El reino de las sombras: Capítulo 4: ¿te acuerdas?

 Capítulo 4: ¿te acuerdas?



La tarde caía lenta sobre el refugio, tiñendo el bosque de un tono anaranjado que se filtraba entre las ramas. Aitor no estaba; se había marchado hacía un buen rato en su moto, como siempre, sin dar demasiadas explicaciones. Emma y Erick permanecían sentados cerca de la hoguera, el calor de las brasas iluminando sus rostros en un ambiente más tranquilo de lo normal.

Erick bebía de una vieja cantimplora, mientras Emma jugueteaba con unas ramitas, dibujando formas en la tierra. Después de unos minutos de silencio cómodo, Erick soltó una carcajada baja.

—¿Sabes? Todavía me acuerdo de cómo nos conocimos —dijo, mirando a Emma con una mezcla de agradecimiento y nostalgia.

Emma levantó la vista, algo tímida, pero sonrió con suavidad.
—Fue… caótico, ¿verdad?

—Caótico no, lo siguiente. —Erick negó con la cabeza—. Aitor había decidido que lo mejor era separarse para buscar recursos. Ya sabes cómo es de gilipollas, todo frío y calculador. Yo me quedé solo y, cómo no, la mierda tenía que pasarme a mí.

Emma inclinó la cabeza, curiosa.
—El irkno.

—Exacto. —Erick se enderezó un poco, recordando el momento con cierta incomodidad—. Aquella bestia salió de la nada.

Los irknos eran conocidos entre los pocos supervivientes que quedaban. Criaturas de casi dos metros, con cuerpos deforme y musculosos, piel dura como cuero reseco y unas alas negras desgarradas que apenas les servían para planear a corta distancia. Sus ojos brillaban en la oscuridad como carbones encendidos, y su mandíbula, demasiado grande para su rostro, estaba llena de colmillos amarillentos. El simple rugido de uno era suficiente para helar la sangre.

Erick tragó saliva al recordar la escena.
—El bicho era feo con ganas, y le olia la boca, buff.

Emma lo escuchaba en silencio, con esa calma que la caracterizaba, mientras sus dedos seguían moviéndose sobre la tierra, como si dibujar le ayudara a soportar el recuerdo.

—Y entonces apareciste tú —continuó Erick, con una sonrisa que le iluminaba la cara—. Como si hubieras caído del mismo bosque.

Emma bajó un poco la mirada, como si aquel recuerdo le diera cierta vergüenza.
—Te estaba espiando ¿no te jode?, tampoco es que hiciera nada.

—Nada, dice. —Erick soltó una risa seca—. Le clavaste esas raíces como lanzas en el pecho antes de que pudiera tocarme. El puto monstruo cayó de rodillas como un saco de piedras. Yo no podía ni moverme del miedo, y tú estabas ahí, plantada, firme, como si lo hubieras hecho mil veces.

Emma se encogió de hombros, restándole importancia, aunque un leve rubor le subió a las mejillas.
—Lo he tenido que hacer muchas veces, pero fue suerte —murmuró.

—No. —Erick negó rotundamente, inclinándose hacia ella—. No fue suerte. Fue que me salvaste la vida.

El silencio volvió por unos segundos, pero no era incómodo. Emma sonrió apenas, y Erick la miraba con esa mezcla de confianza y admiración que ya parecía inseparable de su relación.

Emma lo escuchaba con esa pequeña sonrisa tímida que le suavizaba el rostro, pero después negó con la cabeza.

—No digas eso como si tú no hubieras hecho nada por mí —contestó en voz baja, clavando la ramita en la tierra—. ¿O ya olvidaste a esos duendes raros?

Erick arqueó una ceja, divertido.
—¿Duendes raros?

Emma rodó los ojos.
—Sí, esos pequeños bastardos verdes, los que chillaban como ratas cuando atacaban en grupo. —Soltó una risita nerviosa—. Yo podía contra unos pocos, claro… pero ese día eran como dieciséis.

Erick abrió mucho los ojos, fingiendo indignación.
—¿Dieciséis? ¡Yo recordaba diez!

—Eran más, te lo aseguro. —Emma sonrió con complicidad, levantando la vista hacia él—. Y yo ya no podía seguir resistiendo. Si no hubieras llegado con ese machete oxidado que tanto presumes… quizá no estaría aquí.

Erick rió fuerte, agachando la cabeza para ocultar la vergüenza.
—Bueno, lo admito… sí que partí un par de cabezas ese día.

Ambos estallaron en carcajadas, riendo de lo absurdo de aquella batalla y de lo surrealista que se había vuelto la vida en general. La hoguera crepitaba acompañando sus voces, y el ambiente se volvió ligero, casi acogedor.

Hasta que, poco a poco, las risas se fueron apagando. Sus miradas quedaron suspendidas, detenidas en un silencio que no necesitaba palabras. Emma no apartaba los ojos de los de Erick, y él, por primera vez en mucho tiempo, no buscó disimular.

Un impulso más fuerte que la razón los llevó a acercarse. Fue breve, casi torpe, pero sincero: un pico en los labios, suave, cargado de esa confianza que habían ido construyendo sin darse cuenta.

Al separarse, Emma bajó la mirada con una sonrisa nerviosa, mientras Erick se quedó quieto, sorprendido y con el corazón acelerado.

Emma se llevó la mano a los labios, aún sonrojada, mientras bajaba la vista al suelo.
—L-lo siento… no sé por qué hice eso… —murmuró atropellada.

Erick se rascó la nuca, igual de nervioso, intentando forzar una sonrisa.
—N-no, tranquila, yo… tampoco es que me apartara, ¿no? —dijo torpemente, sintiendo el calor subirle al rostro.

Emma lo miró de reojo, como buscando en sus ojos algún reproche, pero lo único que encontró fue la misma inseguridad reflejada.
—Entonces… ¿no estuvo mal? —preguntó casi en un susurro.

—¿Mal? —Erick soltó una risa nerviosa, mirando a otro lado—. No, para nada. Es solo que… no sé, fue muy de golpe.

Ambos se quedaron callados unos segundos, con el chisporroteo del fuego llenando el silencio. Hasta que Emma, con una risita suave, rompió la tensión:
—Parecemos dos idiotas.

—Sí —asintió Erick, riéndose también, aunque la voz le salió entrecortada—. Dos idiotas.

El nerviosismo se transformó en una calma extraña, como si los dos hubieran comprobado que, en realidad, todo estaba bien. No había nada que lamentar.

Emma volvió a mirarlo, más tranquila, y esta vez no dijo nada. Solo apoyó ligeramente su hombro en el de Erick, como si ese pequeño gesto bastara para decir todo lo que sobraba en palabras.

La noche se mantenía tranquila, iluminada apenas por el resplandor tembloroso de la hoguera. Emma y Erick seguían muy juntos, entre caricias tímidas y risas bajas, cuando de pronto un crujido de ramas los hizo levantar la vista.

De entre la penumbra del bosque emergió la figura de un hombre anciano. Su andar era lento pero firme, como si el peso de muchos años no hubiera conseguido doblegarlo. Llevaba una túnica oscura, bordada con detalles dorados y rojos, y su larga barba plateada caía hasta su pecho. Su mirada, serena y penetrante, brillaba con un extraño fulgor que lo hacía parecer más sabio que frágil.

Erick se incorporó al instante, poniéndose algo tenso, mientras Emma lo observaba con cautela. Sin embargo, la voz del viejo fue sorprendentemente amable, cálida incluso:
—No teman… no vengo a hacer daño. Solo soy un viejo nigromante, busco a alguien… ¿podría estar aquí un hombre llamado Aitor?

Erick intercambió una mirada con Emma antes de responder.
—Aitor está de caza. ¿De qué lo conoce, nigromante?

El anciano esbozó una leve sonrisa, casi melancólica.
—Prefiero que me llames Necromago muchacho y a tu pregunta no, no lo conozco aún, pero el destino sí lo hace. Hay una gema, muchacho… la Gema Infernal. De su hallazgo dependen muchas vidas, más de las que ustedes imaginan. Y es a Aitor a quien debe corresponder la búsqueda.

El tono solemne del anciano puso un peso extraño en el ambiente. Emma frunció el ceño, sin entender del todo, mientras Erick, aunque confundido, asintió con firmeza.
—Se lo diré en cuanto regrese —afirmó.

El viejo mago sacó de entre sus ropajes un pequeño rollo de pergamino, gastado por los años, y lo colocó suavemente en las manos de Erick.
—Aquí hallaréis el lugar donde reposa la gema… pero solo Aitor podrá leer lo que está escrito. No olvidéis decírselo.

Y sin añadir mucho más, el anciano se dio media vuelta y se alejó entre las sombras del bosque con la misma calma con la que había llegado, dejando tras de sí un silencio cargado de misterio.

Erick apretó el pergamino entre sus dedos, intrigado, mientras Emma lo miraba con desconfianza.

—¿Necromago? ¿no es un nombre raro? —susurró ella entre risas.

Erick solo negó con la cabeza, aunque en el fondo compartía la duda.
—No lo sé… pero se lo diré a Aitor.

El anciano apenas había desaparecido entre la espesura cuando el ronroneo grave de la moto anunció el regreso de Aitor. Esta vez bajó con una sonrisa ladeada, satisfecho, y al colgar la escopeta mostró orgulloso el botín: tres conejos colgando de un alambre improvisado.

—Bueno, hoy no vais a comer mierda enlatada ni hierbajos —dijo con tono burlón mientras dejaba las piezas cerca del fuego—. Hoy toca banquete.

Erick soltó una carcajada y Emma sonrió, aliviada de verlo de buen humor. Entre los tres prepararon la cena: Emma limpiaba los animales con sorprendente destreza, Erick avivaba las brasas y Aitor, con un gesto poco habitual en él, se prestaba a ayudar cortando la carne y vigilando la cocción. El aroma pronto llenó la cueva, y la sensación de un verdadero hogar se instaló por unos instantes.

Mientras masticaba el primer bocado jugoso, Aitor miró a Emma con un aire más serio. Se tomó un trago de agua, como si necesitara un empujón, y habló:
—Mira, Emma… ya sé que empecé contigo de la peor manera. —Se encogió de hombros, incómodo, pero sin apartar la vista de ella—. Me equivoqué. Y… bueno, lo que quiero decir es que aquí, en la cueva, estás más protegida que vagando por el bosque.

Emma parpadeó sorprendida, llevándose un mechón de hierba de su cabello hacia atrás como si necesitara hacer algo con las manos.
—¿Me estás diciendo que… me quede con vosotros?

Aitor asintió, serio pero con un deje de torpeza en su gesto.
—Sí. Es lo mínimo que puedo hacer después de haber sido un cabrón.

Erick, que hasta ese momento no había abierto la boca, sonrió de oreja a oreja y dio un golpe en la mesa improvisada.
—¡Pues ya está! ¡Bienvenida oficialmente a nuestra madriguera!

Emma dejó escapar una risa dulce y asintió con entusiasmo.
—Está bien… me quedaré.

El resto de la noche transcurrió con la sensación de que algo había cambiado. Entre el fuego, la carne asándose y las risas compartidas, la cueva dejó de ser un refugio solitario para convertirse, poco a poco, en un hogar compartido.

Cuando el banquete estuvo ya en sus últimas, con los huesos amontonados a un lado y el fuego convertido en brasas anaranjadas, Erick carraspeó. Había esperado el momento adecuado, y ahora, con Emma entretenida recogiendo algunos utensilios, se inclinó hacia Aitor con gesto serio.

—Oye, tío… mientras estabas fuera, vino un hombre. —Bajó la voz, casi en un susurro—. Un anciano.

Aitor arqueó una ceja, intrigado.
—¿Un anciano? ¿Y qué quería? ¿pastillas del insomnio?

Erick rebuscó entre sus cosas y sacó un pliego doblado varias veces. Lo desplegó con cuidado, dejando ver un mapa lleno de símbolos extraños, como trazados con tinta oscura.
—Me habló de algo llamado la Gema Infernal. Dijo que de esa gema dependen muchas vidas… y que eres tú quien debe encontrarla. Me dejó esto.

Aitor tomó el mapa entre sus manos. Los dibujos parecían moverse bajo la luz del fuego, como si la tinta misma tuviera vida. Frunció el ceño, estudiando las marcas, y luego lo dobló con firmeza.
—Así que “yo”, ¿eh? —Se recostó un poco hacia atrás, pensativo—. Bueno… supongo que mañana a primera hora tendré trabajo.

Emma, que había escuchado parte de la conversación al volver hacia ellos, lo miró con un brillo de curiosidad en los ojos.
—¿Trabajo?

Aitor esbozó una sonrisa cansada, como queriendo quitarle importancia.
—Nada, una… especie de encargo. Pero tranquilo, Erick, lo haré. —Golpeó suavemente el hombro de su amigo, en señal de seguridad—. A primera hora, mañana mismo.

El silencio llenó la cueva unos segundos, roto únicamente por el chisporroteo del fuego. Había algo en el ambiente… como si, con ese mapa, un nuevo camino se hubiese abierto bajo sus pies.

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