El reino de las sombras: Capítulo 7: El reino caído

Capítulo 6: El reino caído


El viento soplaba helado entre las colinas del monte, moviendo los árboles como si temieran la presencia que lo dominaba todo. Allí, entre la niebla y el silencio, caminaba el Espectro.

Su figura era descomunal, alzándose a casi cuarenta metros de altura, con una armadura oscura que parecía más parte de su ser que un simple metal. Sus bordes desgastados se confundían con jirones de sombra, y bajo el yelmo no había rostro, sino un fulgor gélido que apenas iluminaba el vacío donde deberían estar sus ojos. Avanzaba sin prisa, cada paso hacía retumbar la tierra, aunque no buscaba destruir nada; simplemente existía, desplazándose como una sombra consciente entre la soledad del mundo.

Era el guardián del Reino Caído, o al menos eso le habían dicho las voces antiguas que habitaban en su memoria. Sabía que su propia esencia llevaba ese título, y sin embargo… ¿qué significaba ser guardián de algo que ya no existía? El reino que alguna vez estuvo lleno de espectros se había reducido a un cementerio de murmullos. Él era el último de su tamaño, el único gigante entre los suyos.

Y mientras avanzaba, las preguntas lo asaltaban como ecos que no podía silenciar:
¿Qué somos realmente?
Los espectros caminaban, hablaban, luchaban… hasta podían beber o morir, pero ninguno estaba verdaderamente vivo. No respiraban como los humanos, y sin embargo sentían el peso del dolor, la nostalgia, la pérdida. Él mismo lo sabía; cada paso era un recordatorio de que existía, pero… ¿para qué?

A veces se preguntaba si su nombre no era más una condena que una identidad. Espectro. Un ser a medias, condenado a vagar en la frontera entre la vida y la muerte. Había visto a los suyos desaparecer, desgastarse hasta volverse polvo bajo la luna. ¿Ese sería también su destino? ¿O acaso estaba hecho para permanecer, inmóvil, por toda la eternidad, guardando ruinas de algo que ya no merecía guardián?

El monte, indiferente, lo acompañaba en silencio. Y en esa calma lúgubre, el gigante seguía su andar, perdido en las dudas que ninguna espada ni reino podían responder.

El Espectro caminó durante horas, sus pasos retumbando en los valles y quebradas, hasta que finalmente divisó las primeras ruinas de su reino. El Reino Caído se alzaba como una sombra gloriosa de lo que alguna vez fue: torres derrumbadas, murallas partidas, calles agrietadas… y, sin embargo, aún lleno de vida espectral.

Allí estaban ellos: hombres con armaduras antiguas y espadas corroídas por el tiempo, mujeres de largos vestidos que parecían flotar con cada movimiento, nobles con porte elegante, niños que corrían como si aún respiraran. Todos tenían un rasgo en común: eran espectros, siluetas desvanecidas de la humanidad que alguna vez fueron, ahora atados a ese lugar.

Cuando lo vieron, el murmullo general se convirtió en júbilo. Voces que parecían venir desde otra época comenzaron a gritar su nombre, llamándolo con afecto y respeto:

—¡El Guardián ha vuelto!
—¡Nuestro gigante!
—¡El Espectro regresa a casa!

Él los observaba desde lo alto, con esa calma solemne que lo caracterizaba. Para escucharlos debía inclinarse ligeramente, acercando su enorme yelmo a las plazas donde se reunían. Cada uno debía alzar la voz, gritar con todas sus fuerzas para que el titán pudiera oírles. Y lo hacían con alegría, sin miedo alguno.

Algunos caballeros golpeaban sus espadas contra los escudos, rindiéndole homenaje. Las mujeres lo saludaban con reverencias profundas, y hasta los más jóvenes espectros, que apenas comprendían lo que eran, alzaban sus brazos hacia él, como si buscaran protección.

El Espectro, en su silencio, sentía ese calor extraño… un afecto genuino que jamás hubiera esperado. Tal vez lo veían como el último baluarte, como el guardián que los mantenía unidos, como la prueba de que su pueblo aún no había sido olvidado.

Y mientras los gritos de bienvenida llenaban el aire, él se preguntó:
¿Acaso este cariño era real? ¿O simplemente una ilusión que compartían todos para no sentir la soledad de estar muertos y, aun así, seguir existiendo?

Aun con esas dudas, el gigante inclinó levemente la cabeza en gesto de respeto. Era su manera de decir que los escuchaba. Era su forma de aceptar aquel cariño.

El Espectro, de pie en el centro de la plaza principal del Reino Caído, se inclinó un poco para acercarse a las voces de sus ciudadanos. Su imponente figura de casi cuarenta metros proyectaba una sombra inmensa, pero su tono de voz, cuando habló, era suave y pausado, casi paternal.

—Veo que todos seguís aquí… resistiendo como siempre —dijo con un eco profundo, pero cargado de serenidad—. Vuestra fortaleza es lo que mantiene a este reino en pie, no mis pasos.

Un caballero espectral, con su casco oxidado bajo el brazo, levantó la voz:
—¡No digáis eso, guardián! Si no fuera por vos, este reino ya habría caído hace mucho.

El Espectro guardó silencio un momento, como si meditara esas palabras. Finalmente respondió:
—Un guardián no es nada sin aquello que guarda. Mi fuerza es poca si no hay corazones que proteger. Sois vosotros quienes me dais razón de ser.

Una mujer espectral, con un vestido rasgado pero elegante, alzó la voz con dulzura:
—Entonces nosotros os daremos siempre ese motivo. No camináis solo, nunca.

El gigante inclinó un poco la cabeza, agradecido. Su gesto era lento, solemne, como todo en él.

—Vuestras palabras… —murmuró—. Me recuerdan que lo nuestro no es solo existir. Aunque no estemos del todo vivos, sentimos. Y si sentimos, aún podemos cuidar, aún podemos soñar.

Hubo un silencio respetuoso, roto solo por el murmullo del viento entre las ruinas. Los espectros se miraban entre sí con un brillo extraño en sus ojos apagados, como si esas palabras les hubieran devuelto un poco de dignidad.

El Espectro respiró hondo, aunque no necesitara respirar. Era un gesto más de humanidad que de necesidad. Luego, añadió:

—Prometo que mientras yo camine por estas tierras, ninguna sombra dañará a los míos.

Los gritos de júbilo y gratitud resonaron otra vez en toda la plaza. El titán, sin embargo, se mantuvo sereno, con esa bondad tranquila que lo caracterizaba, pensativo como siempre, pero dejando claro con su sola presencia que, pese a las dudas y las preguntas que lo atormentaban, jamás abandonaría a los suyos.

El aire en el Reino Caído se agitó con un zumbido extraño, distinto al murmullo espectral habitual. De pronto, entre luces rojizas y destellos naranjas, aparecieron flotando varios magos. Sus túnicas ondeaban en el aire con un movimiento casi hipnótico, sus ojos incandescentes observaban con detenimiento y respeto al titán espectral.

El Espectro se detuvo en seco, alzando lentamente la vista hacia ellos.

—Guardian del Reino Caído —dijo uno de los magos, con voz grave pero firme—, traemos palabras directas de nuestro rey, el soberano de la Ciudadela Carmesí.

Otro de los magos se adelantó, girando a su alrededor mientras hablaba:
—Se ha detectado un auge de magia oscura en estas tierras. Un resurgir antiguo que amenaza con extenderse más allá de las ruinas y los reinos olvidados. Debéis tener cuidado, incluso vos, que sois el más fuerte entre los vuestros.

El Espectro escuchaba con atención, sin interrumpir, inclinando apenas la cabeza como muestra de respeto.

Un tercer mago, con tono casi entusiasta, añadió:
—Sabemos que vuestra labor no es fácil. Por ello, nuestro rey nos permite ofreceros apoyo con nuestros últimos avances. Tecnología que ni los humanos de antaño soñaron… armas de energía, escudos invisibles, mecanismos que podrían proteger mejor a vuestro pueblo.

Los demás magos asintieron, flotando en círculo, mostrando destellos de artefactos brillantes que parecían extraídos de un futuro imposible: pequeños orbes suspendidos en el aire, placas metálicas que emitían pulsos de energía y cristales que vibraban como si contuvieran vida.

El Espectro guardó silencio unos segundos. Luego, su voz profunda se alzó, lenta, casi solemne:
—Vuestra oferta es noble. Y la lealtad que nos une desde hace generaciones, inquebrantable. Pero no aceptaré esa ayuda.

Los magos se miraron entre sí, sorprendidos. Uno de ellos preguntó con cautela:
—¿Por qué rechazáis aquello que podría fortalecer a los vuestros?

El titán bajó la mirada hacia los espectros que lo observaban desde abajo, aquellos que lo consideraban su guardián. Y con tono firme respondió:
—Porque lo que nos mantiene no es la fuerza de máquinas ni de artificios. Somos lo que somos gracias a lo poco que tenemos, y a cómo lo cuidamos. Si dependemos de vuestra tecnología, perderemos nuestra esencia.

Su eco resonó como un juramento en toda la plaza.

Uno de los magos intentó insistir, pero el líder de ellos lo detuvo con un gesto de mano. Bajó un poco su vuelo y, con respeto, inclinó la cabeza ante el Espectro:
—Vuestra decisión será respetada, guardián. El rey solo quiso prevenir, no imponer. Manteneos alerta. La oscuridad se mueve en silencio… y no todos los reinos están preparados para resistirla.

Con esas palabras, los magos comenzaron a elevarse, perdiéndose entre destellos carmesí en el cielo.

El Espectro los siguió con la mirada hasta que desaparecieron. Entonces, volvió a quedar en silencio, pensativo. Sus dudas existenciales ahora se mezclaban con un nuevo temor: esa oscuridad de la que hablaron… ¿acabaría encontrando su camino hacia el Reino Caído?

El coloso espectral caminaba despacio, con pasos que retumbaban como ecos graves contra la muralla que protegía al Reino Caído. Cada movimiento suyo parecía medido, sereno, como si el tiempo no tuviera el mismo peso para él que para el resto.

A su alrededor, los paisajes se extendían en una calma inquietante: colinas grises cubiertas de musgo, árboles que parecían estar a medio camino entre la vida y la muerte, y un cielo teñido por los tonos anaranjados y púrpuras del atardecer. La brisa soplaba suave, levantando un murmullo que se mezclaba con el susurro de las hojas secas.

El Espectro se detuvo junto a un risco, desde donde podía ver el horizonte entero. Sus ojos, dos luces azuladas que siempre parecían perdidas en pensamientos profundos, se quedaron fijos en aquel sol que descendía lentamente, apagándose detrás de las montañas lejanas.

Fue entonces cuando, sin darse cuenta, comenzó a canturrear. Su voz era grave, ronca, arrastrada por la eternidad de su ser. La canción, una tonada antigua que solo él recordaba, hablaba de un tiempo en que los espectros eran más que sombras, cuando aún eran humanos y compartían alegrías simples: la cosecha, el fuego del hogar, las danzas bajo las estrellas.

El canto flotó en el aire como un rezo perdido, resonando en las piedras de la muralla y descendiendo por las llanuras. Algunos espectros pequeños que paseaban cerca se detuvieron a escuchar. No comprendían del todo la letra, pues era de una lengua olvidada, pero el tono melancólico bastaba para transmitir la nostalgia.

El gigante cerró los ojos por un instante, dejándose llevar por el ritmo pausado. No había prisa. Nunca había prisa para él. Su existencia se extendía como el ocaso que contemplaba: lenta, inevitable, hermosa en su decadencia.

Cuando abrió los ojos de nuevo, el sol se había hundido casi del todo. Las primeras estrellas brillaban tímidamente en el cielo, y él, en silencio, dejó que la calma lo envolviera.

Porque, aunque las advertencias de los magos aún resonaban en su mente, en aquel momento solo existía el canto, el viento y la certeza de que todavía había belleza que contemplar en un mundo que se resistía a desaparecer.


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