El reino de las sombras: Capítulo 5: Resiste

 Capítulo 5: Resiste



El murmullo constante de la cascada llenaba el aire con una calma hipnótica. El agua caía con fuerza desde lo alto, rompiéndose en miles de gotas que levantaban una neblina fina sobre el lago. Aitor, sentado en una roca plana a la orilla, se pasó una mano por el pelo húmedo mientras intentaba ordenar en su cabeza todo lo que había ocurrido últimamente.

No tardó en sentir una presencia detrás de él.

—Vaya, vaya… —canturreó una voz familiar, cargada de picardía—. Mira quién ha vuelto a visitarme.

Aitor giró apenas la cabeza y la vio salir de entre la cortina de agua como si fuese lo más natural del mundo. Beth. Con esa sonrisa torcida que parecía hecha para incomodarle, pero con un brillo en los ojos que esta vez resultaba menos desafiante y más… curioso.

—¿No tienes otra cosa que hacer que joderme? —refunfuñó Aitor, aunque no pudo evitar soltar una media sonrisa.

Beth se acercó despacio, dejando que sus botas se hundieran en la hierba húmeda de la orilla. Se inclinó un poco hacia él, como quien va a soltar un secreto.
—Podría. Pero prefiero estar aquí… molestándote.

Aitor soltó una risa seca, resignado.
—Claro, porque no te diviertes con otra cosa.

Beth arqueó una ceja, ladeando la cabeza con falsa inocencia.
—Oh, me divierto con muchas cosas. Pero contigo… —dejó la frase flotando en el aire y, sorprendentemente, en lugar de insistir con otra broma o un gesto provocativo, se dejó caer al suelo a su lado, sentándose con naturalidad.

El silencio que siguió fue distinto al de otras veces. Más ligero, menos cargado. Ella le dio un codazo suave en el brazo, casi como una amiga juguetona.
—Tranquilo, no voy a molestarte tanto hoy. Prometido.

Aitor la miró de reojo, intentando descifrarla.
—Eso dices siempre.

Beth sonrió, pero esta vez no fue burlona, sino sincera, como si supiera que había un límite en el juego.
—No, esta vez lo digo de verdad.

Beth se estiró sobre la hierba, apoyando los codos detrás de ella mientras jugueteaba con la punta de una rama caída. Sus ojos, brillantes y siempre atentos, se clavaban en Aitor con esa mezcla entre picardía y diversión que lo sacaba de quicio.

—Tienes que ver tu cara cuando te incomodo —rió suavemente—. Es como si no supieras si mandarme al demonio o… quedarte.

Aitor bufó, dándole la espalda mientras lanzaba una piedra al lago.
—Quizá las dos cosas a la vez.

—Me lo tomo como un cumplido —respondió ella, inclinándose hacia él con una sonrisa ladina.

El silencio volvió a instalarse, pero Beth no parecía tener intención de dejarlo quieto por mucho tiempo. Se giró de costado, apoyando la cabeza en la mano, y lo observó con descaro.
—Oye… ¿y qué hay de ese sitio del que me hablaste? El vino, ¿recuerdas?

Aitor cerró los ojos un instante, arrepintiéndose de haber abierto la boca la otra vez.
—No creo que sea para tanto.

—¿Cómo que no? —replicó Beth, fingiendo indignación—. Dijiste que era… ¿cómo era? Ah, sí: “el mejor invento humano después del fuego”. Quiero verlo. Quiero probarlo.

Aitor soltó una risa breve, casi cansada.
—Tú y tus caprichos…

Beth se enderezó, acercándose más, y tiró suavemente de la manga de su camiseta.
—Anda, llévame. Aunque sea un rato.

Él la miró con una mezcla de fastidio y resignación. Había algo en esa insistencia que, pese a todo, le arrancaba una sonrisa.
—Está bien, te llevaré.

Beth celebró como si hubiera ganado una apuesta, palmeando las manos y riendo como una niña emocionada.
—Sabía que dirías que sí.

—Pero… —añadió Aitor, levantando un dedo frente a ella— no tengo mucho tiempo. Tengo… algo que hacer.

Beth arqueó una ceja, curiosa, aunque no insistió.
—Siempre tan misterioso… eres estúpido.

Aitor negó con la cabeza, sin dar más detalles, y volvió a lanzar otra piedra al lago. Ella, en cambio, se quedó mirándolo con esa sonrisa traviesa que parecía no apagarse nunca, como si ya estuviera pensando en cómo volver a sacarlo de quicio en el camino.

El traqueteo de la moto terminó cuando Aitor aparcó frente al mismo bar medio derrumbado al que solía ir. El techo seguía a medias caído, las ventanas rotas y las enredaderas se habían adueñado de lo que quedaba de las paredes, pero él conocía cada rincón de aquel lugar como la palma de su mano.

—¿Este es tu sitio secreto? —preguntó Beth, bajándose de la moto con una sonrisa burlona—. Vaya mansión…

—Cállate —bufó Aitor, empujando la puerta que chirrió como siempre—. Aquí hay cosas que no encontrarás en ningún otro lado.

Dentro, el olor a madera húmeda y polvo era lo habitual. Aitor avanzó directo hacia la vieja estantería medio caída detrás de la barra. Conocía de memoria qué botellas había probado ya y cuáles quedaban intactas. Tras apartar dos cajas rotas, encontró tres vinos que, milagrosamente, seguían sellados.

—Estos servirán —murmuró, tomando uno y abriéndolo con cuidado.

Beth lo observaba con expectación, como si estuviera presenciando un ritual sagrado. Cuando Aitor llenó dos copas viejas y oxidadas que había rescatado del suelo, se la ofreció sin mucha ceremonia.
—Aquí tienes.

Beth la tomó con ambas manos y, tras darle un sorbo, sus ojos se iluminaron como los de una niña descubriendo un caramelo nuevo.
—¡Dioses! ¿Qué es esto? ¡Es increíble!

Aitor arqueó una ceja, divertido.
—Es vino. No es para tanto.

—¡Claro que lo es! —replicó Beth, bebiendo otro trago y casi riéndose sola—. Es ácido, dulce, fuerte… todo a la vez. ¡Esto es mucho mejor que la sangre!

Aitor soltó una carcajada breve.
—Pues ya sabes, bienvenido al lado humano de las cosas.

Beth se giró hacia él, levantando la copa.
—Gracias, Aitor. En serio. No sabes cuánto significa esto para mí.

—Es solo vino.

—No —lo corrigió, mirándolo con seriedad por primera vez en la noche—. Es alguien compartiéndolo conmigo. Y eso… hacía mucho que no lo tenía.

Aitor bajó la mirada hacia su copa, incómodo, y le dio un trago para no responder. Beth, en cambio, siguió disfrutando como si cada sorbo fuese el tesoro más valioso del mundo, repitiendo de vez en cuando un “gracias” entre risas y gestos exagerados que hacían que Aitor negara con la cabeza, aunque con una media sonrisa inevitable.

La botella ya iba por la mitad cuando Aitor, con el gesto relajado pero la mirada clavada en su copa, se atrevió a preguntar lo que llevaba tiempo rondándole en la cabeza.

—Beth… ¿qué pasó con el resto de los tuyos? —soltó sin mirarla directamente—. Al principio… recuerdo que había decenas, si no eran centenares.

Beth se quedó quieta, girando lentamente la copa entre sus dedos. Su sonrisa habitual se apagó un poco, dejando ver una expresión más sobria, casi melancólica.

—Muchos murieron —respondió finalmente, con voz suave—. La mayoría, de hecho.

Aitor levantó la mirada, sorprendido por la franqueza de la respuesta. Beth apoyó la copa sobre la barra rota y suspiró.

—La sangre era lo único que conocían. Lo único que buscaban. Se aferraban a ella como si fuera aire… pero con el mundo hecho pedazos, las presas se volvieron escasas. Algunos intentaron sobrevivir bebiendo lo que encontraban, pero estaban débiles, desesperados. Y cuando no tienes fuerzas… eres tú el que acaba siendo la presa.

El silencio llenó el bar, pesado, mientras las palabras se asentaban.

—¿Entonces… todos…? —preguntó Aitor, con cierto respeto en la voz.

Beth se encogió de hombros, con una sonrisa amarga.
—No puedo asegurarlo, pero la mayoría, sí. Eran orgullosos, incapaces de ver más allá de sus colmillos. Y ese orgullo los mató.

Hubo un instante de calma, en el que solo se escuchó el golpeteo del viento en las ventanas rotas. Aitor bebió un sorbo más, intentando digerir lo que acababa de oír, mientras Beth volvía a su tono juguetón, como si no quisiera dejar que la melancolía se alargara demasiado.

—Por eso te dije que la sangre está sobrevalorada. Si me hubiera quedado como ellos… ya estaría muerta hace tiempo.

Aitor la observó en silencio, con una mezcla de recelo y… un atisbo de respeto que no esperaba sentir.

—Antes de seguir perdiendo el tiempo con botellas —dijo él, con tono más serio de lo habitual—, tengo que contarte algo.

Beth alzó las cejas, interesada.
—¿Tan solemne? Me das miedo, Aitor. Suéltalo.

—No es gran cosa… —murmuró él, rascándose la nuca—. Bueno, sí lo es. Se supone que tengo una misión: encontrar algo llamado gema infernal. Según un viejo raro que apareció, de esa gema dependen muchas vidas.

Beth se quedó unos segundos en silencio, observándolo como si tratara de adivinar si hablaba en serio o era otra de sus ironías. Finalmente, con un gesto preocupado, deslizó la mano hasta el bolsillo de su chaqueta y sacó un pequeño objeto brillante.

—¿Te refieres a… esto? —preguntó, mostrándosela en la palma de la mano. La piedra resplandecía con un leve tono rojizo, como si en su interior hubiera fuego contenido.

Aitor parpadeó incrédulo, acercándose para verla mejor.
—¿Qué cojones…? ¿Cómo es posible?

Beth encogió los hombros con naturalidad.
—La he tenido desde hace años. Nunca le di demasiada importancia. Es bonita, ¿no? Pero… ¿quién demonios la busca ahora?

—Un anciano que vino a vernos —respondió Aitor, sin apartar la vista de la gema—. Dice ser su propietario. Que la necesita.

Beth soltó una risita incrédula, cerrando la mano sobre la piedra y guardándola de nuevo en el bolsillo.
—Pues si es “el propietario”, que venga él a por ella. Yo no se la voy a entregar a cualquiera.

Aitor suspiró, frotándose la frente.
—Ya lo hablaré con él cuando toque. De momento… no digas nada a nadie.

Beth ladeó la cabeza con una sonrisa maliciosa.
—Tranquilo, tu secreto está a salvo conmigo. Aunque ahora me intrigas más… ¿quién es ese viejo y por qué tanto interés en algo que yo he tenido cogiendo polvo en mi bolsillo?

Aitor no respondió. Solo se sirvió otra copa, tratando de aparentar calma, aunque por dentro no podía dejar de pensar en que esa misión que parecía tan grande y complicada… ya estaba, de alguna forma, en manos de Beth.

Las copas quedaron olvidadas sobre la barra. Al principio todo era un ritual elegante: descorchar, servir con cuidado, oler el aroma del vino antes de probarlo. Pero con el paso de los minutos y las risas cada vez más flojas, pasaron de la delicadeza a lo práctico: botellas abiertas una tras otra, servidas directamente en la boca o llenando vasos desiguales rescatados del local.

Beth, curiosamente, parecía mantenerse igual que al principio: tranquila, divertida, con esa media sonrisa que no se borraba. En cambio Aitor, con cada trago, se iba soltando más. Los ojos le brillaban y las palabras se enredaban entre bromas, recuerdos y frases que solo a medias tenían sentido.

—Mira que eres… cansina —balbuceó Aitor, con una carcajada torpe—. Pero… hasta tú… eres buena compañía cuando… no jodes tanto.

Beth apoyó el codo en la barra y lo observó con la barbilla sobre la mano, divertida como una niña viendo un espectáculo.

—Oh, vaya. Un cumplido. Apunten la fecha en el calendario, porque creo que es la primera vez que sale algo bonito de esa boca tuya.

Aitor levantó la botella a modo de brindis, con un gesto exagerado.
—Pues… brindo por eso. ¡Por aguantarte sin querer tirarte al río cada dos minutos!

Beth estalló en una risa cristalina, sacudiendo la cabeza. Lo veía tambalearse en la banqueta, arrastrar las palabras… y en vez de fastidiarle, parecía encantarle verlo así, vulnerable por una vez.

Al rato, Aitor dejó la botella a un lado y se levantó con un esfuerzo evidente.

—Voy a… voy a salir un momento. —Se señaló el cinturón con gesto impreciso, dejando claro a qué se refería—. Necesidades de hombre. Tú… tú quédate aquí, que no tardo.

Beth alzó las cejas, divertida.
—Tranquilo, no pienso huir con todo el vino.

Aitor salió tambaleándose entre risas ahogadas, con la botella aún en la mano, buscando un rincón discreto entre los escombros del bar derrumbado. El aire fresco de la noche lo despejó apenas un poco, y el silencio roto solo por el canto lejano de algún ave nocturna le recordó lo aislados que estaban.

Mientras tanto, dentro del bar, Beth permanecía sentada sobre la barra, balanceando las piernas como una niña inquieta mientras daba pequeños sorbos de la botella de vino. El cristal vacío de otras botellas brillaba bajo la tenue luz de la luna que se colaba por los huecos de la pared.

Pasaron varios minutos. Demasiados. Beth frunció el ceño, bajando la copa y apoyándola con cuidado.
—¿Aitor? —preguntó en voz alta, con un tono entre curiosidad y molestia.

No obtuvo respuesta. El eco de su voz rebotó contra las paredes vacías, haciéndola sentir aún más sola.

Se levantó con lentitud, alisando la falda de su vestido negro empapado aún en parte del baño en el lago. Dio unos pasos hacia la puerta rota, asomando apenas la cabeza. El aire nocturno le revolvió el cabello, y por un instante su sonrisa habitual desapareció.

—¿Sigues ahí, idiota? —dijo esta vez con un deje de burla, aunque en sus ojos asomaba una ligera inquietud.

El silencio fue absoluto. Solo el crujido de las hojas arrastradas por el viento.

Beth apretó los labios, indecisa. Si salía y Aitor regresaba, seguro se burlaría de ella por preocuparse. Pero si no salía y algo le había ocurrido… esa idea le incomodaba más de lo que estaba dispuesta a admitir.

Se quedó en el umbral, sujetándose al marco astillado, dudando entre adentrarse en la oscuridad o seguir esperando dentro, mientras la incomodidad iba creciendo en su pecho.

Un crujido fuerte entre las hojas rompió el silencio, y Beth giró la cabeza con la tensión marcada en los ojos. De entre la penumbra apareció Aitor, tambaleante, con el paso pesado y la sonrisa medio torcida de siempre cuando bebía demasiado. La vampiresa suspiró, llevándose una mano al pecho como si quisiera disimular el alivio que había sentido, y sin decir nada más regresó al interior del bar.

Él entró detrás, cerrando a medias la puerta destrozada.
—Necesito decirte una cosa… —murmuró con una voz grave, más seria de lo habitual.

Beth arqueó una ceja, sorprendida por el tono.
—¿Una cosa? Vaya, qué formal. Claro, dime —contestó con su sonrisa traviesa, sin sospechar nada.

Antes de que pudiera añadir más, Aitor avanzó de golpe y le tomó las manos con fuerza. Beth apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando la empujó suavemente contra la pared, dejándola frente a frente con él, a escasos centímetros.

Los ojos de Beth, acostumbrados a jugar y provocar, se abrieron más de lo normal. Una calidez extraña le subió a las mejillas, notando la pared fría en su espalda y el calor intenso de Aitor tan cerca.
—Vaya… —dijo con una risa nerviosa, intentando recuperar su compostura—. No sabía que por unas copas te ibas a poner tan… directo.

Él no respondió de inmediato, solo sostuvo sus manos contra la pared con una firmeza desconcertante, inclinándose hacia ella. Beth intentó mirarlo con picardía, pero la expresión de Aitor era distinta, casi demasiado fija, demasiado intensa.

Su respiración se volvió un poco irregular.
—Eres un idiota, ¿sabes? —susurró, entre sonrojada y confundida—. Pero… no sé si quiero apartarme.

Beth, por primera vez en mucho tiempo, sentía el corazón acelerado sin que fuera un simple juego suyo.

Beth terminó por ceder del todo. Sus manos se aflojaron y lo miró con los ojos brillantes, dejando de lado toda picardía para, por primera vez en mucho tiempo, entregarse. Guiada por el impulso, tomó la mano de Aitor y la posó con suavidad sobre su muslo, acercándose más, cerrando los ojos lentamente mientras su rostro buscaba el de él para un beso.

Pero, justo en el instante en que sus labios estaban a punto de rozarse, Aitor se apartó con brusquedad. Sus dedos no buscaban ya su contacto, sino la tela de su bolsillo. De un tirón le arrebató la gema.

Beth quedó petrificada, los ojos muy abiertos, sintiendo un vacío brutal en el pecho.
—¿Qué… qué coño haces? —preguntó con la voz temblorosa, dolida, incapaz de comprender lo que acababa de pasar.

El “Aitor” sonrió de una forma extraña, una mueca que jamás había visto en él. Y entonces, como si la piel fuera cera, el rostro comenzó a deshacerse, deformándose hasta revelar la verdad: no era Aitor. Era aquella misma criatura pequeña, de piel morada y ojos temerosos que Aitor había visto en la llanura días atrás.

Beth dio un paso hacia atrás, atónita, llevándose una mano al pecho. El humanoide la miró unos segundos, aferrando la gema con fuerza, y después salió corriendo hacia la noche, perdiéndose entre los escombros y la maleza.

Beth permaneció inmóvil, la respiración entrecortada y una punzada amarga en el estómago. No solo por la traición, sino por lo que aquello significaba. El gesto casi sincero que acababa de tener… ¿había sido todo una farsa?

De pronto, una idea aterradora golpeó su cabeza como un martillo. Si el “Aitor” que volvió era el metamorfosis…
—Entonces… ¿dónde está el verdadero Aitor? —susurró con un hilo de voz, sintiendo que el frío de la noche la atravesaba más que nunca.

Beth salió casi a la carrera, el corazón golpeándole con furia en el pecho. No podía quedarse quieta, no después de lo que acababa de pasar. La idea de que Aitor pudiera estar en peligro la obligaba a moverse, incluso con la duda ardiendo en su cabeza.

No tardó demasiado en encontrarlo. Allí estaba, tendido en el suelo, inconsciente. Tenía un golpe fuerte en la sien, pero al mirarlo bien algo no encajaba: no era un corte limpio ni la marca irregular que dejaría una criatura como el metamorfosis. Era un golpe seco, humano, como si alguien lo hubiera derribado con la culata de un arma o un bastón.

Beth se agachó junto a él, le tocó el rostro con cuidado y dudó. Podía quedarse a protegerlo, pero el instinto —y la rabia— la impulsaron a seguir a la criatura. Si recuperaba la gema, todo aquello tendría sentido. Si no, lo habrían perdido todo.

Con pasos sigilosos, casi conteniendo la respiración, se internó entre los matorrales siguiendo las huellas ligeras del metamorfosis. Y entonces lo vio.

El pequeño humanoide morado estaba frente a una figura oscura, una silueta que Beth reconoció al instante aunque deseó no hacerlo. El metamorfosis extendió la gema con ambas manos, como si ofreciera un tesoro sagrado. Y aquel hombre la tomó con calma, con la serenidad de quien siempre supo que le pertenecía.

Beth sintió que la sangre se le helaba. Su voz salió ahogada, temblorosa, como si las palabras se negaran a ser pronunciadas:
—Tú… deberías estar muerto. Los elementales… los elementales se habían encargado de ti.

El anciano levantó apenas el rostro, dejando ver esa barba descuidada, la piel arrugada, y esos ojos que parecían contener un secreto insondable. Sonrió, no con bondad, sino con algo peor: paciencia. Como si la muerte misma hubiera decidido no reclamarlo todavía.

Beth retrocedió un paso, aterrada, la mente hecha un torbellino. Si él estaba de vuelta… entonces nada en el mundo de Mahntaf estaba realmente a salvo.

El anciano acarició la gema con una lentitud casi ceremonial, como si en cada roce absorbiera algo de su esencia. Beth, aún sorprendida, no podía apartar la vista de él. Finalmente, el viejo habló con una voz grave, quebrada por los años pero cargada de poder:

—Muchos celebraron mi caída… muchos juraron que los elementales habían acabado conmigo. Qué ingenuos. —Alzó la gema a la altura de sus ojos, que comenzaron a arder con un fuego verde espectral—. ¿De verdad pensaron que un acantilado y un poco de agua podrían destruirme? Soy el Necromago. Soy la vida eterna.

Beth apretó los dientes. Sentía un escalofrío recorrerle la espalda al escuchar ese nombre, ese maldito nombre que en las leyendas siempre venía acompañado de muerte y ruina.

El Necromago cerró el puño sobre la gema y, sin más aviso, se echó a correr con una agilidad imposible para alguien de su edad. Su capa raída se agitaba como humo tras él, y el resplandor verde de sus ojos iluminaba el sendero oscuro del bosque.

Beth reaccionó de inmediato, saliendo de su escondite y persiguiéndolo con todas sus fuerzas. Las ramas le arañaban los brazos y el rostro, pero no le importaba. No podía dejar que escapara con la gema.

—¡Detente, cabron! —gritó, aunque sabía que no lo haría.

Corrieron durante lo que parecieron eternos minutos hasta que los árboles se abrieron y el bosque dio paso a un prado amplio, cubierto por la niebla de la madrugada. Al fondo, casi oculta entre rocas y maleza, se alzaba la boca de una gruta que descendía varios metros hacia las profundidades de la tierra.

Beth llegó al prado, jadeando por la carrera. El corazón le golpeaba fuerte en el pecho cuando vio al Necromago y al metamorfosis detenidos justo al borde de un precipicio. Desde arriba, el abismo se abría como una herida oscura en la tierra, y en el fondo se alcanzaban a distinguir movimientos pesados, gruñidos roncos y el roce metálico de garras contra piedra.

Beth se inclinó un poco, con cuidado de no ser vista, y lo vio: un nido de Irnkros. Cuatro, quizá cinco de esas bestias de dos metros, aladas y deformes, se revolvían entre huesos y restos de presas anteriores. El sonido de sus resoplidos era suficiente para helar la sangre de cualquiera.

El metamorfosis, aún en su forma original de pequeño humanoide morado, parecía nervioso, como si temiera acercarse demasiado al borde. En cambio, el Necromago se mantenía erguido, con la gema en la mano, observando la escena como un pastor que mide a sus ovejas.

—Sí… —murmuró, su voz grave se filtró con claridad por el viento—. Ellos serán los primeros en inclinarse. La sangre de este mundo siempre responde al poder.

Sus ojos brillaron con ese fuego verde antinatural mientras extendía la gema hacia el abismo. Los Irnkros alzaron las cabezas al unísono, como si algo invisible los llamara. Uno de ellos desplegó sus alas y lanzó un rugido tan fuerte que hizo temblar la planicie entera.

Beth, oculta tras unas rocas, apretó los puños. Sabía que si el Necromago conseguía controlar a esas bestias, la balanza del mundo se rompería de nuevo. Pero también sabía que estaba sola… y que Aitor seguía inconsciente en el bosque.

Beth, con los colmillos apretados de rabia, salió de su escondite. No esperó un plan ni un momento oportuno: corrió directo contra el Necromago. Este apenas alcanzó a girarse sorprendido cuando ella ya lo embestía con toda su fuerza, derribándolo contra el suelo pedregoso.

—¡Tú no deberías estar aquí! —le gritó Beth mientras lo sujetaba del cuello de su túnica, lanzándole un puñetazo tras otro al rostro.

El viejo mago, atrapado por la sorpresa, recibió varios golpes certeros; incluso perdió el aliento cuando ella le hundió la rodilla en el pecho. Pero antes de que Beth pudiera continuar, un rugido familiar la heló por dentro.

Giró apenas la cabeza y vio al metamorfosis retorcerse, su cuerpo encogiéndose y luego estirándose hasta adoptar la forma de Aitor. Los mismos hombros, la misma mirada, incluso la cicatriz en la ceja. Una copia perfecta.

Beth vaciló un instante, pero no le dio tiempo a pensar. El falso Aitor se abalanzó sobre ella con fuerza brutal, tomándola del brazo y lanzándola contra una roca cercana.

—¡Joder…! —murmuró Beth, incorporándose con dificultad mientras escupía.

El metamorfosis, con el rostro de Aitor, sonrió con malicia.
—¿Qué pasa, Beth? ¿No te atreves a golpearlo a él?

Ese juego psicológico la sacudió. Sus manos temblaron un segundo, porque aquella cara era la misma con la que había reído en la cascada, la misma que la había hecho sentir algo después de tanto tiempo… pero sabía la verdad.

—No eres él —dijo con firmeza, mostrando sus colmillos—. Te pienso matar.

Con un rugido, se lanzó contra el falso Aitor, mientras el Necromago, incorporándose lentamente, sonreía con la boca ensangrentada, como si disfrutara viendo a sus peones enfrentarse.

Beth jadeaba, sus movimientos se volvían cada vez más lentos. El metamorfosis —con el rostro de Aitor— la golpeaba una y otra vez, pero lo que más le dolía no eran los impactos, sino las palabras envenenadas.

—Eres débil… siempre fuiste débil. ¿De verdad creíste que alguien como él perdería el tiempo contigo? —decía con esa voz idéntica a la del verdadero Aitor, clavándole más profundo las dudas que los propios golpes.

Beth trataba de apartarlo, de recordarse a sí misma que no era real, pero su mente vacilaba. El Necromago, de pie a unos pasos, observaba con fría satisfacción mientras lanzaba ráfagas de energía verde que la hacían retroceder más y más hacia el borde del precipicio.

Un rodillazo en el estómago la dejó de rodillas. Tosió, escupiendo sangre. Sus manos temblaban, y apenas podía levantarse. El metamorfosis se inclinó frente a ella, su falso rostro de Aitor deformado en una sonrisa cruel.

—Mírame bien, Beth… soy lo más cercano a él que tendrás.

Beth apretó los dientes, furiosa pero agotada, cuando de repente… un rugido metálico retumbó a lo lejos. Primero débil, apenas un rumor, pero creciendo con rapidez entre los árboles. Era un motor… una moto.

Su corazón dio un vuelco.
—No puede ser… —susurró, con los ojos muy abiertos.

El metamorfosis giró la cabeza, desconcertado. El Necromago también frunció el ceño, alzando la mano como si quisiera detectar lo que venía.

El rugido de la moto atravesó la penumbra del bosque, cada vez más cerca, más ensordecedor, hasta que el eco lo llenó todo. Beth no necesitaba verlo: conocía perfectamente ese sonido, esa máquina.

Era Aitor.

Su Aitor.

Beth, medio destrozada en el suelo, sonrió por primera vez en toda la pelea. Una sonrisa torcida, sangrienta, pero cargada de alivio y furia renovada.

—Se acabó vuestra suerte… —murmuró, incorporándose como podía, mientras el faro de la moto rompía la oscuridad del bosque.

El rugido de la moto estalló en la llanura, cortando el aire como un rayo. Aitor apareció entre los árboles, los ojos fijos en el Necromago. El anciano alzó una mano y, con un movimiento casi perezoso, conjuró una esfera de fuego verde que se disparó contra él.

La bola impactó de lleno en la rueda delantera. La moto derrapó violentamente, levantando chispas contra las rocas. Aitor voló por encima del manillar y rodó por el suelo hasta golpearse contra la tierra.

Beth soltó un grito ahogado.
—¡Aitor!

Pero no hubo tiempo para más. El joven, aún con la sangre ardiendo por el golpe, se puso en pie como si nada más importara. Sus manos buscaron el cuchillo, sus ojos ardían de rabia. El Necromago lo miró con fría burla.

—Eres testarudo...

Aitor no respondió. Con un rugido, cargó contra él, la hoja brillando bajo la luz tenue. El choque fue brutal: chispas verdes estallaron cada vez que el acero rozaba el aura maldita que cubría las manos del hechicero.

Beth, mientras tanto, apenas lograba mantenerse en pie. El metamorfosis —aún con el rostro de Aitor— la observaba con esa sonrisa falsa que le hervía la sangre.

—Vas a perder… —murmuró, imitando a la perfección la voz del verdadero.

Beth apretó los dientes y, con la poca fuerza que le quedaba, lanzó un golpe directo a su mandíbula. El impacto lo hizo retroceder un par de pasos.

—¡Cállate! —espetó, sacando fuerzas de donde no tenía—.

La criatura siseó, ofendida, y volvió a la carga, estrellándose contra ella con la fuerza del verdadero cuerpo que imitaba. Beth, tambaleante, lo recibió con uñas y dientes, resistiendo solo por la rabia y la necesidad de proteger al auténtico.

Mientras tanto, a pocos metros, el combate entre Aitor y el Necromago iluminaba la planicie con destellos verdes y reflejos metálicos.

El filo del cuchillo resonaba una y otra vez en el aire cada vez que chocaba contra el del Necromago. Aitor peleaba con toda la furia que le quedaba, los músculos tensos, la respiración ardiendo en su pecho. El anciano, sorprendentemente ágil pese a su aspecto marchito, respondía cada ataque con precisión letal, sus ojos verdes ardiendo con un brillo antinatural.

La pelea los llevó hasta el mismo borde del precipicio, donde abajo, a decenas de metros, los Irnkros acechaban en su nido, agitados por el estruendo. El viento helado azotaba, levantando la capa del Necromago como un manto oscuro.

—Mírate… —dijo el viejo con una sonrisa torcida, bloqueando otro de los tajos de Aitor—. Tanta ira, tanta furia, y aun así no puedes ganarme.

Aitor gruñó y trató de empujarlo al vacío, pero el Necromago resistió con fuerza.
—¡Cállate y pelea!

El anciano inclinó la cabeza con una calma perturbadora.
—Si me escucharas, comprenderías que no soy tu enemigo… Si te unes a mí, Aitor, yo puedo devolverte lo que más ansías.

Aitor se quedó helado por un instante.
—¿De qué hablas?

La sonrisa del viejo se ensanchó, mostrándose casi cruel.
—Tu hermano. Puedo devolvértelo. Vivo. Respirando. A tu lado otra vez.

El corazón de Aitor se detuvo un segundo. Sus ojos se abrieron de par en par, y por primera vez en mucho tiempo, su respiración titubeó.
—¿Cómo…? ¿Cómo sabes eso?

—Yo lo sé todo —respondió el Necromago, su voz susurrante como veneno en el oído—. He visto tu alma, he visto tus recuerdos. Puedo darte lo único que deseas… Solo tienes que aceptar.

El cuchillo de Aitor tembló en su mano. La imagen de su hermano, las risas del pasado, la sensación de pérdida, todo se agolpó en su pecho. Fue apenas un parpadeo de duda… pero suficiente.

El Necromago lo aprovechó. Con un giro brutal, golpeó el brazo de Aitor, lo desarmó y lo lanzó contra el suelo de espaldas. El aire escapó de los pulmones de Aitor en un jadeo doloroso.

Y antes de que pudiera reaccionar, el anciano descendió sobre él como una sombra. El acero del cuchillo brilló en verde por la energía oscura, y en un solo movimiento descendió.

El grito de Aitor desgarró la planicie cuando la hoja se hundió en su ojo izquierdo.

Beth, que seguía forcejeando con el metamorfosis, soltó un alarido al ver la escena.

El Necromago, con el cuchillo clavado en el rostro del joven, susurró con frialdad:
—Únete a mí, o perderás mucho más que un ojo.

La sangre corría a borbotones por el rostro de Aitor, tiñendo de rojo el suelo bajo él. Su respiración era entrecortada, sus manos apretaban el aire buscando sostenerse de algo mientras la visión se le nublaba. El grito aún parecía resonar en la planicie cuando el metamorfosis, que seguía con la forma de Aitor, se quedó completamente helado, paralizado al ver la escena.

—¡Eso no estaba en el plan! —rugió la criatura, su voz temblando de una mezcla de miedo y furia—. ¡Tú dijiste que no habría sangre, que no habría… esto!

El Necromago apenas lo miró, con los ojos verdes ardiendo como brasas.
—Los planes cambian. La sangre es inevitable.

—¡Tú estás loco! —chilló el metamorfosis, su cuerpo deformándose mientras volvía a su aspecto original: pequeño, de piel morada, los ojos llenos de terror. Retrocedió unos pasos, como si no soportara la visión del dolor humano que él mismo había ayudado a provocar—. ¡No me metas en esto!

Sin más, el ser se giró y salió corriendo hacia el bosque, desapareciendo entre las sombras.

Beth, jadeante, con la ropa hecha jirones y las fuerzas casi agotadas, vio la oportunidad. Con un rugido de rabia, se abalanzó sobre el Necromago. Sus manos y sus uñas se convirtieron en garras breves que desgarraron su túnica, arrancando jirones de tela y dejando cortes superficiales en su piel marchita.

—¡Te voy a arrancar la garganta, maldito! —gritó ella, sus ojos encendidos de furia y dolor.

El Necromago retrocedió unos pasos, sorprendido por la fiereza renovada de la vampiresa, pero pronto reaccionó. Con una fuerza que no parecía humana, la tomó del cuello con una sola mano y la empujó contra el borde del precipicio.

Beth pataleó, intentando clavar las uñas en su brazo, pero él la sostenía con facilidad, como si fuera un muñeco de trapo. Abajo, los Irnkros ululaban y agitaban sus alas negras, ansiosos por la carne que caería.

El viento azotaba su cabello y la piedra bajo sus pies cedía poco a poco.
El Necromago la miró con una sonrisa de crueldad infinita.
—Podría dejar que los Irnkros hicieran el trabajo por mí… sería un espectáculo digno.

Beth, con el rostro enrojecido por la presión, intentó pronunciar palabras, pero apenas salió un gruñido desesperado de su garganta mientras sus ojos se clavaban en los de él, ardiendo en desafío.

Beth, con las fuerzas casi agotadas y la garganta a punto de ceder bajo la presión del Necromago, reunió lo poco que le quedaba de orgullo y escupió directamente en el rostro del viejo. El escupitajo le recorrió la mejilla, y durante un instante el silencio pesó como una losa.

El rostro del Necromago se torció en una mueca de asco y odio.
—Asquerosa… guarra —masculló con una voz grave y venenosa, apretando con más fuerza.

Entonces, un sonido seco, metálico, rompió el momento: clac-clac, la clara recarga de una escopeta.
El Necromago abrió los ojos de par en par y giró apenas la cabeza.

No tuvo tiempo de reaccionar.

El disparo retumbó con furia, iluminando la noche con una llamarada fugaz. El impacto le atravesó el pecho y lo lanzó hacia atrás con violencia, soltando a Beth de inmediato.

Un gruñido animal de dolor salió de su boca mientras tropezaba al borde del precipicio. Y entonces, antes de que pudiera estabilizarse, una patada brutal en el estómago lo lanzó al vacío.

Aitor, con la cara ensangrentada y un ojo cubierto de sangre, respiraba con furia, la escopeta aún humeante en sus manos.

El Necromago cayó por la garganta del precipicio con un alarido que heló la sangre, hasta chocar con el fondo, donde las criaturas aladas —los Irnkros— lo rodearon como hienas. Sus chillidos desgarradores se mezclaban con el crujir de huesos y la agitación de alas negras, un festín macabro que resonaba en toda la planicie.

Beth, aún de rodillas y tosiendo con fuerza, levantó la vista hacia Aitor. La visión del muchacho con medio rostro cubierto de sangre, tambaleándose por el esfuerzo, pero aún así en pie, le arrancó un nudo en el pecho que no supo explicar.

El Necromago desaparecía entre las fauces de los Irnkros. Pero en el aire quedaba la certeza de que esa caída no era el final.

El eco de los chillidos de los Irnkros aún resonaba en la garganta del precipicio cuando Aitor, jadeando, notó algo extraño a unos metros de donde el Necromago había caído. Entre la hierba pisoteada, brillando bajo la luz mortecina de la luna, yacía un libro viejo, con el cuero ennegrecido y los bordes chamuscados.

Aitor, tambaleante, avanzó hasta él. Se agachó con dificultad, escupiendo sangre por la boca mientras con una mano sujetaba la escopeta y con la otra recogía aquel tomo. Lo abrió apenas un instante: las páginas estaban cubiertas de símbolos que parecían moverse, retorciéndose como gusanos vivos.

—¿Qué… carajos es esto…? —masculló con la voz rota.

El mareo lo golpeó de repente. La adrenalina que lo había mantenido de pie hasta ese momento desapareció como humo en el viento. Su cuerpo se volvió de plomo. Aitor dio un par de pasos torpes hacia atrás, la escopeta se le resbaló de las manos, y finalmente se desplomó contra el suelo con un golpe seco.

—¡AITOR! —el grito de Beth rompió la noche.

La vampiresa, que aún recuperaba el aire tras la paliza, se lanzó hacia él sin pensarlo. Se arrodilló a su lado, le levantó la cabeza con desesperación y vio cómo la sangre le empapaba todo el rostro, fluyendo sin parar del ojo izquierdo.

—No, no, no… —murmuraba, con una ansiedad que no recordaba haber sentido en siglos—. No te atrevas a dejarme ahora, idiota…

Le acarició la cara temblando, manchándose las manos de rojo, y buscó desesperada una manera de detener la hemorragia. Beth, que tantas veces había jugado con él, ahora estaba aterrada.

No podía permitir que Aitor se desangrara allí.

Beth temblaba. Sabía lo que iba a hacer, pero jamás lo había intentado de esa manera. No había tiempo para pensar. Se inclinó sobre Aitor, sujetándole el rostro con ambas manos, y con un murmullo casi suplicante cerró los ojos antes de hundir los colmillos en el costado del ojo herido.

El sabor metálico de la sangre mezclado con la textura blanda y viscosa la hicieron contener una arcada. Nunca había probado algo tan repulsivo, tan antinatural. Sin embargo, no se detuvo. Succionó con fuerza, arrancando cada gota, intentando forzar a su propio instinto vampírico a hacer lo que ya una vez había funcionado.

—Vamos… vamos, maldito terco… —murmuraba entre dientes, con la voz temblorosa y rota.

La sangre dejó de fluir. Poco a poco, el manantial rojo se cerraba. Beth retiró sus colmillos, jadeando, con la barbilla empapada. Miró a Aitor con miedo y esperanza a la vez. La herida no sangraba más, la piel se había contraído de manera extraña, como sellada. Pero el ojo izquierdo… ese ya no volvería a ver. Solo quedaba un párpado hundido, marcado por la cicatriz de lo que había perdido.

Beth lo acarició con suavidad, sintiendo un vacío en el pecho que no recordaba haber sentido en siglos.

—Lo siento… —susurró, con un hilo de voz, inclinando la frente contra la suya—. Lo intenté… pero no pude devolvértelo…

Aitor respiraba, débil, pero respiraba. Y eso era lo único que le importaba.

Beth cayó de rodillas, con las manos aún manchadas en rojo. La mezcla de hierro en su lengua y el asco de lo que había hecho la golpearon de golpe, hasta que su cuerpo no aguantó más y vomitó allí mismo, en la hierba húmeda. El sonido áspero y quebrado se mezcló con sollozos contenidos.

—Esto es culpa mía… —susurró, con la voz rota, inclinándose sobre Aitor—. Si no te hubiera llevado al maldito vino, si no hubiera insistido tanto en esas estupideces… nada de esto habría pasado…

Su frente se apoyó contra la de él, temblando. Una de sus manos acariciaba con torpeza el cabello empapado de sangre de Aitor, mientras la otra temblaba sin saber si abrazarlo o apartarse. El contraste era grotesco: ella jadeando, con los labios manchados y el suelo cubierto de vómito y sangre, y él inmóvil, con el ojo perdido, apenas respirando.

—Perdóname… por favor… perdóname —repitió, como un mantra desesperado, mientras el silencio del bosque parecía cerrarse alrededor.

Por un instante, la vampiresa, aquella que jugaba, reía y tonteaba como si nada le importara, desapareció por completo. Solo quedaba Beth, rota, encogida sobre un amigo que quizás nunca volvería a abrir los ojos.



Comentarios

Entradas populares