El reino de las sombras: Capítulo 14: El guardián

 Capítulo 14: El guardián 



El Reino Caído dormía en su quietud perpetua, envuelto en murmullos de viento y ecos de voces olvidadas. Entre sus torres derruidas y murallas fracturadas, los espectros vagaban como de costumbre: unos reían suavemente, otros recitaban canciones que nadie más recordaba, otros simplemente existían, aferrados a un pasado imposible de abandonar.

Pero esa noche —si es que podía llamarse noche— era diferente.

Primero fue un resplandor, un destello verdoso que atravesó las nubes como un cuchillo de luz. Después, el aire vibró con un zumbido grave, un pulso que hizo estremecer las piedras de las murallas. Y finalmente, el cielo se quebró: un rayo inmenso, continuo, de un verde imposible, se alzó hacia lo alto y se perdió en la inmensidad.

Los fantasmas del Reino Caído se detuvieron de inmediato. Las risas cesaron, las canciones quedaron a medias, los juegos infantiles se apagaron. Todos alzaron la vista hacia el firmamento, contemplando ese pilar de energía que no dejaba de arder.

El Espectro fue el último en mirar. Había sentido antes la vibración, como si el suelo mismo lo hubiera llamado. Sus pasos resonaron en la plaza central mientras los habitantes se reunían en silencio, buscando en su gigantesca figura una respuesta que él mismo no poseía.

El cielo comenzó a oscurecerse de manera antinatural. Las nubes, negras como ceniza, se arremolinaron en torno al rayo. La luz del día fue devorada hasta parecer medianoche, aunque aún no había pasado ni la mitad del ciclo.

Un niño espectral, con voz temblorosa, fue el primero en hablar:

—¿Qué es, guardián?

El coloso inclinó lentamente el yelmo, como si también buscara entender. El fulgor azul de sus ojos se clavó en el rayo, que parecía no tener origen ni fin, un tubo de energía que partía el cielo en dos.

—No lo sé —respondió al fin, con voz grave, casi un murmullo que retumbó como trueno en las murallas quebradas—. Jamás he visto algo semejante.

El murmullo de los espectros se extendió como un viento inquieto. Algunos rezaban a dioses que ya no los escuchaban. Otros preguntaban si era un presagio, un llamado, una señal de que la oscuridad que los magos habían anunciado finalmente los alcanzaba.

El Espectro dio un paso hacia el risco que dominaba el horizonte, seguido por decenas de espectros menores. Desde allí se veía con claridad el rayo, apenas a unos cientos de metros del Reino Caído. Parecía tan cercano que casi podían sentir su calor en la piel que ya no tenían.

El guardián se detuvo y alzó una mano enorme, como si intentara medir la distancia con un gesto inútil. Su armadura crujió, y sus palabras resonaron, lentas, cargadas de incertidumbre:

—Sea lo que sea… está demasiado cerca.

El silencio cayó sobre todos. Incluso el viento se había detenido, como si también temiera el resplandor verde que desgarraba el cielo.

El Reino Caído, acostumbrado a su eternidad de calma y resignación, se encontraba ante lo desconocido. Y ni siquiera el Espectro, el guardián de cuarenta metros, podía prometer que estaban a salvo.

El murmullo de los espectros se volvió un lamento colectivo. Las figuras traslúcidas temblaban como llamas en el viento, incapaces de apartar la mirada del cielo partido. Algunos buscaban refugio en las casas derruidas, otros se abrazaban unos a otros como si el frío pudiera volver a tocarlos. Todos compartían el mismo miedo: por primera vez, sentían que ni siquiera el Reino Caído los protegía.

El Espectro los contempló en silencio. Desde su altura colosal, veía las sombras de mujeres que intentaban calmar a niños que nunca crecerían, los caballeros espectrales que apretaban sus viejas espadas oxidadas con gesto inútil, los ancianos que murmuraban oraciones olvidadas. Todos lo miraban con los ojos apagados… pero llenos de una única súplica: protección.

El gigante inclinó la cabeza, bajando su yelmo hasta que sus ojos de luz azulada quedaron casi a la altura de los más cercanos. Su voz, grave y solemne, sonó con una ternura insólita:

—No temáis… nada malo os alcanzará mientras yo exista. —Pausó, como si quisiera asegurarse de que cada uno escuchara—. Pase lo que pase, estaréis a salvo. Yo lo juro.

Un silencio reverente lo siguió, roto solo por el sollozo de un niño espectral que se aferró al aire como si quisiera tocar la enorme mano del guardián. El Espectro, con una lentitud solemne, extendió un dedo del tamaño de una torre y lo acercó suavemente, permitiendo que el pequeño se apoyara en él. Fue un gesto sencillo, pero bastó para que los demás recuperaran un poco de calma.

—Todo irá bien —repitió, más despacio, casi como una promesa eterna.

Los fantasmas lo miraron con una mezcla de esperanza y amor. Para ellos no era solo un guardián: era el último gigante que se interponía entre su mundo frágil y el abismo.

El Espectro se irguió entonces, recto y majestuoso, proyectando una sombra inmensa sobre las ruinas. Sin añadir más palabras, giró lentamente su cuerpo colosal hacia el bosque. Los árboles, altos como torres para cualquier humano, apenas alcanzaban sus rodillas. A cada paso que daba, el suelo retumbaba como un tambor, y las copas se agitaban, partiéndose bajo la fuerza de su andar.

Cruzó aquel mar verde sin dudar, sus ojos fijos en el resplandor que desgarraba el horizonte. El rayo verde se alzaba como un faro antinatural, llamándolo, desafiándolo. Y aunque no sabía qué era ni de dónde provenía, avanzó con la calma de quien ya ha tomado una decisión: descubriría su origen y, si era necesario, lo detendría.

Porque un juramento había sido hecho. Y el Guardián jamás rompía sus promesas.

Cada paso del Guardián hacía temblar la tierra bajo sus pies colosales, pero su andar era lento, sereno, como el de alguien que cargaba más con pensamientos que con peso. El bosque, que para cualquier humano sería un muro de troncos y ramas, para él era apenas una alfombra verde que le llegaba a las rodillas. Las copas de los árboles se agitaban a su paso, quebrándose algunas como si fueran tallos frágiles.

El titán no apartaba la mirada del rayo, pero en su interior la tormenta era más densa que la del cielo que comenzaba a ennegrecerse. Conocía ese resplandor… no por haberlo visto antes, sino por haberlo temido desde hacía siglos.

“El Ángel Oscuro…”

La sola idea atravesó su mente como un eco doloroso. Sí, sabía de él. No era un mito para asustar niños ni una invención de los magos para justificar sus advertencias. Lo había visto con sus propios ojos, en un tiempo remoto, cuando los reinos aún respiraban y la oscuridad se cernía como un presagio. Lo había contemplado alzarse entre cadáveres, desplegar sus alas rojas como fuego y reclamar la tierra como suya.

El Guardián cerró los ojos un instante, recordando la silueta gigantesca, el brillo enfermizo en sus ojos, la voz que no hablaba, sino que se imponía como una orden grabada en el alma de todos los que lo escuchaban.

Y aun así, cuando sus espectros lo miraron aterrados hace apenas unos minutos, no les dijo nada.

“No necesitan cargar con este miedo. No deben saber lo que yo sé.”

Se lo repetía a sí mismo mientras avanzaba. Los fantasmas eran frágiles, dependían de la esperanza, aunque fuera mínima. ¿Qué hubiera ganado revelándoles que esa aberración era real, que el Ángel Oscuro había regresado? Solo habría sembrado desesperanza, una rendición anticipada.

El gigante suspiró, aunque no necesitara aire. Fue más un gesto humano que un acto real.

—Debo cargar con esto yo solo… —murmuró para sí, su voz como un trueno apagado entre las montañas de hojas.

El bosque quedó en silencio por un instante, como si los árboles mismos escucharan aquella confesión.

Y así, con cada paso firme, el Guardián se hundía más en sus recuerdos, en esa certeza que lo desgarraba: el enemigo que volvía a alzar su sombra sobre el mundo no era otro que aquel ser del que nadie escapaba indemne: el Ángel Oscuro.

El Guardián emergió del bosque, dejando tras de sí un reguero de árboles desgajados y raíces arrancadas. El suelo temblaba a cada uno de sus pasos, pero él no se detuvo hasta que el resplandor verde del rayo lo envolvió por completo. Ante él, el cielo estaba desgarrado por aquella columna de energía que ascendía sin fin, oscureciendo el mundo alrededor.

Y allí lo vio.

El Ángel Oscuro se erguía entre las ruinas del reino orco como una estatua viviente de treinta metros, sus alas rojas abiertas de par en par como un manto de guerra. Su piel morada reflejaba el fulgor esmeralda del portal, y su mirada ardía con una calma que era más aterradora que la furia. A su lado, de pie con el libro aún en las manos, el Errante observaba con satisfacción, como un sacerdote presenciando el nacimiento de su dios.

El Guardián detuvo su paso. Durante un largo instante, ninguno habló. El viento giraba en remolinos, cargado de ceniza y polvo, como si el propio aire temiera acercarse demasiado.

Finalmente, el Ángel Oscuro rió. Su voz retumbó como un eco múltiple, grave, atravesando hueso y alma:

—Viejo amigo… cuánto tiempo ha pasado.

El Espectro no respondió de inmediato. Sus ojos azules brillaron con intensidad, clavados en la figura alada. Cuando habló, su voz fue un rugido contenido, frío como el hierro:

—No me llames así. No hay amistad en lo que representas.

El Ángel Oscuro inclinó apenas la cabeza, divertido. Dio un paso hacia adelante, y aunque su altura era menor que la del Espectro, la presencia que emanaba parecía igualarlo.

—¿De verdad lo has olvidado? —su tono se volvió casi melancólico, aunque en él había un veneno innegable—. Yo fui tu creador. Yo te di forma. Naciste de mis manos, como un guardián… como mi escudo contra las criaturas que yo mismo engendré.

El Errante asintió en silencio, disfrutando de cada palabra, como si se deleitara viendo al Guardián enfrentar verdades que siempre había sospechado pero nunca aceptado.

El Espectro apretó sus manos colosales, haciendo crujir la tierra bajo sus pies.

—Me hice guardián por voluntad propia, no por tus designios. No protegeré tus ruinas, ni tus horrores, ni tus demonios.

El Ángel Oscuro rió suavemente, un sonido perturbador, hueco, como si viniera de todas partes al mismo tiempo.

—Siempre tan terco. Siempre aferrado a la ilusión de libre albedrío. Pero, dime, ¿cuánto de lo que eres es realmente tuyo? ¿Cuánto de tu fuerza, de tu eternidad, de tu misión… no está grabado en tu esencia desde el día en que naciste de mi oscuridad?

El Guardián calló, inmóvil como una montaña, pero en su interior las dudas lo desgarraban como cuchillas invisibles.

El Errante, mientras tanto, cerró el libro con un golpe seco y murmuró:

—Todo vuelve a su origen, Guardián. Y tú no eres excepción.

El silencio entre ambos colosos se quebró en un instante. Sin previo aviso, el Ángel Oscuro plegó sus alas y en un movimiento imposible para su tamaño, se lanzó contra el Espectro con una espada de obsidiana que parecía forjada en las entrañas mismas del abismo. La hoja atravesó el aire con un rugido metálico, buscando el flanco del Guardián.

Pero el Espectro no era lento. Con reflejos que desmentían su tamaño, levantó su propia espada, un acero antiguo tan ancho como una muralla, y desvió el golpe. La colisión retumbó como un trueno, levantando una onda expansiva que arrasó con los árboles cercanos y derribó a los orcos inconscientes que yacían en las ruinas.

El Errante, a unos metros, observaba fascinado, con los ojos brillando de éxtasis.

Los dos titanes intercambiaron una ráfaga de golpes. Espada contra espada, sombra contra acero. Cada choque iluminaba la noche oscura con destellos verdes y azules, como si estrellas estallaran a ras de suelo. El Guardián se movía con pasos pesados pero firmes, mientras el Ángel Oscuro, con su agilidad monstruosa, atacaba como un cazador que disfruta hostigando a su presa.

El Espectro gruñó, haciendo retroceder a su adversario con un tajo que partió en dos una torre derruida. El Ángel Oscuro, sin embargo, se incorporó de inmediato, riendo con una calma insoportable.

—Siempre tan noble, siempre tan rígido… pero el mundo ya no necesita guardianes, viejo amigo. Necesita conquistadores.

Con un batir de alas, volvió a lanzarse sobre él. El Guardián bloqueó el golpe, pero en la colisión, sus manos gigantescas resbalaron. Su espada, aquella que lo había acompañado durante siglos, cayó al suelo con un estruendo que hizo vibrar la tierra y partió el suelo en dos.

El Ángel Oscuro no perdió la oportunidad. Con un movimiento fluido, colocó su propia espada contra el cuello del Guardián, el filo oscuro brillando con hambre.

El Errante, incapaz de contenerse, estalló en carcajadas que se mezclaron con el rugido del rayo verde a sus espaldas.

El Guardián, desarmado pero erguido, miraba a su enemigo con los ojos encendidos, sin mostrar temor, aunque por primera vez su pueblo —lejano, entre las ruinas— temblaba con la certeza de que su protector podía caer.

El filo oscuro se mantuvo junto al cuello del Guardián mientras el Ángel Oscuro, con voz grave y venenosa, escupía su amenaza:

—Si no te arrodillas, viejo… tu Reino Caído será cenizas antes del amanecer. Juro que cada espectro se disolverá en el olvido, y tú serás testigo de cómo pierdes lo único que aún finges proteger.

Aquellas palabras fueron la chispa. Algo dentro del coloso se quebró y, al mismo tiempo, se encendió. La calma solemne que siempre lo caracterizaba se disipó en un rugido ensordecedor. Sus ojos, antes melancólicos, ardieron con un fuego azulado que iluminó la noche.

En un movimiento imposible, el Guardián levantó sus manos desnudas y, con ellas, atrapó el filo de obsidiana. La espada chilló, vibrando como si resistiera ser sostenida. El Ángel Oscuro sonrió, confiado… hasta que escuchó el crujido.

Con una presión brutal, las manos espectrales del Guardián partieron la espada en dos. El metal negro se quebró como vidrio, dispersando fragmentos incandescentes que se apagaron en el aire.

El rostro del Ángel Oscuro quedó inmóvil, incrédulo. Incluso su mirada eterna de soberbia titubeó. El Errante, a unos metros, abrió los ojos con un asombro que rozaba el pánico, incapaz de comprender cómo algo así era posible.

Entonces el Guardián, desatado por una furia que llevaba siglos contenida, embistió. Cada golpe de sus puños desarmados era como un martillazo de montaña. El primero impactó en el pecho del Ángel Oscuro, lanzándolo contra una muralla derruida. El segundo golpe lo hundió aún más en los escombros. Y el tercero, acompañado de un rugido ancestral, lo lanzó al suelo con tal violencia que la tierra entera tembló.

El Ángel Oscuro, aturdido, intentó incorporarse. Sus alas batieron con desesperación, pero el Guardián no le dio respiro, alzando un puño dispuesto a aplastarlo. En ese instante, el ser alado soltó un alarido gutural y, envuelto en un torbellino de humareda negra, se deshizo en sombras.

El campo quedó en silencio. El Guardián respiraba con fuerza, sus puños cerrados aún temblando de ira. El Errante, jadeante, no encontraba palabras. Y en la lejanía, aunque los fantasmas del Reino Caído no habían presenciado la batalla, algo en sus almas supo que su Guardián había alzado la voz de una forma distinta: no como protector sereno, sino como coloso imparable.

El Errante, con el rostro descompuesto, dio un par de pasos hacia atrás. Ya no había en él esa teatralidad arrogante de siempre, sino un temblor torpe, casi humano. Miró una última vez al Guardián, abrió la boca como si quisiera decir algo, pero la cerró enseguida. Dio media vuelta y huyó, perdiéndose entre las ruinas con movimientos descoordinados, como si sus propias piernas no respondieran a la prisa que lo devoraba.

El Espectro permaneció quieto, observando la dirección en que desaparecía su enemigo. Sus manos aún ardían de furia, pero poco a poco fue recuperando su calma solemne. Dio un paso para seguirlo, decidido a no dejar escapar esa amenaza… y entonces lo notó.

Entre las ruinas calcinadas, a pocos metros del campo de batalla, dos figuras se encogían en la penumbra. Eran pequeñas a sus ojos colosales: dos humanos, un hombre y una mujer. Apenas visibles, temblaban entre los escombros, con armas en mano pero sin atreverse a usarlas.

El Guardián los contempló en silencio, sus ojos azulados brillando como lunas apagadas. No sabía quiénes eran ni qué hacían allí, pero su instinto no fue de hostilidad, sino de protección. Inclinó su cuerpo inmenso, apoyando una rodilla en el suelo, como para parecer menos monstruoso. Su voz, grave y lenta, retumbó en el aire:

—No temáis… no sois mis enemigos.

Los humanos se miraron entre sí. La mujer, de cabello oscuro y arco en mano, apretó los dientes, desconfiada. El hombre, con una escopeta aún cargada, parecía debatirse entre retroceder o dar un paso al frente.

El silencio se hizo pesado. El viento agitaba las ruinas y el zumbido del rayo verde seguía cortando el cielo.

Finalmente, el hombre —Aitor— tragó saliva, bajó ligeramente el arma y avanzó unos pasos. Su voz tembló, pero no cedió:

—Si de verdad no eres nuestro enemigo… entonces dime… ¿qué eres?

El Guardián lo observó con atención. Por primera vez en mucho tiempo, veía un humano alzar la voz frente a él, no con miedo absoluto, sino con un coraje frágil pero real.

Aitor respiró hondo, bajando del todo la escopeta. A su lado, Johana aún no dejaba de apuntar, pero cedió un poco la tensión en su arco. El Espectro, paciente, los miraba como si esperara un gesto de confianza.

—Soy Aitor —dijo el joven al fin, golpeándose suavemente el pecho con la mano abierta—.
—Johana —añadió ella, sin quitarle los ojos de encima al coloso.
El Espectro inclinó la cabeza, casi en una reverencia solemne.
—Me llaman el Guardián… aunque mi pueblo me conoce como el Espectro.

Un silencio breve se formó, roto enseguida por la voz grave y pausada del Guardián.

—Entiendo vuestro recelo. Mi aspecto no inspira calma, lo sé… —esbozó algo parecido a una sonrisa, un gesto extraño en su rostro etéreo—. Pero si algo deseo es que os sintáis a salvo.

Aitor y Johana intercambiaron una mirada. No era fácil confiar en aquella criatura que imponía más que cualquier enemigo al que hubieran enfrentado. Pero había algo en su tono, en esa cadencia tranquila y casi protectora, que desarmaba poco a poco la tensión.

—El mundo afuera es peligroso —continuó el Espectro, levantándose lentamente—. Aquí nada garantiza vuestra vida, y menos bajo la sombra de ese rayo. Pero… —hizo una pausa, su voz reverberando como un eco profundo—, puedo ofreceros un refugio.

Los dos humanos lo miraron atentos.

—¿Refugio? —preguntó Johana, con evidente duda.
—Mi reino… el Reino Caído —respondió el Guardián con solemnidad—. Allí mi pueblo os recibirá. Tal vez no sea un paraíso, pero entre nosotros quizá estéis más seguros que vagando entre ruinas.

Aitor sintió que esas palabras eran un salvavidas en medio del caos. Había pasado por tanto dolor, tanta incertidumbre, que la sola idea de un lugar con cierta seguridad lo estremecía. Johana, en cambio, seguía con el ceño fruncido, evaluando cada palabra, cada gesto del Espectro.

—¿Qué decidís? —preguntó el Guardián, extendiendo una mano colosal pero sin agresividad, como si ofreciera un puente invisible.

El Espectro aguardaba en silencio, su inmensa figura recortada contra la penumbra del cielo verdeado por el rayo. Aitor dio un paso al frente, como si hubiera tomado una decisión, pero notó que Johana lo retenía por el brazo.

—¿De verdad piensas seguir a… eso? —le susurró, mirándolo con ojos tensos.
—Míralo bien —replicó Aitor en voz baja—. Si quisiera matarnos, ya lo habría hecho.
—O peor… —Johana apretó el arco contra su pecho—. Puede que nos lleve directo a una trampa. ¿Y si es uno de los suyos? ¿Y si está jugando con nosotros?

Aitor suspiró, intentando mantener la calma. No era un momento para discutir, pero tampoco podía dejar que el miedo la dominara.

—Mira a tu alrededor, Johana —dijo, señalando las ruinas y los cuerpos inconscientes de orcos—. Aquí no tenemos a dónde ir. El Errante se nos escapó, ese rayo no deja de crecer y ahora sabemos que hay un monstruo suelto que ni siquiera podemos imaginar vencer. Si nos quedamos aquí, moriremos.

Ella lo miró con dureza, como si no quisiera ceder terreno.

—¿Y qué te hace pensar que confiar en un espectro gigante es mejor opción?
—Nada —admitió Aitor, sincero—. Pero lo escuchaste: tiene un pueblo, tiene un reino. Si existe aunque sea una mínima posibilidad de que podamos refugiarnos allí… debemos intentarlo.

El silencio entre ellos se prolongó unos segundos. El Guardián, paciente, no decía nada, limitándose a observarlos como si entendiera perfectamente la desconfianza que inspiraba.

Al final, Johana soltó un resoplido frustrado.

—Está bien… —gruñó—. Pero que quede claro, Aitor: confío poco en ti, y en ese gigante aún menos. La primera señal rara y no dudaré en disparar.
Aitor sonrió apenas, aceptando su desconfianza sin reproches.
—Me basta con que vengas.

El Espectro, al verlos avanzar con paso vacilante, inclinó la cabeza en un gesto solemne. Su voz resonó como un eco grave, aunque cálido:

—Bienvenidos entonces. Que el Reino Caído sea vuestro refugio… mientras dure la tormenta.

Johana entrecerró los ojos, todavía con el arco sujeto con firmeza. Dio un paso al frente, levantando la voz hacia el coloso que los observaba con serena quietud.

—No lo malinterpretes, gigante —dijo con frialdad—. Si vamos contigo, será solo de visita. No buscamos atarnos a nada, ni quedarnos en un lugar que no es el nuestro. Cuando encontremos el momento… nos iremos.

El Espectro inclinó la cabeza con un gesto lento, solemne. Su voz, profunda y envolvente, se extendió como un eco paternal por el bosque.
—No sois prisioneros míos… ni de nadie. El Reino Caído no encierra, solo da amparo. Marcharéis cuando lo deseéis.

Aitor miró a Johana, como agradeciéndole que al menos hubiera puesto los términos claros. Ella, en cambio, mantenía la expresión dura, aunque en el fondo sus ojos revelaban una pizca de alivio.

Entonces, el titán extendió una de sus manos enormes. Sus dedos parecían columnas, pero se cerraron con delicadeza, formando una plataforma segura.
—Subid. El camino es largo, y mis pasos más firmes que los vuestros.

Tras un instante de duda, Aitor subió primero, ayudando luego a Johana. El Guardián, con un movimiento lento y majestuoso, los alzó hasta su hombro, donde quedaron protegidos por la amplitud de su palma. Luego, sin más palabras, comenzó a andar de regreso al Reino Caído.

El bosque quedaba atrás a cada paso, las copas de los árboles apenas rozando sus rodillas, mientras el cielo ennegrecido por el rayo quedaba a la distancia, como un mal presagio.

Y entonces lo vieron: el Reino Caído. Desde lo alto de la mano del Espectro, Aitor y Johana contemplaron las murallas derruidas y las torres rotas… pero también la vida espectral que habitaba dentro.

Siluetas traslúcidas recorrían las calles: hombres con armaduras antiguas, mujeres de túnicas etéreas, niños que jugaban con risas que parecían ecos del pasado. Era una sociedad… fantasma, pero vibrante, que se movía con naturalidad entre las ruinas.

Al entrar el Guardián, un murmullo recorrió las plazas hasta convertirse en un clamor jubiloso:

—¡El Guardián ha vuelto!
—¡Nuestro protector!
—¡El Espectro regresa a casa!

Los espectros alzaban los brazos, algunos golpeaban sus armas corroídas contra los escudos, otros simplemente inclinaban la cabeza en reverencia. Todos irradiaban una gratitud solemne, sincera.

Aitor miraba sorprendido, incapaz de articular palabra. Johana, aunque mantenía la desconfianza marcada en su rostro, no pudo evitar abrir los ojos con asombro. El Espectro, en cambio, permanecía sereno, aceptando los vítores con un leve gesto de cabeza, más humilde que altivo.

Al fin, inclinó su mano hacia el suelo, permitiendo que los dos humanos descendieran con cuidado. Allí, rodeados por un pueblo de almas que no dejaba de vitorear al Guardián, Aitor y Johana comprendieron que este reino, aunque extraño, veneraba al coloso con una fe casi inquebrantable.

El Espectro los miró con un fulgor suave en sus ojos vacíos.
—Bienvenidos a mi hogar… aunque sea solo de paso.

Al poco de pisar el Reino Caído, Aitor y Johana se vieron rodeados por aquella peculiar comunidad. Los espectros, lejos de ser seres lúgubres o fríos, irradiaban una calidez inesperada. Mujeres de rostro translúcido los recibieron con sonrisas sinceras, ofreciéndoles agua que, aunque no era más que un gesto simbólico, transmitía hospitalidad. Niños espectrales, curiosos y traviesos, rodearon a Johana preguntándole de dónde venía, riendo al intentar tocar su arco como si fuese un objeto mágico.

—Son… demasiado amables —murmuró Johana, mirando a su alrededor con recelo, aunque incluso ella parecía desarmada ante tanta bondad.

Un caballero espectral, con armadura oxidada pero perfectamente pulida, inclinó la cabeza ante Aitor.
—Bienvenido, viajero. No temáis, pues bajo la sombra del Guardián nadie sufre daño. Aquí todos somos uno.

La comunidad era perfecta, cada gesto cargado de alegría serena y ayuda desinteresada. Si Aitor y Johana preguntaban algo, varios se ofrecían a guiarlos; si parecían cansados, otros buscaban asientos improvisados entre las ruinas; si se perdían, los niños reían y los conducían de nuevo al centro.

Aitor, aunque encantado, sentía una punzada en el pecho. Todo eso… todo ese bienestar se debía a una sola presencia. El Espectro.

El Guardián, por su parte, no se quedó en los festejos. Tras asegurarse de que su gente estuviera tranquila, se alejó con paso lento y majestuoso hacia las afueras del reino, más allá de las murallas desgastadas. Su silueta se recortaba contra el cielo nublado, como una montaña en movimiento, apartándose en silencio hacia la soledad.

Aitor, con el corazón latiendo con fuerza, tomó una decisión.
—Tengo que hablar con él… —murmuró, casi para sí mismo.

Johana lo miró con un gesto de duda.
—¿Estás seguro? Ese gigante no necesita agradecimientos.

—Tal vez no los necesita —respondió Aitor, apretando los labios—, pero los merece.

Sin esperar más, se escabulló entre los callejones del Reino Caído, siguiendo los pasos que hacían temblar la tierra. Caminó hasta que las luces y las voces de los espectros quedaron atrás. El bosque que rodeaba la muralla se abría poco a poco, y al final, en un claro apartado, lo vio.

El Guardián.

De pie, inmenso, como una estatua viviente, mirando el horizonte oscurecido donde aún brillaba débilmente el rayo verdoso. El Espectro no había notado la presencia de Aitor, y parecía sumido en sus pensamientos, como si llevara sobre los hombros un peso que ningún humano podría comprender.

Aitor se detuvo a unos metros, en silencio, respirando hondo antes de atreverse a dar un paso más.

El titán espectral se dejó caer lentamente sobre el suelo del claro. El impacto fue suave, pero aun así la tierra vibró como si un trueno se hubiera escondido bajo ella. Con las piernas dobladas y los brazos apoyados sobre sus rodillas, el Guardián permaneció en silencio, contemplando el horizonte oscurecido. Sus ojos, dos brasas azuladas, se mantenían fijos en el cielo que el rayo verdoso desgarraba a lo lejos.

Aitor tragó saliva. No sabía si debía hablar o marcharse en silencio, pero finalmente su voz, temblorosa, rompió la calma:

—Espectro… yo… quería darte las gracias.

El gigante giró apenas el yelmo hacia él. Un silencio pesado reinó unos segundos, hasta que su voz profunda y grave descendió como un eco reconfortante:

—Has caminado tras mis pasos sin anunciarte, humano. Pocos se atreven a hacerlo.

Aitor dio un paso atrás, inseguro.
—Lo siento, no quería molestarte.

Para su sorpresa, el Guardián soltó un murmullo que, aunque no era exactamente una risa, se parecía mucho a ella. Movió una mano enorme y señaló el suelo a su lado, un espacio que para Aitor era poco más que un pedazo de hierba bajo la sombra colosal.

—Siéntate. —Su tono no fue una orden, sino una invitación serena.

Aitor, aún con dudas, obedeció. Se dejó caer en el césped, pequeño como un insecto al lado de aquella montaña viviente. Durante unos instantes ninguno de los dos habló, hasta que el Guardián alzó la voz, con un timbre que, pese a su inmensidad, sonaba casi paternal:

—Dices que me das las gracias. ¿Por qué?

Aitor respiró hondo.
—Por todo lo que he visto en tu reino. Por lo felices que parecen… por cómo te veneran, pero también por cómo tú los cuidas. Nunca había visto algo así.

Los ojos del Guardián brillaron con un fulgor tenue, como si esas palabras tocaran un rincón oculto de su ser.

—Ellos son mi razón de existir. —Su voz se volvió más lenta, cargada de una nostalgia inmensa—. Yo podría vagar solo durante siglos, sin caer, sin cansarme… pero sería un vacío interminable. En cambio, cada sonrisa, cada gesto de mis espectros… me recuerdan que no todo está perdido.

Aitor lo escuchaba en silencio, casi hipnotizado por la sinceridad que emanaba del titán.

—Los amo —continuó el Guardián—. No como un rey ama a su pueblo… sino como un padre ama a sus hijos. Sé que no son perfectos. Sé que son frágiles. Pero en su fragilidad está su fuerza. Y mientras yo me mantenga en pie, jamás permitiré que la oscuridad los toque.

La voz del Espectro retumbó en el claro, pero no con violencia, sino con la solemnidad de un juramento.

Aitor, sintiendo un nudo en la garganta, se atrevió a hablar más bajo:
—Tu pueblo tiene suerte de tenerte.

El gigante bajó un poco la cabeza, como si esa simple frase hubiera sido más valiosa que todas las ovaciones recibidas en la plaza del reino.

—Quizá —respondió con calma—, pero la verdad es que soy yo quien tiene suerte de tenerlos a ellos.

Aitor, sentado en la hierba, comenzó a hablar como si de pronto se hubiera abierto una compuerta en su interior. No lo había planeado, simplemente las palabras salieron, impulsadas por el silencio acogedor del Espectro.

—He perdido demasiado en poco tiempo… —murmuró, con la mirada baja—. Beth… —se detuvo un instante, sintiendo el dolor de pronunciar aquel nombre—. Ella se fue antes de que pudiera hacer nada. Y mis amigos… Erick, Emma… me separé de ellos para protegerlos, pero cada día me pregunto si hice lo correcto o si solo me escondí detrás de una excusa.

El Guardián permanecía inmóvil, como una montaña paciente, pero sus ojos azulados se inclinaban hacia Aitor, atentos, sin juzgar.

—He visto tanto dolor en tan poco tiempo… —continuó Aitor, frotándose las manos—. Y lo peor es que no sé si al final servirá de algo. Tal vez solo estoy corriendo en círculos.

El Espectro dejó escapar un murmullo grave, casi un suspiro de piedra:

—No subestimes el valor de tus pasos, humano. A veces, incluso caminar en círculos evita que caigas en el abismo. —Hizo una pausa, como si buscara que Aitor asimilara sus palabras—. El dolor que cargas es pesado, lo sé… pero eso mismo lo convierte en un maestro severo. Escúchalo, no huyas de él.

Aitor alzó la mirada hacia el titán, sorprendido por la claridad de sus palabras.

—¿Tú… también has perdido? —preguntó.

Los ojos del Guardián brillaron con un destello melancólico.
—He visto desvanecerse a todos los míos. Amigos, hermanos, guerreros. Los espectros no mueren de la misma forma que los humanos, pero eso no significa que no desaparezcan. Conozco la pérdida… demasiado bien.

Aitor asintió despacio, sintiendo que, por primera vez en mucho tiempo, alguien lo entendía de verdad.

El silencio volvió a caer entre ambos, sereno, hasta que la voz del Guardián rompió la calma:

—Dime, humano… ¿cómo es tu apellido?

La pregunta tomó a Aitor por sorpresa.
—¿Mi apellido? ¿Eso qué importa? —preguntó, frunciendo el ceño.

El Espectro inclinó la cabeza, solemne.
—El nombre es un soplo que el viento se lleva. Pero el apellido… el apellido es raíz. Habla de los que caminaron antes que tú, de lo que dejas tras de ti. Dice más de quién eres que cualquier nombre.

Aitor dudó un instante, pero luego lo dijo en voz firme:
—Belmonte. Mi apellido es Belmonte.

El titán repitió el apellido en un murmullo profundo, como si lo saboreara:
—Belmonte… —Sus ojos parecieron brillar con un eco distante—. Fuerte nombre. Montaña bella… una raíz que soporta el peso y aún así muestra belleza. Quizá no lo veas ahora, pero tu apellido ya habla de tu destino.

Aitor, por un momento, sintió que algo dentro de él se encendía. Una chispa de orgullo, de pertenencia, como si esas simples palabras hubieran devuelto un fragmento que había perdido en el camino.

El viento sopló fuerte en aquel claro, como si quisiera remarcar el instante.

—¿Belmonte? —repitió una voz femenina, incrédula.

Aitor y el Guardián giraron al unísono. Allí, entre las sombras de los árboles, estaba Johana. Tenía los ojos muy abiertos, como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar.

—¿Aitor… Belmonte? —insistió, avanzando un par de pasos.

Aitor se quedó en silencio, perplejo ante la reacción de la joven. Finalmente, asintió despacio, con la voz ronca:
—Sí… soy Aitor Belmonte. ¿Qué ocurre?

Johana tragó saliva, sus manos apretando con fuerza el arco que llevaba. Sus labios temblaron antes de pronunciar lo que parecía un secreto largamente guardado.

—El jefe de mi comunidad… —dijo, con un brillo de urgencia en la mirada—. Él te conoce. Te buscó.

El corazón de Aitor dio un vuelco. Se inclinó un poco hacia adelante, con el ceño fruncido.
—¿Cómo dices? ¿Quién es tu líder?

Johana lo miró directo a los ojos, como si quisiera asegurarse de que estaba diciendo la verdad. Su voz salió firme, pero cargada de peso:
—Saúl Belmonte.

El nombre cayó como un trueno en el pecho de Aitor. Se quedó paralizado, mudo, incapaz de reaccionar de inmediato. El Guardián, por su parte, observaba en silencio, con esa calma solemne, pero sus ojos espectrales parecían captar la magnitud de lo que acababa de revelarse.

Las palabras resonaban aún en la mente de Aitor, como si el tiempo se hubiese detenido.

—Saúl… Belmonte… —susurró, y de pronto las lágrimas comenzaron a brotarle sin control.

Todo el peso de la soledad, la culpa y las pérdidas que había cargado hasta ese momento se quebró de golpe. Su hermano estaba vivo. El hermano que había creído perdido en el vacío de un mundo destrozado… aún respiraba, aún existía.

Un sollozo ahogado le escapó del pecho, y sin pensarlo corrió hacia Johana. La abrazó con desesperación, apretándola contra sí como si ella fuera el puente hacia esa esperanza recién descubierta.

—¡Está vivo! —gritó entre lágrimas, su voz rota—. ¡Johana, mi hermano está vivo!

Ella, sorprendida, dudó apenas un instante… pero al sentir la fuerza desesperada en aquel abrazo, su propio recelo comenzó a ceder. Sus manos, firmes, respondieron rodeando a Aitor.
—Sí… —murmuró con voz más suave de lo habitual—. Está vivo.

Aitor sollozaba contra su hombro, dejando escapar todo lo que llevaba guardado. Johana, aunque todavía desconfiada, ya no lo veía como antes; en ese instante, él no era más que un hermano reencontrando una chispa de esperanza.

A unos metros, el Guardián observaba la escena. Sus ojos azulados brillaron con un calor que rara vez mostraba. Y, por primera vez en mucho tiempo, su carcajada grave resonó por el claro como un eco entrañable.

—¡Qué maravilla! —exclamó el titán, con voz retumbante y sincera—. En medio de tanta oscuridad, aún nacen instantes que iluminan el mundo. Me alegra… me alegra presenciar algo tan conmovedor.

El suelo tembló apenas cuando el Espectro se sentó más erguido, como si aquel reencuentro le hubiera dado fuerzas también a él.

Aitor, con los ojos aún humedecidos, apenas podía contener la euforia. Se levantó de golpe, con las manos temblorosas, y miró al Espectro y a Johana con una urgencia que casi le arrancaba la voz.

—¡Debo irme ya! —exclamó—. ¡No puedo perder ni un segundo más, necesito encontrarlo!

El Guardián lo observó en silencio, con aquella calma imponente que emanaba de su figura colosal. Después, negó lentamente con la cabeza.

—No. —Su voz fue firme, sin un ápice de duda—. La noche cae, y ahí afuera no hay seguridad ni siquiera para mí. Menos aún para ti.

Aitor apretó los puños, su pecho subía y bajaba con respiraciones rápidas. Estuvo a punto de protestar, pero las palabras del titán pesaban como montañas. Finalmente, bajó la cabeza, derrotado.

—Perdón… —susurró, con la voz rota—. Perdón… tienes razón. Esperaré.

Sin perder más tiempo, se marchó en dirección al interior del reino, con paso apurado, como si aún le ardieran los pies de ansiedad por partir.

Johana se quedó atrás, de pie frente al Guardián, cruzándose de brazos y con el ceño fruncido. El Espectro, al verla, dejó escapar un suspiro profundo y dijo con tono solemne:

—Cuídale. Es buen chaval.

Johana arqueó una ceja, contrariada.
—¿Y por qué me lo dices a mí? ¿Por qué no puede cuidarse él solito?

El Guardián sonrió de manera leve, con esa calidez que pocas veces mostraba.
—Porque él te cuidará a ti.

Las palabras, pesadas y misteriosas, se clavaron en el pecho de Johana. Ella no respondió de inmediato; se limitó a bajar la mirada, como si de pronto no supiera muy bien qué pensar de Aitor… ni de sí misma.


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