El último erudito: prólogo
El último erudito: prólogo
Son las 6:50 y la casa todavía duerme, aunque el despertador no tenga la cortesía de hacerlo. Aitor se incorpora con los ojos entornados, la espalda rígida y el cuerpo aún en guerra con la cama. El cuarto está medio oscuro; una rendija de luz gris se cuela por la persiana y pinta de polvo el aire. Afuera no canta ni un pájaro todavía, como si el mundo también necesitara diez minutos más de sueño.
En el pasillo, el suelo frío lo despierta mejor que el café. Cruza de puntillas hacia la cocina, donde todo parece más pequeño de lo que recordaba anoche. La tetera, las tazas, la tostadora que se traga los panes torcidos. Nada está en su sitio y, sin embargo, todo es exactamente igual cada día.
El reloj digital marca las 6:54. Tiene treinta y seis minutos antes de salir. Treinta y seis minutos que siempre terminan pareciendo diez.
Aitor empieza a preparar el desayuno, moviéndose de un lado a otro con una precisión que solo se aprende a base de cansancio. Mientras la leche se calienta, grita desde la cocina:
—¡Saúl, arriba ya!
Silencio. Luego un murmullo amortiguado entre las sábanas:
—Cinco minutos más...
Aitor aprieta los labios. Sabe que “cinco minutos” significa veinte y que, cuando su hermano decida levantarse, el cacao ya estará frío. Entra en su habitación y enciende la luz sin avisar. Saúl se entierra en la manta como si eso pudiera hacerlo invisible.
—Vamos, dormilón. No tengo tiempo para esto —dice con un tono entre cansado y resignado.
La casa es pequeña, de un solo piso, pero recorrerla una y otra vez lo deja sin aire. Va del cuarto a la cocina, de la cocina al baño, del baño al cuarto de nuevo. Entre tostadas, mochilas y la voz de su madre que pregunta dónde están las llaves, el tiempo parece correr más rápido solo para molestarlo.
El reloj marca las 7:18. Demasiado tarde. Se pone la chaqueta, revisa el móvil y cuelga la mochila sin mirar atrás. Desde el pasillo oye el ruido del microondas, la risa medio dormida de Saúl, el crujido de una puerta cerrándose.
Sale de casa mientras la luz del amanecer empieza a teñir el cielo. El aire frío le corta la cara, pero siente un alivio extraño. Detrás queda el caos doméstico, esa sinfonía de voces y pasos que, aunque lo agota, también lo mantiene en pie.
Aitor camina rápido. El día apenas empieza, y ya parece estar corriendo contra él.
El aire de la mañana es más frío de lo que parece desde la ventana. Aitor ajusta la mochila sobre un hombro y comienza a subir la cuesta que lleva al instituto. El cielo sigue teñido de gris azulado, con una línea de luz anaranjada que apenas asoma entre los edificios. Todo el barrio huele a pan tostado y a humedad vieja.
La primera parada de su trayecto es la floristería de la esquina. A esa hora todavía está cerrada, pero el aroma escapa por la rendija de la persiana metálica. Es un olor dulce, casi artificial, que le recuerda los días de fiesta en el colegio, cuando aún creía que crecer sería más fácil que repetir un examen.
Sigue caminando. Sus zapatillas golpean el suelo con el ritmo cansado de quien conoce de memoria cada grieta del asfalto. Pasa frente al bar “El Mirador”, donde las luces ya están encendidas y un par de hombres beben café en silencio, con las caras hinchadas de sueño. Uno de ellos lo mira de reojo, con esa indiferencia que tienen los adultos cuando ven pasar a un adolescente apurado.
Aitor cruza la calle. Los coches son pocos, y el viento le revuelve el cabello mientras baja la vista, como si cada paso pesara un poco más que el anterior. La cuesta se hace más empinada, el ruido del tráfico crece y la mochila parece un ladrillo colgado de su espalda.
Entonces la oye.
Una voz femenina, suave pero firme, se cuela entre el murmullo de la ciudad.
—¡Aitor! —resuena desde el final de la esquina, justo al lado del pequeño supermercado chino por el que pasa cada día.
Se detiene. No hace falta voltear para saber quién lo llama. Esa voz podría reconocerla incluso entre cien más. Antes, le habría arrancado una sonrisa sin pensarlo; ahora solo le provoca un nudo en el estómago. No es miedo, tampoco enojo. Es resignación, una tristeza sin nombre que se disfraza de rutina.
Respira hondo, finge ajustar la mochila y mira hacia el final de la calle. Ella está allí, esperándolo, con la misma expresión de siempre. Pero algo ha cambiado: en Aitor, en el aire, en la forma en que el sol comienza a asomar y no logra calentar nada.
Johana lo esperaba apoyada contra la pared del chino, con la mochila colgando de un hombro y los auriculares enredados entre los dedos. El aliento del invierno formaba nubes breves delante de su cara, y su voz sonó igual que siempre: tranquila, familiar, casi dulce.
—Buenos días, dormilón —dijo con una sonrisa que parecía sincera, aunque Aitor ya no sabía si lo era.
Él intentó devolverle el gesto, pero el intento se quebró a mitad del camino.
—Buenos días —respondió, arrastrando las palabras, con ese tono que solo sale cuando uno quiere parecer amable sin sentirlo.
Comenzaron a caminar juntos cuesta arriba. Johana hablaba de cosas pequeñas: una profesora insoportable, un examen, el frío de las mañanas. Detalles que antes lo habrían hecho reír, pero que ahora se deslizaban como ruido. Aitor asentía, fingía interés, lanzaba frases sueltas solo para que el silencio no se hiciera visible.
Cada paso se sentía más pesado. En su mente, pedía a gritos que algo interrumpiera la escena: un coche, una llamada, cualquier excusa que la obligara a marcharse antes de que él tuviera que fingir un minuto más. Pero no había milagros a esa hora de la mañana.
Ella reía por algo que él no escuchó del todo. La luz del amanecer caía oblicua sobre el asfalto y el ruido lejano del tráfico cubría las pausas entre ellos.
—Bueno, suerte con el día —dijo Johana al llegar a la esquina donde sus caminos se separaban.
—Sí, gracias —contestó Aitor, mirando el reloj—. Se me hace tarde.
Ella agitó la mano y siguió su ruta, desapareciendo entre un grupo de estudiantes. Aitor se quedó quieto unos segundos, mirando al suelo. Se preguntó, por enésima vez, cuándo tendría el valor de decirle que aquello le resultaba incómodo, que cada encuentro lo dejaba más vacío que el anterior.
Pero el pensamiento se deshizo rápido. No tenía tiempo para eso. El instituto estaba a pocos metros, y era hora de ponerse la máscara de siempre: la de seguridad, la de calma, la que daba confianza a los suyos. No lo hacía por orgullo ni por estatus. Lo hacía porque alguien debía mantener el equilibrio, aunque se le rompiera por dentro.
Al cruzar las rejas del instituto, el ruido de los pasillos lo envolvió como una marea. Y con él, todo volvió a su rutina: el chico que sonríe, que ayuda, que parece tenerlo todo controlado. Nadie notó que, esa mañana, había salido de casa un poco más cansado que de costumbre.


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