El educador: Capítulo 4
Capítulo 4
Aitor dormía como si el colchón lo hubiese tragado.
Su respiración lenta, pesadísima, pero la quietud duró poco.
El sueño lo atrapó sin aviso.
Estaba en el instituto, pasillos largos, luz blanca parpadeando como siempre.
Pero algo no encajaba. Las paredes parecían tensas, como si respiraran.
Y entonces el suelo tembló.
El primer crujido sonó debajo de sus pies.
El segundo ya abrió una grieta que atravesó el pasillo entero.
Aitor intentó moverse, pero sus piernas reaccionaban como si fueran de plomo.
El suelo cedió.
Se desplomó de golpe, directo a un cráter enorme, sin fondo.
Mientras caía, la luz del instituto se deshacía en pedazos sobre él.
Escuchó gritos lejanos, voces conocidas, compañeros… o algo que los imitaba.
Y mezclado entre esos gritos, se coló una risa.
Esa risa no pertenecía a ningún alumno.
No era humana.
No era natural.
Una voz vieja, oxidada, vibró en lo profundo del abismo, hablándole casi dentro del pecho:
«Quédate conmigo, chico.»
Ese tono… mecánico, arrastrado… como de un anciano con cables por cuerdas vocales.
Aitor abrió los ojos de golpe, jadeando.
El cuarto estaba oscuro.
Su camiseta pegada al cuerpo por el sudor.
El eco de la risa seguía en su cabeza.
Aitor se quedó un rato sentado al borde de la cama, con la cara entre las manos, intentando sacarse la voz oxidada de la cabeza. Ni diez minutos de respiro y ya tocaba ponerse en marcha.
Martes. Genial. Otro día precioso en ese zoo llamado instituto… y luego, a la salida, el garaje.
Aunque no tenía ni idea de si Johana aparecería o lo dejaría tirado, como hacía medio mundo.
Se levantó arrastrando los pies y abrió la mochila.
Lo de siempre, pero con esa punzada en el estómago que no terminaba de quitarse.
Guardó primero el cuchillo. Uno pequeño, discreto, de esos que nadie se imagina que un crío de diecisiete años lleva encima.
Luego la linterna, con las pilas revisadas el domingo.
Y por último la llave maestra, esa que Rayco le fabricó hacía meses, cuando les dio por colarse en fábricas medio muertas por diversión.
El metal sonó hueco al caer dentro de la mochila, como si aprobara el plan.
No era la primera vez que se metía en un sitio abandonado, ni sería la última.
Pero algo en el sueño, en la risa, le había dejado un malestar que no sabía cómo desmontar.
Aitor se echó la mochila al hombro, suspiró como si cargara con un mundo entero y salió de su cuarto.
Tocaba sobrevivir seis horas de clases antes de jugar a explorador suicida.
Aitor salió de casa con la mochila colgando de un hombro y los auriculares metidos en el bolsillo, sin ganas ni de música. El aire frío de la mañana le despertó a medias mientras desbloqueaba el móvil.
Escribió sin pensarlo demasiado:
─«¿Vas hoy al garaje o paso yo primero?»
Tardó unos segundos en llegarle el doble check azul.
Luego apareció la respuesta de Johana:
─«Voy, pero igual me retraso. Entra tú si quieres. Yo me uno luego.»
Aitor frunció el ceño. Conociéndola, “quizá me retrase” significaba cualquier cosa entre diez minutos y una hora. Caminó un poco más, esquivando a un niño en patinete, y tecleó:
─«No será tan divertido sin ti.»
Johana respondió al momento, como si hubiese estado esperando justo ese reclamo:
─«No llores, gilipollas. Te alcanzo. Solo empieza.»
Aitor soltó un resoplido entre una sonrisa pequeña, cansada, esas que salen cuando uno sabe que se está metiendo en algo que podría salir mal… pero ya está demasiado metido para echarse atrás.
Guardó el móvil y siguió caminando hacia el instituto, contando mentalmente las horas para que se hiciera de tarde.
Aitor avanzaba por la acera, móvil en mano, mientras el tráfico de la mañana rugía sin ritmo. El chat seguía encendido:
─«Si te pierdes, problema tuyo.»
Escribió él, solo para chincharla.
La respuesta llegó rápida:
─«Por favor. Yo me pierdo en tu instituto, no en un garaje cutre.»
Aitor rodó los ojos.
Ella siempre soltaba esas pullitas con orgullo.
Y sí, venían de institutos distintos, separados apenas por dos manzanas, pero Johana llevaba años diciendo que el de Aitor era “un laberinto de ratas con pupitre”.
Él le escribió:
─«Pues recuerda cuál es, que luego preguntas. Es el del centro comercial abandonado, el gigante. Entras por el lateral, la valla del lado norte es la que está floja, usaré la llave de Rayco.»
Johana:
─«Ya, ya. La valla con la que casi te revientas la mano la última vez. Me acuerdo.»
Aitor masculló una media sonrisa mientras cruzaba la calle.
─«Dentro bajas. Ahí no hay cámaras. Y la entrada buena al garaje está en la parte que da al hueco de la obra. Tú sigue las columnas que marcaré con pintura roja.»
Johana contestó con un audio corto.
Su voz sonaba burlona, confiada:
─«Relájate, guía turístico. He ido mil veces por esa zona. Solo dime si entro directo o si me espero fuera.»
Aitor tecleó mientras esquivaba al típico grupo de gente que bloquea la acera sin razón:
─«Entra. Total, si me pasa algo quiero que te asustes un rato.»
Ella dejó el typing unos segundos, luego:
─«Idiota. Voy en cuanto salga del instituto. No empieces sin mí demasiado.»
Aitor guardó el móvil, sintiendo ese cosquilleo raro entre emoción y nervios.
El día apenas empezaba.
Avanzó por la acera con el pulso todavía un poco desacompasado por el sueño extraño, pero ya con la mente centrada en lo suyo. El cielo de la mañana tenía ese gris indeciso típico de los martes, y el viento arrastraba olor a humedad y asfalto. Entre pasos, sacó el móvil y revisó la conversación con Johana.
Ella había dicho que iría, aunque quizá se retrasaría un poco. Nada nuevo.
Aitor, mientras caminaba, volvió a insistirle en el chat, mostrándole con un audio rápido dónde quedaba exactamente el garaje, el acceso lateral, la verja rota detrás del contenedor azul, la viga metálica que servía de referencia, todo eso que ya se habían contado mil veces.
Ella respondió con un “sí, sí, ya sé”, acompañado de un emoji de ojo en blanco. Aitor sonrió, aunque también le lanzó un mensaje casi burlón: Vas a paso de tortuga hija, por eso te aviso, que encima tu con la demencia....
Johana contestó con un “llego cuando llegue, pesado”, seguido de un corazón que parecía puesto casi por accidente.
Aitor guardó el móvil en el bolsillo, ya a unos metros del instituto. La fachada apareció entre los coches aparcados y los árboles flacos del camino. Era la misma de siempre, pero hoy se le antojaba más imponente, casi como si fuera una puerta simbólica hacia lo que vendría después.
Cruzó la última esquina, y ahí estaba: la entrada al garaje, por la que iría luego. Su próximo objetivo. Su distracción nueva. Su plan de después.
El instituto esperaba, y detrás de él, todo lo demás.



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