Las farolas del parque ya estaban encendidas cuando decidieron largarse. El día había sido bueno, casi demasiado bueno para lo que suele ser la vida de Aitor, pero ya tocaba volver a casa antes de que el frío o los problemas aparecieran.
Se despiden en la esquina donde siempre se separan.
Mayed le da un abrazo largo, de esos que lo aflojan por dentro aunque él ponga cara de que no. Alba lo sigue, más discreta, pero igual de cálida. Tres figuras bajo la luz naranja, con el viento moviendo las hojas a ras del suelo.
—Tío… —empieza Mayed, sin soltar su tono de “voy a cuidarte te guste o no”— ten cuidado con esa tía, ¿vale?
Alba asiente, empujándose las gafas con un dedo.
—Es inestable —dice sin rodeos—. Te arrastra. No necesitamos ver un ensayo clínico para saberlo.
Aitor suelta un suspiro que en otra persona sería un gruñido.
—Ya estáis otra vez…
—Sí, otra vez —responde Mayed al instante—. Porque alguien tiene que decírtelo.
Alba lo mira desde abajo, esa mirada suya que parece revisarlo como si fuera un texto mal redactado.
—No vas a escuchar, lo sabemos… pero igual lo decimos.
Aitor se frota la nuca, cansado de la conversación pero agradeciéndola sin querer que se note.
—Iré con calma, ¿vale? No penséis que soy idiota.
—No hace falta pensarlo —salta Mayed, dándole un empujón suave en el pecho—. A veces lo demuestras.
Aitor sonríe por fin, esa media sonrisa que solo aparece con ellas.
—Pesadas.
—Sí —dice Alba—. Y vivas. Queremos seguir estándolo, y que tú también.
El silencio cae unos segundos, cómodo, sincero. Ninguno dice más, pero el mensaje está ahí, pegado a los tres.
Finalmente, Aitor levanta una mano a modo de despedida.
—Venga… idos ya. Mañana hablamos.
—Cuídate, melón —dice Mayed.
—Y piensa antes de hacer tonterías —añade Alba.
Se alejan despacio, dos sombras pequeñas caminando juntas, todavía mirándolo de reojo para asegurarse de que realmente se va a casa.
Aitor se queda quieto un segundo, solo en la acera, mientras la noche baja del todo.
Y entonces se da la vuelta.
Con el papel de Johana aún en el bolsillo.
Sientes esa punzada en el estómago, esa mezcla rara entre expectación y resignación, mientras Aitor se despide de Alba y Mayed. Las dos le sueltan sus advertencias con ese tonito de “sabemos más de lo que dices”, y él solo les responde con esa calma cansada de quien ya ha vivido demasiadas escenas con Johana como para alterarse de verdad. Luego se aleja y la noche lo traga sin prisa.
Camina. Ni rápido ni lento, simplemente camina. Como si sus pies supieran más que su cabeza. El aire frío de la noche se cuela por la ropa y le despeja un poco la mente, aunque no lo suficiente. Pasa calles, farolas fundidas, solares vacíos... y al final, cuando deja de pensar en dónde va, ya está ahí. El descampado inmenso. El edificio muerto. Aquella mole con ventanas rotas que parecen cuencas vacías mirándolo desde lejos.
Aitor no se sorprende. Nunca lo hace. Claro que sabe dónde está. Claro que sabe quién lo está esperando dentro.
Cruza la verja oxidada sin pensarlo demasiado. El interior es puro silencio. Ese silencio espeso donde hasta su respiración parece sonar demasiado alta. Camina por el vestíbulo lleno de polvo, grafitis mal hechos y basura olvidada. No ve a nadie, pero esa sensación familiar de estar vigilado ya se instala en su nuca.
Entonces escucha una voz. Ronca. Arrastrada. Casi como si viniera de un tipo que lleva tres días sin dormir y cinco sin comer.
—Tío, de verdad viniste.
Aitor se gira, y ahí está. De pie entre dos columnas descascarilladas, medio apoyado porque probablemente no se sostiene del todo bien. Pelo largo, enredado, como si hubiera perdido una pelea con una ducha. Sudadera negra donde se adivinan manchas sospechosas. Ojeras profundas. Ese tono pasivo de alguien que ha fumado hasta el esmalte de las paredes. Y piel morena que parece más gris por la luz mala.
Deibin.
El drogata oficial de la pandilla, el que nunca está en su mejor forma, pero siempre aparece en los peores momentos. El que consume cosas que Aitor ni quiere nombrar. El que va a su ritmo, a su mundo, a su espiral, sin pedir permiso a nadie.
Deibin lo mira con una mezcla entre alivio y “no sé ni dónde estoy”. Y claro que está aquí. Forma parte del caos. Parte de ese grupo extraño donde Johana es el centro gravitacional y todos los demás giran en órbitas raras.
El eco del edificio abandona cualquier duda: la noche ha empezado. Y Aitor ya está dentro.
Aitor lo mira con esa paciencia resignada que solo se tiene con alguien como Deibin, alguien que es un desastre con patas pero un desastre que conoces desde hace años. Se acerca un poco más, manos en los bolsillos, y suelta:
—¿Y los demás? —porque claro, si Deibin está aquí solo, algo raro hay.
Deibin se rasca la nuca, parpadea lento como si tuviera que procesar la pregunta durante demasiado tiempo.
—Nah, tío… yo había bajado a mear. —Lo dice con una naturalidad absurda, como si eso explicara todo el universo—. Están arriba. Todos. Hasta la loca esa… ya sabes cuál.
Aitor asiente, aunque por dentro piense "fantástico, justo lo que quería". Igual sube, porque para eso ha venido. Deibin se incorpora del todo, o algo parecido, y empieza a caminar hacia las escaleras sin mirar si Aitor lo sigue.
—Va, sube —balbucea, ya con una risa floja, de esas que no sabes si vienen de la felicidad o del cerebro derretido—. Te juro que tengo de la buena pa fumar, hermano. De la buena buena, ¿me oíste? La que te deja viendo colores aunque estés a oscuras.
Aitor rueda los ojos, porque no es la primera vez que escucha ese discurso y probablemente tampoco la última. Suben los escalones metálicos, cada uno haciendo un sonido que parece un lamento viejo. El eco de sus pasos se mezcla con la voz arrastrada de Deibin, que sigue hablando sin filtro:
—Te guardé un poco, eh… pa que no digas que soy un rata… aunque… bueno… era más… pero se me fue la mano —y suelta una risa tonta, culpable y orgullosa al mismo tiempo.
Aitor no responde. Solo respira hondo, sintiendo cómo la noche, el edificio y el olor extraño que viene de arriba le confirman que está volviendo a meterse en ese mundo torcido que comparte con ellos.
Y aun así sigue subiendo. Porque por mucho que le pese… también es su gente.
Aitor llega al último tramo de escaleras y, antes incluso de asomar la cabeza, ya escucha el jaleo habitual: risas, algún golpe, una botella rodando por el suelo. El tipo de sonido que solo produce un grupo que no sabe estar quieto ni muerto.
Al subir del todo, ahí están.
Erick es el primero que ve. Siempre lo es, porque ocupa media habitación solo con su presencia. Tan alto y tan fuerte como Aitor, pero con esa forma de vestir ancha que hace parecer que no quiere llamar la atención cuando en realidad la llama igual. Tiene un brazo rodeando la cintura de Emma, como si fuera un gesto automático.
Emma parece pequeña al lado de él, frágil incluso, con sus gafas y su carita tranquila. Aitor sabe que es puro teatro. Esa niña dulce puede levantarle la voz a cualquiera y dejarlo temblando… y Erick la adora por eso. Ella lo mira de reojo, como si vigilara a todos los presentes a la vez, siempre lista para juzgar, criticar o soltar un comentario que corte más que un cuchillo.
A la derecha está Rayco. El mayor del grupo con sus orgullosos diecinueve y esa calva que ya aceptó como si fuera un logro personal. Lleva la misma chaqueta militar de siempre, la que parece gritar "soy un facha" antes de que él siquiera abra la boca. Está sentado en un trozo de muro derrumbado, fumando algo que claramente no es tabaco, con su típica expresión de “el mundo me debe algo”.
Aitor se queda unos segundos en la entrada, dándose cuenta de que, aunque sean un caos, son su caos. Y que a cada uno de ellos podría describirlo con los ojos cerrados.
Erick levanta la mirada y sonríe.
Emma levanta una ceja.
Rayco ni siquiera mueve la cabeza, solo dice:
—Mira quién llegó. El niño bonito.
Lo dice sin maldad… o con la justa para que pique.
Aitor avanza. Claro que avanza. Porque esta es su gente, para bien o para mal.
Apenas lleva dos minutos dentro cuando el ambiente lo engulle: conversaciones cruzadas, palabras que no significan nada pero suenan fuerte, insultos que funcionan como saludos, carcajadas demasiado altas para lo poco que está pasando. Ese caos cálido y cutre de su gente.
Busca un hueco entre un bloque de cemento y una mesa sin patas, y se deja caer ahí, soltando un suspiro que nadie escucha porque todos están demasiado metidos en sus tonterías.
Entonces lo siente.
Unas manos. No cualquiera. Manos precisas, calculadas, casi profesionales, que bajan por sus hombros con una intención demasiado clara para ser casual. Él ni se gira; ya sabe quién es. Ese tipo de toque solo lo tiene ella.
La voz llega detrás, arrastrada en esa cadencia burlona que a Aitor le irrita tanto como le hace sonreír sin querer.
—Mira que al final viniste… y eso que pensé que las muñecas no te iban a dejar escapar.
El acento de “muñecas” le sale casi venenoso. Alba y Mayed convertidas en un par de figuritas frágiles en la boca de Johana. Y esa risa suave en el final, casi ronca, casi bonita, casi peligrosa.
Aitor gira solo un poco la cabeza, lo justo para verla en su pose favorita: de pie detrás de él, inclinandose apenas, su chaqueta de cuero brillando bajo la luz rota, los ojos achinados en esa sonrisa de “te vi venir desde lejos”.
—No digas muñecas —gruñe Aitor, aunque no suena muy convincente.
Ella le aprieta los hombros un segundo más fuerte.
Un toque que parece un mensaje.
—Ay, por favor… si se enfadan si soplas muy fuerte. No me jodas.
El grupo ya ha notado que Johana está ahí, pero nadie se mete. No porque les dé miedo. Bueno… quizá un poco sí. Pero sobre todo porque cuando Johana decide que Aitor es su objetivo, más vale mantenerse fuera del alcance de su bate emocional.
Rayco murmura algo entre dientes.
Emma hace un gesto como de “otra vez esta circo”.
Erick se ríe, porque Erick se ríe de todo.
Y Aitor, que juraría que hoy venía tranquilo, siente cómo el corazón le hace esa cosa rara que solo le pasa cuando Johana entra en la habitación como si fuera suya.
Y claro… lo es.
Un poco.
Siempre lo ha sido.
Johana no tarda ni diez segundos en volver el ambiente un circo. Es como si necesitara un público para existir, y el público, lamentablemente, existe.
Se adelanta un paso, apoya el bate en el suelo y lo balancea con esa elegancia borde que solo ella consigue. Después mira al grupo, luego a Aitor, luego otra vez al grupo, y le nace la sonrisa mala.
—A ver, que alguien me aclare esto… —dice bien alto, teatral— ¿con quién va este? ¿Con la doña waaa o con la sabelotodo?
Deibin escupe una carcajada nasal.
Rayco suelta un “buah, buah, la sabelotodo fijo, mírale la cara”.
Emma ya se está riendo antes de entender el chiste.
Erick levanta las cejas con cara de “pobre desgraciado”.
Aitor quiere cortarse las venas con una tarjeta de bus.
Johana sigue, subida a su propio escenario.
—Yo es que lo pienso y no sé… —se lleva un dedo al mentón de forma exagerada— la waaa es muy… efusiva. Igual a Aitor le mola que le anden mordiendo como un chihuahua.
El grupo se hunde en risas.
—Pero la otra… uff, la pequeñita fina, lista, con vocabulario de abuela inglesa. Esa sí que es peligrosa, ¿eh? —le da un toque a Aitor con el bate— A lo mejor te corrige hasta cuando respiras.
Aitor se tapa la cara con una mano y aun así se ríe, porque negar que hace gracia sería mentir. Pero ríe con ese punto de vergüenza que le roza el estómago, ese que dice “por Dios, no me hagas ponerme serio delante de todos”.
Emma mete baza.
—Yo digo que Aitor está coladito por la waaa. Los que dicen “cariñooo” así tan seguido siempre acaban juntos.
Deibin añade:
—Qué va, qué va. Aitor es más de cerebritas. Fijo que le va la otra. Esa te mira y te analizó el alma, bro.
Rayco remata, cómo no:
—Si es que Aitor va con quien le diga Johana, no jodamos.
Rugido de risas.
Aitor le da una colleja suave a Rayco, pero sigue sonriendo. Una sonrisa de “me estáis buscando”. Y Johana lo mira como quien mira un juguete caro que se niega a romperse.
Y por dentro, él solo piensa:
“Como sigan así, voy a tener que parar los pies a alguien.”
Aitor levanta las manos como quien intenta calmar a un rebaño de hienas con déficit de atención.
—No flipen. No voy con ninguna, joder. Son como mis hermanas.
Ese comentario cae en medio del grupo como un hueso jugoso para perros hambrientos.
Rayco se adelanta, con esa gracia cutre que solo él se cree.
—Ah, claro, hermanitas… ya, ya. Stepbrother, stepbrother, ¿no?
El grupo estalla.
Deibin literalmente se dobla hacia adelante riéndose.
Emma se tapa la boca, pero está llorando de la risa.
Erick suelta un “por favor, cállense ya, que le van a dar algo”.
Aitor pone cara de “me cago en la puta”, pero se ríe igual, porque resistirse es inútil.
—Rayco, te juro que como repitas esa mierda te vas rodando por las escaleras —dice Aitor, señalándolo sin verdadera mala leche.
—Eh, eh —responde Rayco levantando las manos—, yo solo digo la verdad científica. Todos los stepbrothers empiezan diciendo que son como hermanos.
Nuevo estallido de risas.
Johana apoya el bate en el hombro de Aitor, sacándole un suspiro cansado.
—Yo no sé qué me mata más —dice ella con sonrisa torcida—, si lo de hermanas… o que te salga tan natural mentir.
Aitor le dedica una mirada afilada.
—No miento.
—Claro que no —dice ella, y le da un golpecito en el hombro—. Eres un santo, Aitor. Un santo rodeado de pecadores.
Erick, desde atrás, remata:
—Un santo… que se junta con nosotros. Lógica de hierro.
El ambiente está perfecto: caótico, sucio, cómodo. Y Aitor, metido hasta el cuello, ya dejó de pensar en quién lo mira desde fuera. Aquí, entre gritos, risas y estupideces, encaja como pieza vieja en motor oxidado.
Johana es la primera en notar cómo a Aitor se le tensa la mandíbula.
Le ve la mirada torcida hacia el suelo, el gesto de “me río porque si no os reviento”, y entonces baja el bate, cambia el tono y se coloca a su lado como si nada.
—Vale, ya está, ya os reísteis —dice ella, medio firme, medio protectora—. Dejadle en paz, coño.
Lo suelta con esa naturalidad suya, como quien abrocha un botón que lleva suelto demasiado rato. Nadie lo comenta, pero se nota: si alguien en este grupo daría la cara por Aitor sin pensarlo, es ella. Y todos lo saben.
Aitor respira un poco mejor, le lanza una mirada rápida, casi un agradecimiento mudo. Johana la recibe sin hacer alarde, volviendo a su sonrisa peligrosa, buscando otro tema para no dejarlo expuesto. Empieza a meterse con Emma y Erick, o con cómo Rayco viste como un taxista de los 90… cualquier tontería sirve.
Pero Rayco aún no ha terminado.
Ese es el problema.
Rayco nunca sabe cuándo cerrar la boca.
—Venga, venga, no me mires así —dice señalando a Aitor con la botella—. Si yo solo digo que es raro, tío. Rarísimo. Que tú, el machito del grupo, el que parece que puede partir un árbol de hostias… se vuelva blandito con dos crías.
Erick ya pone mala cara.
Emma frunce el ceño.
Deibin se queda callado, lo cual es señal de que la cosa puede torcerse.
Pero Rayco sigue.
—Si es que encima —suelta, riendo—, seguro que cuando te abrazan te quedas tieso como tabla. Hermano mayor traumado vibes.
El ambiente se quiebra un poco.
Risas hay, pero son tímidas.
Johana deja de sonreír.
Da un paso adelante, sin avisar, poniéndose entre Aitor y Rayco.
Ojos achinados.
Sonrisa muerta.
La luz baja no ayuda.
—Rayco —dice despacio—, o cambias el tema… o te voy a tener que callar yo. Y no creo que te haga ilusión que sea de ese modo.
Rayco parpadea, tragando saliva.
El chiste se le seca en la boca.
Johana le mantiene la mirada unos segundos, y solo cuando él aparta los ojos, ella vuelve a apoyarse de lado en el hombro de Aitor, como si solo lo estuviera protegiendo de la corriente fría.
—Anda, pasa de él —le susurra al oído, casi sin que el resto lo note—. Yo estoy aquí. No te rayes.
Y Aitor, aun queriendo hacerse el duro, respira un poco más tranquilo.
Porque con todos los líos, el caos, los nervios…
si alguien lo cuida en medio de ese desbarajuste, es ella.
Aitor se suelta la risa sin poder evitarlo cuando pilla media frase de la conversación entre Deibin y Erick.
—Literal, te lo juro —dice Deibin, muy serio, señalándose la entrepierna—. Hay gente que tiene eso torcido, bro. Torcido. Como un plátano viejo.
Erick se atraganta de la risa.
—Tú estás enfermo, hermano. ¿De dónde sacas esas mierdas?
—De la vida, tío. Yo observo. Soy un estudioso —responde Deibin, con cara de filósofo drogadicto.
Aitor casi se cae hacia atrás de lo que se está riendo, golpeando el suelo con la mano.
Emma los mira con una mezcla entre asco y fascinación.
—Sois unos críos —dice ella, pero está sonriendo.
La tensión que Rayco había encendido se va disipando, tragada por la estupidez reinante.
Y al margen de todo ese teatro, está Johana.
Sentada sobre una columna rota, piernas cruzadas, espalda recta, el bate apoyado entre las manos como si fuese parte de su cuerpo.
No necesita meterse en la conversación para dominar el espacio.
Solo observa.
Pasa un dedo por el mango del bate, concentrada, como si estuviera repasando mentalmente cuántos dientes podría sacarle a alguien con un solo swing.
La luz tenue recorta su silueta y la vuelve algo así como elegante, pero con esa elegancia peligrosa de un cuchillo recién afilado.
De vez en cuando levanta la mirada, ve a Aitor partirse de risa, y se le asoma una sonrisa pequeñita, casi invisible. Nada cursi, solo una chispa de orgullo por el desorden que comparten.
En la esquina, Rayco intenta mantener un perfil bajo, rascándose la nuca como si fuera invisible.
Nadie le presta atención ya.
El grupo vibra en ese caos suyo, entre risas, conversaciones absurdas y el eco frío del edificio abandonado.
Y en medio de todo, Aitor se siente extraño, cómodo, como en una familia rota que aun así funciona… a su manera torcida.
Aitor levanta la mano desde su rincón, formando un “ok” rápido con los dedos.
Johana lo capta al instante, arquea una ceja y le devuelve el gesto con una precisión casi militar, como si no necesitara más palabras. Después vuelve a su postura: piernas cruzadas, el bate apoyado entre las rodillas, su aura de “estoy aquí pero no del todo”.
Aitor sonríe un poco y la deja tranquila.
Si algo entiende de Johana es que a veces, incluso rodeada de gente, se aparta para respirar.
Se gira hacia Emma, que está ordenando un mechón de su flequillo como si eso cambiara el mundo.
—Tía, en serio, ¿me estás diciendo que compraste tres cuadernos iguales? —pregunta Aitor, divertido.
Emma resopla.
—No eran iguales, capullo. Uno era beige, otro crema y otro… crema claro. No es lo mismo.
—Ajá. Totalmente distinto —dice él, fingiendo sabiduría.
Emma le da un golpe flojo en el brazo.
—Cállate. Es organización estética.
—Es gastar dinero, Emma.
—Pues al menos gasto en cosas útiles, no como tú, que compras cuchillos solo porque “brillan bonito”.
Aitor se ríe porque Emma tiene razón, y ella sonríe también, ganando la discusión por KO técnico.
Mientras hablan, se escucha a lo lejos la voz de Deibin canturreando algo sin sentido y el ruido de Erick diciéndole que baje el volumen o le va a estampar la cabeza contra una columna.
La noche sigue su curso, el edificio sigue respirando polvo y eco, el grupo vibra en su desorden habitual.
Y Johana, desde su esquina, sin meter ruido, observa.
Con los ojos achinados, una calma tensa y el bate siempre cerca.
Presente, aunque apartada.
Atenta a todo, especialmente a él.
Aitor está en plena rajada con Emma, soltando nombres y motes de críos del instituto como si estuviera recitando una lista negra.
—Pero es que ese chaval, el del pelo grasoso, ¿tú lo viste? Huele a caldo desde primero —dice Aitor, medio riéndose.
Emma se tapa la boca para no soltar la carcajada entera.
—Y la otra, la que se cree influencer… si yo tuviera su cara también hablaría poco, la verdad.
—Emma, por dios —Aitor se ríe, casi escupiendo el aire.
El grupo sigue a lo suyo, ruido por todas partes.
Pero él ya no está del todo ahí.
Tiene el ojo puesto, sin querer, donde no debería.
En Johana.
Está apoyada donde antes, piernas cruzadas, pero algo en ella cambió.
El cuerpo no, el bate sigue firme entre sus manos.
Lo que cambió es la mirada.
Mira la pantalla del móvil como si quisiera atravesarla.
Dedos tensos.
Pulgar apretando demasiado.
Mandíbula dura.
Aitor reconoce esa cara.
Es la cara que pone cuando un mensaje no le gusta.
Cuando alguien la ha tocado las narices.
Cuando la violencia empieza a calentarse en las costillas.
Su expresión pasa de neutra a molesta.
De molesta a irritada.
Y de irritada a ese cabreo en silencio que es peor que los gritos.
Aitor ya no escucha lo que Emma está diciendo, solo asiente con la cabeza mientras la voz de ella se mezcla con el eco del edificio.
Aitor mira otra vez de reojo.
Johana no teclea rápido; teclea fuerte.
Como si cada palabra que escribe quisiera romper un cristal.
El brillo del móvil ilumina su cara morena, y los ojos achinados ya no sonríen.
Están fríos.
Concentrados.
Peligrosos.
Algo anda mal.
Muy mal.
Y Aitor, aunque no lo admita, lo siente clavado en el estómago.
Aitor se incorpora cuando ve que Emma se ha enganchado en la discusión absurda que Erick y Rayco están teniendo sobre si un bate podría partir un melón congelado. Perfecto. Nadie le presta atención.
Se sacude el polvo de los pantalones y camina hacia Johana con paso tranquilo. Por dentro no está tan tranquilo, pero la práctica hace milagros.
Ella ni nota que se acerca, o finge no notarlo. Sigue clavada en la pantalla, dedos tensos, respiración corta. Ese tipo de silencio que él ya conoce demasiado bien.
Aitor no dice nada.
No pregunta.
No se agacha.
Solo estira la mano, firme, y le quita el móvil de entre los dedos.
Johana parpadea, sorprendida.
Pocas personas en la Tierra se atreverían a hacer eso.
Él sí.
Aitor no mira la pantalla. No necesita.
Pulsa el botón.
Cierra WhatsApp.
Apaga el móvil.
Todo mientras mantiene la mirada fija en ella.
—¿Los chungos?
Silencio.
Un silencio tenso, eléctrico, que flota entre ambos.
Johana aprieta los labios, mira el móvil apagado que ahora él sostiene y luego lo mira a él. Sus ojos achinados ya no muestran ira, sino una mezcla peligrosa entre vulnerabilidad y rabia contenida.
—Siempre tienen que aparecer cuando menos me apetece —responde al fin, en voz baja, casi como si le doliera decirlo.
Aitor le devuelve el móvil, pero no se aparta.
Ella lo toma despacio, aún con la respiración marcada.
—Te juro que si pudiera… —Johana hace un gesto con la mano, como estrujando el aire—, los mandaba a todos al carajo.
—Ya —dice Aitor, apoyando una pierna contra la columna a su lado—. Pero hoy no. Hoy estás aquí.
Johana lo mira de reojo, un punto menos enfadada.
Un punto más… ella.
—Eres un pesado —murmura, pero no suena a insulto.
—Y tú un imán para problemas.
—Mejor, así no me aburro.
Aitor suelta una risa suave.
Johana también.
Solo un instante.
Pero suficiente para que el aire vuelva a moverse.
Aitor llevaba un rato con esa sensación pegada al pecho, la misma que te avisa antes de que algo se joda del todo. Emma seguía rajando de los críos del insti y él acompañaba el discurso con insultos como si nada, pero su mirada se escapaba cada dos segundos. Johana no estaba presente. No como suele. No con esa energía peligrosa que tiene cuando está de humor.
Ella revisaba el móvil como si quisiera atravesarlo con los ojos. Primera señal. Mandíbula tensa. Segunda señal. Dedo repiqueteando en el marco del aparato. Tercera señal. Aitor entró en modo “vale, ya sé qué pasa”.
Así que esperó a que Emma se enganchara a un comentario de Rayco y Erick, dejó caer una risa falsa para despistar y se levantó despacio, como si fuera casual.
Cuando llegó hasta Johana, ni preguntó permiso. Le agarró el móvil con suavidad, pero firme, como quien sujeta un arma cargada. Sin leer ni una mierda, cerró WhatsApp y apagó la pantalla. Sus ojos, clavados en ella.
“¿Los chungos?”
Johana infló la nariz. Ese gesto. El que avisa que está a tres mensajes de romperle la mandíbula a alguien.
Pero solo murmuró un “déjalo” que no convencía ni al viento.
Aitor, que ya la tiene estudiada como si fuera un manual, no se tragó esa versión barata. Se sentó a su lado sin meter presión, pero sin quitar el dedo de la llaga.
“¿Va todo bien?”
Silencio.
“Están pasándose otra vez.”
Nada.
“Lo sabes.”
Johana le lanzó una mirada de filo. De esas que dicen “cierra la boca”. Pero bajo esa rabia había algo más viejo, más cansado, más herido.
“Aquí no. Con ellos aquí ni una polla,” soltó, bajito, casi gruñido.
Aitor no insistió. Ni levantó la voz. Solo se puso de pie. Estiró la mano hacia ella. No como quien ofrece ayuda… sino como quien ofrece salida. Y ella, aunque bufó y rodó los ojos, la tomó al instante.
“Vamos a fumar,” anunció ella en voz lo bastante alta como para que el grupo no sospechara absolutamente nada.
Y así se alejaron, dejando atrás el bullicio y las tonterías de los demás. Caminaron hacia una zona abierta, donde la noche parecía más ancha, más fría, más honesta. El ruido del grupo quedó lejos, amortiguado.
Allí fue donde por fin pudieron respirar.
Allí fue donde ella ya no tuvo que fingir.
Aitor se apoyó en la barandilla oxidada, que crujió como si también quisiera quejarse de la situación. Johana se puso a su lado, con los brazos tensos y la mirada clavada en la noche que se abría delante. No había luna suficiente para verla bien, pero sí para saber que estaba tragándose demasiadas cosas de golpe.
Tardó unos segundos en soltar palabra. Cuando lo hizo, sonó como el humo que sale a presión.
“Han vuelto a coger mi número. No sé cómo mierda lo han hecho. No les doy nada, no hablo con nadie, no pongo nada… y aun así lo tienen.”
Aitor no la interrumpió. La gente suele cortar justo cuando alguien empieza a decir lo importante. Él no.
“Estoy intentando frenarlo,” murmuró ella, con un temblor que no era miedo sino rabia contenida. “Estoy bloqueando, cambiando ajustes, pasando de sus movidas, pero es imposible. Ellos siguen. Quieren guerra. Se creen que vivimos en otra película.”
La brisa nocturna les golpeó en la cara. Aitor siguió en silencio, molesto, pero no con ella. Con la situación, con esos imbéciles, con el mundo entero si hacía falta.
Johana apretó el bate contra su muslo y añadió, amarga:
“Yo no estoy para juegos. No quiero volver a esa mierda. No quiero que esto escale. Pero si siguen buscándome, voy a hacer algo de lo que no me pueda arrepentir.”
Aitor giró la cabeza lo justo para mirarla. No necesitaba verla entera; esa frase ya decía suficiente. Él la conocía. Demasiado. Sabía que no hablaba por hablar.
La barandilla volvió a crujir. Como si supiera que la conversación iba en serio. Como si quisiera avisarles de que estaban en el borde de algo más grande que una simple bronca de calle.
Y aun así, allí estaban, los dos apoyados en ese metal muerto, compartiendo una noche que pesaba más que cualquiera de las bromas del grupo al fondo.
Aitor dejó escapar un resoplido medio cansado, medio indignado por dentro, y aun así se acercó un poco más a Johana, como si el frío la estuviera mordiendo cuando en realidad era la angustia esa que ella jamás admitía.
“No te va a comer nadie,” murmuró con esa torpeza suya para consolar, pero que en ella siempre funcionaba. “Tú lo que necesitas es adrenalina. Algo que te saque de esa mierda y te recuerde quién manda aquí.”
Johana lo miró de reojo, ladeando la cabeza. Casi parecía que iba a soltar una burla, pero no lo hizo. Señal clara de que la cosa le estaba afectando más de la cuenta.
Aitor sacó su móvil. La pantalla iluminó los dos rostros, pálidos bajo la luz fría. Deslizó hasta una carpeta.
“Esto,” dijo, enseñándole varias fotos desenfocadas, misteriosas y mal hechas, como cualquier cosa hecha a escondidas. El centro comercial abandonado al lado de su instituto. Ventanas tapiadas, escaleras rotas, un atrio gigantesco hundido en sombras. “Las hice hace unos días. Estuve dando vueltas allí. Tiene mínimo cuatro accesos, pero el garaje es el más seguro. Está medio abierto.”
Johana arqueó una ceja, interesada a pesar del cabreo.
“¿Quieres que vayamos ahí? ¿De noche?”
Aitor encogió un hombro, con ese aire entre superior y suicida que solo saca cuando quiere distraerla de sí misma.
“Quieres despejar la cabeza. Allí no te encuentra nadie. Y si necesitas soltar toda esa rabia, ese sitio es perfecto. No hay cámaras, no hay curiosos, solo… nada. Y polvo. Mucho polvo. Y probablemente un par de ratas obesas.”
Johana bajó la mirada hacia su bate, luego hacia la oscuridad del horizonte, luego de vuelta a Aitor. Se le notaba el dilema. El miedo, no. El miedo ella no lo mostraba. Pero la duda sí, y eso en ella era casi más grave.
“Garaje, dices.”
Aitor asintió, seguro.
“Garaje.”
Una chispa casi peligrosa brilló en los ojos de Johana. Y por primera vez en toda la noche, la tensión que cargaba en los hombros pareció aflojarse un poco.
Aitor dejó escapar un resoplido medio cansado, medio indignado, y aun así se acercó un poco más a Johana, como si el frío la estuviera mordiendo cuando en realidad era la angustia esa que ella jamás admitía.
—No te va a comer nadie —murmuró, torpe pero honesto—. Tú lo que necesitas es adrenalina. Algo que te saque de esa mierda y te recuerde quién manda aquí.
Johana lo miró de reojo, ladeando la cabeza. Casi parecía que iba a soltar una burla, pero no lo hizo.
Aitor sacó su móvil. La pantalla iluminó sus caras. Deslizó hasta una carpeta.
—Mira esto —dijo, enseñándole las fotos del centro comercial abandonado—. Las hice hace unos días. Tiene varios accesos, pero el garaje es el más seguro. Está medio abierto.
Johana arqueó una ceja.
—¿Quieres que vayamos ahí? ¿De noche?
—Quieres despejar la cabeza —respondió Aitor—. Allí no te encuentra nadie. Y si necesitas soltar esa rabia, es perfecto. No hay cámaras, no hay curiosos. Solo polvo y ratas que han vivido mejor que nosotros.
Ella bajó la mirada a su bate, luego a la oscuridad, después a él.
—Garaje, dices.
—Garaje —afirmó Aitor.
Una chispa peligrosa y viva cruzó los ojos de Johana. Y por primera vez en toda la noche, los hombros le dejaron de temblar.
El móvil de Aitor vibró. Un pitido corto. Johana, que aún lo tenía en la mano mirando las fotos del centro comercial, alcanzó a ver la notificación antes que él.
La pantalla mostraba el nombre de Alba.
“Avísame cuando llegues a casa. No me fío de esa puta.”
El rostro de Johana se transformó de inmediato. Primero sorpresa, luego una rabia fina, de esa que no grita. La mandíbula tensa, el ceño fruncido en un punto exacto, los ojos afilados. Un gesto de “la reviento” que conocía solo quien la había visto perder los nervios de verdad.
Aitor tragó saliva mientras ella seguía mirando el mensaje un par de segundos más de lo prudente.
—Eh —dijo él, estirando la mano para agarrar su móvil—. Va, ya está. No voy a responder. No hace falta.
Johana cerró el teléfono de golpe, clavándole la mirada.
—La muy muñeca se piensa que puede ir diciendo mierda —masculló, casi en un susurro que igual hería.
—Tú pasa —replicó Aitor, apoyando el antebrazo en la barandilla rota, como si pudiera cerrar el tema por fuerza de voluntad—. Alba es así. Preocupada. Ya la conoces.
Johana bufó por la nariz con una mezcla entre desprecio y algo que parecía dolerle más de lo que admitiría.
—Lo que conozco —dijo mientras le devolvía el móvil— es que no sabe cuándo callarse.
Aitor guardó el teléfono en el bolsillo y se acercó un poco más a ella. No demasiado. Lo suficiente.
—No voy a contestar. Punto.
Johana mantuvo la vista en él unos segundos, aún con ese brillo afilado. Después, muy lentamente, dejó escapar aire como si la rabia se deshiciera un poco.
—Bien —dijo al final—. Mejor.
Pero su sonrisa no volvió. No todavía. Y la noche se quedó callada, como si estuviera esperando a ver quién sería la próxima en estallar.
Johana respiró hondo, un suspiro largo, como si empujara la rabia hacia un rincón donde no estorbara tanto. Después miró a Aitor con una expresión distinta, más seria, más adulta de lo habitual.
—No lo guardes —dijo, señalando el bolsillo donde él había metido el móvil—. Respóndele.
Aitor ladeó la cabeza, confundido.
—¿En serio?
Johana apoyó el bate contra la barandilla y se cruzó de brazos. Tenía la mirada clavada en el suelo, pero la voz firme.
—Alba me cae fatal. Eso no va a cambiar. Y sí, si pudiera darle un batazo en la boca para que aprenda a cerrarla, lo haría encantada… —torció una sonrisa cansada—. Pero la niña se está preocupando por ti.
Aitor abrió la boca para replicar, pero ella levantó una mano y lo calló sin esforzarse.
—Si yo fuera Alba, también estaría rayada. Estás con alguien como yo, que no conocen bien, en un sitio que no deberían pisar ni borrachos. Normal que manden mensajes así.
Aitor se quedó callado, algo sorprendido de ese nivel de claridad viniendo de ella.
Johana lo miró por fin. Sus ojos ya no tenían rabia. Tenían algo más parecido a… un reconocimiento incómodo.
—Respóndele —repitió, más suave—. Que llegaste. Que estás bien. Que no te estoy secuestrando ni nada.
Hizo un gesto vago con la mano, casi burlón, pero la intención estaba ahí.
—No quiero que estén comiéndose la cabeza por tu culpa. Ni por la mía.
Y por un momento, entre la negrura de la noche y ese edificio muerto, Johana parecía menos una tormenta y más alguien sosteniéndose como podía.
Aitor, con esa media sonrisa suya que mezclaba malicia y buen corazón, levantó el móvil delante de Johana.
—Mejor díselo tú —soltó—. Así Alba se queda tranquila.
Johana lo miró como si le acabaran de pedir que recitara poesía en latín.
—¿Qué dices tú, chaval? Ni de coña voy a hablarle a esa niñata…
Aitor ya estaba pulsando el botón de grabar.
—Demasiado tarde.
Johana soltó un quejido largo, casi teatral.
—Tss… eres insoportable, te lo juro.
Pero acercó la cara al móvil igual, a regañadientes, como quien acepta su destino.
—Ehm… Alba, o la que seas… —empezó, con ese tono suyo que mezclaba burla y cansancio—. Todo bien, ¿vale? Aitor está conmigo y no le voy a hacer nada… grave. Llegará vivo a casa, tranqui.
Aitor se mordió la lengua para no reírse.
Johana bufó, apartándose el pelo rizado del rostro.
—Y ya. No me rayes más. Está todo controlado.
Y con eso, Johana le dio un manotazo suave al móvil para apartarlo de su cara.
—Ya está. Feliz. Me has obligado a ser amable con una desconocida. Te odio.
Pero la comisura de su boca traicionó su verdadero estado: estaba a punto de soltar una risa que no quería mostrar.
Aitor pensó para si -Por esto me sigo hablando con ella-.
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