El último erudito: 1

 El último erudito: 1



El pasillo huele a desinfectante y a sueño acumulado. Las voces de los alumnos se mezclan con el chirrido de las mochilas arrastradas por el suelo. Aitor camina entre ellos sin prisa, con el cuerpo presente y la mente lejos. El eco de los pasos rebota en las paredes desnudas del instituto, ese lugar que parece vivir en un lunes perpetuo.

Se detiene frente a una puerta: 3º de la ESO B. El cartel está medio despegado, el plástico blanquecino, una esquina levantada como si intentara huir de ahí.
Aitor lo observa un momento.
Debería estar en cuarto. No aquí.
Pero él mismo lo eligió, aunque nunca lo diría en voz alta.

El año pasado bastó con dejarse llevar: no entregar trabajos, fingir cansancio, sonreír mientras todo se desmoronaba poco a poco. No fue un error; fue una forma de castigo. Una manera silenciosa de quedarse quieto cuando todos esperaban que avanzara.

Suspira. El sonido apenas se oye sobre el bullicio del pasillo. Empuja la puerta.

El aula está medio llena, la luz de la mañana entra oblicua por las ventanas y corta el aire con un tono pálido. Algunos hablan en grupos pequeños, otros se ríen sin razón aparente. La profesora aún no ha llegado.

Aitor busca su asiento junto a la pared, el mismo de siempre, el que eligió porque le permite mirar por la ventana sin parecer distraído. Deja la mochila en el suelo y se sienta, dejando que el ruido del aula lo envuelva.

Mira las caras de sus compañeros. Algunas le resultan nuevas, otras demasiado conocidas. A veces piensa que podría dibujarlas con los ojos cerrados. Todos parecen vivir en una realidad ligera, donde las conversaciones giran en torno a chismes, tareas y series. Él siente que ya no pertenece del todo a ese idioma.

El reloj del aula marca las 8:10. Todavía no ha llegado la profesora y en ese breve respiro, Aitor se permite mirar por la ventana. El cielo sigue encapotado, sin promesas de sol. En el cristal se refleja su rostro, más cansado de lo que recuerda.

A lo lejos, una puerta se cierra con un golpe. La profesora, probablemente.
Aitor parpadea, se endereza un poco en la silla. La rutina vuelve a ponerse en marcha, y él, como siempre, se acomoda dentro de ella.

La clase empieza sin empezar del todo. La profesora se retrasa, y eso basta para que el aula se convierta en un pequeño campo de batalla. Gomas volando, risas, gritos sin sentido. Un par de chicos discuten por una silla, otros juegan con los móviles bajo el pupitre.

Aitor permanece quieto, apoyado contra el respaldo, mirando sin mirar. Le llega el rumor de las conversaciones, fragmentos de frases sin peso. Todo le suena igual: repetido, vacío. Piensa en lo absurdo que resulta fingir interés por cosas que no importan.

Golpea el lápiz contra la mesa, con ritmo casi involuntario. Mira la puerta.
La puerta, siempre la puerta.

Primero entra Maikel, arrastrando los pies y saludando con esa sonrisa que parece no borrarse nunca. Luego Israel, con la mochila medio abierta y el pelo aún húmedo. Después Adrián, que cruza el aula con el paso confiado de quien siempre tiene algo que contar. Mayed aparece tras ellos, riendo, con esa energía que a veces lo exaspera y otras lo mantiene cuerdo. Ella es como un punto fijo en el caos: no importa qué tan mal esté el día, su sola presencia logra que el aire se sienta más limpio.

Y entonces, Alba.

No necesita mirarla mucho. Ni siquiera necesita que diga nada.
Es simplemente el cambio en el ruido del aula: las voces bajan un tono, las risas se mezclan con un murmullo distinto, casi imperceptible. Aitor la nota antes de verla, como si el aire se acomodara a su alrededor.

Ella cruza la puerta con naturalidad, el gesto tranquilo, el paso seguro. No hay nada exagerado en ella, nada que pueda explicarse sin sonar tonto. Y sin embargo, todo parece girar un poco distinto cuando aparece.

Aitor disimula. Finge revisar su cuaderno, aunque el lápiz se le haya quedado detenido entre los dedos. No la mira directamente, pero su atención no se despega de su sombra moviéndose entre las mesas.

El corazón le da un golpe seco. No es emoción, tampoco miedo. Es esa mezcla rara entre nostalgia y resignación, la sensación de saber que algo te importa más de lo que debería.

Ella saluda a un par de compañeros, se sienta unos asientos más allá. Todo sigue igual, pero Aitor siente que el aula ha cambiado de color.

El murmullo continúa, la puerta vuelve a cerrarse y, por fin, la profesora comienza a dar clase, cargando una carpeta enorme. Aitor se endereza, deja el lápiz sobre la mesa y respira hondo.

Otra clase. Otro día más en el aula equivocada.

Las palabras de la profesora se pierden en el aire como humo. Aitor asiente de vez en cuando, toma notas sin mirar, pero en realidad no está allí. Sus ojos se detienen en el borde del pupitre, en los trazos tallados por otros estudiantes que ya se fueron. Entre líneas torcidas y nombres mal dibujados, su mente se escapa por el mismo agujero de siempre: Alba.

Desde que repitió curso, todo se siente ligeramente desfasado. Los chicos de su edad ya no están, y los nuevos lo miran con una mezcla de respeto y distancia. A algunas de las chicas las ve casi como hermanas pequeñas. Ellas también lo tratan así: con confianza, pero sin curiosidad. Se sientan a su lado, le piden ayuda con deberes, le cuentan dramas que le resultan ajenos. Aitor escucha, sonríe, aconseja… y vuelve a su silencio.

Pero con Alba es distinto. Siempre lo fue.

No sabría decir en qué momento exacto empezó a pensar demasiado en ella. Tal vez fue el primer día, cuando la vio entrar por la puerta del aula, con esa calma que parecía desafiar el ruido del pasillo. O quizá fue después, en una conversación trivial que se le quedó dando vueltas durante días. No lo sabe, y eso es lo que más le irrita.

No está seguro de qué siente.
Hermandad, amistad, cariño, amor… palabras que se mezclan y se pisan entre sí hasta volverse ruido. Lo único que tiene claro es que, cuando la ve, algo dentro de él cambia de ritmo. Y cuando no está, el mundo parece tener menos detalles, como si todo perdiera un poco de nitidez.

A veces se convence de que solo la admira, de que es respeto o costumbre. Otras veces, cuando la ve reír con alguien más, siente esa punzada estúpida que no logra justificar. Entonces evita mirarla, se encierra en sus pensamientos y deja que el tiempo pase, esperando que el sentimiento se diluya como el café frío de los lunes.

El timbre suena.
Los alumnos se levantan con la energía de quien escapa de una cárcel temporal. La profesora guarda sus papeles, las voces llenan el aula y Aitor se queda unos segundos quieto, con el lápiz entre los dedos y la vista perdida en el suelo.

“¿Qué es lo que siento por ella?”, se repite en silencio.
Y, como siempre, no obtiene respuesta.

El pasillo hierve de ruido. Mochilas chocando, risas, pasos que se confunden con el eco de puertas abriéndose y cerrándose. Aitor se mezcla entre la multitud sin prisa, empujado más por la corriente humana que por voluntad propia.

El pensamiento sobre Alba se queda atrás, disolviéndose entre el murmullo general. Al final, se convence de que no hay misterio alguno: seguramente lo que siente es simple atracción por la distancia, por el silencio que hay entre ellos. La mente, piensa, siempre idealiza lo que no puede alcanzar. Y él tiene práctica en eso.

Sale al patio.
El aire es más tibio que a primera hora, pero huele a cemento caliente y bocadillos de chorizo. El bullicio de los grupos se reparte por el suelo y las gradas, una mezcla de risas, gritos y música escapando de algún móvil.

Erick lo ve primero. Levanta una mano desde la esquina del muro donde siempre se juntan. Aitor se acerca, agradecido por encontrar una voz conocida entre tanto ruido. Erick lo recibe con esa naturalidad que solo se tiene con los amigos que han visto todo, incluso lo que uno no quiere mostrar.

—Vaya cara traes, ¿ya te dormiste en clase otra vez? —bromea.

Aitor se encoge de hombros, medio sonriendo.
—Si no me dormí fue porque el ruido no me dejó.

Emma está a su lado, sentada en el borde del muro, con una libreta abierta que parece más un adorno que una tarea. Lo saluda con un gesto amable.
—No cambias nunca, Aitor. Todos quejándose del examen, y tú como si nada.

—Si me quejo, no cambia nada —responde él—. Así que ahorro saliva.

Erick ríe, golpeándole el hombro.
—Lo dice el que repitió curso.

La charla continúa ligera: tonterías, profesores insoportables, los planes del fin de semana. Aitor escucha más de lo que habla. De vez en cuando su mirada se pierde entre los grupos dispersos por el patio. No busca a nadie, o al menos eso intenta creer.

Por un instante, mientras Emma y Erick se ríen de algo que no alcanza a oír, siente una punzada breve, un vacío que no sabe explicar. Después, vuelve al presente. Se acomoda contra la pared, deja que el sol le dé de lleno en la cara y respira despacio.

Durante unos minutos, el mundo parece soportable.

Aitor se despega del muro y estira el cuello. En la otra esquina del patio, un grupito de los de siempre hace ruido. Los llama canis, aunque ellos se autodenominan de mil formas más elegantes. Son los típicos: chándal caro, actitud barata. Viven de la mirada ajena, del miedo o del respeto forzado.

Por un momento piensa en ignorarlos. Pero algo en el aire cambia, una especie de energía densa que reconoce enseguida: el ruido de la burla.
Entre ellos, casi pegado al muro, está Conrado.

Aitor frunce el ceño. Hacía meses que no pensaba en él, pero lo recuerda con claridad. La última vez que lo vio, casi se mete en un lío por defenderlo. Los canis lo rodeaban también entonces, y Aitor, creyendo hacer lo correcto, se interpuso. Días después descubrió la verdad: Conrado era un artista de la manipulación, un tipo que sabía fingir debilidad para arrastrar a los demás a sus problemas.

—¿Qué pasa ahí? —pregunta Erick, notando su mirada fija.

—Nada… los mismos de siempre. —Aitor se cruza de brazos—. Están con Conrado.

Emma gira la cabeza con curiosidad.
—¿Ese no era el que casi te mete en un lío el año pasado?

—Ese mismo. —La voz de Aitor suena seca, cortante—. Supongo que esta vez se lo ganó.

El grupo ríe, empuja, dice cosas que el viento trae entrecortadas. Conrado intenta responder, pero su voz se pierde. No parece asustado, más bien molesto, como si estuviera interpretando un papel que ya conoce.

Aitor lo observa en silencio. Por dentro no siente compasión, ni rabia, solo un vacío extraño, una distancia. La justicia a veces se disfraza de crueldad, piensa. Y a veces, la víctima solo está cosechando lo que sembró.

Erick le da un toque en el brazo.
—No te metas, tío. No vale la pena.

Aitor asiente, aunque no necesitaba que se lo dijera. No piensa intervenir. Ya aprendió lo que cuesta hacerlo.
Aun así, su mirada sigue fija en la escena, hasta que suena el timbre y el patio entero se mueve como un rebaño desorganizado.

Mientras vuelve a lo suyo, Aitor siente una idea desagradable cruzarle la cabeza:
quizá no solo Conrado manipula a los demás. Quizá él también se engaña creyendo que actúa por principios.

Y esa duda, por pequeña que sea, se le queda atascada en el pecho durante todo el día.

Aitor apenas pasa un poco cuando nota el cambio. No es ruido ni empujones, es algo más instintivo, como un temblor en el aire.
Se gira.

El grupo de canis se ha movido.
Ya no están alrededor de Conrado. Ahora, poco a poco, lo rodean a él.

Erick se queda atrás, confundido, y Emma da un paso hacia adelante antes de que uno de los chicos le bloquee el paso con un gesto seco. Aitor siente el cuerpo tensarse. Su mochila aún cuelga del hombro, una de las correas medio rota, y el sol le da de lleno en la cara, cegándolo un instante.

—¿Qué coño pasa? —su voz suena firme, sin temblor, aunque el corazón le golpea el pecho.

Uno de los canis, el más alto, se ríe con ese sonido hueco que parece aprendido de una película.
—¿En serio vas a defender a Conrado? —dice, con una sonrisa que no llega a los ojos.

Aitor parpadea, procesando.
En ese segundo lo entiende todo.
El muy cabrón de Conrado se los ha quitado de encima pasándoles el problema. Les ha dicho que Aitor iba a defenderlo, que si querían bronca, la tendrían con él.

Siente el calor subiéndole por la nuca. No de miedo, sino de rabia.

—¿Defenderlo? —Aitor suelta una risa breve, seca—. Si supieras lo que pienso de ese tío, te reirías tú también.

El silencio se corta por un segundo. Algunos de los canis se miran entre sí, dudando. El líder da un paso más cerca, el aliento cargado a tabaco barato y desafío.
—Entonces, ¿por qué te metes donde no te llaman?

—Porque cuando lo hice, pensé que había alguien decente debajo de toda esa mierda —responde Aitor sin moverse—. Me equivoqué. Pasa mucho.

Uno del grupo suelta una carcajada y otro murmura algo sobre “el listillo del repetidor”. Aitor no aparta la mirada. No quiere pelear, pero tampoco piensa bajar la cabeza.
Detrás del círculo, ve a Erick con el puño cerrado, impotente. Emma lo mira con pánico.

Aitor respira hondo, muy despacio.
Su mente se llena de esa sensación familiar, esa electricidad que aparece justo antes de hacer algo estúpido.

Pero el timbre vuelve a sonar. Y con el timbre, el hechizo se rompe.

Los canis se dispersan entre risas fingidas, tirando alguna amenaza por lo bajo que se pierde entre la multitud. Conrado ha desaparecido.

Aitor se queda quieto unos segundos. Luego, sin decir nada, se da la vuelta y camina hacia las escaleras del edificio. Cada paso suena más fuerte que el anterior, como si necesitara recordarse que sigue en control.

Aitor apenas había dado un paso cuando la voz del líder volvió a atraparlo.
—Eh, chulito —dijo uno de ellos, el de la sudadera azul, con una sonrisa torpe—. Conrado también dijo que ibas armado. Que traías un cuchillo.

El murmullo del patio pareció apagarse.
Aitor los miró uno a uno, sin mostrar sorpresa, aunque por dentro una mezcla de rabia y hastío le subía por el estómago como un trago amargo.
Conrado no solo lo había vendido, lo había hundido.

—¿Un cuchillo? —repitió, con voz baja, casi divertida—. ¿Tú me ves cara de ir armado al instituto?

Uno de los canis avanzó un paso.
—Eso dijo, tío. Y si es verdad, lo resolvemos aquí mismo.

Aitor giró apenas la cabeza, comprobando que Erick y Emma seguían ahí, tensos, listos para meterse si todo se torcía. No podía arrastrarlos a eso. No otra vez.

Respiró hondo, luego habló despacio, sin levantar la voz.
—No voy a daros un espectáculo, no con medio patio mirando. Si queréis hablarlo, lo hacemos bien. Mañana, en la esquina.

El silencio fue denso, cargado.
La esquina.
Hasta los que estaban alrededor entendieron lo que significaba. Esa zona muerta detrás del muro del gimnasio donde los profesores nunca miraban. Donde los problemas se resolvían a golpes y nadie fingía lo contrario.

El grupo murmuró entre sí, excitados por la posibilidad. Pero el líder negó con la cabeza.
—¿Mañana? Ni de coña. Lo hacemos ahora.

Y entonces, una voz cortó la tensión.
Oriol.

Era el único de ese grupo al que Aitor no despreciaba. Habían tenido sus roces, pero Oriol no necesitaba ladrar para parecer peligroso. Era de los que pensaban antes de romper algo.

—Tranquilos —dijo, interponiéndose con calma—. Si es tan gallito, mañana en la esquina. Mejor para todos. Los profes no verán nada, y si hay pelea, ganamos igual.

El resto lo miró, indecisos. Oriol tenía un peso que los demás no. Y lo sabían.

Finalmente, el líder se encogió de hombros, soltando una sonrisa torcida.
—Vale. Mañana, entonces. En la esquina. A ver si hablas tanto cuando no haya testigos.

Aitor no respondió. Solo sostuvo la mirada unos segundos antes de darse media vuelta.
Mientras se alejaba, el ruido del patio volvió poco a poco, como si la vida recuperara el pulso. Erick y Emma corrieron hacia él, pero Aitor levantó una mano para detenerlos.

—Mañana —dijo simplemente, sin mirar atrás.

El sol ya no le daba en la cara. Todo el patio parecía un poco más gris.

Las horas se escurren sin forma, como si el tiempo también estuviera evitando mirar lo que viene.
El instituto queda atrás, pero la tensión no. Aitor camina hasta casa con los auriculares puestos y la mente en otra parte, intentando que la música tape el ruido de sus pensamientos.

Cuando por fin deja la mochila en el suelo de su cuarto, el móvil empieza a vibrar. Primero una notificación, luego otra, y otra más.

Mayed.
Arancha.
Valeria.

Mensajes por separado, casi al mismo tiempo. Las tres preguntando lo mismo con distintas palabras: “¿Es verdad lo que pasó?”, “¿Qué hiciste?”, “¿Vas a ir mañana?”

Aitor suspira. No esperaba que la noticia corriera tan rápido, pero en ese instituto los rumores se mueven más veloces que el sentido común.
Abre el chat de Mayed primero. Ella, como siempre, directa:

“Si vas a la esquina, voy contigo. No pienso dejarte solo.”

Luego el de Arancha:

“No lo hagas, Aitor. No te rebajes a su nivel.”

Y Valeria, más suave, con esa mezcla de cariño y miedo:

No sé pelear, pero no quiero que te pase nada. Voy a estar cerca, por si acaso.”

Los dedos le pesan mientras responde.

No vais. Ninguna.

Copia el mismo mensaje tres veces, idéntico, sin punto final, como si así pudiera hacerlo más firme. Pero ni siquiera él se cree su autoridad.

El móvil vibra de nuevo.
Mayed:

“No me lo puedes prohibir. Si te pasa algo y yo no estoy, no me lo perdono.”

Aitor se deja caer en la cama, mirando el techo. La pantalla ilumina su cara en la penumbra del cuarto. No sonríe, pero siente algo parecido a un calor en el pecho.
Ellas no saben pelear. Apenas podrían defenderse contra todos ellos. Y aun así, quieren estar.

Son más valientes que muchos que van presumiendo de serlo.

Aitor apaga el móvil, no por enfado, sino porque no soporta la idea de preocuparlas más.
El silencio se instala.
Piensa en mañana, en la esquina, en los ojos de Oriol, en la mirada hueca de Conrado.
Y por primera vez en mucho tiempo, no sabe si lo que siente es miedo o una especie de alivio extraño, como si al fin algo fuera a resolverse.

Aitor se incorpora lentamente. El móvil vuelve a brillar en la mesilla, obstinado, reclamando atención.
Suspira, desbloquea la pantalla y escribe uno por uno, sin pensarlo demasiado.

A Arancha:

No voy, en serio. Ya se calmó todo.

A Valeria:

Si quieres, quédate cerca. Pero no digas nada, ¿vale? No quiero que te metas.

Y a Mayed:

Tranquila, no es la primera vez que pasa algo así, todo saldrá bien.

Miente.
Porque sí es la primera vez. Y mientras pulsa “enviar”, siente el peso de esa mentira cayéndole como una piedra en el estómago.

Deja el móvil sobre la cama y se queda quieto, mirando el techo unos segundos, intentando convencer a su propio cuerpo de que está tranquilo. Pero no puede.
La rabia, el miedo, la impotencia… todo le hierve por dentro.

Conrado.
Su nombre le arde en la lengua.
—Maldito cabrón… —murmura, abriendo su mochila con un golpe seco.

Empieza a revolver entre cuadernos, estuches y papeles arrugados. Todo suena demasiado fuerte en el silencio del cuarto.
Busca sin saber exactamente qué, solo con esa sensación de que algo está fuera de lugar.

Y entonces lo ve.

En el fondo, entre la tela desgastada y el polvo, un brillo metálico.
Su respiración se corta.
Lo agarra con cuidado, como si no fuera real.

Un cuchillo.

No grande, pero suficiente.
Lo había metido ahí semanas atrás, cuando empezó a escribir esa historia sobre un chico que se defendía de sus propios monstruos. Lo guardó “por inspiración”, por estupidez, por juego. Y se olvidó.

Conrado no mentía.
Aitor sí va armado al instituto.

El aire se vuelve más denso. Se mira las manos, el reflejo de la hoja, el temblor leve que no consigue controlar.
Podría tirarlo. Debería tirarlo.
Pero no lo hace.

Lo deja sobre la cama, a su lado, como si fuera una parte más de él.
Durante un largo rato, solo escucha el sonido de su propia respiración.
Y una idea empieza a crecer en su cabeza, lenta, peligrosa, imposible de callar:
Quizá Conrado no solo le tendió una trampa. Quizá le mostró lo que realmente es.

El cuchillo sigue sobre la cama. La hoja refleja la luz del flexo, una línea fría y perfecta que corta la oscuridad del cuarto.
Aitor lo mira un momento más, luego aparta la vista. No puede quedarse quieto, no así.

Abre el portátil.
El sonido del arranque le resulta familiar, casi reconfortante, como si una parte de su vida siguiera bajo control.
Escribir.
Siempre ha sido su forma de respirar cuando todo lo demás pesa demasiado.

Abre una carpeta vieja, una de esas que ha cambiado de nombre mil veces: borradores, cosas sueltas, no tocar.
Dentro hay historias que empezó y nunca terminó, párrafos sueltos, ideas sin cabeza ni pies, sueños mal escritos.
Los lee despacio, uno por uno.

Con cada línea, el cuerpo se le va relajando.
Las palabras son su única constante, lo único que no le miente. En ellas, el ruido del mundo se disuelve.

Encuentra un libro inacabado. Recuerda las noches que pasó escribiéndolo, con el mismo cansancio que siente ahora.
Lo abre por la mitad, sin pensar, y se queda mirando el texto, observando cómo cada frase parece escrita por alguien más joven, más ingenuo.
A veces le da miedo releerse, como si las versiones pasadas de sí mismo pudieran juzgarlo.

Sigue leyendo.
Y ahí se da cuenta.

Sus personajes mejor construidos, los que respiran, los que siente reales, nunca fueron los héroes.
Siempre fueron los villanos.

Los que mienten con convicción.
Los que hacen daño sin querer o sin poder evitarlo.
Los que creen tener razón.

Aitor cierra el archivo.
La habitación queda en silencio, solo el zumbido leve del portátil y el eco de esa idea: tal vez los escribe tan bien porque los entiende demasiado.

Apaga la pantalla.
El reflejo del cuchillo sigue allí, sobre la cama.
Y por primera vez en la noche, Aitor no sabe si le teme más al filo… o a las palabras que podrían nacer de él.

Aitor vuelve a encender la pantalla.
El brillo le golpea los ojos, pero ya no siente sueño. Tiene la mente despierta, como si cada palabra anterior hubiera encendido una chispa imposible de apagar.

Decide hacer algo que lleva tiempo evitando: revisar a fondo sus propios monstruos.
Abre un documento nuevo y titula la página con tres simples palabras:
“Mis tres villanos favoritos.”

Las manos se mueven solas, con la seguridad de quien escribe desde el instinto.

Número 3: El ángel oscuro.
Un ser de piel morada, cuerpo de guerra y un casco negro sin rostro. En sus historias, siempre aparece cuando el universo ya está perdido, cuando no queda esperanza. Es la encarnación del castigo, el silencio antes del fin. Un dios cansado de mirar la miseria de los hombres, que decide borrar todo con sus propias manos.
Aitor recuerda cuántas veces lo ha usado, cuántos mundos ha destruido con él.
Y cuántas veces ese ángel, en el fondo, le ha parecido el más cuerdo de todos.

Número 2: El Errante.
Un esqueleto de cinco metros, con ojos vacíos que destilan pequeños puntos verdes, como luciérnagas atrapadas en la muerte.
No habla, no siente, no recuerda.
Solo destruye.
Fue su primer villano real, el más primitivo. Lo inventó una noche de fiebre, cuando el miedo a sí mismo se confundía con los sueños. El Errante no tiene propósito. No busca dominar ni vencer. Simplemente camina, aplastando todo lo que toca.
Aitor siempre lo imaginó como una sombra inevitable, algo que llega cuando nadie lo espera.

Número 1: El Ciervo Mecánico.
Su creación más inquietante.
Un robot, mezcla de máquina humanoide, inspirado en los viejos juegos de terror que tanto lo obsesionaban de niño.
Tenía astas cromadas, ojos azules y un cuerpo cubierto de metal gris reluciente. En su historia, una secta lo hackea para usarlo como recipiente, un contenedor artificial para devolver a la vida al Wendigo, el dios del hambre.
El robot se convierte en su avatar, una bestia hueca que aúlla con voz humana.
Aitor siempre sintió algo extraño por él… una especie de compasión. Como si el robot no fuera malvado, sino solo una víctima usada para canalizar el horror.

Cuando termina de escribir, se queda mirando los nombres en la pantalla.
Los tres son distintos, pero comparten algo: ninguno de ellos nació por maldad.
Todos fueron creados, manipulados o empujados a ser lo que son.

Apaga el ordenador con un clic seco.
En la oscuridad, su reflejo se mezcla con el del cuchillo aún sobre la cama.
Y por primera vez, se pregunta si realmente escribe sobre villanos… o si lleva demasiado tiempo describiéndose a sí mismo.

Aitor se levanta de la silla despacio.
El zumbido del ordenador ya cesó. Cierra la tapa, como si sellara algo que no debería volver a abrir esa noche.

Mira el cuchillo sobre la cama. No siente miedo ni culpa, solo una certeza muda, una decisión que no necesita palabras.
Lo toma con cuidado y lo guarda en el fondo de la mochila.

Luego se mira en el espejo: ojeras, rostro pálido, el mismo adolescente que todos creen conocer.
Sale del cuarto sin ruido.
En el pasillo, el olor de la cena flota entre las paredes; su madre riendo con Saúl, su padre hablando de cualquier cosa.
Aitor se une a ellos, se sienta, come.
Nadie nota nada raro.
Solo él sabe que ya decidió lo que hará mañana.



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