El reino de las sombras: Capítulo 8: No es la hora
Capítulo 7: No es la hora
La cueva, que en otros tiempos parecía un refugio cálido, ahora se sentía cargada de un aire pesado, casi fúnebre. La lumbre en el centro ardía débil, lo suficiente para mantener caliente un guiso improvisado que Emma y Erick vigilaban con rostros apagados, sin apenas intercambiar palabras. Sus miradas se cruzaban de vez en cuando, llenas de preocupación, pero ni uno ni otro encontraba consuelo en ellas.
El metamorfosis, en su rincón, descansaba en silencio. Su respiración lenta y pausada lo hacía parecer inofensivo, como si todo lo ocurrido en los últimos días no fuera más que un mal sueño. Pero ni Emma ni Erick se atrevían a confiarse demasiado; lo dejaban estar, como un huésped indeseado al que no podían echar.
Mientras tanto, Beth no se movía del lado de Aitor. Aunque afuera el sol brillaba con fuerza y el día parecía más vivo que nunca, ella había decidido enterrarse en la penumbra de la cueva. No quería abandonar a su compañero ni un segundo. Sentada junto a él, se inclinaba para acariciarle el cabello, recorrerle el rostro con los dedos y darle pequeños besos en la frente, en las mejillas, en la mano que mantenía fría y quieta.
—Hoy el río está tranquilo… —susurraba en voz baja, como si temiera despertarlo—. El agua brilla tanto que parece un espejo. Me habría encantado que lo vieras. Seguro que te habría hecho reír.
Acariciaba su brazo con ternura, como si con ello pudiera devolverle un poco de calor, y a veces se abrazaba a él, apretando el rostro contra su hombro. No había lágrimas en sus ojos, sino un empeño desesperado por mantenerlo cerca, por hacerle sentir que aún pertenecía al mundo de los vivos.
—El bosque también está distinto… los pájaros cantan, pero suena raro sin tus bromas de por medio. —Sonrió débilmente, aunque era una sonrisa hecha pedazos—. ¿Te acuerdas de cuando dijiste que esos pájaros parecían estar insultándonos? No puedo dejar de pensarlo cada vez que los escucho.
Su voz temblaba, pero nunca dejaba de hablarle. Contaba lo que veía, lo que imaginaba, incluso lo que soñaba. Como si bastara con que él escuchara sus palabras para que tuviera una razón más para abrir los ojos.
Beth no salió en todo el día. El mundo afuera podría esperar. Todo lo que importaba estaba frente a ella, tendido, respirando apenas, pero aún ahí. Y ella se aferraba a esa frágil certeza con todo lo que tenía.
Beth mantenía la mano de Aitor entre las suyas, tibia apenas gracias al contacto constante. Sus palabras fluían como un río manso, llenando el silencio con recuerdos, anécdotas y descripciones del mundo exterior. Entonces, de pronto, lo sintió: un leve, casi imperceptible, apretón en su mano.
Beth se quedó helada unos segundos, sus ojos se abrieron con incredulidad y luego la emoción la invadió con tanta fuerza que el corazón le golpeó el pecho.
—¡Aitor! —susurró, casi sin voz, como si gritar pudiera romper ese milagro.
Se incorporó de golpe, inclinándose sobre él. Su mano libre corrió por su rostro, acariciándole la mejilla con una suavidad temblorosa, delineando cada rasgo como si quisiera grabarlo en su memoria.
—Lo sabía… sabía que estabas aquí, que me escuchabas… —decía con una sonrisa entre lágrimas, mientras sus dedos peinaban el cabello desordenado de su amigo.
Siguió hablándole, con palabras atropelladas, cargadas de cariño y de alivio, intercalando besos pequeños en su frente, en sus sienes, como si pudiera devolverle fuerzas con cada contacto.
—Por favor, no me dejes… no me dejes sola con estos locos —rió con suavidad, aunque la voz se le quebró al final—. Tú siempre vuelves, ¿verdad? Siempre vuelves…
Pero la respuesta no llegó. Aitor no repitió el gesto. Su cuerpo volvió a quedar inmóvil, sumido en ese sueño profundo que parecía arrastrarlo a otro lugar.
Beth no se desanimó del todo. Aquel apretón había sido suficiente. Una señal. Una chispa. Se abrazó con más fuerza a su mano, pegando la frente contra la suya.
—Te esperaré lo que haga falta… —susurró, cerrando los ojos para retener ese instante en el que él le había respondido, aunque fuera tan solo por un segundo.
Aitor parpadeó varias veces, confundido. Primero creyó que por fin había despertado, que las voces de Beth realmente lo habían sacado del sopor… pero algo no cuadraba. Ella seguía a su lado, hablándole, acariciándole, sonriendo con esa mezcla de esperanza y desesperación que lo había acompañado hasta entonces.
Aitor abrió la boca para responderle, para decir su nombre, pero nada salió. Caminó un par de pasos tambaleante, hasta que el aire se le congeló en los pulmones: su propio cuerpo estaba allí, sobre la cama improvisada, pálido e inmóvil, mientras Beth sujetaba su mano.
Un escalofrío recorrió su espina. Se tocó el pecho, el rostro, y no sintió el calor de la sangre ni el peso de la carne. Era él… pero no lo era.
Su mirada, atrapada entre el desconcierto y el terror, se alzó hacia el pasillo de la cueva. Una presencia lo llamaba. No era una voz ni un gesto, era un magnetismo inevitable, un eco que le tiraba del alma.
Allí estaba.
Al fondo, la Parca lo esperaba. No era la figura encapuchada de historias viejas, sino algo mucho más imponente. Llevaba una gran azada apoyada sobre el hombro, como si la muerte no fuera un ritual solemne, sino un trabajo diario que se realizaba con herramientas de labranza. Su porte era firme, casi guerrero, aunque sin armadura; tan solo ropajes oscuros, curtidos por un tiempo que parecía eterno.
El cráneo, descubierto, brillaba con un fulgor apagado. Sus cuencas vacías parecían sostener la mirada de Aitor sin parpadear, sin prisa, sin odio. Era una calma aterradora, la calma de lo inevitable.
Aitor sintió que sus pies comenzaban a moverse solos, llevándolo hacia esa figura que lo aguardaba como si siempre hubiese sabido que llegaría.
El eco de la voz de Beth quedó lejano, diluido. Ahora solo existían él, la cueva, y la Parca que lo invitaba a acercarse.
La Parca extendió lentamente su mano huesuda hacia él. No había palabras, no había juicio ni consuelo en aquel gesto, solo la fría certeza de que debía tomarla.
Aitor retrocedió un instante, con el corazón —o lo que quedara de él en ese estado— golpeándole el pecho.
—¿Qué… qué está pasando? —preguntó con voz quebrada, mirando a su alrededor, buscando que alguien, quien fuera, le respondiera.
Beth seguía allí, en el otro extremo de la realidad, acariciando la mano del cuerpo que yacía en la cama. Pero ese no era él… o sí lo era.
—¡Respóndeme! —insistió, clavando los ojos en la calavera de la Parca, como si su insistencia pudiera arrancarle palabras.
El ser no dijo nada. Apenas inclinó la cabeza con una calma solemne y mantuvo su mano extendida.
Aitor, temblando, comprendió que no había opción. Su brazo se levantó como si pesara toneladas y, con un estremecimiento, rozó los dedos fríos de la Parca.
En el instante en que el contacto se selló, todo se apagó. La cueva desapareció, Beth desapareció, su propio cuerpo desapareció.
Cuando la luz volvió, Aitor estaba de pie en una vasta extensión blanquecina, un limbo sin suelo ni cielo claros, todo envuelto en una neblina perpetua. Allí, flotando, caminando o simplemente existiendo, miles de figuras translúcidas se movían en silencio. Hombres, mujeres, niños, ancianos… soldados aún con sus heridas, madres abrazando a hijos que ya no sentían el calor. Fantasmas.
Aitor se quedó helado. Su respiración se volvió errática.
—No… no puede ser… —murmuró, con un hilo de voz. Sus piernas flaquearon, y apenas logró sostenerse en pie—. ¿Estoy… muerto?
El silencio del limbo le devolvió la pregunta sin respuesta. Solo la Parca, inmóvil a su lado, lo observaba sin pestañear, como esperando a que él mismo aceptara aquello que más temía.
Aitor, con la desesperación bullendo en sus venas, apretó los puños contra la nada del limbo.
—¡No! ¡No me puedes llevar así como si fuera un saco vacío! ¡No he terminado! ¡Tengo cosas que hacer, gente que proteger! —gritaba, su voz rebotando en aquella neblina infinita.
La Parca permanecía inmóvil, sin emitir palabra alguna. Su silencio era más pesado que cualquier amenaza.
—¡Devuélveme! ¿Me oyes? ¡Devuélveme con ellos! —Aitor se abalanzó hacia la figura oscura, intentando golpearla, empujarla, cualquier cosa. Pero sus manos atravesaban el cuerpo de la Parca como si fuera humo helado. No había resistencia, no había respuesta.
Entonces, sin previo aviso, la Parca alzó su azada y la golpeó suavemente contra el suelo inexistente del limbo. El mundo se quebró como un espejo y, antes de que Aitor pudiera reaccionar, la oscuridad lo envolvió de nuevo.
De pronto, se encontró en otro lugar, un pasado cercano. Reconoció la escena: un claro oculto entre ruinas, iluminado por hogueras verdes que parecían arder sin consumir. Allí estaban dos figuras: el Necromago, con su imponente presencia y esos ojos como brasas, y a su lado el pequeño ser de piel morada, el Metamorfosis.
—No fallarás esta vez —decía el Necromago con voz grave, cargada de un poder antiguo—. Te infiltrarás en él. En su círculo. Serás sus pasos, su voz, sus gestos. Y cuando baje la guardia… la gema será nuestra.
El Metamorfosis, nervioso, jugueteaba con sus dedos que se deformaban en diferentes formas humanas.
—Pero… ¿y si sospecha? —preguntó con voz temblorosa.
El Necromago lo miró con un desprecio helado.
—No sospechará. Su debilidad es la confianza. Confía en sus instintos, y eso lo condenará. Yo observaré desde la distancia. Siempre.
Aitor, escondido en aquella visión como un fantasma sin voz, sintió cómo la rabia le hervía dentro.
—¡Hijo de puta…! ¡Siempre estuviste ahí! —rugió, aunque nadie podía oírlo.
La Parca, a su lado, seguía sin decir nada, mostrando la escena como si fuese un teatro inevitable.
El mundo volvió a quebrarse y Aitor fue arrojado a otra visión. Esta vez estaba en el mismo bosque donde había visto por primera vez a la extraña criatura de piel morada. El Metamorfosis se escondía tras un tronco, mirándolo con curiosidad infantil antes de transformarse en una copia exacta de Aitor. A pocos metros, entre las sombras, el Necromago observaba con una sonrisa torcida, los brazos cruzados y la paciencia de un cazador que espera a que su presa se acerque sola a la trampa.
—¡Maldito seas…! —murmuró Aitor, apretando los dientes.
Ahora lo entendía: no fue casualidad, nunca lo fue. El Metamorfosis y el Necromago habían jugado con él desde el principio.
La Parca lo miró entonces, por primera vez inclinando su rostro hacia el suyo, como si quisiera ver su reacción más de cerca.
El filo de la azada brilló un instante con un resplandor mortecino, y la Parca, lenta y solemne, alzó su mano huesuda para posarla sobre la cabeza de Aitor.
En cuanto lo tocó, el mundo se fragmentó. No fue oscuridad ni silencio, sino un torrente de imágenes que lo arrastraron sin control.
Aitor vio hogueras encendidas en un campamento, rostros humanos, supervivientes que reían y compartían comida. Eran demasiados para ser casualidad: decenas, quizá más de cien, hombres, mujeres, niños, todos vivos, todos organizados en una comunidad oculta en la actualidad. El aire olía a pan recién hecho, a humo de madera, a vida.
—¿Qué…? —murmuró Aitor, incrédulo, mientras las imágenes se sucedían.
Los destellos lo empujaron más hondo. Vio muros de madera fortificados, vio banderas improvisadas, vio a guardias humanos armados patrullando, como si hubiesen reconstruido un pequeño fragmento del mundo perdido.
Y entonces, entre la multitud de voces, entre el bullicio de esa comunidad, escuchó algo que le heló la sangre.
Una risa.
No era cualquiera. Era inconfundible. Aquella carcajada juvenil, vibrante, algo burlona pero siempre llena de vida. La risa de su hermano.
—¡No…! —Aitor dio un paso atrás en el limbo, jadeando, las manos temblando—. ¡No puede ser! ¡Es imposible!
Las imágenes se repitieron, fugaces: una silueta que no alcanzaba a ver bien, un joven de espaldas, rodeado de gente que lo trataba con respeto, casi como un líder. Y en medio de todo, aquella risa clara que atravesaba la neblina de los recuerdos.
—¡¿Dónde está?! —rugió Aitor, girándose hacia la Parca con los ojos inyectados de furia—. ¡Dime dónde está! ¡Muéstramelo entero, maldita sea!
Pero la Parca permaneció muda, como si su silencio fuera la única respuesta posible. Sus ojos vacíos lo observaban, inalterables, mientras la visión se disolvía poco a poco en una marea de sombras.
Lo último que quedó fue el eco de la risa, repitiéndose una y otra vez en la cabeza de Aitor, como un recordatorio cruel de lo que había perdido… o de lo que aún podría recuperar.
El grito de Aitor desgarró el limbo, rebotando entre las sombras como si el vacío mismo quisiera tragárselo.
—¡¿Por qué me muestras esto?! —rugió, con la voz quebrada, la desesperación latiéndole en cada palabra—. ¡¿Por qué me enseñas que él sigue vivo?!
La Parca se detuvo frente a él. Durante un instante, no hubo más que silencio. Y entonces habló. Su voz era grave, helada, como si cada palabra arrastrara siglos de muerte:
—Aún no es tu hora… —dijo con solemnidad.
Aitor, jadeando, tembloroso, se aferró a esa frase como a un clavo ardiendo.
—¿Qué? —preguntó con los ojos muy abiertos—. ¿Qué quieres decir?
El espectro alzó lentamente su azada, apuntando hacia la nada, como si marcara un destino invisible.
—…o al menos… si ella lo hace.
El corazón de Aitor se desplomó en su pecho.
—¿Ella? —susurró—. ¿Beth…? ¿Qué demonios significa eso? ¡Respóndeme, maldita sea!
La Parca inclinó su cráneo, los huecos vacíos donde deberían estar los ojos brillaron con una chispa siniestra.
—Ella puede transformarte.
El silencio volvió a caer como un peso insoportable. Aitor negó con la cabeza, incrédulo, con un nudo en la garganta.
—¿Transformarme… en qué?
La Parca dejó escapar un siseo áspero, como un viento gélido arrastrando cenizas.
—En lo que ella es. Pero si lo hace… caerás en un ciclo de hambre de sangre. Un hambre que nunca tendrá fin. Un laberinto sin salida. Y en ese laberinto… no habrá ningún premio.
Aitor retrocedió un paso, sintiendo la garganta seca, la respiración agitada.
—No… no… —susurró, más para sí mismo que para la Parca.
La visión de su hermano, la risa que aún le resonaba, la promesa de un reencuentro, todo se entrelazaba con esa sentencia oscura como cadenas que lo arrastraban al vacío.
La Parca solo lo miraba, inmóvil, como si esperara su reacción, como si lo pusiera a prueba.
Aitor abrió los ojos de golpe, jadeando, su cuerpo aún frío, pesado, como si un millón de cadenas lo arrastraran hacia la oscuridad. La lucidez terminal que la Parca le había concedido ardía en su interior: un último minuto, un instante que separaba la vida de la muerte. Apenas pudo mover los labios, apenas pudo forzar un sonido quebrado.
—B… Beth…
La vampiresa se incorporó de inmediato, lanzando al suelo la manta que lo cubría. Cayó de rodillas a su lado, tomándole la mano temblorosa, acariciando su rostro con desespero.
—¡Aitor! Estoy aquí, estoy contigo… —murmuraba, con los ojos brillantes de lágrimas, buscándole señales de vida.
Pero lo que escuchó después la dejó helada.
—Beth… por favor… conviérteme.
La súplica resonó como un trueno en el interior de la cueva. Beth se quedó rígida, sus labios temblando, sus colmillos a la vista por la tensión.
—¡No! —respondió de inmediato, con la voz quebrada, negando con la cabeza una y otra vez—. ¡No entiendes lo que me pides! Es demasiado peligroso… ¡Podría matarte!
El llanto de Aitor brotó con fuerza, un llanto desesperado, incontenible, con la sangre aún manando por el lado del rostro donde el ojo ya no existía.
—¡Beth, por favor! —gimió—. ¡No puedo morir ahora! ¡Él está ahí! ¡Mi hermano está vivo! ¡Lo vi, lo escuché! —las lágrimas se mezclaban con la sangre, su voz quebrándose en un sollozo—. No… no me quites la oportunidad de volver a verlo…
Beth lo observaba, destrozada. No sabía si del delirante dolor hablaba en serio o si su mente se estaba quebrando. Sus manos temblaban sobre su pecho, y su respiración se agitaba como nunca antes.
—Aitor… —susurró, con un nudo en la garganta—. Si lo hago… ya no habrá vuelta atrás…
Él levantó la mano como pudo, débil, pero suficiente para acariciar suavemente el rostro de ella. La mirada de su único ojo aún intacto era de una calma extraña, como si hubiera aceptado su destino.
—Confía en mí… —dijo apenas con un hilo de voz, forzando una sonrisa débil—. Todo saldrá bien.
Beth tragó saliva, las lágrimas cayendo una tras otra, su pecho contrayéndose por el miedo. Finalmente, inclinó el rostro hacia su cuello, cerró los ojos y dejó que los colmillos penetraran en su piel.
La sangre brotó cálida, intensa, llenando su boca con un sabor metálico y espeso. Beth sintió el horror recorrerla, el miedo de estar drenándole la vida, pero Aitor, a pesar del dolor, apenas alcanzó a mover sus dedos para acariciar su cabello, como si quisiera consolarla.
—Tranquila… —susurró con lo último de su voz—. Confío en ti…
Y Beth continuó, con el corazón destrozado, temiendo que cada gota que bebía fuese la última de él, mientras lo transformaba en lo que jamás hubiera querido para Aitor, pero lo único que podía salvarlo.
Beth aún tenía los labios manchados de sangre cuando la figura de Emma apareció de pronto en la entrada de la cueva. La muchacha se quedó petrificada, los ojos muy abiertos al ver a Beth inclinada sobre el cuello de Aitor, sus colmillos aún hundidos, el cuerpo de él inmóvil sobre la cama improvisada.
—¡¿Qué demonios estás haciendo?! —gritó Emma, el sonido de su voz retumbando en la piedra.
Beth se apartó de golpe, el rostro empapado de lágrimas y de sangre, intentando hablar, pero antes de que pudiera, Erick irrumpió también, con la espada en mano, dispuesto a todo. Al ver la escena, su expresión se transformó en una mezcla de rabia y traición.
—¡Te lo advertí! —rugió, avanzando con pasos pesados hacia Beth—. ¡Sabía que eras un peligro!
Emma, sin pensarlo, se lanzó hacia Beth, apartándola bruscamente de Aitor y poniéndose delante de él como si intentara protegerlo. Beth apenas pudo mantenerse en pie, tambaleando, con las manos extendidas, temblando de impotencia.
—¡No es lo que parece! —exclamó con voz quebrada, suplicante, con los ojos fijos en ellos—. ¡Yo… yo lo estoy salvando! ¡No lo estoy matando!
—¿Salvarlo? —espetó Erick, alzando la espada, su rostro endurecido, los músculos tensos—. ¡Le estabas chupando la vida, maldita sea!
—¡Basta, Erick! —Emma interrumpió, alzando un brazo como para frenar a su compañero, aunque su propia voz también temblaba—. Déjala hablar…
—¡No hay nada que hablar! —replicó él con furia, blandiendo el filo que brillaba con la luz débil de la hoguera—. ¡Se estaba alimentando de él, lo va a matar igual que a los demás!
Beth dio un paso atrás, al borde del derrumbe. Su voz salió desgarrada, con un dolor que no podía ocultar.
—¡Lo hice porque me lo pidió! —gritó, casi sollozando—. ¡Él me rogó que lo transformara! ¡Está muriendo, y era la única manera! ¡No lo entienden!
El silencio cayó como una losa en la cueva. Erick no bajó la espada, pero su brazo temblaba. Emma miraba a Beth con una mezcla de desconcierto y miedo, sin saber qué creer.
Entonces, un leve suspiro se escapó de los labios de Aitor. Fue apenas un aliento, pero lo suficiente para helar la sangre de todos en la sala.
Los tres se giraron al unísono hacia él. El cuerpo de Aitor seguía inmóvil, pero aquel sonido había sido real. Una exhalación débil, como si en lo más profundo de sí aún peleara por seguir.
Emma llevó una mano a su boca, incrédula. Erick bajó la espada lentamente, confundido. Y Beth, con lágrimas resbalando por sus mejillas, murmuró con un hilo de voz:
—Se los dije… yo nunca lo lastimaría…
Aitor observaba la escena como si estuviera detrás de un velo, un testigo invisible de su propio destino. Allí, en ese estado entre la vida y la muerte, veía a Beth llorando, a Emma paralizada por la duda, y a Erick con la espada aún temblorosa en su mano. Por primera vez en mucho tiempo, una sonrisa genuina asomó a su rostro: lo había conseguido. No estaba perdido del todo.
A su lado, imponente y silenciosa, la Parca permanecía erguida con la azada apoyada en el suelo. Sus ojos eran abismos vacíos que no necesitaban palabras para imponerse, pero esta vez rompió el silencio con una voz grave que retumbó en aquel espacio fantasmal.
—No suelo hacer estos favores —murmuró con tono lento, casi solemne—. Pero no es la primera vez que me llegan cientos de almas en un solo día.
Aitor frunció el ceño, confundido, intentando entender.
—¿De qué… de qué hablas? —preguntó, con voz apenas audible, sabiendo que aquella entidad no hablaba en vano.
La Parca inclinó levemente la cabeza hacia él, y las palabras que pronunció parecieron desgarrar la niebla del limbo:
—El colgante.
Aitor abrió la boca, dispuesto a exigir una explicación, pero de pronto el entorno comenzó a deshacerse como arena entre los dedos. Sus manos, su forma, todo empezaba a desvanecerse, atraído hacia una luz que lo llamaba desde lejos.
—¡Espera! ¡Dime qué significa! ¡¿Qué colgante?! —gritó, desesperado por obtener más respuestas, pero la Parca ya no dijo nada. Solo lo observaba, inmóvil, como un juez que había dado su veredicto.
El vacío se cerró de golpe. Y entonces…
Un suspiro.
Un latido.
Un temblor en sus párpados.
Aitor sintió el peso de su propio cuerpo al regresar. El dolor lo atravesaba todo, pero había calor alrededor suyo, manos que lo sujetaban, voces lejanas llamando su nombre. Abrió los ojos con dificultad, lento, como si despertara de un sueño eterno.
Los párpados de Aitor finalmente se alzaron del todo. Su respiración era pesada, irregular, y aun así sus ojos —ahora marcados por la oscuridad del parche improvisado— tenían un brillo débil, pero inconfundiblemente vivo.
—¡Aitor! —exclamó Erick, abalanzándose hacia él como un hermano perdido. Se inclinó junto a la cama, hablándole atropellado, como si temiera que el muchacho volviera a cerrar los ojos—. ¡Pensé que no lo lograrías! ¡Joder, pensé que te habíamos perdido!
Emma, que intentaba mantener la calma, ya no pudo. Las lágrimas se le escaparon al verlo consciente, y avanzó despacio, arrodillándose al otro lado de la cama. Con voz temblorosa murmuró:
—Bienvenido de nuevo, grandullón… —y, por primera vez en mucho tiempo, dejó que el llanto la liberara un poco de la angustia acumulada.
Beth, en cambio, se había quedado inmóvil a unos pasos. Sus ojos abiertos de par en par, incrédulos, parecían no aceptar que aquello fuera real. El nudo en su garganta la dejó muda, hasta que Erick y Emma, entre suspiros de alivio, le dejaron espacio para acercarse.
Fue entonces cuando todo se rompió dentro de ella.
Corrió hacia Aitor y lo abrazó con todas sus fuerzas, apretándolo contra su cuerpo como si quisiera fundirse con él. Pero enseguida recordó lo débil que estaba y lo soltó de golpe, con las manos temblorosas.
—¡Lo siento, lo siento! —se disculpó atropellada, sin poder contener una risa nerviosa que le brotaba entre sollozos—. Estoy tan feliz… ¡No sé si abrazarte, besarte, acariciarte… o todo a la vez!
La mezcla de lágrimas, risas y nerviosismo la desbordaba. Sus manos iban de los hombros al rostro de Aitor, acariciándole con cuidado, como si temiera que desapareciera de nuevo en cualquier instante.
Aitor, aunque apenas podía articular palabra, al verla así, sonrió débilmente.
Aitor, con la voz áspera y cansada, rompió el silencio de todos:
—¿Podría… comer algo? —preguntó, con un tono tan simple que descolocó a más de uno—. Tengo un hambre… brutal.
Erick no dudó ni un segundo. Le ayudó con cuidado a incorporarse, sujetándolo por el brazo y la espalda, hasta sentarlo en una silla cercana. El joven parecía un saco de huesos sostenido apenas por voluntad, pero sus ojos reflejaban la urgencia de alguien que llevaba demasiado sin probar bocado.
Emma corrió a servirle lo que habían cocinado: un plato humeante de carne, verduras y pan. Apenas lo puso frente a él, Aitor devoró la comida con una ansia que nadie le había visto nunca. Masticaba rápido, casi sin saborear, y entre bocado y bocado pedía más. Erick le servía lo que podía, y Emma, conmovida, traía otro plato tras otro.
Sin embargo, a mitad de la tercera ronda, Aitor se quedó quieto, con la mirada perdida en el plato. Sintió algo extraño en el pecho, un vacío que la comida no llenaba. Seguía con hambre, pero no era hambre normal.
—¿Qué… qué demonios me pasa? —preguntó en un murmullo, con un dejo de miedo en su voz.
Beth, que lo había observado todo en silencio, inclinó la cabeza hacia él. Sus ojos brillaban de seriedad, aunque mantenía la voz calmada, como quien guía a alguien en su primer tropiezo.
—Es normal —dijo suavemente—. Te acostumbrarás. Al principio el cuerpo… o lo que ahora es tu cuerpo… reclama más de lo que puede controlar. Tendrás impulsos, hambre de sangre. Una sed que parece infinita.
Aitor la miró con el ceño fruncido, un trozo de pan aún en la mano, sintiendo un escalofrío al escuchar la palabra.
Beth dio un suspiro, y añadió con un toque de ternura:
—Pero no te asustes. Todo es cuestión de aprender a controlarlo. No eres un monstruo, Aitor… no si no dejas que lo seas.
El silencio de la cueva se cargó de peso, roto solo por la respiración agitada de Aitor, que trataba de procesar lo que acababa de escuchar.
Aitor, después de tragar hasta el último bocado de lo que Emma y Erick le habían puesto delante, se pasó la mano por la boca con el gesto ansioso de alguien que no estaba satisfecho. El vacío seguía allí, martillándole en el estómago y en la cabeza. Se levantó de golpe, tambaleante todavía, y dijo con tono firme aunque la voz le temblaba:
—Necesito salir… quiero ir de caza.
Emma, que estaba recogiendo los platos, se giró de inmediato con el ceño fruncido.
—Ni se te ocurra —respondió seca, casi como si hablara con un niño testarudo—. Apenas puedes mantenerte en pie, Aitor. Lo último que necesitas es perder fuerzas.
Beth, apoyada contra una roca, lo miró con cierto aire cansado, pero también con firmeza.
—Ella tiene razón. No puedes salir así. Descansa, deja que tu cuerpo se adapte. Si insistes en forzar, solo vas a ponerte peor. —Se estiró perezosamente, ocultando la tensión en sus hombros, y añadió con un aire ligero—. Yo me voy a dar un baño. A ver si se me quita de encima todo este desastre de sangre y cenizas.
Aitor apretó los puños, frustrado. Quiso protestar, pero se cruzó con la mirada de Emma, esa mirada seria que no dejaba espacio a discusión. Erick, en cambio, rompió el silencio con un tono más relajado:
—Yo iré de caza —dijo, colgándose la espada al hombro—. Tú descansa, hermano. Ya me encargo de traer algo para la cena.
El silencio volvió a caer unos segundos. Aitor bufó, resignado, y se dejó caer otra vez sobre la silla. No le gustaba la idea de quedarse quieto, menos ahora que algo dentro de él parecía rugir, pero en el fondo sabía que no iba a ganar esa discusión.
Emma, mientras tanto, cogió una de sus lianas y se encaminó a la entrada de la cueva.
—Yo vigilaré afuera. No pienso arriesgarme a que pase algo mientras dormimos.
Beth ya se había alejado, dejando tras de sí un aire de tranquilidad forzada, y Aitor se quedó solo en la penumbra de la cueva, observando la hoguera parpadear y luchando contra la rabia y el hambre que lo carcomían por dentro.
Aitor giró la cabeza, cansado pero alerta, y se sobresaltó al ver aquella figura agazapada en una esquina oscura de la cueva. El metamorfosis estaba allí, en silencio, como si quisiera pasar desapercibido.
—¿Qué coño haces aquí? —gruñó Aitor, incorporándose lo justo y palpando a tientas la mesa donde había dejado su escopeta.
El ser alzó las manos en un gesto casi infantil, como si quisiera demostrar que no traía malas intenciones. Su voz era baja, vacilante:
—Solo… estoy esperando. No me han echado.
Antes de que Aitor pudiera soltar otra palabra, Beth, que aún no se había marchado del todo, intervino desde la entrada de la cueva.
—Tranquilo —dijo, con un tono más suave de lo habitual—. Fue él quien me guió hasta esta base. Si no, jamás te habría traído aquí a tiempo.
Aitor apretó la mandíbula, no convencido, pero tampoco con fuerzas para seguir discutiendo.
—Ya… —masculló, bajando la escopeta, aunque no la soltó del todo.
Beth terminó de ajustar su ropa y, antes de salir hacia el río, añadió:
—Si estoy equivocada lo sabremos pronto. Pero ahora… descansa.
Y se fue sin mirar atrás.
Erick, espada al hombro, le dio un par de palmadas en el brazo a Aitor y salió también, rumbo al bosque.
El silencio llenó la cueva. Solo quedaban él y el metamorfosis, que permanecía inmóvil, observándolo desde la penumbra.
Aitor, con un suspiro largo, se dejó caer otra vez en la cama. Su mano subió casi por instinto hacia el parche improvisado. Lo tocó una vez, luego otra, como queriendo convencerse de que seguía allí. Sentía la cuerda clavándose un poco en la piel, la tela áspera rozándole la mejilla. Cerró el ojo sano, solo un segundo, y la oscuridad lo envolvió por completo. La diferencia era brutal, insoportable.
—Joder… —susurró, llevándose la mano al rostro.
El mundo ya no era el mismo. Su visibilidad había cambiado, reducida, incompleta. Y ese vacío se notaba en cada respiración, en cada pequeño movimiento.
Mientras tanto, desde la esquina, el metamorfosis lo miraba en silencio, con aquella expresión enigmática que no revelaba si sentía culpa, miedo o simple curiosidad.
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