El educador: Capítulo 2



Capítulo 2


La tarde respira tibia, como si dudara entre dormirse o ponerse a llover. Aitor avanza por la calle con ese paso suyo medio decidido medio “ojalá estuviera en casa”, pero bueno, ahí va, rumbo a ver a Mayed y a Alba, esas dos constantes raramente benevolentes en su vida.

Al llegar al parque, la primera en detectarlo es Mayed. Cómo no. Ella lo saluda con ese cariño espontáneo que parece venirle de fábrica, la mirada encendida y el gesto cálido que siempre deja a Aitor un poco descolocado, aunque ya debería estar acostumbrado. Detrás aparece Alba, casi como un eco suave. Blanca de piel, delgada, más baja que él por bastante, sus gafas captando un destello del sol. Va vestida con esa elegancia tranquila que ella considera su uniforme personal. Aitor siempre piensa que parece sacada de una portada, pero jamás lo diría en voz alta porque el mundo no está listo para eso.

Alba lo recibe igual de afectuosa, como si lo estuviera abrazando incluso sin tocarlo. Para Aitor, ella siempre ha sido algo así como una media hermana perdida entre casualidades improbables. Y aunque él suelte esa fachada de chico duro medio torpe socialmente, la compañía de ambas le afloja un poco la tensión absurda que carga siempre en los hombros.

Ahí están los tres, reunidos sin grandes explosiones cósmicas ni giros dramáticos, solo existiendo. Aitor siente, para su disgusto habitual, ese calorcito discreto en el pecho que aparece cuando se sabe rodeado de gente que realmente lo quiere. Y sí, lo admite aunque sea en silencio: no está tan mal estar aquí. Luego ya vendrá el mundo a fastidiar, pero por ahora... por ahora está bien.

Aitor se sienta con ellas en el banco que ya parece reservado a su trío extraño. Por una vez, el mundo no está intentando destruirlo, así que se permite respirar.

Mayed, cómo no, es la primera en romper la calma.

—Waa, míralo… —dice, acercándose demasiado, como siempre—. Parece un gato mojado.

Aitor ladea la cabeza, resignado.

—No sé por qué vengo.

—Porque me amas —responde ella sin inmutarse, y acto seguido le muerde el brazo, suave pero lo bastante para que él suelte un quejido casi ridículo.

—Te voy a denunciar —murmura Aitor, sobándose como si de verdad le hubieran arrancado un pedazo.

Mayed ríe con ese sonido entre dulce e insoportable.

—Cállate, cristalito.

Alba, que había estado observando la escena con esa mezcla suya de paciencia y análisis clínico, cierra delicadamente su libro imaginario. Ni siquiera estaba leyendo, pero da igual; ella siempre parece estar a punto de corregirte un ensayo.

—Mayed, deberías considerar que tus dientes no son para… devorar amigos —dice, con un tono tan formal para su edad que hace que Aitor y Mayed la miren como si fuera un oráculo con gafas.

—Es una muestra de afecto —replica Mayed, ofendida por deporte.

—Es hacer el bobo hija —corrige Alba, ajustándose las gafas.

Aitor se recuesta en el respaldo, dejándose caer como si la existencia le pesara más de lo normal.

—Me siento muy protegido con vosotras, sí —dice con ironía cansada—. Una me muerde y la otra lo analiza como si fuera un caso clínico.

Alba lo observa con una expresión suave, como si viera a través del sarcasmo barato de él.

—No necesitas actuar como si no te afectara —dice—. Estás tenso. Estas cosas te alivian un poco, aunque protestes.

Aitor baja la mirada, incómodo. Claro que tiene razón. Ella suele tener razón, lo que es irritante y reconfortante al mismo tiempo.

Mayed le revuelve el pelo de golpe.

—Waa, te pusiste blandito —dice, encantada de arruinar cualquier amago de introspección profunda.

Aitor suspira.

—Sois insoportables —murmura. Pero la voz le tiembla apenas, como si ese fuera su modo torpe de decir “gracias por existir”.

Alba sonríe apenas, esa sonrisa tranquila que siempre lo desarma.

—Anda que tu—responde—. 

Y, por un segundo, Aitor siente que tener algo parecido a hermanas no es tan terrible como intenta fingir.

Por fin se quedan sin azúcar emocional y pasan a lo que saben hacer mejor: armar escándalo.

Terminan tirados en el césped del parque, dándose empujones y patadas flojas como críos sin supervisión. Mayed salta sobre Aitor por la espalda, Aitor la esquiva, Alba intenta defenderla y acaba siendo arrastrada en la caída. Las risas se mezclan con el ruido de zapatillas sobre la hierba.

En un descuido, Alba se planta frente a Aitor con los puños levantados, jugando a la pelea seria.

—Prepárate para tu derrota —dice ella, intentando sonar feroz. Solo consigue sonar adorable.

Aitor arquea una ceja.

—Si tú eres la amenaza, voy sobrado.

Ella se lanza con un grito que más parece un chillido ahogado. Aitor la agarra por la cintura y, sin mucha ceremonia, la tumba en la hierba. Alba cae soltando una mezcla entre queja y risa, las manos en el aire como gesto de rendición.

—Tramposo —murmura entre dientes, sin dejar de reír.

Mayed aplaude la escena como si fuera un combate de boxeo de barrio.

Y entonces, detrás de los tres, se escuchan unas palmadas lentas, marcadas, que cortan la alegría de golpe. Tres palmadas. Una pausa. Tres más.

Aitor se queda helado. No necesita mirar para saber quién es. Le basta ese aplauso cargado de burla.

No es Mayed.
No es Alba.

Es Johana.

La presencia que ninguno de los tres quería allí, y que sin embargo aparece como si estuviera invitada. La sombra de todos esos líos, ese cariño torcido y esa tensión vieja, clavándose otra vez en la tarde.

Aitor gira despacio, como si ya supiera que lo que tiene detrás no trae nada bueno.

Johana está ahí, plantada en medio del camino de tierra como si el parque fuera suyo. Lleva la chupa de cuero abierta, enseñando el abdomen firme que tanto se ha ganado a base de batear pelotas hasta dejarlas hechas polvo. El bate de béisbol lo usa como apoyo, clavado en el suelo, la mano descansando encima con la calma de quien no tiene prisa por nada porque, total, ya domina la escena.

Tiene el pelo rizado suelto, un desastre precioso que le cae por los hombros. Los ojos achinados, elevados apenas, como si los estuviera mirando desde una posición más alta de la que realmente tiene. La sonrisa ladeada, esa que Aitor conoce demasiado bien: mezcla de burla, superioridad y cariño mal enfocado.

—Vaya, vaya… —murmura ella, saboreando cada palabra— Menudo espectáculo que tienen montado.

Alba se levanta rápido, limpiándose la hierba de la camiseta sin mirarla directamente. Mayed da un paso atrás, los ojos tensos, lista para responder pero conteniéndose porque sabe que Johana nunca juega limpio.

Johana las ve a las dos y ladea un poco más la sonrisa.

—Qué monas. Dos guarderías sueltas por aquí.

Alba frunce el ceño, a punto de contestar, pero Aitor le roza el brazo para que no lo haga. Johana percibe ese gesto y su sonrisa se amplía con una satisfacción oscura.

—Tranquilas, niñas. Si os esforzáis mucho, igual algún día podéis seguirme el ritmo.

Su tono cae pesado, no como un insulto directo, sino como la mano invisible de alguien que se sabe fuerte. El bate se inclina apenas, girando la muñeca como quien juega con un arma sin intención real de usarla, pero recordando que puede.

Sus ojos, finalmente, se clavan en Aitor.
Y en ese contacto, todo cambia.

La soberbia deja paso a una chispa más personal, un poder distinto, uno que siempre ha ejercido sobre él. Una especie de tensión vieja, incómoda y familiar.

—Cuánto te gusta hacerte el héroe, Aitor —dice, sin quitarle los ojos de encima.

Mayed aprieta la mandíbula. Alba respira hondo.
Aitor mantiene la mirada, aunque por dentro algo se le enciende, una mezcla de rabia, nostalgia y un afecto que todavía no sabe enterrar.

Johana, mientras tanto, solo sostiene su bate y sonríe. Como si esta pequeña escena fuera un tablero y ella, la jugadora que siempre mueve primero.

Johana avanza despacio, marcando cada paso como si estuviera desfilando. Ese andar suyo, elegante y presumido, que parece hecho para que cualquiera la mire. Y lo hace especialmente delante de otras chicas, disfrutando del golpe que eso provoca.

Se planta a un metro de Aitor. Inclina un poco la cabeza, el rizo cayéndole por la mejilla, los labios curvados en esa sonrisa que nunca deja claro si viene a besar o a destruir.

—Esto es una fiesta aburrida, Aitor —dice con voz suave, casi cómplice—. Vente conmigo esta noche. Esta noche vamos la pandilla a el edificio pero sin ti da pereza.

Su tono es ligero, pero sus ojos brillan con esa chispa de aventura peligrosa que siempre ha usado para arrastrarlo con ella.

Antes de que Aitor pueda responder, Mayed da un paso al frente.

—No va a ir contigo, Johana. Déjalo en paz.

Johana ni siquiera la mira. Solo exhala una risa suave, cortante.

—Ay, por favor… —dice girando el bate en la mano—. Qué seria te pones. Eres como una niña intentando hacer de adulta.

Alba, con el ceño fruncido, se acerca también.

—No lo manipules. Ya basta.

Johana sí la mira a ella. Pero no con enfado. Con burla.

—Manipular… —repite, saboreando la palabra—. Tú aún estás aprendiendo a atarte los cordones sin ayuda y vienes a hablarme de manipular.

Da un paso más cerca de ambas, su sombra cubriéndolas apenas. El bate roza el suelo con un sonido áspero. No amenaza, pero empuja.
Las chicas retroceden por puro instinto.

—No sois rivales para mí —añade, suave pero firme—. Ni siquiera en esto.

Mayed aprieta los puños, pero Johana ya la ha desarmado. Su presencia, su seguridad, su forma de ocupar el espacio. Todo eso pesa.

Johana vuelve a mirar a Aitor, como si solo existiera él.

—Piensa en lo que te dije, Aitor.
La casa abandonada.
Tú y yo.
Como antes.

Le guiña un ojo, se gira con la chupa ondeando y se aleja, contoneándose con la seguridad de quien sabe que deja un incendio a sus espaldas.

Johana se aleja un par de pasos… y de repente se gira con una violencia seca. El bate silba en el aire al levantarlo, apuntando directo hacia Mayed y Alba. Las dos dan un brinco hacia atrás, instintivo, inevitable.

Aitor no piensa. Solo reacciona.
Da un paso adelante, interponiéndose entre ellas y el golpe que nunca llega.

El bate queda suspendido.
Ni un centímetro más.

Johana lo observa desde el otro lado del metal. Los ojos entrecerrados, la mandíbula tensa, la respiración suave como si esto no fuera nada. Luego arruga la nariz con un gesto de repulsión teatral, un asco fingido que solo busca humillar.

Desliza el bate hacia abajo hasta que su punta toca el suelo, pero ella no se aparta. Se queda allí, a centímetros de Aitor. Demasiado cerca. Su cara casi pegada a la suya, invadiendo el espacio con descaro.

—Qué rápido saltas, ¿eh? —murmura, como si hablara al oído y no delante de todos—. Muy protector. Muy noble.

Se ríe sin apartarse, la risa baja, burlona.

—Eres un perro faldero. Eso es lo que eres. Siempre defendiendo a cualquiera menos a ti mismo.

Mayed frunce los dientes. Alba traga saliva.
Aitor siente cómo algo se le enciende por dentro, un calor que sube desde el pecho hasta el cuello. No es vergüenza. No es miedo. Es la rabia que solo Johana sabe despertar, la misma que lleva meses acumulándose como un peso en los hombros.

Johana lo mira de arriba abajo, disfrutando del efecto que produce.

—Mira cómo te tienes de tenso. Y ni siquiera he hecho nada.

El silencio se clava entre ellos.
La moral de Aitor, esa que ella siempre aplasta, ya está al límite. Y Johana lo sabe.
Por eso sonríe un poco más.
Por eso no se aparta.
Por eso espera a ver si por fin estalla.

Johana alarga la mano con calma, como si nada hubiera pasado. Sus dedos, fríos y seguros, van directos al cuello de Aitor. No es una caricia. Es un gesto de posesión.

—Venga, quítate la correa ya —susurra, disfrutando cada sílaba.

Solo que esta vez Aitor no se queda quieto.

En un movimiento limpio, rápido y sin dudar, le da un golpe seco con el dorso de la mano en el lateral del cuello. No le hace daño, pero la desestabiliza lo suficiente para que pierda el equilibrio y caiga de espaldas en el césped.

Mayed abre la boca. Alba lleva una mano al pecho.
Johana cae… y un segundo después estalla en carcajadas.

Ríe fuerte, con el cuerpo sacudiéndose, sin vergüenza alguna.

—Hostia… —jadea entre risas— me he cagado un poco. Qué susto.

Se incorpora apoyándose en un codo, aún riendo. Se limpia la hierba de la espalda moviendo los rizos con una sacudida y lo mira con esa mezcla de orgullo y picardía que siempre parece tener almacenada.

—No te lo tomes a pecho, anda —dice, levantando las manos en señal de paz—. Son coñas. Ya sabes cómo soy.
Hace un gesto vago con la mano, como si explicarse a sí misma fuera lo más obvio del mundo—. Te quiero mogollón, tonto.

La sonrisa vuelve a aparecer. Esa sonrisa juguetona, casi cariñosa… pero ahora no se la dedica a Aitor.

Johana se gira un poco y dirige esa misma expresión a Mayed y a Alba, como si supiera exactamente cómo removerles la calma. Como si disfrutara viendo cómo las dos aprietan la mandíbula, incapaces de decidir si ella está de broma o intentando marcar territorio.

El ambiente queda suspendido un segundo.
Aitor respira hondo.
Y Johana, sentada en el césped como si fuera la reina del parque, no deja de sonreír.

Aitor, contra todo pronóstico, empieza a reírse también. Una risa cansada, resignada, como quien ya conoce demasiado bien el caos que trae esa chica. Extiende la mano y ayuda a Johana a levantarse.

Ella aprovecha el movimiento para engancharse a su brazo y darle un par de palmadas juguetonas, un gesto casi cariñoso. El abrazo que le planta es rápido… pero dura un poco más de lo necesario. Lo justo para que Johana pueda seguir mirando por encima del hombro de Aitor hacia Mayed y Alba, con esa sonrisa que nunca termina de decir si pide perdón o si disfruta del desorden que genera.

Después se separa y, con un pequeño giro, se acerca a las dos chicas.

—Perdonad, ¿vale? —dice, alzando las manos como quien se declara inocente en mitad de una travesura—. Me paso un poco. O un mucho. Qué sé yo.

La sonrisa sigue ahí, redonda, peligrosa, imposible de leer.

Mayed apenas asiente. Alba, más contenida, hace un gesto mínimo con la cabeza. No confían en ella, pero tampoco quieren montar otro lío.

Aitor, intentando que el ambiente no se vuelva a tensar, suelta:

—Me pensaré lo de esta noche, ¿vale?

Y ahí Johana se ilumina. De golpe. Como si alguien hubiera pulsado un interruptor dentro de ella.

—¡¿En serio?! —exclama, dando un pequeño salto hacia atrás, llena de energía—. Joder, Aitor, menos mal.

Empieza a moverse de un lado a otro, casi saltando, agitando el bate como si fuera una antena. Ni parece la misma chica que hace un minuto estaba a un paso de levantarle la yugular a alguien. Esa hiperactividad repentina recuerda a Mayed cuando ve algo que le hace ilusión, un entusiasmo imposible de esconder.

—Va a ser brutal. Brutal. Te voy avisando, no pienso esperar a última hora. Te quiero espabilado, Aitor.

La emoción le brota por todos lados, tan real que hasta Mayed y Alba se sorprenden un poco. No lo suficiente como para relajarse del todo, pero sí para entender que, dentro de su caos, ella realmente quiere que él vaya.

Johana sigue dando saltitos mientras se aleja un par de pasos, sin perder la sonrisa.
Y Aitor, pese a todo, sabe que ya se ha metido en un problema. Por voluntad propia. Porque siempre ha sido así entre ellos.

Johana, todavía con esa energía desbordada, vuelve a acercarse a Aitor. Mete la mano en el bolsillo de la chupa y saca un papel doblado. Se lo coloca en la palma con un gesto rápido, casi cómplice.

—Me lo volví a cambiar —dice, medio susurrando, medio presumiendo—. Ya sabes, los chungos.

Aitor asiente. No hace falta que ella explique más. Él recoge el papel como si fuera una rutina vieja, conocida, inevitable.

Johana inclina el bate y le da un par de toquecitos en el pecho. No fuertes, pero sí marcados. Cariñosos a su manera torcida.

—Cuídate, ¿vale? —murmura con esa voz suave que casi nunca usa delante de otros—. Y trata bien a las pequeñuelas.

Mira de reojo a Mayed y Alba cuando dice eso. Las dos se tensan un poquito. Aitor nota el golpe directo a su orgullo protector, pero Johana ya está reculando un paso, girándose con su chupa ondeando y el bate apoyado en el hombro.

Se aleja con esa mezcla rara de poder, cariño y caos que solo ella sabe manejar. Y por primera vez en un rato, el silencio vuelve al parque, tenso todavía, pero respirable.

Alba, ya confiada de que Johana estaba lo bastante lejos para no oír, murmuró algo entre dientes, un insulto travieso que dibujó una sonrisa en su rostro. Mayed, con el ceño fruncido y brazos cruzados, no dejaba de preguntarse en voz baja por qué Aitor parecía tan cómodo con esa chica, con esa energía arrolladora que siempre dejaba un rastro de tensión a su paso.

Aitor, encogiéndose de hombros y sin mirarlas, pasó de sus comentarios. Su mirada se perdió un instante en el horizonte del parque, respirando tranquilo, como si nada de lo que dijeran esas dos pequeñas importara demasiado.

Pero Alba y Mayed seguían intercambiando miradas cómplices, silenciosas, cargadas de preguntas que no se atrevían a formular en voz alta. Había algo entre Aitor y Johana que se escapaba a su comprensión, un hilo invisible que tejía secretos y sonrisas furtivas, y que las dos hermanas improvisadas no podían descifrar.

El sol bajaba lento, y mientras ellas seguían intrigadas, Aitor simplemente sonrió para sí, dejando que las pequeñas conspiraciones siguieran su curso, consciente de que, a veces, lo inexplicable era lo más interesante.


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