Estoicos oidme: Adicción
Si no has visto los anteriores capítulos haz click en los enlaces:
Adicción.
El cuerpo me tiembla antes de abrir los ojos. La piel arde y suda a la vez, como si me estuvieran quemando desde dentro con un hierro oxidado. La garganta es un desierto y la boca sabe a monedas viejas. No me hace falta mirar el reloj para saber que han pasado menos de seis horas desde el último chute. El reloj real no está en la pared: está dentro de mí, en esa ansiedad que crece como una rata hambrienta roída contra las costillas.
Me levanto a medias, tambaleándome. El suelo está lleno de colillas, vasos de plástico pegajosos y envoltorios vacíos. El olor de la habitación es una mezcla entre vómito seco, sudor y algo más… algo que ya no logro identificar. Tal vez soy yo mismo descomponiéndome en vida.
Me digo que hoy será distinto. Que no voy a buscar más, que puedo aguantar. Pero la idea apenas nace y ya se convierte en una broma. Porque mientras pienso en resistir, mi cuerpo ya se mueve hacia el cajón donde sé que queda un poco. La mente y la carne ya no son mías: soy un inquilino en un cuerpo que obedece a otra voluntad. Y esa voluntad no razona, solo exige.
Cuando la aguja entra, hay silencio. Silencio absoluto. El temblor se calma, la angustia se derrite. Por unos segundos el universo encaja, como si siempre hubiese estado diseñado para llegar a este punto. Podría llorar de la paz que siento. Pero esa paz dura lo que un parpadeo largo. Luego vuelve la culpa, la rabia, la certeza de que me he hundido un poco más, y de que la salida —si es que alguna vez la hubo— está cada vez más lejos.
No pienso en el futuro. Pensar en el futuro es como mirar una soga colgando: sabes que está allí, pero no te atreves a tocarla. Mis amigos se fueron, mi familia cerró la puerta. Y yo sigo aquí, rodeado de mis ruinas, esperando el próximo derrumbe.
La adicción no es un monstruo que viene de fuera. Es un parásito que se sienta dentro de ti y aprende a hablar con tu voz. Cuando suplicas que pare, se ríe. Cuando intentas luchar, te recuerda que eres débil. Y cuando te rindes, te acaricia como un amante.
Quizás mañana no despierte. Quizás despierte y repita lo mismo. Da igual. La única certeza es que ya no soy dueño de mí mismo.
“El hombre fuerte no es el que nunca cae, sino el que acepta que algunas batallas solo se libran muriendo.”
Comentarios