El reino de las sombras: Capítulo 12: Separemonos
Capítulo 12: Separemonos
La tierra aún estaba fresca, removida con torpeza por las palas improvisadas que Erick y Emma habían conseguido. El pequeño montículo se erguía en silencio, marcado apenas por una cruz hecha con dos ramas atadas con una cuerda. El viento del bosque soplaba entre los árboles, apagado, como si también guardara luto.
Erick permanecía de pie con los brazos caídos, respirando hondo, el sudor y el polvo pegados a su rostro. Emma, en cambio, tenía los ojos fijos en la tierra recién cubierta, pero no lloraba; la conocían poco, apenas habían compartido unas batallas y unas palabras. Su silencio era más de respeto que de dolor.
Aitor, en cambio, estaba arrodillado frente a la tumba. La mirada perdida, fija en ningún punto, con los labios entreabiertos y la respiración irregular. En su mano apretaba el arma borramemorias, el mismo objeto que el Errante había usado como veneno para destrozar su confianza. Sus nudillos estaban blancos de tanto apretarla.
Erick se acercó despacio, dudando antes de poner una mano en su hombro.
—Hermano… —su voz fue baja, sincera, pero cargada de impotencia—. Lo siento. No sé qué decirte… pero no estás solo, ¿de acuerdo?
Aitor no reaccionó. Ni un parpadeo. Solo un leve temblor en la mandíbula.
Emma, a unos pasos, los observaba en silencio. En su mente se entrecruzaban preguntas: ¿debían perseguir al Errante? ¿Estaban siquiera preparados para enfrentarse de nuevo? ¿O lo más sensato era retirarse, reagruparse, buscar respuestas? Pero cuanto más pensaba, menos claridad encontraba.
Finalmente miró a Aitor. Había algo en él distinto, un aire extraño. No era solo el dolor de la pérdida; era como si se hubiera quedado atrapado en un lugar profundo, inalcanzable, y el arma en su mano parecía más un recordatorio de esa grieta que una herramienta.
El silencio se volvió insoportable. El entierro estaba hecho, las palabras se habían agotado, y lo único que quedaba era la incómoda certeza de que el mundo había cambiado para ellos… y, sobre todo, para Aitor.
El humo de las antorchas se pegaba a las paredes de roca, y el aire olía a humedad y tierra removida. Aitor seguía sentado frente a la tumba improvisada, con la mirada perdida en un punto invisible. El arma borramemorias descansaba aún en su mano, como si se hubiese fundido con ella. No hablaba, no lloraba, no gritaba. Era un cascarón vacío que respiraba.
Emma lo observó durante un buen rato, apretando los labios. La incomodidad crecía en su pecho: no podían quedarse ahí, no después de lo que había pasado. El Errante ya sabía de la cueva, ya los había encontrado una vez. Nada impedía que volviera, y esta vez no tendrían fuerzas ni siquiera para resistir.
—Tenemos que irnos —dijo al fin, rompiendo el silencio. Su voz sonó más firme de lo que esperaba, casi autoritaria—. Aquí no es seguro. El Errante puede volver en cualquier momento.
Erick, que había estado en pie apoyado contra una roca, levantó la vista con el ceño fruncido.
—¿Irnos? ¿Y adónde, Emma? —su voz era áspera, cargada de frustración—. No tenemos un plan, ni rumbo. Estamos cansados, heridos y sin el libro. Salir a la nada sería un suicidio.
Emma apretó los puños, mirándolo de frente.
—Quedarnos aquí lo es aún más —replicó, con un tono cortante—. Si seguimos en esta cueva, será cuestión de tiempo hasta que el Errante nos arrase como hizo con Beth.
Las palabras cayeron pesadas. Erick quiso responder, pero su mirada se desvió hacia Aitor. Seguía inmóvil, como si las voces de sus compañeros le llegaran desde muy lejos. Ni una palabra, ni un gesto. Solo el peso muerto de su cabeza inclinada.
Emma dio un paso hacia él.
—Aitor… —lo llamó suavemente—. Tenemos que irnos.
Él levantó apenas la vista, sus ojos apagados, y asintió con lentitud, sin convicción, como si todo le diera igual. Luego bajó de nuevo la mirada, sin pronunciar palabra.
Erick suspiró hondo, pasándose una mano por el rostro.
—Está mal… —murmuró, apenas audible—.
Emma no respondió. Sabía que tenía razón, pero alguien debía tomar la iniciativa. Miró de nuevo hacia la salida oscura de la cueva y, con un nudo en el estómago, tomó la decisión de moverse.
El viaje aún no había terminado, y la sombra del Errante podía caer sobre ellos en cualquier momento.
Erick alzó la voz de nuevo, su frustración reventando contra las paredes de la cueva:
—¡Bien, Emma, salgamos entonces! —gruñó, con un gesto brusco—. Pero dime, ¿a dónde? ¿A qué tierra maldita piensas llevarnos? ¿De qué sirve escapar si no tenemos rumbo? Vagaremos como presas heridas, esperando a que ese monstruo nos encuentre otra vez.
Emma frunció el ceño, a punto de replicar, cuando un movimiento de Aitor los interrumpió.
El joven, todavía con el rostro apagado y las manos temblorosas, se incorporó con torpeza. Sus dedos buscaron bajo su chaqueta hasta sacar un objeto que llevaba guardado cerca del pecho: el colgante que Beth le había entregado tiempo atrás.
El amuleto colgaba débilmente de su mano, pero su brillo era inconfundible. Cuatro pequeñas gemas incrustadas en él resplandecían con vida: la gris, la naranja, la marrón y la azul. Todas encendidas, como brasas en la oscuridad.
Aitor alzó la mirada, y aunque su voz seguía apagada, había en ella un tono de certeza que no había mostrado desde la muerte de Beth.
—Esto… —dijo, extendiendo el colgante hacia Erick y Emma—. Esto es la solución.
Erick lo miró confundido, como si no terminara de entender.
—¿Qué demonios es eso?
—Un artefacto de los magos… —explicó Aitor con lentitud, escogiendo cada palabra—. Fue creado para despertar a los elementales, para sellarlo. Cada una de estas luces es parte de ese sello. Mientras brillen, aún existe la posibilidad de vencerlo.
Emma dio un paso más cerca, observando el amuleto con ojos muy abiertos.
—¿Quieres decir que…?
—Que los magos siempre sabrán dónde está —continuó Aitor, con un suspiro cansado—. Me lo dijo Beth. Si lo llevo conmigo, si lo mostramos… ellos podrán encontrarnos. Podremos pedir ayuda.
El silencio cayó de nuevo, pero esta vez no era el mismo silencio fúnebre que dominaba desde el entierro. Era un silencio cargado de posibilidades, de un respiro inesperado en medio de la oscuridad.
Erick cruzó los brazos, todavía incrédulo, aunque la esperanza le temblaba en los ojos.
—Así que todo este tiempo lo tenías guardado… —murmuró, sin saber si reprocharle o agradecerle.
Emma, en cambio, sintió que su mente comenzaba a encajar piezas. Quizá había un rumbo después de todo.
Emma sostuvo la mirada en el colgante unos segundos más, sintiendo cómo la tensión en su pecho al fin encontraba un cauce. Lo cerró con decisión en su mano y, con voz firme, declaró:
—Vámonos.
Dio un paso hacia la salida de la cueva, decidida a no perder más tiempo. Pero la voz de Aitor, ronca y seca, la detuvo en seco.
—No —dijo, levantando la cabeza por primera vez con cierta firmeza—. Ustedes se van. Yo me quedo.
El eco de sus palabras golpeó con dureza. Erick abrió los ojos de par en par, incrédulo.
—¿¡Qué dices!? —bramó, con un paso hacia él—. ¡No puedes estar hablando en serio! Después de todo lo que ha pasado… ¿quieres quedarte aquí, solo? ¡Es una locura!
Emma también lo miró, sorprendida, aunque el tono de Aitor no dejaba lugar a dudas.
—Tengo planes —continuó él, apretando el colgante en su puño, como si la decisión se cimentara en ese gesto—. No necesitan saberlos ahora. Solo… confíen. Estaré bien. Cuando sea el momento, yo mismo se los haré saber.
Erick lo señaló con un dedo tembloroso, su rostro ardiendo de rabia y preocupación.
—¡Maldita sea, Aitor! ¡Ese monstruo te destrozó la mente, te quitó a Beth, y tú aún quieres jugar al héroe! ¡Esto no es un plan, es un suicidio disfrazado!
Emma, que había contenido la respiración, finalmente suspiró y bajó la mirada. El cansancio, el estrés y el dolor de la pérdida pesaban sobre ella como cadenas.
—Erick… —dijo en voz baja, girándose hacia él—. Quizá… quizá deberíamos dejarlo.
El guardia la miró como si no pudiera creer lo que oía.
—¿Dejarlo? ¿¡Estás de broma!?
—Míralo —lo interrumpió Emma, con el ceño fruncido, pero la voz quebrada por la tensión—. No va a cambiar de opinión. Y no tenemos fuerzas para arrastrarlo a la fuerza. Si insiste… tendremos que aceptar su decisión.
Erick apretó los dientes con furia, pero no replicó. Sus ojos pasaron de Emma a Aitor, que permanecía inmóvil, con esa calma extraña, casi inquietante.
El silencio volvió a caer, pero esta vez cargado de un nuevo matiz: el de la división, el de una despedida inevitable.
Erick no pudo resistir más. La rabia, la impotencia y el cansancio se mezclaron hasta quebrarle la voz. Sus ojos, enrojecidos por la batalla y el polvo, comenzaron a humedecerse hasta que, sin poder contenerlo, las lágrimas rodaron por sus mejillas.
—Primero mi hogar… y ahora… ahora también voy a perderte a ti —murmuró, con la voz rota—. ¡Joder Aitor, eres como mi hermano!
Aitor lo observó en silencio, inexpresivo, con esa calma extraña que se había instalado en él desde la muerte de Beth. Y, sin pronunciar palabra, lo abrazó. Un gesto firme, corto, cargado de todo lo que su boca no podía decir. Erick lo apretó con fuerza, como si pudiera retenerlo un segundo más en su vida.
Luego, Aitor giró hacia Emma. Ella, aunque no lloraba, tenía los labios temblorosos, incapaz de sostenerle la mirada. Aitor también la rodeó con un abrazo breve, sincero, que dejó tras de sí un vacío imposible de llenar.
Cuando se separó, no hubo discursos ni promesas. Solo silencio.
Con paso firme, recogió su escopeta, ajustó la mochila sobre sus hombros y guardó en su chaqueta el arma borramemorias. Su figura se volvió una sombra más entre las llamas moribundas de las antorchas.
Afuera, bajo el cielo encapotado, lo esperaba su moto americana. El rugido del motor rompió la quietud del bosque como un latido metálico. Aitor montó, encendió las luces y, sin mirar atrás, aceleró hacia la oscuridad del camino.
Emma y Erick quedaron en la entrada de la cueva, las siluetas iluminadas por el resplandor lejano de la motocicleta hasta que se perdió entre los árboles.
Lo habían visto marchar, y ambos comprendían que ya nada volvería a ser igual.
El rugido lejano de la moto de Aitor se apagó entre los árboles, tragado por la espesura del bosque. El silencio que quedó fue pesado, como una losa. Emma y Erick permanecieron en la entrada de la cueva, mirándose, sin saber qué decirse. No había palabras que pudieran llenar aquel vacío.
Emma, con los ojos humedecidos, se acercó a él lentamente. Su mano temblorosa se posó en la mejilla de Erick, y sin decir nada lo besó. Un beso sincero, cargado de un lo siento que no necesitaba voz, de un te entiendo aunque no tuviera respuestas. Él, sorprendido, dejó que el contacto lo envolviera unos segundos, y en su interior el nudo de dolor se apretó aún más.
Cuando se separaron, Emma bajó la mirada, como si hubiese roto algo invisible. Erick, con un suspiro profundo, se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano.
—Tenemos que seguir —dijo en voz baja, más para convencerse a sí mismo que a ella.
Con un esfuerzo que le pesó en el alma, tomó su espada, aún manchada por la lucha. Emma recogió lo poco de comida que quedaba entre sus pertenencias y se aseguró de que el colgante brillara en su bolsillo, como única guía en la oscuridad.
Sin rumbo fijo, sin certezas, comenzaron a internarse en el bosque. Sus pasos crujieron sobre la hojarasca húmeda, y el viento entre las ramas parecía arrastrar consigo los ecos de todo lo perdido.
Juntos, pero cada uno con su propio silencio, caminaron hacia un destino incierto, con el peso del colgante como única chispa de esperanza en un mundo que se les estaba desmoronando.
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