El reino de las sombras: Capítulo 2: La visita

 Capítulo 2: La visita


La mañana había llegado perezosa, con un sol filtrándose débil entre las nubes que parecían no moverse nunca. Frente a la entrada de la cueva, Aitor y Erick descansaban tirados en un par de sillas oxidadas que habían recogido de algún lugar años atrás. Entre ellos, una caja casi vacía con las últimas cervezas.

Erick levantó la suya y la miró como si fuese oro líquido.
—Pues nada, colega… se nos acaba el lujo. Después de esto, a beber agua de charco otra vez.

Aitor dio un trago largo, soltando un bufido de fastidio.
—Y a mí se me acaban los putos cigarrillos. Lo siguiente será fumar hojas secas.

Erick soltó una carcajada, casi escupiendo la cerveza.
—Hermano, si haces eso, te vas a quedar más seco que las momias de esas iglesias.

Aitor sonrió apenas, llevándose la mano al bolsillo de su pantalón. Quiso encender otro cigarro, pero entonces notó que algo brillaba ligeramente, asomando entre la tela gastada. Erick, con su ojo siempre curioso, lo vio enseguida.

—Eh… ¿y eso? —preguntó señalando el bulto con el cuello de la botella—. Llevas días con cara rara, ¿qué escondes ahí, tío?

Aitor bajó la mirada. El colgante estaba parcialmente expuesto: el metal oscuro, con uno de los triángulos iluminados en un leve resplandor naranja. Un destello mínimo, casi imperceptible, pero suficiente para llamar la atención.

Con un movimiento seco, lo guardó más profundo en el bolsillo.
—Nada. Me lo encontré por ahí, entre mierda y escombros.

Erick arqueó una ceja, incrédulo.
—¿Por ahí? ¿Entre mierda y escombros? No me jodas, parece caro.

Aitor le lanzó una mirada fría, con un cigarro colgando de la comisura de los labios.
—¿Y qué más da, Erick? Si fuese importante ya lo habría vendido o usado para pegar hostias. Es solo chatarra.

Erick levantó las manos en señal de paz, aunque sonriendo de medio lado.
—Vale, vale, tranquilo, es como tu dices, me suda la polla

Aitor bufó, sacando su encendedor para prender el cigarro.
—Básicamente

Ambos rieron un poco, dejando que el aire del bosque llenara el silencio entre trago y trago, como si en ese mundo muerto todavía existieran pequeños momentos de normalidad.

Aitor aplastó la colilla contra una piedra y se levantó, sacudiéndose el polvo del pantalón.
—Voy a salir un rato. A ver si cazo algo decente, que estoy harto de pajarillos flacos.

Erick, que ya estaba estirado en la silla con la cerveza medio vacía apoyada en la tripa, lo miró con desgana.
—¿Cazar? ¿Pa’ qué, tío? —se rascó la cabeza—. Ayer encontré un almacén medio enterrado. Saqué latas, carne seca… tenemos para unos días.

Aitor ya estaba recogiendo su escopeta y ajustándose la correa de la mochila negra.
—Pues mejor, así me ahorro tener que cargar con tus hallazgos caducados. Igual quiero respirar un poco, ¿te importa?

Erick soltó una carcajada, levantando la mano como si lo bendijera.
—Oh, claro, antisocial. Vaya usted a dar sus paseos existenciales. Pero no tardes mucho, que si aparece otra de esas cosas con tentáculos, no pienso salvarte el culo.

Aitor lo miró de reojo, con esa media sonrisa que apenas se notaba.
—Tranquilo, si me muero tendrás que aprender a cocinar tú solo. Y todos sabemos que no pasas de freír hierba.

Erick se quedó callado un segundo y luego negó con la cabeza, divertido.
—Eres un cabrón.

—Lo sé —respondió Aitor mientras se colgaba la escopeta a la espalda y caminaba hacia la moto.

El rugido del motor viejo rompió la calma del bosque cuando arrancó, y en cuestión de segundos, el humo del escape ya se perdía por el sendero, dejando a Erick solo frente a la cueva, maldiciendo entre risas.

Erick esperó a que el sonido del motor de la moto se perdiera del todo en el eco del bosque. Apenas pasaron unos segundos de silencio antes de que soltara un resoplido y dijera en voz baja:
—Pss… ya puedes salir.

Los arbustos que rodeaban la entrada de la cueva se agitaron levemente, y de entre ellos emergió una figura inesperada: una mujer hecha de hierba y hojas entrelazadas, con una silueta delicada y un rostro sorprendentemente humano. Su piel parecía tejida de musgo vivo, y de sus cabellos brotaban pequeñas flores silvestres que se movían con la brisa. Lo más curioso era que en su rostro llevaba un par de gafas de ver, torcidas, seguramente robadas de algún cadáver olvidado o de una ruina.

—Tardó más de lo normal en largarse —dijo Emma con una sonrisa traviesa, ajustándose las gafas con un gesto coqueto.

Erick soltó una risa mientras levantaba la cerveza que aún le quedaba.
—Ya sabes cómo es… siempre tiene que hacerse el misterioso. “Voy a cazar, voy a pensar, voy a fumar”. El cabrón es un abuelo con veinte años.

Emma se acercó, sus pasos apenas hacían ruido, como si caminara descalza sobre la tierra que la reconocía como suya. Se sentó junto a él, y con naturalidad le quitó la cerveza de la mano para darle un trago.
—Y tú no se lo cuentas, ¿verdad? —preguntó ella arqueando una ceja, el tono entre juguetón y serio.

—¿Y que quieres que le diga? —replicó Erick, encogiéndose de hombros—. “Eh, Aitor, me encontré a una tía de hierba con más rollo que tú y decidí que era buena idea invitarla a casa”. Seguro me revienta de un escopetazo antes de que termines de sonreír.

Emma rió con suavidad, una risa que sonaba como el crujir de las hojas en otoño.
—Tienes razón… pero me gusta cómo te burlas de él. Pareces menos tonto de lo que aparentas.

—Eso porque soy guapo —dijo Erick señalándose a sí mismo, inflando el pecho.

Emma lo miró de arriba abajo y se mordió el labio, divertida.
—Guapo… y payaso.

Ambos rieron, la complicidad entre ellos llenaba el silencio del lugar. Erick, aunque trataba de actuar como siempre, no podía ocultar que se sentía cómodo con Emma de una manera distinta a cualquier otro.

Erick dio un trago largo a la cerveza y miró de reojo a Emma, que jugueteaba con una de las florecillas que brotaban de su propio brazo como si no fuera nada extraño. Carraspeó un poco antes de hablar, bajando la voz:

—Por cierto… gracias por la comida de ayer. —Se rascó la nuca, incómodo—. Si Aitor supiera que no fui yo el que encontró ese almacén vacío, me cortaría los huevos.

Emma lo miró con calma, sus ojos brillando como gotas de rocío a la luz.
—No hace falta que me lo agradezcas, Erick.

—Claro que sí. —Erick sonrió, algo más serio de lo normal—. Nos salvaste el culo, ¿sabes? Si no fuera por ti, estaríamos comiendo raíces como jabalíes.

Ella soltó una leve risa, sacudiendo la cabeza. Después, cuando él insistió con la mirada, se quedó en silencio unos segundos, pensativa. Erick aprovechó para preguntar lo que le llevaba rondando la cabeza desde hacía días:

—¿Por qué lo haces? —se inclinó un poco hacia ella—. ¿Por qué nos ayudas? No ganas nada con nosotros.

Emma lo observó fijamente, como si intentara leer su interior. Finalmente, respondió con voz tranquila:

—Porque no veo maldad en ti. —Levantó un dedo y lo apoyó suavemente en el pecho de Erick—. Si no hay maldad… ¿por qué no ayudar?

Erick se quedó sin palabras unos segundos. Trató de disimular la incomodidad con una sonrisa tonta, pero la verdad era que sus palabras le habían golpeado más fuerte de lo que esperaba.

—Joder, Emma… —murmuró, intentando bromear—. Hablas bonito, ¿eh? Casi me haces sentir importante.

Ella sonrió de lado, ajustándose las gafas con un gesto delicado.
—Quizás lo seas, Erick. Solo que aún no lo sabes.

El silencio se instaló entre ellos, pero no era incómodo. Erick miró hacia el bosque, pensativo, mientras Emma parecía completamente en paz, como si pertenecer ahí, entre ruinas y hombres perdidos, fuese lo más natural del mundo.

Erick soltó una risita, negando con la cabeza mientras daba otro trago a la cerveza.
—Tú siempre con esas frases raras, Emma. Si no fuera porque nos conocemos de hace… ¿qué? ¿meses ya? —la miró con un gesto burlón—, pensaría que intentas ligarme.

Emma arqueó una ceja divertida, llevándose una mano al pecho con fingida ofensa.
—¿Y quién dice que no?

—¡Anda ya! —Erick estalló en carcajadas, empujándola suavemente con el hombro—. Tú no tienes pinta de soportar a un tío como yo.

—Pues lo hago, ¿o no? —replicó Emma con una sonrisa tranquila, apartándole con un toque ligero de su mano cubierta de hierba—. Te aguanto las bromas, tus nervios, hasta tus ronquidos cuando te quedas dormido vigilando.

—Oye, eso es mentira. —Erick alzó un dedo como si quisiera defenderse con solemnidad, pero la risa lo traicionó al instante—. Yo no ronco… solo respiro fuerte.

Emma rodó los ojos detrás de las gafas torcidas que llevaba, acomodándoselas con elegancia.
—Claro, claro… resoplas como un oso, pero "no roncas".

El silencio volvió por un momento, pero esta vez cargado de complicidad. Erick dejó la lata vacía a un lado y suspiró, más serio:
—Es raro, ¿sabes? Que después de todo lo que pasó, lo único que siento normal aquí… eres tú.

Emma bajó la mirada, pero sus labios dibujaron una sonrisa suave, sincera.
—Y yo contigo, Erick. Quizás por eso sigo viniendo.

Él la observó un segundo, y casi sin pensarlo, dejó que su mano rozara la de ella. Emma no la apartó; al contrario, entrelazó sus dedos con calma, como si ya lo hubieran hecho muchas veces antes.

—Ya ves —murmuró Erick, medio riendo para disimular lo que sentía—. Cualquiera diría que llevamos juntos años, ¿eh?

—Quizás sí. —Emma lo miró a los ojos a través de los cristales de sus gafas—. sí lo parecemos.

Ambos rieron suavemente, y el bosque quedó en silencio alrededor, como si respetara ese pequeño momento de intimidad.

Emma jugueteaba con una de sus propias hebras de hierba que caían como mechones de su cabello, girándola entre sus dedos mientras escuchaba a Erick hablar de cualquier tontería. Reía bajito, de esa manera contenida y dulce que siempre hacía que él se sintiera cómodo.

—¿Sabes? —dijo Erick con media sonrisa, estirándose hacia atrás—. De todas las cosas raras que he visto, todavía me sorprende que uses esas gafas.

Emma se las acomodó en la nariz, encogiéndose de hombros.
—Me gusta cómo me quedan… y además creo que veo algo mejor.

Erick soltó una carcajada leve.
—Ya, ya.

Ella negó con la cabeza y, tímidamente, apoyó la palma de su mano en el brazo de Erick.
—Lo digo porque es verdad. 

Erick se quedó en silencio un momento, bajando la mirada hacia sus manos entrelazadas. Una pequeña sonrisa torpe se le escapó. Carraspeó, apartándose con un gesto de broma.
—Joder, Emma… me vas a poner rojo y eso no me lo perdono.

Emma se rió bajito, cubriéndose la boca con una mano.

Tras unos segundos, Erick se levantó de golpe, como si se le hubiese ocurrido algo importante.
—Oye, espera aquí, ¿vale? No tardo nada.

Emma lo miró confundida, inclinando la cabeza.
—¿A dónde vas?

—A buscar una cosa. —Él le guiñó un ojo, caminando hacia la entrada de la cueva—. Tú tranquila, quédate ahí.

Emma lo siguió con la mirada, sonriendo suavemente aunque sin entender del todo. Se quedó sentada entre los arbustos, meciendo una ramita de hierba en sus dedos, mientras Erick desaparecía dentro de la base oscura en busca de aquel “algo” misterioso.

Emma estaba de cuclillas, sus dedos delicados recorriendo los pétalos de unas florecillas moradas que habían brotado entre las raíces húmedas. Sonrió suavemente, murmurando algo como si hablara con ellas, un gesto tan inocente que contrastaba con la crudeza del mundo que la rodeaba.

Entonces, entre el silencio del bosque, un sonido la hizo tensarse. El rugido grave de un motor… el de la moto de Aitor. Su corazón dio un salto. Giró la cabeza hacia la espesura, sus ojos verdes abiertos con cierto temor, como si en cualquier momento fuera a salir de entre los árboles. Pero no apareció nada. El eco se desvaneció.

Emma respiró hondo, intentando calmarse. “Quizá solo lo imaginé”, pensó, volviendo a centrarse en las flores. Se inclinó un poco más, con la rodilla hundida en la tierra, y estiró la mano para acariciar un tallo frágil.

En ese instante, un frío helado recorrió su espalda. Un metal duro presionó contra la suave piel de su nuca. Emma se quedó paralizada, la sonrisa desapareció de golpe, sus labios se entreabrieron con un temblor apenas audible. La escopeta.

—No te muevas —susurró una voz ronca y cortante detrás de ella.

Emma tragó saliva, las manos aún cerca de las flores, el pecho subiendo y bajando con rapidez. Su mente se debatía entre huir o quedarse quieta, pero sabía que cualquier movimiento en falso podía ser el último.

Emma se quedó rígida, sin atreverse a mover un solo músculo. La escopeta fría contra su nuca era un recordatorio brutal de que estaba en el límite entre la vida y la muerte. Podía escuchar el leve crujido de las ramas bajo las botas de quien la amenazaba.

La voz llegó poco después, seca, áspera, cargada de humo y desconfianza:

—Ni te muevas… ni se te ocurra gritar.

Emma tragó saliva, apenas girando los ojos como si buscara entender lo que pasaba. Detrás de ella, Aitor sostenía la escopeta con una sola mano, el cigarro mordido entre los labios dejando escapar una fina estela de humo. Llevaba las gafas oscuras puestas, esas que escondían cualquier atisbo de duda en su mirada. Su dedo descansaba firme en el gatillo, sin temblar.

La observaba en silencio, midiendo cada respiración que daba la muchacha de hierba. Para él, aquello no era ninguna coincidencia: alguien extraño, demasiado cerca de su “casa”, y que además parecía tener la confianza de Erick. No le cuadraba nada.

—¿Quién coño eres? —gruñó al fin, su voz cargada de sospecha—. ¿Qué mierda le has hecho a mi colega?

El humo del cigarro se mezclaba con la humedad del bosque mientras Aitor no apartaba el cañón de la escopeta de la nuca de Emma.

Ella, con el corazón latiéndole a toda velocidad, sabía que un movimiento en falso podía ser su final.

Emma intentó respirar hondo, que su voz no sonara quebrada, que no se notara el miedo que la estaba devorando por dentro.

—No… no soy peligrosa —dijo despacio, como si cada palabra fuera un cristal que podía romperse al mínimo movimiento—. Solo estaba esperando a Erick, nada más.

Aitor soltó una risa corta, seca, incrédula.

—¿Esperando a Erick? —repitió, apretando un poco más la culata contra el hombro mientras el cañón se clavaba en la nuca de Emma—. Sí, claro. ¿Y qué eres entonces, ehl Pasaron las horas ¿Una trampa con patas?

Emma cerró los ojos un instante, intentando no ceder al temblor que le recorría los brazos. No podía gritar. Sabía que si lo hacía, el disparo llegaría antes de que Erick saliera a socorrerla.

—No le he hecho nada… te lo juro —susurró, con un tono más frágil, más humano a pesar de ser lo que era—. No tengo motivos para lastimarlo.

Aitor chasqueó la lengua, dando una calada profunda al cigarro antes de expulsar el humo contra el aire húmedo del bosque.

—¿Sabes cuál es el problema? —dijo con frialdad, inclinándose un poco hacia ella—. Que las cosas que dicen “no soy peligrosa” son siempre las primeras que intentan arrancarte la puta garganta.

Emma tragó saliva. Sus dedos jugueteaban nerviosos con las flores que había estado recogiendo segundos antes, como si eso pudiera darle un poco de calma.

El silencio se hizo pesado, solo interrumpido por los pájaros lejanos y la respiración contenida de ella. Erick seguía dentro, ajeno a lo que pasaba fuera.

Emma sabía que un movimiento en falso podía sellar su destino.

El silencio se rompió con el crujido de la puerta de madera improvisada al abrirse. Erick salió de la cueva sosteniendo una pequeña cajita en las manos, con una sonrisa lista para enseñársela a Emma.

Pero la sonrisa se borró de golpe.

La caja se le resbaló de los dedos, golpeando el suelo y abriéndose con un sonido seco. Dentro cayeron un par de herramientas oxidadas y un mechero antiguo. Erick se quedó helado al ver el cañón de la escopeta de Aitor apuntando a la nuca de Emma.

—¡¿Pero qué cojones haces, Aitor?! —gritó, dando un paso adelante.

Aitor, sin siquiera girarse, ladeó un poco la escopeta para que el gesto fuera claro.
—Un paso más, Erick, y la jardinera se queda sin cabeza.

Erick se detuvo, la mandíbula apretada, las manos tensas.
—Suéltala, hostias. Ella no es…

—¿No es qué? —lo interrumpió Aitor, frunciendo el ceño detrás de las gafas, el cigarro aún colgado de la comisura de sus labios—. ¿No es peligrosa? ¿No es otro bicho que se mete en tu cabeza y te hace creer que es tu amiga?

Emma tragó saliva, bajando la mirada, incapaz de defenderse.

—Erick —continuó Aitor, con voz dura—. Respóndeme algo. ¿Cómo se llamaba el cabrón que casi nos revienta la cara hace tres meses en la estación de tren?

Erick parpadeó, confuso por la pregunta repentina, pero contestó rápido.
—El gordo de la máscara de gas, el que casi te corta el brazo. Lo dejaste tirado con un tiro en la pierna.

Aitor chasqueó la lengua, como aprobando a medias.
—Bien… sigues siendo tú.

—¡Claro que soy yo, imbécil! —espetó Erick, con los ojos brillantes de rabia—. ¿Y sabes qué? Ella me salvó cuando tú ni estabas. Esa comida que dices que encontré… fue ella la que la trajo. Sin Emma estaríamos pasando hambre.

Aitor clavó la mirada en él, luego volvió a Emma, que apenas respiraba.

El ambiente era tan denso que parecía que cualquier palabra equivocada podía hacer estallar todo.

Aitor suspiró por la nariz, apretando la mandíbula antes de apartar lentamente la escopeta. Dio un paso atrás sin decir nada, y en ese instante Erick corrió hacia Emma, abrazándola con fuerza como si temiera que se deshiciera en sus brazos.

Emma, aunque todavía algo temblorosa, apoyó la cabeza en su hombro. Erick murmuraba entre dientes maldiciones contra Aitor, pero se frenó en seco al ver cómo este se alejaba con calma fingida, como si nada hubiera pasado.

El cazador cruzó el campamento y se dejó caer junto a uno de los enormes cañones láser, el polvo y el musgo levantándose un poco bajo su peso. Sacó otro cigarro, lo encendió, y mirando al suelo masculló apenas audible:
—…Perdón.

Ni siquiera lo dijo con intención de sonar sincero; parecía más un trámite, como si se quitara de encima un peso que no quería cargar.

Emma alzó la mirada desde el abrazo de Erick y lo observó. Le sonrió suavemente, tranquila, y con voz baja contestó:
—Sin rencores.

Aquella respuesta bastó para que el aire se aligerara un poco, pero Erick aún hervía por dentro. Se giró hacia Aitor, dispuesto a echarle en cara lo que había hecho.
—¡Tío, casi la matas! ¡Te has vuelto loco o qué…!

Emma puso una mano sobre su pecho, deteniéndolo con delicadeza.
—Erick, basta. —su tono era sereno, casi maternal—. En realidad… él tiene razón. Yo soy la intrusa aquí. Llegué sin avisar, y es normal que reaccionara así.

Erick cerró los puños, mordiéndose los labios. No podía estar de acuerdo, pero la calma de Emma lo desarmaba.

Aitor, mientras tanto, se quedó en silencio, exhalando una bocanada de humo que se perdió en el aire, sin mirar a ninguno de los dos.

Las horas pasaron y la noche se había adueñado del bosque, y solo el chisporroteo de la hoguera mantenía el silencio a raya. Erick estaba sentado junto a Emma, compartiendo historias y risas suaves que se mezclaban con el crepitar del fuego. Aitor, en cambio, permanecía apartado, fumando con la mirada perdida hacia la oscuridad como si buscara respuestas en las sombras.

Emma, mientras tanto, había guardado un pequeño trozo de comida envuelto en hojas. Con timidez, se levantó y caminó hacia él. Aitor la vio acercarse, entornando los ojos con la misma mezcla de desconfianza y cansancio que siempre llevaba encima.

—Te guardé esto… —dijo Emma, extendiéndole el paquete con suavidad.
Aitor lo recibió, aunque sin entusiasmo. Lo dejó a un lado, encogiéndose de hombros.

—Gracias. —gruñó, y luego añadió con cierto filo, aunque más apagado—. Pero no hacía falta.

Emma sonrió, con esa paciencia tranquila que parecía natural en ella.
—De todas formas, ya me voy. No quiero molestar más.

Aitor resopló, mirando hacia el bosque oscuro.
—¿Irte ahora? Ni de coña. —sacudió la cabeza—. Es tarde, y los Irnkros suelen salir a estas horas. Si no quieres acabar como carne para esos bichos, mejor te quedas aquí a dormir.

Emma dudó, girando la vista hacia Erick. Él, rápido, intentó ayudar:
—En mi cama puedes quedarte sin problema, yo me las apaño en el suelo.

Pero Aitor cortó de inmediato, sin darle margen.
—No. —dijo tajante, levantándose y colgándose la escopeta en la espalda—. Emma se queda en la mía. Yo tengo cosas que hacer.

Hubo un breve silencio. Erick lo miró, entre molesto y sorprendido, pero Emma sólo inclinó la cabeza, agradecida. No discutió.

Aitor, sin decir más, caminó hacia la entrada de la cueva y se sentó junto al portón de maderas viejas, vigilando en la penumbra, como si de verdad tuviera algo urgente que hacer… o quizá solo para no tener que compartir más palabras.

El silencio de la noche se quebraba de vez en cuando con el ulular lejano de algún ave nocturna. Emma ya descansaba en el interior, arropada en la improvisada cama de Aitor, mientras Erick seguía removiendo las brasas de la hoguera hasta que vio a su amigo recoger la mochila negra, ajustarse las gafas y revisar su escopeta.

—¿Otra vez te vas? —preguntó Erick en voz baja, con un tono entre cansado y resignado.

Aitor, sin girarse, echó un vistazo rápido a sus cosas y se encendió un cigarro.
—No exageres. Solo una vuelta.

—Ya… —resopló Erick, cruzándose de brazos—. Como las otras veces, ¿no? Vuelves al amanecer, con cara de perro y ni siquiera dices dónde coño estuviste.

Aitor soltó una risa breve, seca, mientras se colgaba la escopeta a la espalda.
—Hermano, si te lo dijera no tendría gracia. Además, ¿qué más da? Mientras no vuelva con los Irnkros detrás, todo bien.

Erick lo miró con fastidio, pero no insistió. Ya había aprendido que sacar respuestas de Aitor era como exprimir una piedra.

El rugido de la moto rompió la calma del bosque, vibrando contra las viejas paredes de la cueva. Aitor se subió, se colocó bien la mochila y, sin una despedida clara, solo levantó la mano en un gesto ambiguo.

—Cuida la cueva, payaso.

Y arrancó, perdiéndose entre la oscuridad de la carretera rota, dejando a Erick con la sensación incómoda de que su amigo escondía más de lo que jamás contaría.

El rugido de la moto se fue apagando con el eco de la carretera muerta, hasta que Aitor llegó a un viejo bar en ruinas. La fachada estaba medio derrumbada, los ventanales rotos y cubiertos de enredaderas, y el cartel oxidado apenas dejaba leer el nombre del lugar. Nadie en su sano juicio se detendría allí… salvo él.

Apagó la moto, la apoyó contra lo que quedaba de una pared y, sin pensarlo mucho, empujó la puerta que chirrió como si fuera a romperse en cualquier momento. El interior estaba en penumbras, lleno de polvo, botellas caídas y mesas destrozadas. Pero Aitor se movía con la naturalidad de quien ya había estado más de una vez.

Sin rodeos, fue hasta la barra. Había aprendido a apartar las tablas podridas que cubrían un hueco en el suelo. Allí, entre viejos restos, quedaba un pequeño tesoro: un par de botellas aún cerradas, rescatadas de un almacén enterrado en el derrumbe.

Cogió una de whisky, la abrió sin miramientos y le dio un trago largo. El alcohol le quemó la garganta, y esa sensación le arrancó una sonrisa torcida.

—Joder… esto sí que no tiene sustituto —murmuró, recostándose contra la barra con el cigarro colgado de los labios—. ¿Qué pollas hago yo aquí, eh? ¿Hablando solo, bebiendo veneno y cazando aire?

Otro trago. La botella bajaba con rapidez, como si quisiera ahogar pensamientos que ni él mismo entendía.

A los pocos minutos, un crujido retumbó en la parte trasera del bar. Algo pesado, torpe, se movía entre escombros. Aitor levantó la vista, ladeó la cabeza y suspiró, como si ya no le sorprendiera nada.

—Tócate los cojones… —masculló, apoyando la botella sobre la barra y desenfundando lentamente la escopeta.
—Putos Irnkros… siempre jodiendo la fiesta.

El eco de su voz se mezcló con el silencio cargado, mientras apuntaba hacia la sombra que se colaba entre los restos del bar.

De entre la penumbra del bar no apareció un monstruo, ni una bestia con colmillos… sino una figura humana. Una mujer, delgada, con el rostro manchado de tierra y el cabello recogido de mala manera. Vestía cuero gastado y en sus manos empuñaba un arco tenso, la flecha directa al pecho de Aitor.

—Quieto ahí, cabrón —dijo con voz firme—. Suelta la botella y dame todo lo que llevas. Rápido.

Aitor no se encogió, ni levantó las manos. Simplemente soltó una carcajada ronca, dando otro trago de whisky como si la amenaza no existiera.

—¿En serio? —dijo, limpiándose la boca con el dorso de la mano—. Llego a pensar que eras un Irnkro y mira, resultas ser peor… una ladronzuela con arco de juguete.

La mujer frunció el ceño y avanzó un paso más, el arco firme.

—He dicho que lo sueltes. No voy a repetirlo.

Aitor inclinó la cabeza, ladeando una sonrisa torcida, fingiendo un estado entre borracho y desinteresado.

—¿Tú sabes lo que cuesta encontrar un whisky medio decente en este puto mundo? Yo no pienso dártelo ni aunque me claves tres flechas.

La mujer apretó la mandíbula, perdió un segundo en la duda y entonces cambió de estrategia: bajó el arco y, aprovechando el descuido de Aitor, trató de agarrar la escopeta que estaba apoyada contra la barra.

Aitor reaccionó al instante. La sujetó de la muñeca y la jaló hacia atrás. El forcejeo fue brusco, torpe, con sillas y maderas cayendo alrededor. Ella trató de soltar un golpe, él respondió empujándola contra una mesa rota. La pelea avanzó hasta que la mujer, con una agilidad inesperada, consiguió sacar un cuchillo oculto de su bota y, en un giro rápido, empujó a Aitor contra la pared.

La hoja fría quedó pegada a su cuello. El aliento agitado de la desconocida rozaba su rostro.

—Última vez que te lo digo… —susurró ella, clavándole la mirada—. Dame tus cosas o aquí mismo te abro la garganta.

Aitor, con el filo del cuchillo arañando su piel, no mostró miedo. Una sonrisa cínica se le dibujó en el rostro, el cigarro aún colgando de la comisura de sus labios.

—Pues mira qué bien… justo necesitaba un poco de emoción para bajar la copa.

El cuchillo seguía rozando la garganta de Aitor, la presión lo bastante firme como para que un movimiento brusco significara el final. Sin embargo, en su rostro no había terror ni desesperación: solo esa media sonrisa de quien parece disfrutar de la situación.

—Tienes buen pulso, lindura —murmuró, con voz grave y burlona—. ¿Cómo te llamas? Digo… para saber quién será la responsable de joderme la noche.

La mujer apretó más el filo, molesta por su actitud.

—No me interesa hablar contigo. Dame lo que llevas y cierra la boca.

Aitor soltó una risa seca, el humo de su cigarro escapando por un lado de su boca.

—¿Así tratas siempre a los desconocidos? Qué carácter tia. Aunque admito que no es la forma más romántica de conocernos.

La desconocida bufó, harta. Estaba a punto de clavarle la hoja sin más, pero ese instante de duda fue lo que Aitor esperaba. Con un movimiento seco, le asestó una patada en el abdomen. La mujer perdió el equilibrio y cayó de espaldas sobre el suelo polvoriento, soltando un gruñido de dolor.

Aitor aprovechó el instante: se inclinó, agarró su escopeta con rapidez y, sin pestañear, le apuntó directamente al rostro.

—Y ahora… —dijo, entre dientes, escupiendo el cigarro al suelo—. Vamos a empezar de nuevo, ¿vale? Yo soy Aitor… y tú tienes tres segundos para convencerme de que no te vuele los sesos.

El contraste era brutal: ella en el suelo, con el cuchillo aún en la mano, y él de pie, seguro, con la escopeta cargada y la sombra de una sonrisa peligrosa en el rostro.

La mujer, aún en el suelo y con el cuchillo temblando en su mano, lo miraba directamente a los ojos. No había miedo en ellos, o al menos lo ocultaba bien bajo una capa de orgullo y desafío.

—Johana —dijo al fin, con voz firme, como si pronunciar su nombre fuera suficiente para desafiar a la muerte—. Y si vas a apretar ese gatillo, hazlo ya. No pienso suplicar.

Aitor ladeó la cabeza, arqueando una ceja, como si la respuesta le resultara casi graciosa. Bajó la escopeta con calma y la colgó de su hombro.

—Qué cojones… —soltó una risita breve—. Eres de las que no tienen nada que perder, ¿eh?  con agallas, me gusta.

Se agachó lo justo para sacar la botella de whisky de entre sus cosas. Le dio un trago largo y, sin mirarla demasiado, le tendió la botella.

—Toma, pa’ que te bajes ese orgullo un poco.

Johana lo miró, dudando, pero al final agarró la botella y bebió sin apartarle los ojos. El alcohol le quemó la garganta, pero no mostró ninguna mueca. Aitor solo sonrió, satisfecho.

—Así me gusta —comentó, encendiendo otro cigarro con parsimonia—. Salud, Johana.

No hubo más palabras. Aitor tomó la escopeta, se encaminó hacia su moto y, tras montarse, le dedicó una última mirada fugaz. Johana seguía de pie frente al bar medio derruido, con la botella en la mano, observándolo en silencio.

El motor rugió y la moto se perdió en el camino polvoriento. Aitor no dejó de mirar por el retrovisor hasta que la figura de Johana quedó atrás, inmóvil, como una sombra en la entrada del bar.

La moto se detuvo a unos metros de la cueva, su motor apagándose con un ronquido grave que se deshizo en el silencio de la noche. Aitor bajó sin hacer ruido, cargando la escopeta al hombro y con el cigarro apagado colgando de la comisura de los labios. No quería despertar a Erick ni llamar la atención de Emma.

Entró despacio, como una sombra más entre las tablas viejas y el eco apagado de aquel refugio. No fue a su cama, ni siquiera a dejar la mochila. Caminó directo a un rincón apartado, donde entre piedras y maderas escondía una caja metálica oxidada. La abrió con cuidado, dejando escapar el leve chirrido del metal.

Dentro había un puñado de fotografías, gastadas por el tiempo y la humedad. Aitor las pasó entre los dedos como quien repasa cicatrices. Una en particular lo hizo detenerse: una toma a distancia, mal enfocada, de una figura femenina rondando las ruinas de la carretera. El rostro apenas se distinguía, pero ahora que la había tenido frente a frente, no había duda.

—Así que eras tú… Johana —murmuró entre dientes, con una mezcla de fastidio y satisfacción.

Se recostó contra la pared, dejando la foto frente a sus ojos. Dio una calada profunda al cigarro y exhaló lentamente, como si el humo pudiera disipar sus pensamientos.

—No era la primera vez que te veía rondando por aquí. Ya tenía la mosca detrás de la oreja… —chasqueó la lengua y guardó la foto otra vez en la caja—. Espero que no te conviertas en un problema.

Cerró la caja y la empujó otra vez hacia el rincón oscuro. Después se quedó allí, en silencio, mirando al techo, perdido en sus propias dudas mientras afuera los grillos acompañaban la quietud de la noche.


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