —La mueca se convirtió en una risa hueca, un sonido que helaba la sangre—. ¿De verdad creíste que un juguete de magos podría borrar lo que yo soy?
Beth retrocedió, aún apuntando, sus manos temblando tanto que apenas podía mantener firme el arma. Aitor, con el corazón acelerado, reunió fuerzas para gritar:
—¡Beth ¿Que es ea arma?!
El Errante se inclinó apenas hacia Aitor, su calavera proyectando una sombra alargada sobre él. La voz que salió de sus fauces huecas resonó como un veneno, impregnando cada palabra con una crueldad estudiada.
—¿Lo ves, Aitor? —su tono era casi paternal, como quien revela una verdad dolorosa—. Tenía un arma de los magos. Un borrador de memorias.
El silencio pesó unos segundos, y Aitor abrió los ojos con incredulidad, clavándolos en Beth.
—No… no puede ser… —su voz era un susurro quebrado, más dolorido que incrédulo.
El Errante se enderezó, con la satisfacción ardiendo en sus ojos verdes.
—Eso es lo que pasa siempre. Te usan, te engañan, te hacen creer que te aman… y cuando ya no les sirves, cuando tu afecto estorba, simplemente lo borran. Acaban contigo y siguen adelante, alimentándose de tu entrega, de tu cuerpo, de tu fe ciega. Esa es su naturaleza, Aitor. Siempre lo ha sido.
Aitor sintió que la presión en su pecho se mezclaba con un dolor distinto, más profundo, más humano. Su mente bullía con imágenes: las miradas de Beth, las palabras que había creído sinceras, la esperanza que había depositado en ella. ¿Podía ser cierto? ¿De verdad había llevado todo ese tiempo un arma destinada a borrarlo de su propia historia?
Beth, al escuchar esas palabras, dejó caer el arma de sus manos, que chocó contra el suelo con un ruido seco. Sus ojos se abrieron de par en par, bañados en lágrimas.
—¡No! —gritó, casi ahogada por el sollozo—. ¡Aitor, no es así! Yo… yo nunca…
Pero la semilla de la duda ya estaba plantada, y Aitor, inmóvil, apenas podía respirar bajo el peso de la revelación.
El Errante giró lentamente su calavera hacia Beth, dejando que la sonrisa torcida se ensanchara hasta lo grotesco. Levantó la mano huesuda y, con una calma cruel, dobló los dedos hasta formar la silueta de una pistola.
—Bang… —susurró, casi divertido.
Un destello verde brotó de la punta de sus dedos, un rayo de energía que cruzó el aire con un silbido agudo y golpeó de lleno el pecho de Beth.
Ella dejó escapar un jadeo, breve, ahogado… y luego quedó en silencio. No había sangre, ni herida visible; pero sus pupilas se tiñeron de un negro absoluto, como pozos sin fondo, y un estremecimiento recorrió todo su cuerpo.
El libro resbaló de entre sus ropajes y cayó al suelo con un golpe sordo. Beth, sin fuerzas, tambaleó un segundo antes de desplomarse, sus brazos inertes a los costados.
—¡Beth! —Aitor gritó con todas sus fuerzas, la desesperación rompiendo cualquier resto de control. Intentó arrastrarse hacia ella, pero la opresión invisible lo seguía clavando al suelo.
El Errante bajó la mano con una lentitud teatral, como si disfrutara de cada instante. Su risa hueca llenó la sala.
—Ya está hecho —dijo con un dejo de triunfo—. Vacía por dentro, ciega en la oscuridad. Así es como terminan todos los que desafían lo inevitable.
Los ojos verdes brillaron con más intensidad al mirar a Aitor.
—Ahora, mírala bien. Este es el precio de tu terquedad.
El Errante llevó dos dedos huesudos a lo que alguna vez fueron sus labios y dejó escapar un silbido agudo, vibrante, que se extendió como un eco por todo el campo de batalla.
De inmediato, el estruendo de los combates se detuvo. Erick, jadeando y cubierto de sudor y polvo, apenas pudo creerlo cuando las espadas oxidadas de los esqueletos se bajaron al unísono. Emma, con la respiración entrecortada, miró alrededor mientras los muertos, obedientes, retrocedían en formación perfecta. Como una marea silenciosa, se disolvieron en la penumbra del bosque, dejando tras de sí un silencio sepulcral.
El Errante, sin prisa, se agachó para recoger el libro caído a los pies de Beth. Sus dedos huesudos lo levantaron con un cuidado casi reverente, como quien recupera un tesoro perdido.
Aitor, clavado al suelo por la opresión invisible, luchaba inútilmente por liberarse. Su garganta se desgarró en un grito:
—¡No… no te lo lleves!
El Errante lo miró por última vez. Su calavera, bañada por el resplandor verde de sus ojos, parecía disfrutar del dolor en el rostro del muchacho.
—Este capítulo termina aquí, Aitor —murmuró, con una voz suave y cruel—. El libro vuelve a mí, y tu derrota será la semilla de lo que viene.
Se giró, y con Beth aún inconsciente a sus pies, dio un paso hacia el límite del claro. La espesura del bosque lo recibió como si lo hubiera estado esperando desde siempre. El aire se oscureció alrededor suyo, tragándose su figura lentamente, hasta que lo único que quedó fue el eco de su risa apagándose entre los árboles.
Y luego, nada.
El peso invisible que aplastaba a Aitor desapareció de pronto, como si nunca hubiera existido. Sus pulmones se llenaron de aire de golpe y, entre jadeos, se incorporó tambaleante. Apenas logró ponerse en pie, corrió hacia Beth, que yacía en el suelo con los ojos aún teñidos de negro.
—¡Beth! —su voz se quebró al caer de rodillas junto a ella—. ¡Despierta, por favor! ¡Respóndeme!
Con manos temblorosas, la tomó por los hombros, sacudiéndola suavemente, como si el simple contacto bastara para arrancarla de aquel estado. Pero nada ocurrió. Su pecho no se movía, su piel estaba fría, y aquellos ojos ennegrecidos miraban al vacío, sin vida.
Aitor sintió un vacío abrirse dentro de él, una grieta tan honda que el aire se volvió irrespirable.
—No… no puede ser… —susurró, apretando su frente contra la de ella mientras las lágrimas comenzaban a empañar su visión.
Unos pasos apresurados rompieron el silencio. Erick y Emma irrumpieron en el claro, jadeando, aún con las armas listas. Pero al ver la escena, ambos se detuvieron de golpe.
—Dios… —murmuró Erick, bajando lentamente la espada.
Emma llevó una mano a la boca, incapaz de pronunciar palabra. La visión de Aitor, arrodillado, abrazando el cuerpo sin vida de Beth, les cayó encima como un balde de plomo.
El bosque se quedó en silencio, solo interrumpido por el sollozo ahogado de Aitor. La batalla había terminado, sí… pero no había victoria. Solo quedaba una sensación de pérdida, de vacío imposible de llenar.
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