El reino de las sombras: Capítulo 9: El Errante
Capítulo 9: El Errante
El sol apenas se filtraba por la entrada de la cueva, dibujando destellos dorados sobre las rocas húmedas y llenando de un calor tenue el aire frío de la mañana. Afuera, los pájaros rompían el silencio con un canto irregular, como si recordaran que la vida aún podía abrirse paso entre tanto caos.
Aitor abrió los ojos lentamente, notando por primera vez en varios días que no había un peso insoportable en su pecho. El hambre persistía —una punzada constante, como brasas que nunca se apagan—, pero no era tan salvaje ni descontrolada como en aquellas primeras horas tras la transformación. Su mano rozó el parche que ahora formaba parte de él, acariciando el cuero áspero con una mezcla de resignación y orgullo. Ese parche no era solo para cubrir la herida: era un recordatorio de lo que había atravesado y de lo que había renacido.
Se incorporó despacio, con un suspiro profundo, y por primera vez en mucho tiempo se permitió sonreír. No una sonrisa amplia, sino un gesto sereno, ligero, casi irónico.
—Vaya... parece que hoy no me desperté hecho pedazos —murmuró para sí, con un tono que escondía cierto alivio.
La cueva estaba en calma. Emma aún dormía enroscada junto al fuego apagado, su respiración acompasada marcaba el compás de la tranquilidad. Erick, por su parte, no estaba a la vista; probablemente habría salido temprano a cazar o vigilar. Y Beth… Beth no se encontraba cerca, aunque Aitor la intuía, como si el simple recuerdo de su presencia bastara para llenar el aire de un eco cálido.
Estiró los brazos y se levantó, apoyándose contra la pared rocosa. Habían pasado diez días desde que volvió de las manos de la muerte, y aunque todavía no se sentía completo, cada jornada parecía añadirle un poco más de fortaleza. La debilidad inicial había dado paso a un estado extraño, una mezcla entre la vitalidad de un guerrero y el hambre constante de un depredador que debía aprender a controlar.
Se encaminó hacia la entrada de la cueva. El aire fresco de la mañana le golpeó el rostro y cerró los ojos un instante para saborear esa bocanada de vida. Allí, de pie, observando cómo el sol ascendía lentamente sobre los árboles, Aitor sonrió otra vez, esta vez con un matiz distinto: una chispa de esperanza, casi infantil, que había estado dormida bajo capas de miedo y cansancio.
Era un nuevo día. Y, al menos por esa mañana, parecía que todo estaba en calma.
Aitor salió de la cueva sin decir una palabra, dejando atrás el calor del fuego y el silencio acompasado de sus compañeros. No pensó en si Emma o Erick notarían su ausencia, ni siquiera en cómo reaccionaría Beth al despertar y no encontrarlo. Simplemente sintió la necesidad de caminar, de estirar las piernas y escapar de la sensación de encierro que lo consumía.
El sendero lo llevó hasta un descampado abierto que terminaba en la costa. El mar se extendía ante él, inmenso y oscuro, con olas que golpeaban las rocas como si quisieran recordarle la fuerza implacable de la naturaleza. El aire salino le rozó el rostro y le despeinó el cabello, y por un instante, sintió que podía respirar de verdad.
Se cruzó de brazos, hundiendo las botas en el césped de la costa, y dejó que sus pensamientos lo arrastraran como las corrientes marinas.
—¿Y ahora qué? —susurró, aunque no esperaba respuesta.
Después de la batalla con el necromago, la tensión constante, el miedo a perderlo todo en cualquier instante, parecía que la calma actual no era más que un castigo disfrazado de tregua. Antes, cada día tenía un propósito claro: luchar, resistir, sobrevivir al enemigo. Ahora, con el peligro apartado —aunque nunca del todo vencido—, sentía un vacío extraño en el pecho.
El mar rugía ante él, poderoso, eterno, y Aitor lo observó con cierta amargura.
—No estoy viviendo... solo estoy sobreviviendo —pensó, apretando los puños.
La sensación era punzante: la vida parecía haber perdido su filo, su chispa. El peligro le había dado un motivo, y sin él, el silencio de la normalidad lo hacía sentir como si estuviera atrapado en un limbo.
El viento golpeó su parche, recordándole esa cicatriz reciente, y la ironía lo hizo esbozar una sonrisa amarga. Había vuelto de entre la muerte… pero ¿para qué?
Aitor permaneció de pie frente al mar, dejando que el sonido de las olas lo envolviera en un vaivén hipnótico. El murmullo del agua tenía algo de calma, algo de verdad que lo mantenía en silencio, como si por un instante el mundo entero se redujera a ese horizonte infinito.
Se llevó una mano al parche, acariciando la tela áspera, y cerró los ojos. El recuerdo de la parca regresó con la misma claridad que un sueño del que no se logra despertar del todo. Aquella figura imponente, sus palabras frías, los destellos de un futuro incierto... y, sobre todo, la risa de su hermano.
—¿Fue real? —se preguntó en voz baja, con un nudo en la garganta—. ¿O solo un invento de mi cabeza moribunda?
La duda lo atormentaba desde hacía días. Cada vez que cerraba los ojos volvía a escuchar esa voz, ese eco de alguien que creía perdido para siempre. Pero al abrirlos, el mundo seguía igual: un mar impasible, un cielo grisáceo, y él, atrapado entre la certeza de lo vivido y la sospecha de que tal vez todo había sido una ilusión.
Recordó las palabras de la muerte: “Aún no es tu hora… o al menos, si ella lo hace”. ¿Qué significaba realmente aquello? ¿Qué tanto de lo visto pertenecía a un destino marcado, y qué tanto era solo un engaño de su mente agotada?
Aitor suspiró y pateó una piedra que rodó hasta perderse entre la arena húmeda.
—Si de verdad estás vivo… hermano… —murmuró al mar, como si las olas pudieran llevarle el mensaje—. Espero que aún quede un camino para encontrarte.
El viento sopló con más fuerza, agitando su cabello y sus pensamientos. Tal vez todo había sido un sueño, un delirio nacido del filo de la muerte. Pero la semilla de la duda ya estaba ahí, creciendo. Y esa sola posibilidad lo mantenía en pie, buscando respuestas, aunque no supiera por dónde empezar.
Aitor dejó escapar un suspiro largo, sintiendo la hierba fresca bajo su espalda y el calor tenue del sol en el rostro. El murmullo del mar de fondo lo arrullaba, casi como si quisiera llevarlo otra vez a un sueño profundo. Cerró su único ojo con pesadez, disfrutando del instante en que nada importaba, ni parcas, ni recuerdos, ni hambre de sangre. Solo el cielo despejado, más claro de lo que había estado en días.
De pronto, escuchó el crujido suave del césped a su lado. No abrió el ojo, prefirió mantenerse quieto, expectante. Fue entonces cuando un dedo juguetón le rozó las costillas.
—¿Estás dormido? —susurró la voz inconfundible de Beth, con ese tono que mezclaba picardía y dulzura.
Aitor sintió cómo una sonrisa involuntaria quería aparecer en su rostro, pero se contuvo. Se quedó inmóvil, respirando despacio, como si de verdad estuviera dormido. Una parte de él quería ver qué hacía ella si no obtenía respuesta, si insistiría o lo dejaría en paz.
Beth, mientras tanto, no retiró el dedo. Al contrario, volvió a presionar un poco más en sus costillas, casi como un reto.
—Sé que me escuchas —añadió en un murmullo, tan cerca que su aliento rozó su oído—. Nunca fuiste buen actor, Aitor.
El joven, perezoso, decidió prolongar el juego, sin abrir el ojo ni moverse. Había algo extraño en esa tranquilidad: por primera vez en muchos días, se sentía en paz.
Beth, al no obtener reacción alguna, dejó de pincharlo en las costillas. Lo observó un instante en silencio, con esa calma extraña que rara vez se permitía. Aitor seguía con su ojo cerrado, su respiración tranquila, casi convincente.
—Es un bonito día… —murmuró ella al fin, con un hilo de voz suave, como si hablara consigo misma. Se acomodó en la hierba a su lado, apoyando los brazos detrás de la cabeza para mirar también el cielo—. De esos que casi hacen olvidar lo mierda que es todo lo demás.
Se rió sola, bajito, y tras unos segundos giró la cabeza para mirarlo de reojo.
—En el fondo… pero muy, muy en el fondo —dijo con un tono más bajo—, agradezco que no hayas muerto.
Una pausa se alargó. Sus labios se curvaron en una sonrisa juguetona y añadió:
—Es broma, ¿eh? No te lo vayas a creer.
La risa fue breve, pero se apagó pronto. Beth volvió la vista al cielo despejado, su expresión más serena de lo normal.
—No sé ni por qué te cuento esto… —susurró—. Supongo que porque estás dormido. Porque no vas a reírte de mí, ni a soltar alguna de tus respuestas cortantes.
Sus dedos jugaron con un tallo de hierba, arrancándolo y retorciéndolo entre las uñas.
—La verdad es que… —se detuvo, respirando hondo— me asusté mucho. Cuando estabas tirado, sangrando… pensé que no volverías a abrir ese ojo nunca.
La voz de Beth se quebró apenas un instante, pero lo disimuló con otra risa floja.
—Mírame a mí… toda una vampiresa con siglos de historias y aún así llorando por un mocoso cabezón. Qué ridículo, ¿verdad?
Beth cerró los ojos, dejando que el viento moviera su cabello húmedo por el baño de esa mañana.
—Solo… no vuelvas a hacerme eso. —susurró al final, más para sí que para él.
Y se quedó ahí, en silencio, como si de pronto hubiera vaciado un peso que llevaba cargando en el pecho.
Beth suspiró y dejó que el tallo de hierba se deslizara entre sus dedos, como si soltarlo fuese también soltar un recuerdo.
—¿Sabes? —dijo en voz baja, convencida de que Aitor seguía profundamente dormido—. No siempre fui así. Ni tan pícara ni tan… ¿libre? Antes de que todo se fuera a la mierda tenía familia. Una de verdad.
Se detuvo un momento, clavando la vista en el cielo azul.
—Éramos pocos, pero estábamos juntos. Y en cuestión de días… desaparecieron. Uno tras otro. No hubo forma de protegerlos. Yo… yo apenas logré escapar, y aún me pregunto si valió la pena.
La vampiresa apretó los labios, como si las palabras le costaran más de lo que dejaba ver.
—Después vinieron los años más asquerosos. —Rió, pero aquella risa carecía de brillo—. La gran Beth, seduciendo a cualquier imbécil con tal de sacarles unas gotas de sangre. Hombres que olían a sudor, a miedo, a podredumbre… y aún así tenía que sonreírles, hacerles creer que eran dioses.
Beth cerró los ojos y negó con la cabeza.
—Era eso, o morirme de hambre. Y no sabes lo que duele el hambre para alguien como yo. Te quema las entrañas, te enloquece. Te hace capaz de hacer cosas que… que jamás hubieras pensado.
Su tono se suavizó, perdiendo dureza.
—Con el tiempo, descubrí que la sangre no era lo único. Que podía sobrevivir con comida normal. Pan, vino… cosas simples. Y desde entonces dejé de fingir tanto. Dejé de venderme como un monstruo disfrazado de tentación. Aunque, claro… las costumbres no se borran de golpe.
Un silencio pesado cayó entre los dos. Beth tragó saliva y bajó la voz casi hasta un susurro:
—A veces me pregunto si en el fondo sigo siendo esa misma criatura, desesperada, capaz de cualquier cosa con tal de no morir. Y eso… eso me da miedo, ¿sabes? Porque no quiero que tú… —se detuvo en seco, mordiéndose el labio—. Bueno. No quiero que me veas como ellos me veían.
Se acomodó mejor en la hierba, apoyando la frente en su brazo doblado, con los ojos cerrados.
—Supongo que por eso agradezco que me odies de vez en cuando. Que, aunque sea un poco, me dejes estar aquí, molestándote. Aunque te joda, aunque me mandes a la mierda. Porque por primera vez en mucho tiempo siento que no tengo que fingir.
Su voz se quebró en un murmullo apenas audible:
—Y eso… me hace sentir viva.
Beth quedó en silencio, respirando hondo, como si acabara de liberar un secreto que llevaba demasiado tiempo enterrado.
Beth pasó un rato en silencio, arrancando briznas de hierba y dejándolas escapar entre los dedos, como si así soltara también el nudo que sentía en el pecho. Al fin, sin mirarlo, continuó hablando con aquella voz tranquila y frágil que pocas veces dejaba asomar:
—¿Sabes qué es lo peor, Aitor? —dijo, creyendo aún que él dormía—. Que ya no sé quién soy en realidad. Pasé tanto tiempo… fingiendo, sonriendo, seduciendo, jugando a ser esa vampiresa irresistible que todos deseaban… que me da miedo que eso sea lo único que quede de mí.
Su respiración se agitó levemente, y con ella el temblor en su tono.
—No quiero que me veas como ellos me veían. Como un juguete, como un bicho raro que solo sabe engatusar. Pero a la vez… tengo miedo de que no puedas evitarlo. Porque lo hice tanto tiempo, tantas veces, con tanta gente repugnante, que… siento que me convertí en eso. —Se mordió el labio, furiosa consigo misma—. Y ahora que quiero dejarlo atrás, que quiero ser algo más, no sé si puedo.
Beth apretó las rodillas contra el pecho y hundió la cara en ellas, su voz reducida a un murmullo tembloroso:
—Me asusta que cuando me mires, solo veas a la mujer que jugaba a seducir por costumbre. No a alguien que intenta… cambiar. No a alguien que, por primera vez en siglos, quiere ser vista de otra forma.
Una risa seca y amarga escapó de su garganta, quebrando el momento.
—Supongo que da igual… al fin y al cabo, ¿qué soy yo para ti? Solo la molestia que aparece a incordiarte.
Se recostó finalmente a su lado, girando la cara hacia el cielo despejado, los ojos brillantes pese a la sonrisa forzada que se dibujaba en sus labios.
—Pero aun así… —susurró con un hilo de voz—, gracias por dejarme quedarme cerca. Aunque nunca sepas lo que realmente siento.
Beth se quedó rígida al sentir cómo una mano cálida se posaba sobre su brazo. Tardó un segundo en reaccionar, pues estaba convencida de que Aitor dormía profundamente. Cuando giró el rostro hacia él, lo encontró con el único ojo entreabierto, cansado, pero fijo en ella.
Aitor, con la voz ronca y débil, rompió el silencio:
—No finjas más, Beth… no tienes que demostrarme nada.
Ella abrió los labios, sorprendida, sin saber si debía apartar la mirada o disculparse. Su cuerpo tembló levemente, atrapado entre la vergüenza y el miedo de haber sido descubierta.
Aitor apretó un poco su brazo, con delicadeza, como si temiera que ella pudiera desvanecerse si ejercía más fuerza.
—Te escuché todo. —dijo despacio—. Y no quiero que pienses que eres… eso que dices. No te veo como esos hombres.
Beth parpadeó varias veces, incapaz de contener el brillo húmedo en sus ojos.
—¿Entonces… cómo me ves? —preguntó casi en un susurro, la voz quebrada.
Aitor suspiró, dejando escapar una mueca suave, entre cansada y tierna.
—Como alguien fuerte… demasiado fuerte para haber pasado por todo lo que me contaste. Y aun así, sigues aquí. Y yo… te necesito así, tal como eres.
Beth tragó saliva, el corazón golpeándole con fuerza. Durante un instante, no supo si reír, llorar o simplemente abrazarlo.
Aitor, agotado pero sincero, deslizó su pulgar suavemente sobre el brazo de ella, en un gesto que no necesitaba palabras para transmitir calma.
—No tengas miedo de cómo te veo… porque para mí, Beth… eres mucho más de lo que crees.
Aitor, aún algo débil pero con mejor semblante que en días anteriores, se incorporó despacio. Se quitó el polvo de la ropa y, con una ligera sonrisa, miró a Beth.
—¿Qué te parece si caminamos un poco? —propuso, con un tono suave—. Para olvidarnos de ese mal trago.
Beth parpadeó sorprendida, y después, como si sus palabras fueran un alivio largamente esperado, sonrió con una alegría que hacía tiempo no mostraba.
—Encantada. —respondió sin dudar, ofreciéndole el brazo por costumbre, aunque Aitor prefirió caminar por sí mismo, orgulloso de no depender tanto de nadie.
Avanzaron juntos por la costa, con el mar acompañando su andar con su eterno vaivén. El aire fresco acariciaba sus rostros y, por primera vez en mucho tiempo, no había ni rastro de peligro ni de sombras acechando.
En medio del descampado, Aitor notó algo extraño entre la hierba: unas pequeñas bolingas gross, redondas, de un color amarillento que brillaba bajo la luz del sol. Sin pensarlo demasiado, se inclinó para recogerlas.
—¿Y estas cosillas? —preguntó curioso, girando una en su mano.
Beth ladeó la cabeza, divertida. —Son solo bolingas gross… no sirven para mucho, salvo para molestar a quien las pisa.
Aitor sonrió con picardía, llevándose una a la altura del ojo.
—Entonces ya sé para qué me van a servir. —dijo antes de lanzarla suavemente hacia un tronco caído, como si fueran canicas improvisadas.
Beth no pudo evitar reírse al verlo, esa risa ligera que rara vez dejaba escapar. Al ver su reacción, Aitor recogió unas cuantas más y comenzó a lanzarlas con calma, jugando como un niño.
—No tienes remedio… —murmuró ella, llevándose la mano a la frente, aunque sin apartar la sonrisa.
—Quizá no… pero hacía falta algo de normalidad, ¿no crees? —replicó Aitor mientras lanzaba otra bolinga con puntería precisa.
Beth lo miraba de reojo, con una mezcla de ternura y extrañeza: aquel hombre que había estado tan cerca de la muerte ahora jugaba con esas cosillas pequeñas, riéndose de lo absurdo. Y, en ese instante, por primera vez en mucho tiempo, ella también se sintió un poco más viva.
El tiempo se les escapó entre risas y pequeñas tonterías. Las bolingas gross, tan insignificantes a simple vista, parecían haberse convertido en el centro de un juego improvisado que, por un instante, les devolvió la inocencia perdida.
Aitor, sin embargo, pronto notó el peso del cansancio en su cuerpo. Su energía, aunque recuperada en parte, aún no era la de antes. Con un suspiro profundo, se dejó caer sobre la hierba húmeda, apoyando la espalda en el tronco de un árbol cercano. Beth no tardó en imitarlo, sentándose a su lado, todavía sonriendo por las ocurrencias de aquel “juego absurdo”.
De repente, una de las bolingas rodó por el suelo de manera tan torpe que no paraba de chocarse con otras. Beth, incapaz de contenerse, estalló en carcajadas, tapándose la cara mientras reía con toda libertad. Entre sacudidas de risa, sin pensarlo, apoyó su brazo contra el de Aitor… y luego lo entrelazó, como si aquella cercanía fuese lo más natural del mundo.
Aitor, al sentir el contacto, la miró de reojo con gesto serio. Una parte de él pensó en apartarla, en mantener la distancia. Pero otra voz, más íntima y sincera, se hizo escuchar dentro de su cabeza: “¿Y si no es ahora, cuándo? ¿Y si no me queda tanto tiempo?…”
El silencio entre ambos se volvió cómodo. Aitor no hizo nada por separarla. Solo respiró hondo, cerró su único ojo y permitió que el momento siguiera su curso, como si aquella cercanía fuese un pequeño lujo que aún podía permitirse.
Beth, sin ser consciente de esa batalla interna, se relajó apoyando un poco más su peso sobre él, con la mirada aún encendida de risas pasadas. Y, por primera vez en mucho tiempo, ninguno de los dos sintió la necesidad de llenar aquel instante con palabras.
Beth tardó unos segundos en darse cuenta de lo que había hecho. El calor del brazo de Aitor contra el suyo le había parecido tan natural que apenas lo notó… hasta que lo pensó demasiado. Entonces, sobresaltada, retiró el brazo con rapidez, como si se hubiera quemado.
Para disimular, forzó una sonrisa traviesa y, mirándolo de reojo, le soltó una de esas frases picarescas que tanto usaba para molestarle, cargada de ironía y dobles sentidos.
—Vaya, Aitor… ¿te estás poniendo nervioso por un simple roce? —dijo con un tono burlón, intentando que su voz no delatara el rubor que sentía.
Aitor, en lugar de molestarse, soltó una pequeña risa cansada, negando con la cabeza. Fingió exageradamente un fastidio, como si Beth estuviera consiguiendo exactamente lo que buscaba: fastidiarlo.
—Eres insoportable… —respondió entre risas, aunque la curva de su sonrisa lo traicionaba.
Beth lo miró con esa chispa de picardía en los ojos, sintiéndose satisfecha de haber cambiado la tensión del momento en un juego ligero. Mientras tanto, Aitor, aun riendo, sabía que detrás de esas bromas había mucho más, algo que ninguno de los dos se atrevía a decir en voz alta todavía.
El regreso a la cueva fue tranquilo. El aire salado de la costa aún flotaba en sus ropas y el silencio cómodo entre ambos parecía más pesado de lo normal. Aitor, mientras caminaba con paso firme y la mirada baja, pensaba en lo que había escuchado de Beth aquel día. Esa sinceridad inesperada había abierto una rendija en su corazón, y ahora, viendo lo vulnerable que podía llegar a mostrarse, se preguntaba si era momento de mover más cartas, de dejar de esperar y aprovechar esa cercanía recién nacida.
Beth, por su parte, caminaba algo distraída, de vez en cuando pateando una piedra o jugando con un mechón de su cabello. No se había dado cuenta de las ideas que hervían en la mente de Aitor, y seguía mostrándose ligera, como si quisiera prolongar esa calma un poco más.
Cuando por fin entraron a la cueva, el ambiente cambió. La penumbra del interior contrastaba con la luz cálida del sol de la mañana, y lo primero que vieron fue a Emma, ya despierta, sentada cerca del fuego apagado, estirando los brazos con gesto adormilado. Más adentro, Erick se encontraba concentrado en su propia tarea: improvisaba vendajes en su mano izquierda, donde varias laceraciones aún estaban frescas, seguramente fruto de alguna caza o entrenamiento reciente.
Beth saludó con una inclinación ligera de cabeza, mientras Aitor se limitó a observar la escena en silencio. La normalidad de ese momento, casi hogareña, se sentía extraña después de lo vivido los últimos días, pero de alguna manera reconfortaba.
Aitor esperó el momento justo. Apenas Beth se apartó y se dirigió a una de las habitaciones de la cueva, él la siguió con pasos tranquilos, calculados, como si no quisiera hacer ruido. Cerró la puerta tras de sí con suavidad y apoyó la espalda contra la pared, observándola con una calma que contrastaba con la intensidad de su mirada.
Beth, al notarlo entrar, arqueó una ceja, intentando mantener su habitual tono burlón. —¿Qué pasa, tu parche te aprieta y vienes a molestarme? —bromeó, aunque su voz temblaba levemente.
Aitor sonrió de lado y avanzó despacio, acortando la distancia entre ambos hasta obligarla a retroceder un par de pasos. —Curioso… —murmuró con un tono casi juguetón, inclinándose lo suficiente como para que Beth desviara la mirada—. Siempre eres tú la que me pone nervioso, ¿no? Pues hoy quiero ver cómo te queda ese papel.
Beth tragó saliva, intentando aparentar seguridad. —No me vas a poner nerviosa, chaval… —dijo, aunque sus mejillas comenzaban a encenderse.
Aitor dejó escapar una breve risa, pero su rostro cambió al instante. Su ojo se clavó en ella, serio, duro, como si aquella fachada juguetona hubiera sido solo un señuelo. —Basta de juegos, Beth. Quiero que me expliques algo… —hizo una breve pausa, su voz ahora grave—. El colgante. Nunca me contaste qué es exactamente ni por qué me lo distes.
El aire entre ambos se tensó. Beth abrió los labios para decir algo, pero no salió nada. El tema la había tomado por sorpresa. El cambio brusco en Aitor la descolocó: de la burla a la seriedad más fría en un parpadeo.
Beth no se achicó ni un segundo. Al contrario, ladeó la cabeza con una sonrisa traviesa y, con un tono suave pero cargado de intención, respondió:
—¿Quieres que te lo cuente? Pues vale, Aitor… pero si quieres respuestas, tendrás que jugar conmigo primero. —Se cruzó de brazos, como si la condición fuese inamovible, y añadió—: Si ganas, esta misma noche te lo digo todo.
Aitor arqueó una ceja, sorprendido por la facilidad con la que ella le dio la vuelta a la situación. —¿Jugar contigo? —repitió, fingiendo incredulidad—. ¿Y en qué consiste exactamente ese juego tuyo?
Beth se acercó, rozándole apenas el pecho con la punta de un dedo, mientras contenía una risita. —Lo que siempre hacemos… a ver quién pone más nervioso al otro. —Su mirada chispeó con picardía—. Aunque ya sabes cómo termina siempre.
Aitor soltó una carcajada seca y aceptó el reto sin dudar. Durante largos minutos intercambiaron frases con doble sentido, miradas intensas y silencios calculados. Aitor hizo su mejor esfuerzo, inclinándose demasiado cerca, lanzando comentarios inesperados, incluso fingiendo indiferencia en momentos clave. Pero Beth… Beth era experta. Cada vez que él creía tener ventaja, ella lo desarmaba con una sonrisa traviesa, una palabra ambigua o un gesto insinuante que lo dejaba desconcertado.
Al final, como en tantas otras ocasiones, Beth levantó las manos en señal de victoria y se recostó contra la pared, riéndose con descaro. —¿Ves? Lo mismo de siempre. Yo gano, tú pierdes. —Le guiñó un ojo, disfrutando de su triunfo.
Aitor negó con la cabeza, sonriendo a su pesar. —Eres insoportable.
—Y tú sigues jugando —replicó ella, dándole un suave empujón en el hombro.
Ambos acabaron riéndose, compartiendo ese “colegueo” extraño y único que solo ellos parecían entender. Y entre carcajadas, Beth se inclinó un poco más hacia él y murmuró, casi como si no quisiera que nadie más en la cueva la oyera:
—No se te olvide, Aitor. Esta noche… te contaré todo lo que sé del colgante.
La noche cayó lenta, con un silencio espeso en la cueva apenas roto por el chisporroteo del fuego donde se calentaba la cena. Erick repartía raciones mientras Emma acomodaba las vasijas improvisadas. Beth, que hasta entonces había estado distraída, se levantó de pronto sacudiéndose las manos.
—Voy a salir un rato… necesito aire fresco —dijo sin más, en un tono ligero, casi despreocupado.
Aitor levantó la vista hacia ella y, tras un par de segundos, dejó también su plato a un lado. —Yo también salgo. Necesito estirar las piernas, llevo todo el día encerrado —añadió con una excusa distinta, forzando una naturalidad que no convenció a nadie.
Beth arqueó apenas una ceja al oírlo, pero no dijo nada. Caminó hacia la salida y Aitor se levantó poco después, siguiéndola con calma.
Emma y Erick se quedaron en silencio, observando la escena. Fue Emma la primera en romperlo, suspirando mientras apoyaba un codo sobre la rodilla.
—¿Te has fijado? —susurró, con una sonrisa medio divertida.
Erick bufó y clavó su cuchillo en un trozo de leña. —Claro que me he fijado. O están tramando algo… o esos dos tienen algo.
Emma entrecerró los ojos, como intentando atar cabos. —No sé qué es, pero cada vez se comportan más raro cuando están juntos.
—Sí —asintió Erick, aún con el gesto serio, aunque en el fondo parecía divertirse con la idea—. Habrá que ver cuánto tardan en soltarlo.
Emma sonrió de lado, cómplice, antes de seguir cenando.
Mientras tanto, la noche se abría paso y, lejos de esas sospechas, Aitor y Beth caminaban ya entre las sombras de la costa, rumbo a aquella conversación pendiente.
La brisa nocturna les envolvía mientras caminaban cerca de la costa. El sonido del mar era lo único que llenaba el silencio entre ambos, hasta que Aitor, con un tono firme pero sereno, rompió la calma:
—Beth… el colgante. Ese que que distes cuando nos conocimos, con un rombo dividido en cuatro partes. —Se detuvo, clavando su único ojo en ella—. Quiero que me digas qué significa de una vez.
Beth, que caminaba un paso por delante, giró el rostro hacia él con una sonrisa ladeada. —¿Y si te digo que es solo un adorno? ¿Que lo encontré porque brillaba bonito bajo la luna y decidí quedármelo?
Aitor no parpadeó. Su expresión era seria, paciente, aunque en su voz había una sombra de exigencia. —Sabes que no me lo creo.
Ella rió suavemente, llevándose las manos a la nuca como si no le afectara la presión. —Vaya… ahora resulta que el señor “parche cuero” se ha puesto curioso.
—No es curiosidad —replicó Aitor sin apartar la mirada—. Es que siento que ese colgante pesa más de lo que aparenta. Y tú lo sabes.
Beth lo observó unos segundos, la sonrisa picara aún en el rostro, aunque sus ojos parecían dudar. Se acercó un poco más, inclinándose hacia él como si fuera a susurrarle un secreto.
—Podría no decirte nada… —murmuró en tono juguetón—. Podría dejarte con la intriga, verte perder la paciencia, sería muy divertido.
—Beth —repitió Aitor, esta vez en un susurro firme.
La vampiresa suspiró, y su sonrisa se suavizó apenas, dejando entrever que, quizá, esta vez sí iba a ceder.
—Está bien, Aitor. Te contaré lo que quieres saber… —dijo finalmente, su voz bajando un tono, más seria, más real—. Pero escucha con atención, porque no es una historia que suela repetir.
Beth alzó la mano hacia el colgante, lo tomó entre sus dedos y lo sostuvo frente a la luna, como si en ese reflejo se escondiera todo aquello que estaba a punto de revelar.
Beth dejó que el colgante brillara un instante bajo la luz de la luna antes de hablar. Su voz sonó diferente, sin bromas ni picardía; era grave, cargada de un peso antiguo.
—Los humanos siempre estuvieron equivocados, Aitor… —susurró, como si temiera que alguien más pudiera oír—. Vuestra historia de un solo Dios y un único Diablo no es más que un cuento mal contado, un eco deformado de algo mucho más grande.
Aitor frunció el ceño, atento.
—No hay un dios y un demonio… hay miles de dioses. “Buenos” y “malos”, si quieres llamarlos así, aunque esas palabras no les hacen justicia. Todos ellos, con sus reinos, con sus poderes, con sus guerras.
El viento sopló con fuerza, y Beth apretó el colgante entre sus dedos.
—Los más relevantes, los que tejieron el destino del mundo, siempre fueron los mismos: la diosa de la vida, el dios del fuego, el dios del hielo, el dios del barro, el dios de la tormenta, el dios de la vida eterna, el dios de la resurrección… —su voz se volvió aún más baja, como un hilo helado— y aquel al que todos llaman Diablo.
Aitor sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—¿El Diablo… existe entonces?
Beth negó lentamente. —No como os lo enseñaron. Su verdadero nombre es Ángel Oscuro, el dios de la Agonía. No buscaba gobernar, ni crear, ni siquiera dominar. Solo tenía un propósito: acabar con toda vida. Convertir cada latido, cada aliento, en sufrimiento y muerte.
Se detuvo un segundo, clavando sus ojos en los de Aitor.
—Los demás dioses, horrorizados, lo detuvieron. Lo enfrentaron juntos y lo condenaron a pasar la eternidad en la nada misma. Un vacío absoluto. Un lugar del que, en teoría… jamás podría escapar.
El silencio entre ambos se hizo pesado. El mar rugía a lo lejos, pero nada parecía interrumpir aquella revelación. Aitor no sabía si lo que sentía era miedo, o la certeza de que lo que Beth acababa de decir era más real de lo que quería admitir.
Beth respiró hondo antes de continuar, como si cada palabra que iba a pronunciar pesara más que la anterior.
—Hace cien años… algo cambió. En el vacío donde había sido encerrado el Ángel Oscuro comenzaron a abrirse grietas. No eran grandes, pero suficientes para que su influencia se filtrara. Los demás dioses, temiendo lo peor, no tuvieron otra opción que hacer lo impensable: personificarse.
Aitor arqueó la ceja, incrédulo.
—¿Quieres decir que… caminaron aquí, en nuestro mundo?
Beth asintió con solemnidad. —Sí. Bajaron al mundo terrenal, adoptaron formas humanas para poder protegerlo. No podían permitir que el Ángel Oscuro se liberara. Pero él fue astuto. No descendió en persona… al menos, no directamente.
Su tono se volvió más oscuro.
—En una de esas brechas envió algo… una creación retorcida, una sombra deforme a la que llamaron el Errante. Una criatura que no tenía forma propia, un parásito que se aferraba a cuerpos que no eran suyos. Robaba la carne, los recuerdos, las vidas de otros.
Aitor tragó saliva, la idea le revolvía el estómago.
—¿Y cómo se le mata?
—Esa es la maldición… —Beth apretó los labios, clavando la vista en el colgante como si estuviera mirando a través de él—. El Errante solo puede morir si está fuera de un cuerpo. Y aun entonces, no basta con la espada, ni con el fuego, ni con la magia. Solo la Muerte misma puede destruirlo.
Un silencio denso los envolvió. Aitor sintió un escalofrío recorriéndole la columna mientras procesaba lo que oía.
Beth añadió en un susurro:
—Si el Errante posee a alguien… y ese cuerpo muere, la persona muere con él. Pero el Errante… sale ileso. Libre. Y listo para reclamar otra víctima.
Aitor bajó la mirada, sintiendo cómo el peso de esas palabras lo aplastaba. Por un instante, recordó los flashbacks con la Parca… y aquello que ella misma le había advertido.
Beth giró el colgante entre sus dedos, dejando que la luz nocturna se reflejara en cada una de sus divisiones. Su voz bajó un tono, cargada de gravedad.
—El Errante… no tardó en tramar algo peor. Entre sus juegos de posesión, encontró un cuerpo que nunca debió tocar. El del mismísimo dios de la vida eterna… al que hoy llaman Necromago.
Los ojos de Aitor se abrieron como platos.
—¿Un dios…?
—Sí —asintió ella con un dejo de amargura—. Al principio nada cambió. El mundo seguía sin sospechar. Pero hace unos pocos años, cuando todo se derrumbó… el Errante comenzó a corromperlo desde dentro. Fue entonces cuando el Necromago o más bien El Errante desató su verdadero propósito: destruirlo todo e intentar devolver al Ángel Oscuro a este mundo.
Beth hizo una pausa, y Aitor pudo notar cómo ella misma contenía un estremecimiento al recordar lo que seguía.
—Los dioses pelearon contra él —prosiguió con un susurro tenso—. Fue una guerra devastadora. Y en esa batalla… el dios del fuego, el del barro y el de la tormenta cayeron. Murieron. El del hielo… se sacrificó, sellando su propio poder para congelar al Necromago y encadenarlo en la eternidad.
Aitor notó un nudo en la garganta, como si la magnitud de aquello lo superara.
—¿Y… qué pasó con los demás?
Beth se inclinó hacia él, sus ojos brillando como brasas.
—En honor a sus compañeros caídos, los dioses sobrevivientes crearon a los elementales. Seres titánicos, moldeados a semejanza de cada dios perdido, para que la esencia de su poder no desapareciera del todo. Y ahí entra esto —alzando el colgante frente al rostro de Aitor—. Esta reliquia no es un simple adorno. Fue forjada por manos de dioses y magos, diseñada para despertar a los elementales cuando llegara el momento.
El silencio se hizo pesado. La revelación golpeaba con fuerza.
—Y la gema infernal… —añadió Beth con un deje de ira—. Aquella que se perdió… era lo único que el Necromago necesitaba para traer de vuelta a su líder. Al Ángel Oscuro. Al dios de la agonía.
El aire se volvió denso, casi irrespirable. Aitor no podía apartar la vista del colgante. Por primera vez entendía el alcance de la amenaza… y el papel que él había heredado sin saberlo.
Aitor se llevó la mano al parche, como si necesitara afirmarse en algo tangible para no perderse en aquella maraña de revelaciones. La miraba fijo, con el ceño fruncido, como quien no acepta quedarse con dudas.
—Espera, espera, Beth… —su voz temblaba, no de miedo, sino de la urgencia por entender—. ¿Entonces el Necromago que supuestamente matamos… era en realidad un dios? ¿Un dios de la vida eterna?
Beth asintió lentamente.
—Así es. No era un simple mago caído en la oscuridad. Era un dios… uno de los más antiguos.
Aitor tragó saliva, sus pensamientos enredándose a cada palabra.
—Y si era un dios… entonces él no era malo, ¿cierto? ¿El Necromago no era el monstruo que todos creíamos… sino que el Errante lo estaba controlando?
Beth bajó la mirada, como si esa pregunta le pesara más que cualquier otra.
—Sí… —murmuró, con tristeza—. El dios de la vida eterna fue corrompido desde dentro. Lo que viste, lo que todos vieron… era la voluntad del Errante usando su cuerpo.
Aitor se incorporó un poco, con el corazón latiéndole a un ritmo frenético.
—Entonces… el Errante sigue con vida. ¿No?
Beth lo miró de frente, sus ojos oscuros brillando con una seriedad cortante.
—Sí, Aitor. Todas tus preguntas son correctas. El Errante sigue vivo. Aunque el cuerpo del Necromago haya caído… él sigue buscando. Y seguirá hasta que logre lo que tanto anhela.
El silencio que se extendió después fue como una condena. Aitor sintió un escalofrío recorrerle la espalda, mientras la certeza de lo que Beth acababa de confirmar lo golpeaba con fuerza: nada había terminado aún.
Aitor comenzó a respirar con dificultad, como si de pronto el aire le faltara. El parche le oprimía la sien, y en su mente todo se desmoronaba.
—¿Qué… qué pinto yo en todo esto? —murmuró con la voz entrecortada—. Soy un humano, Beth… ¡solo un humano! —Se levantó de golpe y empezó a caminar de un lado a otro, llevándose las manos al cabello—. Ustedes hablan de dioses, de guerras celestiales, de profecías, de… ¡de cosas que no puedo ni imaginar! ¿Y yo qué soy? ¿Un simple soldado perdido? ¿Un peón que ni siquiera debería estar aquí?
Beth se puso de pie con calma, observándolo como si viera a alguien a punto de romperse en mil pedazos. Avanzó hacia él y, sin pedir permiso, le sostuvo los hombros con firmeza.
—Aitor, mírame. —Su tono no era ni dulce ni frío, era una orden disfrazada de calma.
Él intentó apartar la mirada, pero sus ojos se encontraron con los de ella.
—No puedes hundirte así… no ahora. —Beth apretó un poco más sus hombros—. Sí, los dioses juegan su guerra, y sí, el Errante no es algo que un humano pueda derrotar por sí solo. Pero no estás solo. ¿Lo entiendes? No eres un peón, Aitor. Ya has cambiado cosas que ni los dioses se atrevieron a tocar.
Aitor negó con la cabeza, los labios temblando.
—Pero… ¿y si fallo? ¿Y si todo esto me supera?
Beth suspiró y, con un gesto casi maternal, le acarició la mejilla sana.
—Entonces fallaremos juntos. Pero no hoy. No esta noche. —Lo obligó suavemente a retroceder hasta la cueva, empujándolo con paciencia—. Ahora lo que necesitas es dormir. La mente también sangra, y si no descansas… no habrá fuerza en ti mañana.
—No… no puedo dormir —replicó Aitor, con un hilo de voz, intentando resistirse—. No después de todo lo que me dijiste…
Beth se inclinó hacia él, quedando apenas a unos centímetros de su rostro.
—No es una opción, Aitor. —Su voz se volvió un susurro firme—. Confía en mí, aunque no confíes en los dioses.
Finalmente, Aitor, agotado por la ansiedad y la avalancha de revelaciones, cedió. entró en la cueva y se dejó caer en la cama, con la respiración aún temblorosa, sintiéndose pequeño en un mundo demasiado grande, mientras Beth se quedó un momento a su lado, vigilante, hasta que sus párpados pesaron.
pasaron minutos hasta que Aitor se durmió, Beth se disponía a dormir también pero una voz sonaba dentro de su cabeza, una voz que no le pertenecía a ella.
—Sal un momento, tenemos que hablar un rato Beth—
Beth sabía quién le estaba hablando, no era la primera vez que lo hacía, mientras maldecía para si misma salió de la cueva
Beth apretó los puños apenas verles a ellos. La noche, iluminada por la luna, se volvió de pronto más fría. Los cuatro magos la observaban con ojos anaranjados que parecían quemar la oscuridad.
El más pequeño, de ropaje rojo con bordes dorados, dio un paso al frente. Su voz era firme, pero también arrastraba un dejo de burla:
—No juegues conmigo, Beth. Sabes bien lo que hiciste. ¿De verdad pensaste que el Rey de los Magos no lo sabría? ¿Que el Ojo que todo lo ve no traspasaría tus juegos de secretos? —La miró de arriba abajo con un aire de superioridad—. Has alimentado a tu amiguito con verdades que no debía conocer.
Beth levantó la barbilla, fingiendo seguridad, aunque sus labios temblaban apenas perceptibles.
—No sé de qué hablas —replicó, con un tono que buscaba sonar firme.
El mago humano sonrió, ladeando la cabeza.
—¿No lo sabes? —chasqueó los dedos, y los tres colosos detrás de él dieron un paso al frente. El primero, con los hombros coronados por cañones láser y cuchillas que relucían bajo la luna. El segundo, en silencio, dejando que sus dos katanas y la sierra giratoria de su mano hablaran por él. Y el tercero… un monstruo desgarbado, con cuatro brazos armados de espadas que se movían de forma inquieta, como si un hambre de batalla lo devorara.
El mago volvió a hablar, con calma venenosa:
—No me hagas repetirlo, Beth. El rey ya lo sabe todo. Y tú también deberías saberlo: nadie puede escapar del Ojo. Ni tú… ni ese humano al que tanto proteges.
Beth apretó los dientes, luchando por mantener la compostura. Por dentro, la rabia y el miedo se mezclaban. Si Aitor llegaba a enterarse de que la estaban presionando, de que los magos sabían todo, podía ser desastroso.
Respiró hondo, ocultando su temblor, y murmuró:
—Déjenlo fuera de esto… esto es entre ustedes y yo.
El mago rió suavemente, como si hubiera escuchado justo lo que esperaba.
—Eso, querida Beth, lo veremos pronto.
Sin previo aviso el mago se acercó y le tendió una pistola extraña con grabados y un brillo raro, pequeña y con lenguajes muertos en ella.
Los tres gigantes se quedaron quietos, tensos, esperando una orden que aún no había llegado.
Beth permaneció quieta, la respiración entrecortada, mientras el frío metal de aquella extraña pistola descansaba en su mano. La luz de la luna se reflejaba en su superficie, dejando ver los grabados antiguos.
El mago de ropaje rojo la miraba mientras una cúpula de humo los cubría haciendo que desaparecieran, el mago le dio una advertencia antes de desaparecer en ese humo:
—Beth, tienes un solo tiro. Es el borrador de memorias. No es necesario que lo hagas ahora… pero cuando llegue el momento en que tu amiguito se pase, si no lo haces tú… lo haremos nosotros. Y nosotros no borraremos su memoria. Lo borraremos de la simple existencia.
El eco de la carcajada metálica del coloso con cañones láser todavía vibraba en el aire cuando el humo terminó de disiparse. Beth se quedó sola, temblando, con los ojos fijos en aquella arma imposible que sentía más pesada que cualquier espada.
Sus dedos se crisparon alrededor de la empuñadura. Quiso tirarla al suelo, lanzarla al mar, perderla en el bosque… pero sabía que no podía. Si lo hacía, los magos lo sabrían. El Ojo lo sabría.
Una mueca de rabia mezclada con impotencia cruzó su rostro.
—hijos de puta… —susurró, apenas audible.
Se llevó la pistola al pecho, cerró los ojos y respiró hondo. Miró hacia la cueva, hacia donde Aitor dormía, ajeno a todo. ¿Cómo podría ella apuntar a ese rostro, a ese único ojo cansado que aún la miraba con confianza?
Beth no lloró. No podía. En su lugar, guardó el arma entre sus ropajes, como si quisiera enterrarla en lo más profundo de sí misma.
—No te dejaré en sus manos… pase lo que pase —murmuró para sí, antes de volver lentamente hacia la cueva, con un nudo en la garganta y un peso invisible sobre sus hombros.
Beth volvió a la cueva con paso silencioso, el eco de las palabras de los magos aún enredado en su mente. Se acercó despacio a la cama improvisada de Aitor y se quedó de pie, observándolo en la penumbra. El parche le cubría un lado del rostro, pero su respiración tranquila le daba un aire casi infantil, como si no hubiera pasado por todo lo que ya había vivido.
De pronto, Aitor entreabrió su ojo, somnoliento, y murmuró con voz ronca:
—¿Qué estás haciendo? … Es tétrico que me mires tanto mientras duermo.
Beth soltó una pequeña risa, tratando de disimular la tensión que aún la atravesaba.
—Tienes razón… supongo que sí lo es —respondió bajito, con una sonrisa juguetona que pronto se deshizo en ternura.
Esperó a que él cerrara de nuevo el ojo y regresara a ese sueño profundo que tanto necesitaba. Cuando estuvo segura de que había vuelto a dormirse, se inclinó despacio, rozando apenas su mejilla le dio un beso.
—Duerme tranquilo… —susurró, como una promesa que solo ella escucharía.
Entonces se apartó, acomodándose en su rincón. Cerró los ojos y dejó que el cansancio la venciera al fin, aunque en su pecho el peso del secreto y del arma seguía latiendo con fuerza.
La noche caía sobre el reino devastado, un lugar de ruinas silenciosas donde las torres derruidas parecían llorar la gloria perdida de un tiempo ya muerto. Entre los restos de piedra y hueso, el eco de pasos tambaleantes se abría camino. El Necromago seguía en pie, con la parte izquierda de su cabeza con solo hueso, restos de sangre y un extraño ojo verde del interior de su cuenca vacía, su mano derecha sufrió el mismo destino, esquelética pero de alguna manera aún útil , el necromago herido y casi sin fuerzas tras la última batalla, avanzaba con dificultad, dejando tras de sí un rastro de agonía.
En el centro del salón principal, iluminado apenas por la luz mortecina de la luna que entraba por los ventanales destrozados, un trono esperaba. En él reposaba una figura inmóvil: un rey esqueleto, rígido, con la corona oxidada aún ceñida a su calavera, una armadura que solo cubría el torso y parte de las piernas y una alabarda con lo que parecía haber sido antes una bandera, como si se negara a abandonar su antiguo dominio. Su quietud lo hacía parecer un mero cadáver olvidado en su propia corte, rodeado de muchos más cadáveres esqueléticos.
El Necromago se desplomó a pocos pasos, jadeante, y entonces ocurrió. De su pecho, como un desgarrón en la realidad, emergió la sombra: el Errante. Delgada, deformada, sus contornos parecían nunca estar fijos, y sus ojos verdes resplandecían con un fulgor antinatural. La entidad flotó en silencio, como un depredador que por fin hallaba presa.
El Rey Esqueleto no mostró resistencia. El Errante se deslizó hasta él y penetró en su interior como humo que se filtra en una grieta. Por un instante, el salón quedó en un silencio sepulcral. Y entonces, desde las cuencas vacías del cráneo, dos ojos verdes brillaron con intensidad, iluminando la oscuridad de la sala.
El trono, una vez muerto, volvía a tener un ocupante.
El Errante había encontrado un nuevo huésped, sin esperar se levantó en su nuevo cuerpo y caminó hacía su antiguo cuerpo de necromago, se agacho y recogió lo que tanto le había costado conseguir, la gema infernal, la observó un largo rato y después con el mango de su alabarda golpeó el suelo con un crujido seco.
De pronto decenas de cadáveres de antiguos guerreros comenzaron a levantarse, a hacer ruidos como si volvieran a estar vivos, de sus cuencas vacías se iluminaban unos pequeños ojos verdes, los muertos vivientes comenzaron a marchar libremente aunque siempre expectantes a una nueva orden de su nuevo rey.
El Errante solo miró al horizonte y aprovechando las vistas pudo observar otro reino a la lejanía, sin reparo alguno saco una risa fuerte, muerta, antigua, su misión acababa de empezar.
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