El educador: Capítulo 1
Capítulo 1
El instituto aún no ha abierto del todo, queda esa media hora muerta en la que los chavales se arrastran por la entrada y los profesores intentan aparentar autoridad. Aitor está plantado a un lado, como si vigilara algo importante, aunque en realidad solo mata el tiempo. Lleva ropa militar, no de uniforme oficial, sino esa mezcla de camuflaje y botas gastadas que usa porque le gusta intimidar. Y funciona.
Saca un cigarro del bolsillo y lo enciende sin preocuparse por quién lo ve. Tiene diecisiete años, pero fuma como si llevara una vida entera haciéndolo. Exhala el humo mirando a la nada, disfrutando de la calma que otros llamarían aburrimiento.
Un chaval más pequeño se le acerca, incómodo, moviéndose como quien sabe que se mete en líos, pero aun así lo intenta.
“Eh… no se puede fumar aquí. Lo pone ahí.”
Aitor gira la cabeza despacio, muy despacio, dándole tiempo al otro a arrepentirse. Lo mira de arriba abajo, evaluándolo como si fuera un bicho que no merece ni pisarse.
“¿Y qué?” suelta, sin esfuerzo, sin subir la voz.
El crío traga saliva. Intenta sostenerle la mirada. No puede. Aitor da un paso hacia él, lo suficiente para invadirle el aire. El chico retrocede de inmediato.
“No hay ningún problema ¿cierto?” dice Aitor, calmado, casi aburrido. Da otra calada, exhala en dirección al otro y levanta una ceja como si esperara que siguiera molestando.
El chaval niega con la cabeza y se marcha rápido, sin mirar atrás.
Aitor deja escapar una sonrisa corta, afilada. Le encanta esa sensación, esa pequeña victoria ridícula sobre alguien más débil. Guarda el mechero, se ajusta la chaqueta y sigue fumando como si nada hubiera pasado.
Aitor sigue fumando, ahora con la mirada perdida en el cielo gris que siempre cuelga sobre ese barrio. El instituto, con sus paredes descascaradas y sus ventanas que nunca cierran bien, parece más viejo de lo que realmente es. El viento mueve papeles en el suelo, y a él le da igual. Está apoyado en la barandilla como si fuera el dueño del sitio.
Desde donde está puede ver el monstruo de acero que viene levantándose a unos metros: el abandonado centro comercial. Una mole enorme, mitad huesos, mitad promesa. Columnas desnudas, cristales sin poner, vigas gigantes que parecen clavadas en el cielo. Y bajo todo eso, un garaje enorme que cualquier chaval con dos dedos de curiosidad querría explorar.
Pero el perímetro está vallado a muerte, como si quisieran impedir que el mundo entero se acerque. Rejas dobles, cámaras, cadenas. Incluso han puesto guardias nocturnos. Los rumores dicen que se filtraron robos de material y casi incendios, pero nadie sabe nada seguro.
Aitor deja escapar humo por la nariz y piensa en su pandilla. En cómo molaría meterse allí una noche, recorrer esas estructuras vacías, perderse entre pasillos sin terminar, probar puertas que nadie debería abrir. Sería un plan perfecto para presumir después.
Pero está jodida la cosa. Lo sabe. Entrar ahí sería un suicidio si los pillan. O peor: si pasa algo dentro. Nadie ha logrado colarse todavía, y eso, para él, pica. Es un desafío que casi le hace sonreír.
Termina el cigarro, lo pisa en el suelo, y se queda mirando la valla como si esta le hablara. Como si le estuviera diciendo que algún día encontrará una forma. Y Aitor, sin mover un músculo, se promete que cuando lo haga, no irá solo.
Está por encender otro cigarro, chasqueando el mechero con una impaciencia que casi parece hambre. Lo lleva a los labios, aspira, y justo cuando va a darle la primera calada, una mano rápida aparece desde un costado y se lo arranca sin pedir permiso.
El cigarro cae al suelo. La misma mano lo pisa con firmeza, aplastándolo hasta que el papel deja de humear.
Aitor fija la mirada en la colilla muerta. Siente cómo la rabia le sube desde el estómago, un impulso automático que le pide encarar a quien sea que haya hecho eso. Sus hombros se tensan. Ya está girando la cabeza, listo para soltar cualquier burrada o empujar a alguien.
Pero al levantar la vista, se queda quieto.
Es ella.
Una chica delgada, de dieciséis años, morena, mas bajita que él, con esa expresión de fastidio que parece permanente en su cara. No es agresiva, ni arrogante, ni nada parecido. Es simplemente alguien que está harta de las tonterías del mundo. Y aun así, por debajo de ese gesto cansado, hay algo cálido en sus ojos. Una luz firme, tranquila, que no se apaga.
Mayed.
Aitor pierde la rabia de golpe. Todo su cuerpo cambia, como si alguien hubiera bajado un interruptor. No abre la boca. No le ladra. No la empuja. No se atreve. A Mayed no.
La quiere demasiado para eso. Y lo sabe.
Mayed cruza los brazos, clavándole la mirada como si él fuera un crío pillado robando galletas.
“¿Cuántas veces te lo he dicho, Aitor? ¿Cuántas? Que no fumes. Que te estás destrozando los pulmones. Que vas a acabar mal. Siempre igual contigo.”
Aitor baja la vista. Toda esa prepotencia que usó hace unos minutos con aquel chaval se evapora delante de ella. No intenta pelear, ni hacerse el duro, ni responder con chulería. Es como si Mayed fuera el único ser humano capaz de cagarlo.
“Vale, vale…” murmura.
Saca la cajetilla del bolsillo, la mira un segundo, suspira y la lanza a un lado sin pensarlo. Sale volando, golpea el suelo y rebota hasta perderse cerca de una papelera.
“¿Ves?” dice, intentando quedar bien, como si ese gesto compensara todas las veces que la ha ignorado.
Mayed parpadea. La rabia se le deshace en la cara, transformándose en algo más blando, más cálido. Su expresión de fastidio se rompe y deja ver lo que siempre ha estado ahí: cariño, preocupación, esa mezcla rara de paciencia y afecto que solo ella parece capaz de sostener.
Da un paso adelante y lo abraza sin pedir permiso.
Aitor tensa los hombros un segundo, por inercia, luego los deja caer y le devuelve el abrazo, esta vez sin pretender ser nadie más de lo que es. Solo él. Solo Aitor. Y por un momento, el ruido del mundo deja de importar.
Mayed se separa un poco, respirando ya más tranquila.
“Bueno, da igual. Cuéntame… ¿qué planes tienes para el finde?”
Aitor se encoge de hombros, como si no fuera nada importante.
“Lo de siempre. Saldré con la pandilla. Con Deibin, Emma, Erick… y con Joha…”
Se muerde la lengua en cuanto lo dice. No tenía que mencionarla. Lo sabe. Se arrepiente al instante.
Mayed entrecierra los ojos, despacio, como si la paciencia se le fuera por un desagüe invisible.
“¿Otra vez ella? Aitor, te lo he dicho mil veces. Johana no te hace bien. Nunca lo ha hecho. Es una mala influencia.”
Él resopla, pero sin fuerza, intentando defenderse.
“No es para tanto. Solo quedamos a veces, hablamos, ya está. No es nada malo.”
Mayed lo señala con un dedo, sin gritar, pero con ese tono que duele más que cualquier bronca.
“Claro que hablas con ella. Porque es tu eamor de verano.”
Aitor aparta la mirada, incómodo. Puede intimidar a cualquiera, pero no a Mayed. Con ella, cada verdad le pesa más de lo que quiere admitir.
Aitor decide cortar la conversación antes de que Mayed le siga taladrando la cabeza con Johana.
“Olvida eso de una vez Mayed , ya. ¿Y tú qué vas a hacer el finde?”
Mayed mantiene los ojos entrecerrados un instante más, todavía con ese juicio silencioso flotando en el aire. Luego suspira.
“Había pensado ir con Alba a dar una vuelta por el parque. ¿Te apuntas?”
La pregunta cae suave, pero por dentro a Aitor le da un pequeño tirón. No lo demuestra, aunque casi se le nota en los hombros.
Por un lado está la pandilla: ruido, adrenalina, humo, gritos, tonterías peligrosas y esa sensación de pertenecer a algo que no exige cariño, solo lealtad a medias. Le encanta eso, el caos, las risas, las peleas evitadas por centímetros. Lo hace sentir vivo.
Pero Mayed y Alba… son otra cosa. Con ellas el tiempo baja de revoluciones. Son protección envuelta en voces tranquilas y pasos cortos. Son como dos hermanas pequeñas que no necesitan decirle que lo quieren, porque se les nota en cada gesto. Y él, cuando está con ellas, pasa de matón a hermano guardián sin darse cuenta. Les cuida, las vigila, se esperaría cualquier golpe por ellas.
Y aunque a veces se burle de sí mismo por parecer el escolta personal de dos chiquillas en un mundo de chulos, sabe que esas chicas le dan más calor que toda su pandilla junta.
Aitor se rasca la nuca, dudando un segundo antes de responder. La elección no es tan simple como debería.
Aitor tarda un poco en decidirse, o en fingir que decide.
“Me lo pensaré. No prometo nada… ya veré.”
Mayed frunce los labios, medio resignada, medio esperando que al final aparezca, como siempre. Antes de que pueda responder, el timbre del instituto estalla en el aire. Ese sonido metálico, inútil, que parece diseñado para torturar más que para avisar.
La calma de la mañana se rompe en un segundo. Los chavales empiezan a entrar en fila desordenada, como si marcharan hacia una condena compartida.
Aitor se encoge de hombros.
“Pues nada… seis horas más.”
Mayed rueda los ojos y se adelanta hacia la puerta. Aitor la sigue, tirando el recuerdo del cigarro, de la pandilla y de todo lo demás al fondo de la cabeza. Entran juntos al edificio, atrapados en la rutina gris de otro día exactamente igual al anterior. Seis estúpidas horas por delante. Y cero escapatoria.
Las horas del instituto pasan como un trago aguado. Nada relevante, nada memorable. Cuando por fin llega a casa, Aitor deja la mochila tirada y se encierra en su cuarto. Agarra la banda de resistencia, el peso para pronación y empieza a entrenar armwrestling como si estuviera preparándose para arrancarle el brazo a alguien. Sudor, tensión, la madera de la mesa crujiendo. Le gusta esa sensación, la del esfuerzo que no depende de nadie más.
Cuando hace una pausa para beber agua, el móvil vibra. Lo desbloquea sin pensar y la notificación le cae en el pecho como un ladrillo.
Joha:
“¿Mañana entonces nos vemos todos?”
Aitor aprieta la mandíbula. Suspira. Ojalá no tuviera que responder, pero si no lo hace, la tía lo va a estar llamando hasta que se le derrita la batería. Escribe lento, fingiendo calma.
“No puedo. Tengo que ayudar en casa.”
Mentira. Lo sabe él, lo sabría cualquiera que lo conozca tres minutos. Mañana va a quedar con Mayed y con Alba. Punto. Y no piensa estar aguantando las rabietas de la otra porque es incapaz de compartirlo.
Porque si le dice la verdad, ya sabe lo que viene después:
“Perro con correa.”
“Manipulado.”
“Títere de esas dos.”
Siempre las mismas frases de Johana, como si estuviera intentando clavarle la culpa a martillazos. Y Aitor, aunque nunca lo dice en voz alta, lo piensa cada vez que ella empieza con su numerito: la única perra aquí es ella.
Envía el mensaje y deja el móvil boca abajo sobre la mesa. Luego vuelve a agarrar la banda de resistencia. Prefiere mil veces el dolor en los músculos que la voz de Johana sonando en su cabeza.
El móvil vibra otra vez, apenas unos segundos después de que el mensaje sale volando.
Johana:
“Ajá… ‘ayudar en casa’. Qué original. Podrías currarte un poco más las mentiras, quedas con esas dos ¿cierto?”
Aitor resopla, aunque no puede evitar que una sonrisa mínima se le escape. Esa burla suya, ese tono entre sarcástico y venenoso, es exactamente el mismo de siempre.
Él responde:
“¿Y que más te da?.”
Tarda nada en volver a aparecer otra notificación.
“admitelo, conmigo te lo pasas mejor, molestamos gente, nos reímos de los chavales, tu sabes, es más divertido que tomar el té en una casita de muñecas.”
Aitor se sienta en el borde de la cama, dejando caer las manos. Hablan un rato más, mensajes cortos, punzantes, medio peleas disfrazadas de ironías. Johana lanza sus bromas que parecen cuchillos. Él contesta como puede, sin perder los nervios pero tampoco dejándola ganar del todo.
Hay momentos en los que no entiende por qué sigue ahí, contestándole, dejándola entrar aunque sea un poco. Ya no es como antes. Ya no la mira igual. Ya no le nace lo mismo.
Pero aun así… de una forma rara, torcida, distinta a hace unos meses… la quiere. Le queda un cariño extraño, una especie de vínculo que no sabe romper, aunque sabe que debería.
Aitor apaga la pantalla al final, deja el móvil a un lado y suspira. No la comprende del todo. Tal vez nunca lo haga.
Pero tampoco puede soltarse por completo. Y eso, aunque no lo admita, le pesa más que cualquier entrenamiento.
Aitor desbloquea el móvil una última vez. Pasa por encima del chat con Johana sin abrirlo. Va directo al de Mayed.
“Al final sí voy mañana.”
No tarda ni cinco segundos en aparecer la respuesta.
“Sabía que vendrías. Me alegra. Te esperamos. 💛”
Ese corazón amarillo siempre le da un golpe suave en el pecho. No lo agobia, no lo manipula, no le exige nada. Solo está ahí, como ella.
Aitor deja que una sonrisa cálida le cruce la cara, una de esas que no muestra delante de casi nadie. Una que solo sale cuando se siente querido de verdad.
Apaga el móvil, lo deja sobre la mesa y vuelve a agarrar la banda de resistencia. El cuarto se llena otra vez del crujido de la madera, del esfuerzo en los músculos, del aire pesado del entrenamiento.



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