El reino de las sombras: Capítulo 13: Lamentable
Capítulo 13: Lamentable
El motor de la moto se apagó entre chispazos y un eco metálico. Aitor, con el rostro apagado, bajó del asiento y empujó la puerta desvencijada del bar de siempre, aquel que llevaba años abandonado. El olor a madera húmeda y polvo lo recibió como a un viejo conocido.
Se sentó en la barra, el silencio aplastante a su alrededor, y sacó de su chaqueta el arma borramemorias. Con una botella en la mano y el vaso medio lleno, bebió de golpe, dejando que el alcohol le quemara la garganta. Después apoyó el cañón frío contra su sien, cerrando los ojos por un instante.
Fue entonces cuando lo sintió. Una presencia. Pesada, inevitable.
Giró la cabeza y allí estaba: la Parca. No era la figura encapuchada de cuentos viejos ni un esqueleto con guadaña. Vestía una túnica flexible, más de viajero que de sacerdote, y sus pasos eran firmes, seguros, como los de un guerrero acostumbrado a caminar entre batallas. Sus ojos, ocultos en las sombras de la capucha, lo observaban con la calma de quien ya lo había visto todo.
La Parca se sentó en el taburete a su lado, sin pedir permiso.
Aitor soltó una carcajada amarga y levantó el vaso.
—¿Vienes a buscarme a mí?
La Parca giró la cabeza apenas, y su voz grave resonó sin emoción.
—No.
El vaso quedó a medio camino en la mano de Aitor. Lo miró con incredulidad.
—Entonces… ¿por qué demonios te estoy viendo, si no voy a morir?
La Parca dejó un silencio pesado antes de responder:
—La muerte solo puede verla quien ya la ha visto.
Aitor apretó la mandíbula, soltó un bufido y, con una sonrisa torcida, murmuró:
—Eres gilipollas.
El eco de su risa amarga se mezcló con el silencio del bar, mientras la Parca lo observaba impasible, como quien sabe que las palabras hirientes no son más que un escudo contra el vacío.
La Parca tomó la botella que Aitor había dejado a un lado y, sin pedir permiso, se sirvió un vaso como si aquello fuese lo más normal del mundo. Levantó la copa, la olió con exagerada solemnidad y después bebió un sorbo largo.
—No está mal… para un sitio en ruinas —comentó, arqueando las cejas bajo la capucha, como si quisiera hacer chistes en un velorio.
Aitor lo miró de reojo, con el arma todavía entre sus dedos.
—Dime una cosa… ¿ya recibiste a Beth?
La Parca ladeó la cabeza, como sorprendido por la pregunta. Luego sonrió, con un aire casi teatral.
—Claro. Con los brazos abiertos, como siempre. ¿Crees que voy a tratarla mal después de lo que pasó? —alzó la copa en un brindis invisible—. Una invitada especial.
El gesto hizo que la rabia contenida de Aitor se asomara en sus ojos.
—No hagas bromas con eso.
La Parca chasqueó la lengua, divertido.
—Aitor, Aitor… si no bromeara con estas cosas me volvería loco. ¿Sabes la de tragedias que veo al día? Si no me lo tomo con humor, ¿qué me queda?
Aitor se giró hacia él, con la mirada perdida entre la ira y el cansancio.
—¿Y qué me queda a mí, entonces?
La Parca encogió los hombros y le dio otro sorbo al vaso.
—Tú tienes ventaja. Tú todavía juegas la partida.
Aitor dejó escapar una risa seca, incrédula.
—¿Ves? —negó con la cabeza—. Eres gilipollas.
—Y encantado de serlo —replicó la Parca con una reverencia exagerada, como si estuviera en un escenario.
La tensión quedó flotando entre ambos, mezcla de burla y gravedad, como si cada palabra de la Parca escondiera una verdad, pero siempre envuelta en un tono ligero, irritante.
Aitor dejó caer el arma sobre la barra, con un golpe metálico seco. El vaso ya no tenía sentido en su mano, así que lo apartó y se dejó hundir sobre el taburete. Durante unos segundos se quedó callado, hasta que las palabras empezaron a salir como un río contenido demasiado tiempo.
—No pude hacer nada —dijo, con voz rota—. Estaba ahí, delante de mí, y no pude salvarla. Ni con las armas, ni con mi fuerza… nada. Y ahora me siento vacío, como si me hubieran arrancado algo de dentro.
La Parca lo escuchaba en silencio, bebiendo de vez en cuando de su copa. El líquido oscuro goteaba a través de su mandíbula y se deslizaba al suelo en un charco inútil, pero él parecía no darle importancia. Incluso soltó una risilla cuando Aitor se llevó las manos al rostro, frustrado.
—Es que es ridículo, ¿sabes? —continuó Aitor, golpeando la barra con el puño cerrado—. Todo lo que hemos pasado, y al final… me la arrebatan delante de mis ojos. Ni siquiera sé por qué sigo aquí. Ni siquiera sé qué camino tomar.
La Parca inclinó la cabeza, apoyando la barbilla huesuda sobre sus dedos largos.
—¿Y por qué sigues? —preguntó, con esa falsa curiosidad de quien ya sabe la respuesta.
Aitor respiró hondo, intentando ordenarse.
—Porque si me rindo, todo lo que Beth hizo, todo lo que me enseñó… se pierde. Pero… —sacudió la cabeza, cansado—, ahora no sé dónde está el Errante. Ni qué pasará.
Un silencio espeso los envolvió. La Parca dejó el vaso vacío sobre la barra y, de repente, sus ojos brillaron con un resplandor tenue, inquietante. La sonrisa burlona se le curvó en el rostro.
—Podemos cambiar eso.
El corazón de Aitor dio un vuelco. Por primera vez en mucho tiempo, la oscuridad que lo rodeaba pareció quebrarse, aunque fuera un poco.
La mano huesuda de la Parca descendió lentamente y se posó sobre la cabeza de Aitor. El contacto fue frío, helado, como si el tiempo mismo se detuviera en ese instante. De pronto, sus ojos se abrieron de par en par y el bar desapareció a su alrededor.
Un torbellino de imágenes lo arrastró, desordenadas, como fragmentos de un rompecabezas imposible.
Primero, el Errante. Estaba de pie, con el libro abierto entre sus manos descarnadas, sus ojos brillando con un fulgor verde enfermizo mientras pronunciaba palabras que Aitor no comprendía, un idioma olvidado que hacía vibrar el aire con un eco profundo.
Luego, un reino entero reducido a cenizas. Torres quebradas, murallas destrozadas, y un fuego verde extendiéndose como una plaga, devorando las casas, consumiendo las calles. El cielo mismo parecía llorar llamas de esmeralda.
El siguiente fragmento fue aún más desconcertante: un rayo, un láser inmenso que descendía del cielo y se clavaba en la tierra. No cesaba, era constante, un torrente de energía verde que perforaba el suelo y lo hacía temblar como si el mundo se estuviera rompiendo en pedazos.
Y después… la figura. Apenas un destello al principio, casi imposible de enfocar. Pero al fijarse más, Aitor distinguió la piel morada, la silueta humanoide, las alas rojas que se desplegaban con una majestuosidad aterradora. Aquella criatura alzaba los brazos como un rey sobre un reino conquistado, como si todo lo que existía le perteneciera ya.
El sonido lo envolvió de golpe: lamentos infinitos, gritos de dolor, espadas chocando sin tregua. El estruendo de la guerra, mezclado con un llanto que no parecía tener fin.
Aitor quiso apartar la mirada, pero no pudo. Cada escena se grababa en su mente como fuego en la piel.
De pronto, la voz de la Parca resonó, burlona pero grave, a medio camino entre broma y sentencia:
—Bonito futuro, ¿no?
Aitor apretó los puños contra la barra, la rabia en su voz temblaba tanto como el vaso vacío.
—¡Basta de juegos! ¡Dime qué coño significa lo que he visto! ¿Quién es esa cosa? ¿Qué va a pasar?
La Parca, lejos de inmutarse, soltó una risa seca, casi divertida, como si estuviera escuchando a un niño pedir explicaciones de un acertijo.
—Qué carácter… —se inclinó hacia él, con la sonrisa torcida—. Si te lo contara todo, ¿dónde estaría la gracia?
Aitor golpeó la barra con fuerza, harto de las evasivas. Pero justo en ese instante, el chirrido de la puerta del bar lo obligó a girar la cabeza.
La silueta que apareció entre el marco no era un extraño: era Johana. La misma que semanas atrás había intentado robarle, la misma que había dejado atrás con la certeza de que no volvería a verla. Sus pasos resonaban rápidos, decididos.
—Tú… —murmuró Aitor, sorprendido, apenas alcanzando a ponerse en guardia.
Pero esta vez Johana no dudó. Con un movimiento brusco lo redujo contra la barra, una rodilla presionando su espalda y un brazo torciéndole el suyo con precisión. El arma borramemorias cayó al suelo con un golpe metálico.
Aitor gruñó, forcejeando, pero no logró zafarse. Johana estaba preparada, más fuerte, más calculadora.
En medio del forcejeo, Aitor alzó la mirada buscando a la Parca… y la encontró observándolo, inmóvil. El espectro levantó un pequeño vaso de chupito, lo vació de un trago —el líquido chorreando inútilmente por sus huesos— y, como si aquello fuera un brindis final, levantó la mano y le hizo un gesto ridículamente infantil de despedida.
—Nos vemos, campeón —dijo con tono burlón.
Y de inmediato su silueta se deshizo en el aire, como humo arrastrado por el viento.
Aitor quedó solo, atrapado bajo el peso de Johana, mientras el eco de la risa de la Parca parecía seguir flotando en su mente.
Aitor, con el rostro contra la barra y el brazo torcido a la espalda, respiraba con dificultad. Johana apretaba con fuerza, sus ojos cargados de una rabia que no parecía fingida.
—Suéltame… —gruñó Aitor, sin demasiado éxito.
—¿Para qué? —respondió ella con un tono duro, casi quebrado por la emoción—. No volverás a engañarme. No otra vez.
Aitor cerró los ojos un instante, buscando algo que pudiera detener aquella espiral. Cuando los abrió, vio, a unos centímetros en el suelo, el arma borramemorias, brillando débil bajo la luz mortecina del bar. Giró los ojos hacia ella, señalándola sin mover apenas la cabeza.
—¿Ves eso? —dijo entre dientes—. Esa cosa… no dispara balas. Borra recuerdos. Me lo dieron para… para protegerme, para manipularme, no lo sé. Si quieres pruebas de que no miento, tómalá.
Johana lo miró con desconfianza, pero siguió la dirección de sus ojos. Poco a poco, sin soltarlo del todo, se inclinó y recogió el arma. Se enderezó, apuntándole al rostro.
—¿Y esperas que crea esta tontería? —bufó, apretando el gatillo a medias.
Aitor sostuvo su mirada, firme a pesar de la posición desventajosa.
—Si no me crees, dispara. Míralo por ti misma. Hazlo.
El dedo de Johana tembló sobre el gatillo. Respiró hondo, sus labios fruncidos en una línea de tensión. Tenía la oportunidad, la excusa perfecta. Pero en el último instante, retiró el dedo con brusquedad y bajó el arma.
—En realidad… —su voz se quebró, casi inaudible—. Nunca he matado a un humano.
El silencio cayó sobre ellos, pesado, solo interrumpido por el goteo del vaso roto en el suelo. Aitor la miraba, atrapado todavía bajo su agarre, pero por primera vez vio algo distinto en sus ojos: duda.
Johana se llevó las manos al rostro como si intentara arrancarse la duda de la piel. Maldijo en voz alta, áspera, como quien se desgarra por dentro, y lo dijo sin rodeos:
—Debería matarte. —La frase cayó pesada en el bar, golpeando la madera y el polvo.
Aitor no contestó. Lo había empujado hacia la barra hasta dejarlo casi a la vista de la calle; ahora, más apartado, lo miraba con esa calma extraña que le había tomado a la muerte como piel. Sus ojos eran dos pozos tranquilos, y aun así contenían una alerta mínima —una esperanza absurda quizá— que lo mantenía vivo en el cordón tenso entre ellos.
Johana respiró, agitada. Su mano que sujetaba el arma se tensó de nuevo, el dedo buscó el gatillo como si la respuesta estuviera en apretarlo. Se habló a sí misma, una letanía de reproches y órdenes:
—¿Qué demonios te hizo pensar que mereces algo? ¿Qué te dio derecho a engañarme? ¿Y yo... qué derecho tengo a dejarte vivir?
Se acercó, el arma temblando apenas, y por un segundo todo pareció reducirse a la punta del cañón y al latido de la sangre en la sien de Aitor. Entonces, cuando todo indicaba que iba a cerrar el círculo, éste articuló una pregunta, baja, sin uñas en la voz, pero clavada como un filo:
—¿Por qué nunca has matado a un humano?
Johana se quedó suspensa. El gesto, la respiración… todo en ella titubeó. Sus ojos se clavaron en él, buscando respuestas en una boca que ya no ofrecía certidumbres. Al final, soltó una risa amarga, amarga como la ceniza, y respondió con una verdad que pesaba más que cualquier hoja:
—Obvio —dijo, sin levantar la vista—. Ya no quedamos muchos.
La frase flotó entre ellos, explicativa y terrible a la vez. No era una excusa: era un mapa. Johana dejó bajar el arma. Por un instante, la decisión se evaporó como niebla y lo único que quedó fue el sonido del propio pulso, del mundo a medias, del bar que parecía más cárcel que refugio.
Aitor la observó aguantar el temblor en las manos. No dijo nada; su silencio era un espejo en el que Johana se vio reflejada, con todas sus miserias y su soledad. Afuera, el viento jugueteó con un folio arrancado; dentro, el tiempo pareció contener la respiración.
El puñetazo vino seco, sin aviso. Aitor sintió el golpe como un pinchazo en la mandíbula que lo devolvió de su nube a la realidad. Johana aprovechó el movimiento: arrancó la escopeta de su costado con un gesto rápido y la apoyó contra el suelo, la punta clavada en la madera, mientras lo miraba con expresión a medias dura, a medias cansada.
—Oye, tío —dijo, con la voz cortada—. Lo siento, ¿vale? No me gusta hacer esto, pero tengo que proteger a los míos.
Aitor la observó unos segundos, el dolor en la cara mezclándose con una curiosa calma. La frase que ella había soltado antes —«ya no quedamos muchos»— floreció en su cabeza y no quiso dejarla pasar. Tenía que entender, necesitaba creer en algo que justificara tanto silencio.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó por fin, con la voz rasurada por la emoción—. ¿Qué queda ya no quedan muchos? ¿A qué te refieres?
Johana apretó los labios. Evitó la mirada y sus dedos se cerraron con fuerza alrededor del cañón de la escopeta, como si el arma fuera una ancla que la sujetara a su propósito.
—No tienes derecho a saberlo —respondió corta—. No es cosa tuya.
Aitor tragó saliva y, contra su orgullo, la súplica asomó sin avisar. Se incorporó con esfuerzo, apoyando una mano en la barra para no caer, y comenzó a hablar atropelladamente, como si hubiera estado guardándose palabras que ahora necesitaban salir todas juntas. Nombró las heridas abiertas, las que aún sangraban en su pecho:
—¡¿Qué te crees que no sé lo que cuesta?! —empezó, la voz rompiéndose—. He perdido cosas que no volverán. La vi morir delante de mí. La traición, las armas, noches enteras sin dormir, la Parca mirándome como si todo fuera un juego. Me han usado, me han engañado… he visto ciudades arder en visiones que no pedí. ¡He perdido a Beth! —ahí se quedó, los ojos clavados en ella—. ¿Y tú qué? ¿Vas a devolverme lo que me arrancaron? ¿Me vas a explicar por qué no queda nadie?
Sus palabras se clavaron en el aire, crudas y desnudas. Rogó sin rodeos, enumerando lo insufrible: la muerte de Beth, la sensación de vacío, la confusión, la visión del reino en llamas, la Parca burlándose, la traición que sentía en cada sombra. Cada cosa que dijo quemó en su garganta, pero lo pronunció entero, como si eso pudiera mendigar una verdad a cambio.
Johana lo escuchó, la rigidez en su rostro aflojándose por momentos; sus ojos, que antes ardían de ira, empezaron a empañarse con algo parecido a la fatiga. No quería dar respuestas, no en voz alta; no tenía por qué facilitarle a nadie el mapa de lo que quedaba de mundo. Pero la súplica, la enumeración de sus pérdidas, la tentación de consolar a un hombre roto —o al menos de no añadir otra muerte más a la cuenta— la afectó.
Se quedó un rato en silencio, respirando hondo. No dijo nada inmediato. El bar parecía esperar con ellos, la madera crujiente del suelo como un juez que no se pronuncia.
Johana bajó la mirada hacia la escopeta, la sostuvo un instante entre las manos y luego, con un suspiro áspero, la dejó apoyada contra la barra.
—Quizá te he juzgado mal —admitió, aunque sus palabras salieron tensas, como si le costara arrancarlas—. Pero no puedo llevarte conmigo. No me fío del todo, Aitor… y no puedo arriesgarme con los míos.
Aitor asintió despacio, sin rencor en la voz, solo un cansancio resignado.
—Lo entiendo. Y aun así… gracias. —Hizo una pausa, la observó con cierta vulnerabilidad en los ojos—. Quédate un poco, ¿quieres? Solo… un rato.
Johana torció los labios, a punto de negarse. Movió la cabeza en un gesto seco, como si la idea le molestara.
—No me gusta perder el tiempo.
Aitor forzó una sonrisa débil.
—Bueno, peor lo perderías discutiendo conmigo otra vez.
Ella lo miró de reojo, casi con fastidio, pero al final se dejó caer en un taburete cercano, cruzando los brazos.
—Vale… pero solo un poco —gruñó.
El silencio inicial fue espeso, incómodo. Aitor jugueteaba con el vaso vacío, girándolo entre sus dedos. Johana, en cambio, tamborileaba con los dedos en la barra, como si estuviera contando segundos.
—¿De verdad nunca has matado a un humano? —preguntó él, rompiendo la tensión.
Ella bufó.
—Ya te lo dije. No quedan tantos como para ir gastándolos. —Luego lo miró fijamente—. Tú… ¿cuántos esqueletos has partido en dos?
Aitor soltó una risa amarga.
—Más de los que quisiera. Y ni uno solo de ellos me hizo sentir mejor.
La dureza en el rostro de Johana se relajó apenas, lo suficiente para que, por primera vez, pareciera más humana que depredadora.
—Quizá tengamos más en común de lo que pensaba. —Su tono seguía siendo rudo, pero había perdido filo.
Aitor la miró de soslayo, y aunque todavía dolido, asintió. Fue un gesto pequeño, casi invisible, pero que marcó un comienzo. Poco a poco, sin darse cuenta, empezaron a hablar más: de sus caminos, de sus heridas, con cautela, como dos animales heridos tanteando si el otro iba a morder o no.
La conversación siguió fluyendo a trompicones, entre silencios y frases cortas, como si cada palabra costara más de lo que valía. Johana, poco a poco, aflojó la tensión de sus hombros y acabó deslizando la escopeta de vuelta hacia Aitor.
—Toma —dijo, sin mirarlo directamente—. Y también esto. —Le devolvió el resto de lo que le había quitado: la mochila, algunas balas, incluso el arma borramemorias.
Aitor arqueó una ceja, sorprendido.
—¿Así de fácil?
—No lo necesito donde vivo. —Su voz era firme, sin espacio para la duda—. Solo era por seguridad. No te confundas.
Aitor asintió despacio mientras recogía sus cosas. El gesto de confianza, aunque mínimo, le caló más hondo de lo que esperaba. Se quedó un momento observándola, hasta que la pregunta le escapó sola, con un hilo de curiosidad.
—¿Y… dónde es eso? Ese lugar donde no necesitas armas.
Johana se tensó, pero tras una pausa breve decidió responder.
—No es un paraíso, si eso piensas. Pero quedan unos cuantos… humanos. Una comunidad. Doscientos veinte, más o menos. Allí estamos más seguros. Más juntos.
El silencio que siguió fue distinto: no incómodo, sino cargado de posibilidades. Aitor la escuchó con atención, sintiendo cómo dentro de él se agitaba un deseo casi inmediato de pedirle ir, de no seguir solo, de refugiarse en ese rincón donde todavía quedaban rostros humanos y voces vivas.
Pero no lo hizo. Se mordió la lengua, bajó la mirada y apretó los labios. El peso de sus pérdidas y de su propia desconfianza lo detuvo.
—Suena… bien —dijo al final, con un tono neutro que escondía más de lo que mostraba.
Johana lo estudió unos segundos, intentando descifrar si sus palabras eran sinceras o no. Después, simplemente se encogió de hombros y volvió a apoyarse contra la barra, como si la confesión no hubiera significado nada.
Por dentro, sin embargo, Aitor no podía dejar de darle vueltas. Una comunidad… gente real. ¿Y si ese era el lugar que había estado buscando, incluso sin saberlo?
Una sacudida retumbó bajo los pies de ambos, haciendo vibrar las paredes del bar en ruinas. El estruendo de una explosión lejana se coló hasta el último rincón, apagando de golpe la conversación.
—¿Qué demonios…? —murmuró Aitor, levantándose de golpe.
Johana no respondió. Ya estaba corriendo hacia la salida. Aitor la siguió y, al salir, el aire frío de la noche los envolvió. Entonces lo vieron: a lo lejos, en el horizonte, se alzaba un haz colosal, un cilindro de luz verde que perforaba el cielo mismo, sin final visible, como un portal en forma de tubo que no cesaba de rugir. La tierra temblaba a cada segundo que ese rayo permanecía activo.
El corazón de Aitor se encogió.
—Ese color… —susurró, con la voz ronca—. Es él. Es el Errante.
Johana no perdió el tiempo en comentarios. Se agachó, abrió su mochila y sacó un mapa arrugado, desplegándolo sobre el capó oxidado de un coche cercano. Su dedo recorrió senderos y montañas hasta detenerse en un punto.
—Mira. Ese rayo sale de aquí. —Clavó la uña contra el papel, firme.
Aitor entrecerró los ojos para leer.
—¿El… reino de los orcos? —preguntó, confundido. Nunca había escuchado hablar de ello.
—Exacto. —Johana dobló el mapa con rapidez y lo guardó sin más—. Y si es lo que pienso, no tenemos tiempo.
De pronto, lo agarró del brazo con fuerza. Sus ojos oscuros brillaban con decisión.
—Vamos.
Aitor se quedó un instante quieto, sorprendido por la determinación de Johana y por esa palabra: orcos. Su mundo ya había dejado de ser reconocible, pero cada revelación parecía empujarlo aún más a un abismo desconocido. Y aun así, sin pensarlo demasiado, apretó los dientes y asintió.
El verde del cielo se reflejaba en sus pupilas mientras los dos comenzaban a correr hacia lo inevitable.
El bosque se abría paso a trompicones, ramas desgarrando la ropa y el aliento convertido en humo frío. Johana corría con una ferocidad que parecía sobrehumana, su arco ya tensado como si en cualquier momento esperara un ataque. Aitor la seguía, escopeta cargada, cada paso pesado y decidido.
El zumbido lejano del rayo verde crecía, un rugido constante que vibraba en los huesos. Cuando por fin salieron del laberinto de árboles, el aire cambió. El claro se extendía ante ellos… y lo que vieron les heló la sangre.
Frente a ellos se alzaba lo que alguna vez fue un reino: murallas ennegrecidas, torres derrumbadas, piedras aún humeantes por el fuego. Todo estaba reducido a ruinas, como si un infierno verde hubiera devorado la ciudad. Y desde el corazón de esa devastación, emergía el rayo, atravesando los cielos como un pilar de maldición.
Johana bajó un poco el arco, su rostro endurecido por la visión.
—Ya llegaron aquí… —murmuró casi para sí misma.
Avanzaron despacio entre los escombros. El suelo estaba cubierto de ceniza y armas rotas, el olor a quemado era insoportable. Y entonces, al girar una esquina, Aitor se detuvo en seco.
—Mira… —susurró.
Por el suelo yacían decenas de cuerpos. Orcos, enormes, de piel verdosa y músculos tensos incluso en la inconsciencia. Algunos respiraban débilmente, otros gemían en sueños pesados, pero ninguno estaba despierto. Era como si todos hubieran sido derribados por una misma fuerza invisible.
El silencio, roto solo por el rugido del rayo, volvía la escena aún más aterradora.
Johana se agachó junto a uno de los cuerpos, revisándolo rápidamente. No había heridas visibles, no sangre. Solo un sopor forzado, antinatural.
—No los mató… los durmió —dijo, con el ceño fruncido—. El Errante no vino a destruirlos. Vino a usarlos.
Aitor tragó saliva, intentando procesar la magnitud del desastre, mientras el resplandor verde iluminaba sus rostros como si fueran los únicos vivos en un cementerio.
El rugido del rayo era ensordecedor. El aire temblaba a cada segundo, vibrando como si el mismo mundo estuviera siendo desgarrado. Aitor avanzaba con pasos cautelosos, la escopeta lista, mientras sus ojos se clavaban en Johana. Había algo en ella, en la manera en que hablaba del Errante, en la seguridad con la que lo había nombrado. ¿Cómo diablos sabe tanto? quiso preguntarse, pero se mordió la lengua. No era el momento.
Atravesaron un arco de piedra derruido y, de pronto, lo vieron en toda su magnitud. El rayo estaba frente a ellos, colosal, como una columna viva de energía verde que se retorcía hacia el cielo. Y alrededor, formando un círculo macabro, se alineaba el ejército de esqueletos: filas interminables de cuerpos vacíos, inmóviles, como guardianes de aquel infierno.
En el centro, al pie del rayo, estaba él. El Errante. Habitaba el cuerpo del rey esqueleto, y desde allí sostenía el libro con ambas manos huesudas, recitando palabras en un idioma antiguo que retumbaban en el aire como golpes de martillo. Cada verso parecía alimentar el haz de energía, hacerlo más fuerte, más vivo.
Aitor apretó los dientes. La visión era demasiado. El libro, los esqueletos, el rayo… No había forma de que pudieran enfrentarse a todo eso de frente.
—Necesitamos un plan —murmuró, alzando la voz lo justo para que Johana lo oyera—. Si vamos de cabeza, no lo lograrem—
Pero no terminó la frase. Johana, con un grito feroz, ya había tensado el arco y corría hacia el Errante como una flecha viva. La determinación en sus ojos era pura rabia.
—¡Johana, espera! —Aitor extendió una mano hacia ella, inútil.
Era tarde. La flecha silbó en el aire, brillando con un resplandor plateado, y el corazón de la guerra se encendió. El Errante levantó la cabeza, y la sonrisa torcida del rey esqueleto se dibujó en el cráneo iluminado por el rayo.
El destino acababa de sellarse en ese instante.
El choque fue brutal. Johana lanzaba flechas con la precisión de un verdugo, cada proyectil silbando contra los huesos del rey esqueleto. Aitor, con la escopeta firmemente sujeta, descargaba disparos que hacían retumbar las ruinas. Cada detonación, cada golpe, hacía retroceder al Errante, que parecía resistir más por terquedad que por fuerza real.
Lo más inquietante era el ejército de esqueletos. Estaban ahí, rodeando el campo de batalla, pero no se movían. Sus cuencas vacías miraban fijas, como si estuvieran atrapados en un trance, hipnotizados por el poder del rayo o por las palabras del libro. No eran soldados, sino testigos silenciosos.
—¡Vamos, ya lo tenemos! —gritó Aitor, sudoroso, avanzando con la escopeta apuntando directo al pecho del enemigo.
El Errante recibió una flecha en el hombro y un disparo lo arrojó contra las piedras. El cuerpo del rey esqueleto cayó al suelo con estrépito, huesos astillados por el impacto. Johana no dudó: corrió, desenfundó una daga y lo inmovilizó contra las ruinas.
—¡Acábalo! —rugió, la voz quebrada por la tensión.
Aitor se acercó, la escopeta lista para el disparo final. Por primera vez desde que lo enfrentaba, sintió que podían ganar. Que esa pesadilla tenía un final.
Pero entonces, el Errante comenzó a moverse. Lento, como si nada hubiera ocurrido. Se levantó de entre los escombros, apartando la daga de Johana con un movimiento casi perezoso. Su cráneo giró hacia ellos, y en lugar de contraatacar… alzó una mano huesuda hacia el cielo.
Señaló el rayo.
Un silencio pesado cayó, roto solo por un sonido que heló la sangre de ambos: una risa. Una risa hueca, profunda, como un eco desde lo más oscuro de un abismo. Retumbaba en las ruinas, mezclándose con el rugido del rayo, hasta que parecía que todo el reino se reía con él.
Johana dio un paso atrás, la daga aún firme pero el ceño fruncido.
—¿Qué… qué demonios está haciendo? —susurró.
Aitor sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Esa risa no era la de alguien derrotado. Era la de alguien que ya había ganado.
Del rayo, como si el mundo mismo estuviera siendo desgarrado, emergió una figura colosal. La tierra tembló cuando aquella sombra se materializó: treinta metros de altura, piel morada marcada por cicatrices rojas que ardían como brasas, un casco con cuernos que ocultaba su rostro y unos ojos encendidos que parecían perforar el alma. Sus alas negras se desplegaron, vastas como tormentas.
Aitor se quedó sin aire. La imagen le devolvió el eco de las palabras de Beth, aquellas advertencias que en su momento sonaban como leyendas. Ahora estaban vivas frente a él.
—El… ángel oscuro… —susurró con un nudo en la garganta.
No vino solo. Tras su salida, el rayo comenzó a escupir criaturas aladas: demonios retorcidos, con garras y colmillos, que volaban alrededor del gigante como aves de rapiña celebrando la llegada de su amo.
El Errante, lejos de huir o de defenderse, cayó de rodillas. Cerró el libro y lo sostuvo en alto, murmurando oraciones en esa lengua extraña, la voz quebrada por la devoción. Ignoró por completo a Aitor y a Johana, como si de pronto fueran irrelevantes en un escenario mucho más grande.
Johana reaccionó primero. Agarró del brazo a Aitor con fuerza y lo empujó hacia los restos de una muralla derruida.
—¡Agáchate! —le ordenó en voz baja, los ojos fijos en el titán.
Aitor, todavía impactado por lo que veía, apenas pudo reaccionar. Se dejó llevar, escondiéndose entre los bloques de piedra rota mientras el rugido de las alas demoníacas resonaba sobre sus cabezas.
El ángel oscuro no habló. No necesitaba hacerlo. Cada paso que daba hacía crujir la tierra como si el suelo mismo lo temiera. Y mientras, el Errante rezaba, postrado, como un siervo ante su dios.
El mundo, pensó Aitor, acababa de cambiar para siempre.
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