El Borde Silencioso
El Borde Silencioso
Aitor. Un nombre que ahora parece flotar inútilmente en el aire frío de la noche.
El día ha muerto lentamente, sin piedad, como todos los días recientes. No ha sido un día de grandes tragedias, sino de pequeños, constantes martillazos. La injusticia es sutil, se viste de rutina: la burla rápida en el pasillo, el silencio que se hace cuando llegas a la mesa, el mensaje en el grupo de chat al que, por supuesto, no perteneces. Todo por ser… diferente.
Aquí, en la cima de este edificio de hormigón desnudo y abandonado, el viento le golpea el rostro. Abajo, las luces de la ciudad pululan, indiferentes, un millón de vidas sin percatarse de que a unos metros de sus cabezas hay una que se desmorona. Es la única vista que le ofrece la verdadera soledad. No hay juicio. Solo vacío.
Él está en el borde, con los pies colgando sobre el abismo.
Su único crimen ha sido existir fuera del molde, ser un satélite con órbita propia. Y por eso, le han cobrado un precio. "Raro." "Anticuado." "Marginado." El alejamiento es una plaga silenciosa: la gente se aparta de Aitor como si su diferencia fuera contagiosa. Hay algo peor que los puñetazos: la irrelevancia absoluta. Es como si Aitor fuera una figura de cera, derritiéndose lentamente ante la vista de todos, y nadie hiciera un solo movimiento para apagar el fuego.
Mira hacia abajo, donde la caída es rápida y final. Piensa en el alivio que sería desaparecer de su propia historia. Por un momento, siente una punzada de rabia: ¿Por qué tiene que ser tan doloroso ser él mismo? Se queda allí, balanceándose en el umbral entre el dolor y la paz, en esta cornisa que se siente, paradójicamente, como el lugar más seguro del mundo. Lejos de todos.
El móvil vibra en el bolsillo de Aitor, un zumbido irritante que rompe la inmersión del silencio. Lo saca. La avalancha de notificaciones es la firma de la irrelevancia: ofertas de supermercado, ruido blanco que le recuerda que el mundo sigue girando, obsesionado con lo trivial.
Abre WhatsApp. Teclea mensajes breves, calculados, impregnados de una finalidad que solo él conoce. Es un testamento, no una despedida formal.
Para su amigo: Buenas noches, tío. Cuídate, te quiero.
Para su amiga: Buenas noches. Te quiero.
La respuesta de su amigo entra casi de inmediato: — ¿Todo bien? Te noto raro. Una pregunta que no puede permitirse responder. Ignora el chat.
La respuesta de su amiga es más sencilla, más reconfortante: — Y yo a ti, bobo. Descansa. Una lágrima solitaria se congela en su mejilla. Es el último fragmento de calor que recibe. Lo atesora.
Está a punto de deslizar el teléfono para apagarlo, cuando una nueva notificación irrumpe en la pantalla. Es un número desconocido. Han vuelto.
Abre el mensaje. Es corto, directo, y lleva la familiar y repugnante marca del odio gratuito:
— Te vemos gilipollas. ¿Estás en el tejado, no? Haznos un favor y tírate ya, bicho raro. Dejarás de darnos vergüenza. Venga, haz algo interesante por una vez, Aitor.
El acoso es una entidad viva y con tentáculos que lo persigue hasta el límite de su existencia. Han adivinado su ubicación, han cruzado la línea. Aitor se estremece. Ya no siente rabia. Siente un profundo, infinito agotamiento. La burla final ha llegado, y esta vez, ha confirmado su decisión.
Aitor se queda inmóvil. El móvil se siente pesado e hiriente. "Gilipollas," "raro," "haznos un favor." Las palabras ya están grabadas a fuego en su cabeza.
El mensaje anónimo es la última gota, pero también el permiso final. Si su propia existencia es una molestia, un acto de vergüenza para los demás, entonces su desaparición se convierte en un servicio, una respuesta a la exigencia.
Aitor respira hondo el aire gélido. Solo hay cansancio.
Entonces, sin prisa, sin mirar atrás, da un paso. Se da la vuelta, encarando el vacío del edificio abandonado. Por un momento, parece que va a emprender el camino de vuelta… Pero es solo una ilusión.
Con la ciudad a sus espaldas, Aitor simplemente se relaja.
Se deja caer.
No hay grito. No hay arrepentimiento de último minuto. Solo un suave desplazamiento del centro de gravedad. La sensación es inmediata y abrumadora: la liberación. Los problemas, los insultos, las expectativas, el dolor; todo queda suspendido en la cornisa helada.
El aire frío lo golpea como una pared. Siente una ráfaga de adrenalina pura, la única emoción genuina que ha sentido en meses. Está cayendo, pero por primera vez, Aitor siente que tiene el control. No es empujado, no es arrastrado. Es su propia, y final, decisión.
El mundo se vuelve una mancha borrosa, las luces de abajo se acercan con una velocidad vertiginosa. Es un instante de velocidad, de aire, de libertad.
Y luego... Negro.
Si sientes que el mundo te está asfixiando, si el dolor es más grande que tú y buscas un escape, recuerda: No eres el problema. Eres una persona con un dolor insoportable.
Hay ayuda. Hay esperanza. Tu historia no tiene por qué terminar aquí.
Date una oportunidad más. Llama al 024.


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