El reino de las sombras: Capítulo 6: El camino de vuelta
Capítulo 6: El camino de vuelta
Beth avanzaba a trompicones por el bosque, sus brazos tensos intentando sostener el peso muerto de Aitor contra su pecho. La escopeta la llevaba cruzada en la espalda, ajustada con un trozo de tela improvisado que encontró cerca del prado, y cada paso era una lucha entre el cansancio y la urgencia de no dejarlo allí tirado.
—Joder, Aitor… —murmuró, con la voz ronca, mientras lo reajustaba para que no se le escurriera de las manos—. Nunca pensé que acabaría cargándote como una princesa, ¿eh? Si despiertas y me lo recuerdas, te arranco la otra ceja.
Sonrió, aunque la sonrisa fue más una mueca de dolor que de alegría. El silencio de él pesaba demasiado.
—¿Sabes qué es lo peor? —continuó, tropezando con una raíz pero sin soltarlo—. Que hasta cuando estabas insoportable… cuando me mandabas a la mierda o fingías que no te importaba nada… yo sabía que me escuchabas. Siempre me escuchabas.
Las hojas crujían bajo sus pies, y el aire de la noche se volvía cada vez más frío. Beth apretó los dientes, obligándose a no parar, y siguió hablando, como si la voz pudiera mantenerlo despierto.
—Te jodía cuando te decía que te quedaras un rato más, ¿verdad? —dijo con una risa amarga—. Y aún así te quedabas. Aunque resoplaras, aunque me llamaras pesada. Como si en el fondo… también lo necesitaras.
Lo miró un segundo, su rostro pálido bajo la luz de la luna, y un nudo se le formó en la garganta.
—Vamos, idiota… solo una sonrisa. Una maldita sonrisa y me callo. Prometo dejarte en paz con mis “bobadas”. Pero no me hagas esto, ¿vale? No me dejes sola.
Beth siguió, arrastrando el cansancio, con lágrimas mezclándose con el barro en sus mejillas. Y aunque Aitor seguía en silencio, ella no dejó de hablarle ni un solo momento, como si cada palabra fuese un intento desesperado de mantenerlo aferrado a la vida.
Beth llegó tambaleándose hasta la cascada, jadeando como si el aire mismo le pesara en los pulmones. El agua caía con su estruendo habitual, pero había algo distinto, un resplandor rojizo que no correspondía al reflejo de la luna.
Cuando cruzó el manto de agua, se detuvo en seco.
La cueva… su refugio… su hogar improvisado… estaba envuelto en llamas. Las lenguas de fuego devoraban las paredes, los restos de las mantas, la mesa improvisada, todo aquello que habían conseguido levantar con esfuerzo. El humo se alzaba espeso, y cada crujido de la madera chamuscada sonaba como un lamento.
Beth soltó un grito desgarrador, uno que se quebró entre sollozos.
—¡No, no, no…! ¡Joder, no!
Las lágrimas se mezclaron con el sudor y la suciedad en su rostro mientras apretaba a Aitor contra sí, como si al menos él no pudiera arrebatarle lo que las llamas ya habían consumido.
—Despierta, por favor… —susurró, con la voz rota—. Necesito que te despiertes, Aitor… No puedes dejarme ahora, no después de todo esto.
Lo sacudió suavemente, intentando que reaccionara, aunque su cuerpo seguía inerte, apenas un leve temblor de vida en su pecho.
El fuego iluminaba su piel pálida, y Beth sintió que el mundo se le partía en dos. Todo lo que habían construido juntos, todos los recuerdos, las risas, incluso las discusiones… reducidos a cenizas. Y ahora lo único que le quedaba corría el riesgo de apagarse en sus brazos.
Beth cayó de rodillas, sujetando a Aitor como si fuera lo único real entre tanta destrucción. El llanto le sacudía los hombros, pero aun así seguía hablándole, desesperada:
—Si te vas ahora, me quedo sola, ¿entiendes? ¡Sola! Y no pienso dejar que pase… ¡No pienso!
Las llamas crepitaban, el calor la envolvía, pero Beth no podía apartar los ojos de Aitor. Allí, entre el fuego y la desolación, parecía como si todo el universo se hubiera reducido a ese instante: ella, su llanto, y la esperanza frágil de que él abriera los ojos.
Beth alzó la cabeza con los ojos enrojecidos y el rostro cubierto de lágrimas y hollín. La voz débil a su espalda le erizó la piel.
—Él… él la quemó antes de ir a por vosotros… —susurró el metamorfosis, con su forma pequeña y frágil, apenas iluminado por las llamas que devoraban la cueva.
Beth se giró con brusquedad, mostrando los colmillos por puro instinto. Durante un segundo pensó en lanzarse sobre él, arrancarle la garganta, hacerle pagar todo el dolor que había causado. Pero cuando sus miradas se cruzaron, toda su rabia se quebró en cansancio. Apretó más fuerte a Aitor contra su pecho y, con voz rota, solo alcanzó a decir:
—Por favor… déjame ya… Has hecho suficiente daño.
El metamorfosis bajó la mirada, y por primera vez su tono no fue burlón ni calculador, sino casi humano, cargado de culpa.
—Lo sé… —admitió en un hilo de voz—. Y lo lamento… más de lo que puedes imaginar.
Beth entrecerró los ojos, desconfiada, pero el ser continuó, dando un paso hacia la penumbra como si no soportara la cercanía de las llamas.
—Escucha… sé dónde está la base de tu amigo. Fue allí donde tuve… el primer contacto. Yo… puedo guiarte hasta ella, si quieres. Considéralo… mi forma de compensar lo que hice.
Beth lo observó, con el pecho subiendo y bajando acelerado, dividida entre la rabia y la desesperación. No sabía si era otra trampa, no sabía si debía confiar en él. Pero con Aitor agonizando en sus brazos, comprendía que quizás aquella era su única oportunidad.
El silencio quedó roto solo por el rugido de las llamas y el goteo del agua de la cascada.
Beth lo miró fijamente, con el corazón retumbando en su pecho y los brazos ardiéndole de tanto cargar a Aitor. No había espacio para la duda, ni para juegos, ni para venganzas. Solo quedaba una prioridad: salvarlo.
—Está bien… —dijo al fin, con la voz rota pero firme—. Llévame hasta allí. Pero escucha bien, criatura: si intentas algo, lo que sea, te juro que acabaré contigo aunque sea lo último que haga.
El metamorfosis asintió, bajando la mirada, como un niño regañado. No hubo más palabras.
El trayecto fue largo y tortuoso. La selva parecía cerrarse sobre ellos, húmeda y pesada. A cada paso, Beth sentía cómo Aitor pesaba más, su calor se desvanecía poco a poco, y la angustia la mordía por dentro. En varias ocasiones tropezó con raíces, cayó de rodillas, y el barro le ensució las piernas, pero jamás soltó a Aitor. El metamorfosis, en silencio, le mostraba el camino entre senderos apenas visibles, cruzando arroyos que llegaban hasta la cintura y trepando laderas empinadas que desgarraban la ropa de Beth.
No había monstruos ni enemigos, pero el cansancio, la desesperación y la sombra de la muerte sobre Aitor hacían del trayecto un tormento.
Finalmente, tras horas que parecieron eternas, Beth divisó una estructura oculta tras árboles retorcidos: grandes puertas de acero, medio cubiertas de musgo y vegetación. El metamorfosis se detuvo a unos metros, sin atreverse a acercarse más.
Beth, con los brazos temblorosos y el corazón a punto de estallar, se plantó frente a aquellas puertas y gritó con todas sus fuerzas, la voz quebrada y desesperada:
—¡¡AYUDA!! ¡¡POR FAVOR, ABRAN!!
Sus palabras resonaron contra el metal y se perdieron en la selva. Abrazó más fuerte a Aitor, acariciándole el cabello ensangrentado con una mano temblorosa, mientras con la otra seguía golpeando la puerta sin descanso.
Las puertas se abrieron de golpe con un chirrido metálico. Erick apareció primero, espada en mano, el filo brillando bajo la luz mortecina. Tras él, Emma emergió sujetando una gruesa liana que manejaba como un látigo, los ojos cargados de furia y tensión.
Ambos se quedaron helados al ver la escena: Beth arrodillada en el barro, con el cuerpo de Aitor desplomado en sus brazos, la sangre aún fresca marcando su rostro y sus ropas.
—¿¡Qué le hiciste!? —rugió Erick, su voz quebrada por la rabia y el miedo. No lo dudó ni un segundo: dio un paso hacia Beth, espada en alto, dispuesto a atravesarla.
Beth apenas pudo levantar la mirada, con lágrimas surcándole las mejillas. Ni siquiera intentó defenderse.
Pero antes de que Erick pudiera blandir su golpe, una figura se interpuso. El metamorfosis se transformó en un instante: ahora era un reflejo exacto de Erick, con la misma espada en la mano, bloqueando el ataque con un estruendo metálico. El verdadero Erick retrocedió, atónito, al verse frente a sí mismo.
El metamorfosis sostuvo la guardia unos segundos, y luego volvió a su forma original: ese pequeño ser de piel morada y ojos brillantes. Dio un paso atrás, nervioso, como si no quisiera problemas.
Emma, confundida, miraba la escena con el corazón encogido.
Fue entonces cuando Beth, ya sin fuerzas, cayó de rodillas junto al cuerpo de Aitor y, entre llanto incontenible, apenas logró balbucear:
—Yo… yo… no fue… él… necro… ¡la gema! ¡El ojo! Yo intenté… ¡yo lo intenté! —las palabras se atropellaban, se rompían en sollozos, se mezclaban hasta ser casi incomprensibles.
Beth apretaba la mano de Aitor contra su pecho, temblando, mientras cada lágrima caía sobre su rostro inconsciente. Erick y Emma se miraron en silencio, entre la desconfianza y el desconcierto absoluto.
Emma reaccionó primero. Con un tono firme, casi autoritario, le gritó a Erick:
—¿Qué haces ahí parado? ¡Ayúdalo, maldita sea!
Erick, todavía con la respiración agitada y la espada en mano, miró a Beth unos segundos más… pero al ver la sangre corriendo por el rostro de Aitor, toda su furia se deshizo en un instante. Guardó la espada y se inclinó para cargarlo. Con esa fuerza bruta que siempre lo había caracterizado, tomó a Aitor entre sus brazos como si no pesara nada y lo llevó apresuradamente hasta su cama, dentro de la base.
Beth los siguió tambaleante, apenas logrando mantener el paso. El metamorfosis entró tras ella, en silencio, cabizbajo.
Emma, al ver el estado del ojo izquierdo de Aitor, palideció. El corazón se le encogió de puro horror. No perdió tiempo: empezó a revolver entre sacos, ropas y trapos viejos hasta dar con un trozo de tela negra y una cuerda fina. Con manos temblorosas, pero rápidas, improvisó un parche. Lo ajustó con cuidado alrededor de la cabeza de Aitor, presionando lo justo para que la herida no sangrara más.
—Resiste… por favor, resiste —murmuró en voz baja, como si sus palabras pudieran anclarlo a la vida.
Mientras tanto, Erick, con gesto sombrío, sirvió un poco de la comida que habían dejado preparada horas atrás. Colocó un cuenco frente a Beth y otro frente al metamorfosis. No había confianza en sus ojos, pero tampoco odio.
—Coman. Necesitan fuerzas —dijo con voz grave.
Beth, aún llorosa, apenas pudo articular un agradecimiento antes de apartar la vista hacia Aitor, que seguía inconsciente en su cama. El metamorfosis, por su parte, se quedó quieto, observando todo en silencio, como si buscara demostrar que no pretendía causar más daño.
La noche cayó pesada sobre la base, cargada de un silencio extraño, apenas roto por el crepitar del fuego y los pasos firmes de Erick y Emma que se turnaban en la guardia. Ninguno de los dos podía dormir después de lo que habían escuchado de labios entrecortados de Beth. El nombre del Necromago flotaba aún en el aire como una sombra, y aunque el metamorfosis insistía en que aquel hombre debía estar muerto tras la caída, nadie se sentía seguro.
El metamorfosis, en un esfuerzo por ganar algo de confianza, permanecía cerca de las entradas y grietas de la cueva, señalando cada ruido sospechoso, cada movimiento extraño de ramas o viento. Su voz era baja, casi susurrada, como si temiera invocar algo al hablar demasiado alto.
Dentro, Beth había decidido no reclamar cama. Se recostó en el suelo, justo al lado de donde Aitor descansaba, como si la distancia de un brazo fuese demasiado grande para soportarla. Sus ojos rojos por el llanto no querían cerrarse, y aunque el cansancio la golpeaba con fuerza, se obligaba a permanecer despierta.
De vez en cuando, con el rostro pegado al suelo frío, contenía la respiración. Su pecho quedaba quieto, rígido, mientras afinaba el oído al máximo para escuchar la respiración de Aitor. Cada vez que oía ese débil sonido, ese vaivén irregular que confirmaba que aún estaba vivo, un mínimo suspiro de alivio escapaba de sus labios. Cuando, en cambio, el silencio parecía prolongarse más de lo normal, el pánico le arañaba el estómago y se incorporaba de golpe para asegurarse de que seguía allí.
Emma, desde su puesto, la observaba a ratos, conmovida, pero no dijo nada. Sabía que la vampiresa cargaba un peso enorme de culpa y que nada de lo que ella pudiera decir borraría esa herida. Erick, por su parte, mantenía la vista clavada en la oscuridad, espada en mano, intentando mostrarse fuerte aunque cada latido le gritara la misma pregunta: ¿y si Aitor no despierta?
El ambiente era tenso, frágil, como si cualquier sonido pudiera romperlo todo.
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