El reino de las sombras: Capítulo 3: Beth
Capítulo 3: Beth
El sol apenas asomaba entre las ramas, tiñendo el claro de un naranja tenue. El canto de los pájaros se mezclaba con el chisporroteo de la leña. Aitor, tendido fuera de la cueva sobre una manta vieja, abrió los ojos con gesto pesado. No fue el sol lo que lo despertó, sino el olor a humo y carne empezando a dorarse.
Incorporándose lentamente, con el cigarro aún apagado entre los dedos, miró hacia la hoguera. Allí estaba Emma, arrodillada frente al fuego, acomodando con cuidado uno de los pájaros que él mismo había cazado el día anterior. Sus manos de hierba parecían casi bailar mientras colocaba las ramas para que la brasa agarrara mejor.
—Vaya… —murmuró Aitor con voz ronca, frotándose la cara—. No sabía que las plantas también sabían encender fuego.
Emma giró apenas la cabeza, con una sonrisa tímida bajo esas gafas torcidas que nunca se quitaba.
—Una aprende de todo un poco si quiere sobrevivir.
Aitor se levantó, estirándose con desgana, y se sentó a una distancia corta de la hoguera. Encendió el cigarro y soltó la primera calada, observándola de reojo.
—Pues no lo haces mal. Erick siempre termina dejando el pájaro crudo por dentro o quemado por fuera.
Emma dejó escapar una risita suave, como si no quisiera hacer mucho ruido.
—Entonces tendrás que agradecerme que no te toque el estómago hoy.
Él arqueó una ceja, sorprendido de que se atreviera a responderle con esa naturalidad.
—Vas cogiendo confianza, ¿eh? —dijo, dándole otra calada y soltando el humo hacia arriba—. No está mal… me gusta.
Hubo un silencio breve, cómodo, en el que solo habló el fuego. Emma acomodó la leña y después lo miró de frente.
—No eres tan frío como pareces, Aitor.
Él giró la mirada hacia el lago lejano, evitando sostenerla.
—O sí… depende de quién mire.
Emma bajó la vista, con una media sonrisa que parecía esconder más de lo que mostraba. Mientras el pájaro seguía cocinándose, entre ellos empezaba a formarse algo distinto: no confianza absoluta, pero sí la chispa de una complicidad inesperada.
Aitor dio la última calada al cigarro y lo apagó contra una piedra. Miró a Emma un momento, como sopesando algo, y al final soltó:
—Vale… te creo un poco más de lo que debería. Erick no se equivoca contigo, y yo tampoco tengo ganas de andar desconfiando todo el puto día. —Se levantó, sacudiéndose el polvo del pantalón—. Vigila al dormilón de dentro, yo tengo otra cosa que hacer.
Emma lo miró curiosa, pero no preguntó nada. Aitor silbó bajito, casi como un gesto de despedida, y caminó hacia la moto. Montó sobre aquella bestia metálica, la arrancó con un rugido ronco y enfiló el sendero entre los árboles.
El viaje fue más complicado de lo que recordaba. El camino estaba cubierto de raíces y piedras, y más de una vez la moto dio un salto seco que casi lo tiró. Aitor mascullaba insultos entre dientes, apretando los dientes contra el manillar, decidido a llegar aunque el lugar pareciera querer cerrarse sobre él.
Al cabo de un rato, los árboles se abrieron y volvió a encontrarse con aquel paisaje imponente: la montaña verde en miniatura, la cascada cayendo como un velo de cristal, y el lago quieto, reflejando la luz del mediodía.
Aitor apagó el motor y se bajó, dejando que el eco de la cascada llenara el silencio. Dio unos pasos hasta quedar frente al agua, con la escopeta colgada a la espalda y la mochila reposando sobre un hombro.
—¡Eh! —gritó, con voz firme, pero sin sonar desesperado—. ¡Ya sabes quién soy! ¡No pienso quedarme aquí como un idiota todo el día, así que sal de una puta vez!
El rugido del agua fue su única respuesta. No había risa femenina, ni las extrañas criaturas saltando alrededor, ni una sombra esperándolo. Solo él y la cascada, como si la vampiresa nunca hubiese existido.
Aitor chasqueó la lengua, molesto. Encendió otro cigarro, se lo llevó a los labios y esperó… aunque en el fondo, sabía que esa espera podía ser en vano.
El humo del cigarro apenas había empezado a elevarse cuando un movimiento fugaz cruzó la cascada. Aitor se tensó, bajando la mano hacia la escopeta, pero no tuvo tiempo: una sombra veloz se lanzó desde el agua con la gracia de un felino.
La vampiresa cayó sobre él como si el peso no existiera, empujándolo varios pasos hacia atrás. Aitor gruñó, rodando por el suelo, y alcanzó a levantar la culata de la escopeta para apartarla de un zarpazo que iba directo a su cuello.
—¡Joder, otra vez tú! —escupió, forcejeando.
Ella sonrió, mostrando los colmillos apenas a centímetros de su rostro. Sus ojos brillaban con un tono burlón, como si disfrutara cada intento de resistencia de Aitor.
—Eres más lento de lo que pensaba… —murmuró con voz suave, casi juguetona—. ¿De verdad crees que puedes plantarme cara?
Aitor empujó con todas sus fuerzas, logrando incorporarse y lanzando una patada que la apartó un instante. Sin perder tiempo, encañonó con la escopeta.
—Te juro que si das un paso más, te vuelo la cabeza.
La vampiresa soltó una carcajada cristalina, nada acorde a la amenaza. Avanzó con calma, sin miedo al arma. En un abrir y cerrar de ojos, estaba otra vez encima de él. Con un movimiento ágil, desvió la escopeta, la sacó de su agarre y la tiró a un lado.
—Así me gusta —susurró mientras lo inmovilizaba contra el suelo, una rodilla hundida en su pecho y los colmillos rozando la piel de su cuello—. La furia te hace más interesante.
Aitor forcejeó, maldiciendo.
—¡Quítate, hostia!
Ella inclinó la cabeza, como si fuera a morderlo, pero en lugar de eso deslizó un dedo por su mandíbula y le dio un leve mordisco en la oreja, riéndose bajito. Después, de un salto, se apartó con la misma ligereza con la que había aparecido.
—Siempre terminas debajo de mí, ¿te has dado cuenta? —bromeó, disfrutando de su evidente fastidio.
Aitor se levantó, limpiándose el polvo con rabia.
—Eres un puto dolor en el culo.
—Y aún así sigues viniendo a buscarme —respondió ella con una sonrisa provocativa, dando un paso hacia atrás hasta fundirse poco a poco con la niebla que brotaba de la cascada.
Aitor apretó los dientes, recogió la escopeta y masculló un insulto entre dientes, sabiendo perfectamente que esa mujer lo estaba volviendo loco de maneras que ni él entendía.
Aitor apretaba con fuerza el colgante en su mano, jadeando después del último encontronazo. Levantó la voz, cansado ya de juegos:
—¡Basta ya de hostias! —gritó con furia—. ¿Qué coño es este colgante? ¿Qué significa? ¡Respóndeme de una puta vez!
La vampiresa inclinó la cabeza, sus labios curvándose en una sonrisa peligrosa. En vez de palabras, de entre la niebla materializó una espada delgada, negra como la obsidiana, que brillaba con un filo casi líquido. La levantó con gracia, apuntando directo a su pecho.
—Las respuestas hay que ganárselas —susurró con diversión en los ojos.
Aitor apenas tuvo tiempo de sacar el cuchillo de su bota antes de que la vampiresa arremetiera. El primer choque resonó con un clang metálico que hizo vibrar su brazo entero.
—¡Joder! —maldijo, retrocediendo mientras trataba de mantener la guardia.
Ella atacaba con una velocidad imposible, como si cada estocada fuera una danza. Aitor bloqueaba como podía, girando el cuchillo en su mano, buscando cualquier hueco para contraatacar. Sus músculos se tensaban, el sudor empezaba a correrle por la frente.
—¿¡Te parece divertido esto, eh!? —rugió, intentando clavarle el cuchillo en un descuido.
La vampiresa esquivó con una sonrisa amplia, ladeando la cabeza como si realmente disfrutara. Cada vez que Aitor embestía con rabia, ella lo desviaba con un simple giro de muñeca, carcajeándose con una voz cristalina que solo lo enfurecía más.
—Eso… —dijo ella, lanzando un tajo que le rozó la camisa, abriéndole una línea en el hombro—. ¡Eso es lo que quería ver!
Aitor apretó los dientes, ignorando el ardor de la herida. Con un gruñido, cargó contra ella con todo el peso de su cuerpo, cuchillo en mano, decidido a no dejarla reír ni un segundo más.
La vampiresa giró sobre sí misma con un movimiento elegante, rozándole el costado con la hoja de su espada, como quien acaricia en lugar de herir.
—Eres un animal hermoso cuando te cabreas, Aitor.
Él, rojo de ira, levantó el cuchillo para otro ataque directo, dispuesto a acabar el juego.
La respiración de Aitor era un caos: cada inhalación era un jadeo áspero, cada exhalación un gruñido ahogado. Sus brazos temblaban, la camisa rota colgaba a tirones, y el cuchillo en su mano ya pesaba como si fuera de plomo. La vampiresa, en cambio, permanecía intacta, elegante, casi danzando alrededor de él con esa sonrisa suya que no mostraba esfuerzo alguno, solo diversión pura.
Aitor intentó un último envite, un corte directo al abdomen, pero la fuerza ya no le daba para más. La vampiresa apenas giró la muñeca, desvió la hoja con un clink suave y, de un leve empujón con la espada, lo hizo perder el equilibrio. Aitor tropezó hacia atrás y cayó de rodillas, el cuchillo resbalándole de la mano.
—Mierda… —masculló con los dientes apretados, el pecho subiendo y bajando como un fuelle roto.
Ella lo observó en silencio unos segundos, ladeando la cabeza como un gato curioso. Su sonrisa no se borraba, y sus colmillos, blancos y afilados, se asomaban apenas bajo sus labios. Dio un paso elegante hacia él, y luego otro, dejando que la bruma nocturna la envolviera como un velo.
—Qué decepción, Aitor… —murmuró con voz suave, casi melódica, inclinándose sobre él—. Tanta furia, tanta rabia… y al final te me desmoronas en las rodillas.
El cabrón levantó la cabeza, sudoroso, con la mirada cargada de odio impotente. No dijo nada.
Ella rió dulcemente, como si le hubiera contado un chiste sin palabras. Con un dedo helado le levantó el mentón, obligándolo a mirarla.
—No te preocupes, no es tu culpa —susurró, rozando con la uña su barbilla—. Yo simplemente… juego demasiado bien.
Aitor quiso apartarla, pero no tuvo fuerzas. La vampiresa inclinó su rostro a un palmo del suyo, como si fuera a robarle un beso o arrancarle la garganta, disfrutando de tenerlo sometido.
—Mírate… —dijo en un susurro cargado de burla—. Todo un hombre hecho pedazos por una “bobada”.
Y sin darle tiempo a reaccionar, aprovechó ese instante de debilidad para hacer exactamente lo que se le antojara.
El cuerpo de Aitor golpeó contra la hierba húmeda con un ruido sordo, el aire escapándole de los pulmones. Apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando la vampiresa, con una gracia felina, se deslizó sobre él, clavándole las rodillas a los costados para inmovilizarlo. La espada desapareció de sus manos como si nunca hubiera existido, y en su lugar, sus labios fríos descendieron hasta la herida abierta en el hombro del muchacho.
Un escalofrío helado recorrió a Aitor cuando sintió los colmillos rozar su piel, hundiéndose con suavidad precisa. La vampiresa cerró los ojos y comenzó a succionar lentamente, con un deleite inquietante, como si saboreara cada gota de sangre que arrancaba de su carne. Su respiración se entremezclaba con un leve gemido de placer, y su cabello oscuro caía en cascada alrededor del rostro de Aitor, atrapándolo en una especie de prisión sedosa y oscura.
Él, jadeante y exhausto, no pudo moverse al principio. El dolor se mezclaba con un extraño mareo, como si el mundo entero girara a su alrededor. El calor de la sangre escapando le hacía perder fuerzas, y durante unos segundos, se sintió completamente a merced de ella.
Pero Aitor no era de los que se quedaban quietos esperando morir. Con un esfuerzo brutal, contrajo los músculos, apretó los dientes y levantó un brazo tembloroso. Su mano se cerró en torno al cuello de la vampiresa con una fuerza desesperada, y con la otra, recuperó el cuchillo que aún tenía cerca. La hoja se alzó, y de inmediato quedó presionada contra la piel blanca de la mujer.
Los ojos de la vampiresa se abrieron de golpe, brillando con un fulgor carmesí en la penumbra. Su sonrisa, manchada con la sangre fresca de Aitor, se curvó en una mueca entre divertida y peligrosa.
—Quita… tus malditos colmillos —gruñó Aitor, apretando más fuerte el cuchillo contra su garganta—. O me das respuestas ahora mismo… o aquí acaba tu jueguecito.
El filo estaba tan cerca que con apenas un movimiento podría abrirle la piel. Aitor la miraba con una mezcla de furia y cansancio, sudor y sangre escurriendo por su rostro. No había miedo en su voz, solo determinación rabiosa.
La vampiresa, en vez de asustarse, soltó una risa suave, vibrante, como si lo encontrara todavía más interesante por atreverse a plantarle cara en esas condiciones.
La vampiresa no se inmutó ante la presión del cuchillo en su cuello. Al contrario, ladeó la cabeza con descaro, como si aquella situación fuera poco más que un juego privado entre ellos. Sus labios, aún manchados con un rastro carmesí, se curvaron en una sonrisa traviesa.
—Deberías estar dándome las gracias, cazador —dijo con tono casi burlón, como si entre colegas compartieran una broma.
Aitor frunció el ceño, la mandíbula apretada y los ojos encendidos de rabia. La escopeta, la moto, los golpes, todo aquello le parecía normal… pero ¿agradecerle? Con un gruñido, casi escupiendo las palabras, contestó:
—¿Qué cojones se supone que tengo que agradecerte? ¿El morderme como si fuera tu cena? ¿El intentar matarme a hostias?
La vampiresa soltó una risita dulce, ladeando un poco más la cabeza, como si disfrutara del enfado de Aitor. Entonces, con voz calmada y casi didáctica, le levantó un dedo frente al pecho.
—Dos cosas. Primero… que te estoy enseñando a pelear mejor. A cada golpe, a cada esquive, a cada caída, te estás volviendo más fuerte. Eso lo sabes tan bien como yo. —Le guiñó un ojo con descaro.
Aitor gruñó entre dientes, pero no apartó el cuchillo.
—Y segundo… —continuó ella, inclinándose un poco más hacia su oído— …que acabo de cerrarte la herida.
Las palabras lo desconcertaron. Aitor parpadeó un par de veces, incrédulo, y finalmente bajó la vista hacia su hombro. Movió el brazo con dificultad y luego, con torpeza, se llevó la mano a la zona donde antes ardía el dolor.
Allí, donde minutos antes la sangre le empapaba la camiseta, ya no quedaba nada. Ni un corte, ni una marca profunda, apenas un tenue ardor bajo la piel. Era como si la vampiresa hubiera arrancado de raíz la herida… y la hubiese engullido con esa succión que lo había dejado sin aire.
Aitor se quedó mudo un instante, el cuchillo aún firme en el cuello de ella, pero con la duda mordiendo en su cabeza. La vampiresa, mientras tanto, lo miraba fijamente con esa mezcla de burla y dulzura, como si esperara su reacción con una diversión retorcida.
—¿Ves? —susurró ella, con esa sonrisa que parecía no borrarse nunca—. No todo lo que hago es malo.
La vampiresa, aún con la hoja de Aitor rozando su piel pálida, ladeó una sonrisa de esas que parecían tenerlo todo bajo control. Su tono se suavizó, casi como si nada de lo ocurrido tuviera importancia.
—Tranquilo, lobo feroz… —murmuró con un aire juguetón—. Solo estaba jugando contigo.
Aitor la miró con los ojos entrecerrados, desconfiado hasta la médula.
—¿Jugando? —repitió con un bufido, apretando más el cuchillo—. Te juro que tienes un concepto muy raro de lo que es un puto juego.
La vampiresa no se inmutó. En lugar de eso, alargó la mano y tiró suavemente de la camiseta destrozada que aún llevaba él puesta, señalándola con un gesto perezoso.
—Dame eso —ordenó, como si fuera lo más natural del mundo—. Te la voy a arreglar.
Aitor arqueó una ceja.
—Sí, claro… ¿y también me vas a bordar un dragón en la espalda?
Ella rodó los ojos y, con un aire burlón, chasqueó la lengua.
—No seas crío. Confía, aunque sea un poquito.
Él dudó. Cada instinto gritaba que no lo hiciera, que era una trampa, que aquella mujer no daba nada gratis. Pero, sin entender del todo por qué, terminó tirándole la camiseta hecha jirones. Tal vez cansancio, tal vez curiosidad, o simplemente un impulso que no lograba controlar.
—Esto es una estupidez… —masculló, entregándosela con un gesto brusco.
La vampiresa la tomó con delicadeza, como si aquel trozo de tela fuera un tesoro, y le lanzó una última mirada divertida.
—Mientras tanto… métete en la cascada. Lávate esa sangre y despeja tu cabeza. Yo me encargo del resto.
Sin darle más opciones, caminó con paso elegante hacia la caída de agua. Su silueta se perdió en la bruma plateada y, como si se desvaneciera entre realidades, atravesó la cortina líquida con la camiseta en la mano.
Aitor quedó solo, perplejo, sin saber si sentirse estafado, cuidado o humillado. Se pasó la mano por el rostro, resoplando fuerte.
—…Joder, qué cojones acabo de hacer… —se dijo a sí mismo.
Miró la cascada un momento más, como esperando que ella regresara de inmediato. Pero no ocurrió. Con un gruñido resignado, se quitó las botas, dejó la escopeta apoyada en una roca y, todavía con la incredulidad colgando en su pecho, se metió en el agua helada.
El golpe del frío lo hizo resoplar, pero al mismo tiempo sintió cómo la sangre y la tensión de la pelea se diluían en aquel torrente cristalino.
Beth regresó con la camiseta impecable entre las manos, doblada con un cuidado casi maternal. La extendió hacia Aitor con una sonrisa serena, como si nada hubiera pasado minutos antes.
—Aquí la tienes —dijo suavemente—. Prometí devolvértela.
Aitor la tomó con un gruñido bajo, revisándola como si aún sospechara que escondía alguna trampa. Sin embargo, la prenda estaba perfecta, incluso mejor que antes.
—¿Qué demonios eres, eh? —preguntó con desconfianza, mirándola de reojo.
La mujer soltó una leve risa, esa risa que parecía bailar entre la burla y la calma. Dio un paso hacia él, inclinando un poco la cabeza, y dijo con firmeza:
—Me llamo Elizabeth.
Aitor arqueó una ceja, sorprendido más por la sinceridad del gesto que por el nombre en sí. Ella, notando su reacción, añadió con un destello juguetón en la mirada:
—Pero prefiero que me llames Beth. Elizabeth suena demasiado… solemne, ¿no crees?
Aitor se la quedó mirando en silencio, apretando la mandíbula. Finalmente, masculló mientras se ponía la camiseta:
—Beth, entonces… —su voz seguía cargada de recelo, aunque menos cortante que antes—. Supongo que ya no tengo excusas para no llamarte por tu nombre.
Beth sonrió dulcemente, como si hubiese ganado una pequeña batalla sin necesidad de armas.
—Ves… poco a poco vas entendiendo que no soy tan mala como piensas.
Aitor soltó un resoplido, encendiendo un cigarro con gesto incrédulo.
—Eso está por verse…
Aitor se puso la camiseta recién arreglada, todavía sin poder creerse que la vampiresa se hubiera tomado la molestia de coserla. Encendió un cigarro y dio una larga calada, sin apartar la mirada de Beth, como si esperara el próximo movimiento extraño de ella.
—Bueno… ya está. Supongo que esto es todo, ¿no? —murmuró con desgana, dándose media vuelta para marcharse.
Beth, en lugar de apartarse, cruzó los brazos y lo miró fijamente. Su tono fue ligero, casi juguetón, pero con un matiz diferente, más sincero de lo habitual:
—Quédate un rato más. Me aburro aquí sola.
Aitor soltó una carcajada seca, como si le pareciera un chiste.
—¿Qué pasa? ¿Quieres seguir jugando conmigo un rato?
Ella ladeó la cabeza, esbozando una sonrisa que no era del todo burlona. Había algo extraño en su expresión, algo que Aitor no estaba acostumbrado a ver en ella: un matiz de honestidad, quizás hasta vulnerabilidad.
Él aspiró otro golpe de humo, entrecerrando los ojos. Quería soltar un “no” tajante, girar la llave de la moto y largarse de allí, pero por alguna razón no lo hizo. Se quedó mirándola unos segundos más, intentando descifrar si esa petición era otra de sus bromas crueles… o si de verdad hablaba en serio.
—Mierda… —masculló entre dientes, rascándose la nuca—. Está bien. Pero solo un rato.
Beth sonrió, esta vez con un gesto más cálido, casi humano. Se sentó sobre una roca junto al río, apoyando los brazos sobre las rodillas, mientras el murmullo de la cascada llenaba el silencio.
Aitor, aún con la desconfianza clavada en el pecho, decidió quedarse a un par de metros de ella. No dejaba de observarla, pero por primera vez no lo hacía con ira ni con el cuchillo en la mano, sino con una curiosidad desconcertante.
Beth, sin previo aviso, se levantó de la roca y caminó hacia la cascada. Aitor la siguió con la mirada, entre intrigado y molesto, mientras ella se metía al agua sin quitarse ni una sola prenda. La tela oscura de su vestido se pegaba a su cuerpo a medida que avanzaba hasta quedar medio sumergida.
—¿Qué demonios haces? —preguntó Aitor, frunciendo el ceño mientras soltaba una nube de humo.
Beth se giró apenas, con esa sonrisa traviesa pintada en los labios.
—¿Por qué? ¿Querías verme sin ropa? —dijo en tono juguetón, arqueando una ceja.
Aitor bufó y negó con la cabeza, llevándose el cigarro a la boca.
—Anda, vete a la mierda… —replicó seco, aunque no pudo evitar que una ligera mueca de diversión se le escapara.
Beth rió suavemente, una risa ligera que se confundía con el murmullo del agua. Siguió moviéndose dentro del río como si no tuviera prisa en salir, mojándose el cabello y salpicando de vez en cuando, disfrutando como una niña de algo tan simple.
Aitor la observaba desde la orilla, tratando de mantener el gesto duro, pero había algo en aquella escena que lo desarmaba. Esa vampiresa que antes lo tenía contra el suelo con un filo en la garganta ahora chapoteaba frente a él, riéndose de sus propias ocurrencias.
—Eres rara de cojones, ¿lo sabías? —terminó diciendo Aitor, con un tono menos hostil que antes.
—Lo dicen mucho —respondió Beth con fingida solemnidad, antes de volver a reír.
La conversación fluyó entre comentarios sarcásticos, pullas y alguna que otra broma. Al cabo de un rato, Aitor, casi sin darse cuenta, estaba riéndose también. Su risa era áspera, como si llevara tiempo sin usarla, pero estaba allí, rompiendo poco a poco la desconfianza que lo mantenía en guardia.
Por primera vez desde que se conocieron, el aire entre ellos no se sentía como un campo de batalla, sino como un extraño respiro compartido.
Aitor, ya más relajado, se recostó sobre una roca plana, dejando que el humo del cigarro se perdiera en el aire húmedo de la cascada. Miró a Beth, que seguía en el agua con el vestido pegado a la piel, y soltó de golpe lo que le rondaba en la cabeza:
—¿Por qué eres así? —preguntó sin rodeos—. ¿Por qué tan… pícara?
Beth ladeó la cabeza, como sorprendida de la pregunta, y luego soltó una risita suave. Se acercó un poco a la orilla, hundiendo los dedos en el agua mientras respondía.
—Costumbre —dijo con naturalidad—. Los vampiros siempre hemos sido entrenados para eso: para atraer, seducir, hacer bajar la guardia. Así era más fácil conseguir lo que queríamos… presas que después acababan muertas.
Aitor la miró con seriedad, sin apartar el cigarro de sus labios.
—Pero el mundo se fue a la mierda… —murmuró.
Beth asintió lentamente.
—Y con ello dejó de tener importancia. Ya no necesito fingir tanto. Pero… es un hábito que nunca perdí.
El silencio duró unos segundos. El agua de la cascada era lo único que llenaba el aire hasta que Aitor, con una media sonrisa, soltó la pregunta que lo incomodaba desde que la conoció:
—¿Entonces… yo soy la presa?
Beth lo miró fijamente, y su sonrisa se volvió más amplia. Una carcajada cristalina salió de su garganta mientras negaba con la cabeza.
—No, Aitor. Tú no eres mi presa. —Se inclinó un poco más hacia él, como si le contara un secreto—. Descubrí hace tiempo que la sangre está sobrevalorada.
Aitor arqueó una ceja, intrigado.
—¿Ah, sí?
Beth, con esa chispa traviesa en los ojos, respondió:
—Sí. Hay comida humana mucho más rica que eso.
El comentario quedó flotando entre los dos, cargado de misterio y picardía, sin que Aitor pudiera adivinar si hablaba en serio, si jugaba con él… o si era otra forma de recordarle que, aunque sonriera, seguía siendo un depredador.
Aitor soltó una calada más al cigarro y, con una media sonrisa, la miró de reojo.
—Vale… si dices que hay comida más rica que la sangre, dime un ejemplo.
Beth llevó un dedo al mentón, fingiendo pensarlo con mucha seriedad, hasta que respondió con voz cantarina:
—Pues… el pan. —Se encogió de hombros, como si fuera lo más obvio del mundo—. Algo tan simple, pero me gusta demasiado.
Aitor no pudo evitar soltar una carcajada.
—¿Pan? ¿En serio? —dijo divertido, sacudiendo la cabeza.
Beth asintió convencida, cruzando los brazos sobre el pecho con gesto orgulloso.
—Sí, pan. Pero… —su tono se suavizó, como si confesara un pequeño secreto— hay algo que me gusta aún más: ese extraño zumo de uva… ácido, fuerte, que quema un poco la garganta.
Aitor parpadeó un segundo antes de reírse otra vez.
—¿De verdad me estás hablando del vino?
Beth lo miró, arqueando una ceja.
—¿Eso es? ¿Vino?
—Exacto —dijo Aitor, sacudiendo la ceniza del cigarro y acomodándose en la roca—. Viene de la uva, se deja fermentar, se cuida en barricas… Es un proceso largo, pero el resultado es justo lo que describes.
Beth ladeó la cabeza con genuina curiosidad, como si nunca lo hubiera pensado de esa manera.
—Así que vino… —repitió, probando la palabra en sus labios.
Aitor se rió bajo.
—Joder, no puedo creer que una vampiresa que ha vivido quién sabe cuántos años me venga a descubrir ahora que le gusta el vino como si fuera un descubrimiento nuevo.
Beth lo miró con una sonrisa casi infantil, divertida pero sincera.
—Bueno… siempre se aprende algo contigo.
Beth jugaba con el agua entre los dedos, dejando que las gotas resbalaran por sus uñas como si fueran pequeñas joyas. Aitor la observaba con cierta incredulidad, aún sin quitarse del todo la desconfianza, pero sorprendido de lo normal que parecía en esos momentos.
—Pues mira tú por dónde —dijo Aitor tras otra calada al cigarro—, resulta que sí conozco un sitio donde aún se puede beber vino.
Los ojos de Beth brillaron de inmediato, casi como si acabara de recibir el mejor regalo del mundo. Se incorporó en el agua, con esa expresión de niña emocionada que contrastaba con su aura de criatura antigua.
—¿¡De verdad!? —exclamó, con una ilusión desbordante—. ¿Dónde? ¿Lo tienes aquí?
Aitor se rió bajo, divertido por la reacción tan inesperada.
—Tranquila, tigresa —le respondió con sorna, agitando la mano—. No empieces a saltar todavía. Otro día te llevo, ¿vale?
Beth infló las mejillas con un gesto fingidamente molesto, cruzando los brazos bajo el agua.
—Eres un cruel, ¿lo sabías? —replicó, aunque en seguida la comisura de sus labios se curvó en una sonrisa traviesa—. Me tientas con vino y luego me dices que “otro día”…
—Así aprendes a tener paciencia —dijo Aitor, encogiéndose de hombros.
Beth rodó los ojos con gracia, pero aún así se quedó mirándolo, divertida.
—Eres insoportable, ¿te lo han dicho?
—Sí, varias veces —contestó Aitor con calma, soplando el humo hacia un lado.
Beth soltó una risa ligera, de esas que parecían escapar sin permiso. Luego bajó la mirada, dibujando círculos en el agua con un dedo, más tranquila, más cercana. Esa mezcla de picardía y dulzura la envolvía de una manera extraña, desconcertante incluso para Aitor.
Beth, aún jugueteando con el agua, dejó escapar un suspiro.
—¿Sabes? Eres el primero que se queda tanto rato a hablar conmigo sin intentar matarme o huir despavorido. —Sonrió de lado, con ese aire travieso que nunca terminaba de abandonar su rostro—. No está mal, me gusta.
Aitor se estiró un poco, dejando escapar el humo de su último cigarrillo, y miró al cielo que empezaba a teñirse de tonos naranjas y morados.
—Pues considérate con suerte. —Se levantó, recogiendo su chaqueta—. Pero ya se está haciendo tarde, y yo tengo que irme.
Beth frunció los labios, como una niña a la que le quitan un juguete.
—¿Tan pronto? Apenas empieza a ponerse interesante… —refunfuñó, apartando el agua con un manotazo—. Aquí me paso las horas muertas y ahora que alguien me hace compañía…
—Tengo responsabilidades, Beth. —Aitor le contestó con calma, aunque su tono dejaba ver que no había margen para discusión—. Y también un colega que depende de mí. No puedo dejarlo tirado.
Beth arqueó una ceja, curiosa.
—¿Un colega? —repitió, inclinando la cabeza como si intentara leer entre líneas—. ¿Quién es tan importante como para que me dejes aquí sola?
Aitor sonrió apenas, de manera seca, sin dar detalles.
—Eso no importa. Lo que importa es que necesita una mano, y yo voy a dársela.
Beth se quedó mirándolo en silencio un par de segundos, hasta que suspiró resignada. Se cruzó de brazos y ladeó la cabeza con un gesto entre coqueto y fastidiado.
—Está bien… —murmuró, aunque la sonrisa juguetona volvió a sus labios—. Pero dime una cosa, Aitor… ¿cuándo vas a volver?
El hombre hizo una pausa, ajustando su cinturón y guardando sus cosas.
—No lo sé. Supongo que cuando pueda.
Beth soltó una risa corta y sarcástica, pero en sus ojos brillaba algo distinto, casi como si no quisiera admitir que lo esperaba de verdad.
—Pues que no tardes mucho. Me aburro fácil.
Aitor no respondió. Encendió la moto con un rugido grave y, antes de irse, le lanzó una mirada rápida, como si quisiera asegurarse de grabar su silueta recortada contra la cascada. Luego se perdió entre los árboles, dejando atrás el eco de Beth tarareando algo, como si lo despidiera a su manera.
El rugido de la moto se escuchó a lo lejos antes de apagarse frente a la entrada improvisada de la “casa”. Aitor desmontó con la misma parsimonia de siempre, apagó el motor y dejó la máquina apoyada contra una roca. Su paso era firme, aunque en su cabeza aún resonaban los ecos de la tarde pasada con Beth.
Al cruzar el umbral, lo recibieron dos miradas distintas: la curiosidad expectante de Erick y la dulzura tranquila de Emma, que estaba inclinada sobre la hoguera.
—¿Y bien? —preguntó Erick, alzando una ceja—. ¿Qué tal la caza?
Aitor se detuvo un instante. El recuerdo de que nunca llegó a cazar se le clavó como una piedra en el estómago. Pero no dejó que se notara; con total naturalidad se encendió un cigarro y contestó, sin un ápice de duda:
—Unos malditos irknos se me adelantaron. Tenía un par de piezas seguras y me las arrebataron delante de las narices. —Soltó el humo por la comisura de los labios, encogiéndose de hombros—. Mala suerte.
Erick chasqueó la lengua, resignado, aunque no parecía sorprenderle.
—Joder, siempre igual esos bichos.
Emma, en cambio, se limitó a sonreír suavemente. Se limpió las manos en un trapo improvisado y lo miró con ternura, como si lo viera más cansado de lo normal.
—No pasa nada, Aitor. Hoy no vamos a quedarnos con hambre. —Señaló con un gesto la olla que burbujeaba al calor del fuego—. He preparado algo distinto… estoy segura de que les va a encantar.
La voz de Emma sonaba serena, casi maternal, y por un instante Aitor se sintió descolocado. Su mirada pasó de la olla a los ojos verdes de ella, y aunque intentó mantener su fachada fría, una pequeña chispa de curiosidad se le escapó.
—¿Ah, sí? —murmuró, con media sonrisa torcida—. Veremos si de verdad supera a un buen guiso de caza.
Emma removió el guiso con cuidado, lo probó con una cucharita de madera y asintió satisfecha. Luego, con una sonrisa amable, llenó un cuenco y se lo pasó a Aitor.
—Toma, prueba esto.
Aitor arqueó una ceja, curioso, y lo aceptó. Justo en ese momento, Erick se acomodó al lado de la hoguera con una sonrisilla orgullosa.
—A que no sabes quién cocinó eso.
Aitor probó un bocado, sorprendiéndose de inmediato por el sabor bien balanceado y el punto justo de especias.
—Pues… no está nada mal —murmuró, levantando la vista hacia Emma, pensando que había sido ella.
Pero Erick carraspeó y levantó la mano con gesto triunfal.
—Lo hice yo.
La expresión de Aitor cambió a puro desconcierto, casi incrédulo.
—¿Tú? Anda ya, no me jodas.
Emma rió bajito y explicó, con ese tono suave que siempre la acompañaba:
—Yo le enseñé… paso a paso. Solo le di las instrucciones, lo demás lo hizo él.
Aitor negó con la cabeza, entre divertido y sorprendido, y siguió comiendo.
Pero lo mejor vino después. Emma, con un gesto tímido pero entusiasta, sacó de un paño unas torrecitas doradas y esponjosas. Los puso en un plato improvisado y los deslizó hasta Aitor.
—Y esto… esto sí que lo hice yo.
El olor dulce y cálido le golpeó de inmediato. Aitor tomó un pancake con las manos, le dio un bocado generoso y se quedó unos segundos en silencio. Sus ojos se abrieron ligeramente, como si lo hubieran transportado a otro tiempo.
—No puede ser… —murmuró con la boca llena, tragando rápido para hablar—. Emma, joder… esto está brutal. —Y sin esperar, cogió otro, casi engulléndolo como si llevara días sin probar algo así.
Emma lo miraba, divertida, algo sonrojada por los elogios.
—Me alegra que te guste —susurró, bajando un poco la mirada, aunque no podía evitar sonreír al verlo tan feliz.
Aitor, con la boca ocupada, levantó la mano en señal de aprobación, y después, ya más claro, repitió varias veces entre risas:
—De verdad, Emma… están de puta madre. Como los desayunos que me hacía mi madre de crío. —Se recostó un poco contra la pared, satisfecho, antes de lanzarse por otro pancake como si fueran un tesoro perdido.
Erick, mientras tanto, fingía estar indignado.
—Ya veo… el mío ni lo mencionas, ¿eh?
—Está bueno, chaval, está bueno… pero estos pancakes son otra liga —respondió Aitor, con la boca aún llena, lo que hizo que Emma se riera aún más.
Los pancakes parecían haberle hecho más que llenar el estómago: habían ablandado a Aitor. Esa dureza constante en su mirada se iba disipando poco a poco, como si en cada bocado dejara escapar un pedazo de la coraza que siempre llevaba encima.
Se recostó contra una viga de la casa improvisada y empezó a reírse de tonterías. Una frase mal dicha por Erick, un gesto raro de Emma… cualquier cosa le hacía soltar una carcajada. No era común verlo así, y por eso los otros dos lo observaban con cierta sorpresa, casi como si tuvieran frente a ellos a una persona distinta.
—¿Sabéis lo que hacíamos Erick y yo antes de que todo se fuese a la mierda? —preguntó, con esa media sonrisa en los labios y la voz un poco más relajada de lo normal.
Erick lo miró de reojo, curioso.
—¿Lo vas a contar en serio?
—Claro, joder. —Aitor soltó otra risilla y se incorporó un poco—. Íbamos a los descampados de las afueras, ¿te acuerdas? Nos inventábamos competiciones absurdas: quién trepaba más rápido una verja oxidada, quién aguantaba más tiempo colgado de un cable, o quién tiraba piedras más lejos… cosas así.
Erick rio también, asintiendo con fuerza.
—Siempre perdías, tío.
—¡Anda a tomar por culo! —respondió Aitor entre carcajadas—. Tú hacías trampas, eso es lo que pasaba.
Emma los miraba fascinada, disfrutando del momento, de esa complicidad entre ambos. Por un instante, el ambiente parecía ligero, humano, como si la catástrofe no hubiera sucedido jamás.
Pero entonces, la voz de Aitor cambió. Ya no sonaba alegre, sino más baja, más lenta. Sus ojos se quedaron fijos en el fuego y, como si sin querer hubiera abierto una puerta que llevaba mucho tiempo cerrada, empezó a hablar.
—Y luego estaban… las tardes con mi hermano pequeño. —Guardó silencio unos segundos, tragando saliva. Su sonrisa se apagó, dejándole un gesto casi ausente—. Él siempre quería que le enseñara a lanzar la pelota, aunque apenas le llegaba a la cintura. Me miraba como si fuera invencible… como si yo pudiera protegerlo de todo.
Su voz se quebró un poco. El crujir de la leña pareció llenar el espacio vacío que dejaban sus palabras. Emma y Erick lo observaban en silencio, sin atreverse a interrumpirlo.
Aitor chasqueó la lengua y apartó la mirada, encendiendo un cigarro con manos torpes.
—Bah… —murmuró, como queriendo cortar de raíz la conversación—. Da igual. Eso ya no importa.
Pero el peso en sus ojos decía lo contrario. Ese recuerdo, lejos de hacerlo sonreír como antes, lo había hundido en una sombra amarga que no quería mostrar. Emma bajó la vista con un gesto de empatía silenciosa, y Erick, serio, solo lo observó sin decir nada.
El ambiente se había vuelto más denso, más frágil. Y por primera vez, Aitor parecía realmente vulnerable.
Erick, viendo cómo el humor de su amigo se había desplomado de golpe, se levantó despacio y se acercó a él.
—Aitor… —dijo en voz baja, extendiendo una mano para apoyarla en su hombro.
Pero el instinto fue más fuerte. Aitor apartó la mano de un manotazo seco, casi sin mirarlo, como si el simple contacto le quemara. Erick quedó inmóvil, desconcertado, con la expresión herida. Sin decir nada más, Aitor se levantó, encendió otro cigarro y salió por la puerta de la casa improvisada.
Caminó sin rumbo fijo, arrastrando las botas sobre la tierra reseca. El aire frío de la noche lo golpeaba en la cara, despejándole un poco la cabeza. Sus pasos lo llevaron a una llanura amplia, una especie de extensión solitaria donde el silencio lo rodeaba por completo.
Allí, en medio de la nada, distinguió una figura. Pequeña, encogida, de aspecto frágil. Aitor entrecerró los ojos y se acercó con cautela, aunque no con la tensión habitual: estaba demasiado agotado para sentir verdadero peligro.
El ser era extraño. Un humanoide diminuto, de piel morada, que parecía temblar al verlo. No era agresivo, no gruñía ni se defendía; simplemente estaba allí, encogido como un niño que teme ser descubierto.
Aitor se agachó frente a él, ladeando la cabeza.
—Vaya… ¿y tú qué coño eres? —preguntó con una media sonrisa cansada.
El humanoide lo miró con unos ojos grandes y brillantes, llenos de miedo. Aitor suspiró, y casi como si quisiera quitarse de encima la melancolía que cargaba, extendió un dedo, divertido.
—Tranquilo, no voy a hacerte nada. —Sonrió de lado, en un intento de romper el silencio—. A ver si das la mano, pequeñajo.
El humanoide, dudando, alargó lentamente su pequeña mano temblorosa. Y cuando sus dedos rozaron los de Aitor, un chispazo azul recorrió su piel.
—¡Joder! —Aitor dio un respingo, sacudiendo la mano—. ¿Pero qué carajo…?
Miró su dedo, atónito. Aún sentía el cosquilleo, como si una corriente eléctrica lo hubiera atravesado. Levantó la vista hacia el ser morado, que lo miraba con más temor aún, retrocediendo un poco.
Aitor, sin embargo, en lugar de enfadarse, sonrió con cierta incredulidad.
—¿Qué ha sido eso, enano? —preguntó en voz baja, casi divertido, aunque la curiosidad lo carcomía por dentro.
El silencio de la llanura se volvió más pesado, y esa chispa no parecía algo casual.
El pequeño ser, todavía tembloroso, pareció reunir un extraño valor. Lentamente volvió a acercarse a Aitor, que lo miraba con el ceño fruncido, entre alerta y curioso.
—¿Qué quieres ahora? —murmuró, manteniendo la distancia pero sin apartar la vista.
La criatura levantó de nuevo su diminuta mano, extendiéndola hacia él. Aitor, con gesto tenso, se inclinó apenas, observando aquel movimiento. Pero lo que ocurrió después lo hizo sentir un frío recorrerle toda la espalda.
La mano de la criatura cambió ante sus ojos. Sus dedos se estiraron, la piel morada se desvaneció, y en cuestión de segundos tenía frente a él una réplica exacta de su propia mano. Misma piel, mismas venas, hasta la cicatriz que cruzaba su nudillo.
Aitor retrocedió de golpe, el corazón martilleándole en el pecho.
—¡La madre que…! —exclamó, jadeando como si hubiera visto un fantasma.
El humanoide inclinó la cabeza, como si no entendiera el miedo que provocaba, y en un instante salió corriendo hacia la oscuridad, sus pequeños pasos resonando en la llanura hasta perderse por completo.
Aitor se quedó quieto, respirando con fuerza, la adrenalina corriéndole por todo el cuerpo.
—Ni de coña… —murmuró, aún mirando sus propias manos, como si no acabara de creérselo.
Con el cuerpo erizado y un mal presentimiento clavado en el estómago, decidió que no había nada más que hacer allí. Dio media vuelta y comenzó a caminar de regreso a la casa.
El camino de vuelta se le hizo más largo de lo normal, como si las sombras de la noche lo observaran. Cuando por fin distinguió la silueta del refugio, se obligó a soltar el aire, intentando recuperar la calma.
Cruzó la puerta en silencio, sin decir nada, y se dejó caer en su rincón habitual. Pero aunque cerró los ojos, la imagen de esa mano idéntica a la suya lo perseguía con fuerza.
Comentarios