El educador: Capítulo 6
Capítulo 6
"Los chungos"
Dos semanas. Dos semanas de monitores de pulso, el olor estéril y punzante del desinfectante, y el zumbido constante y bajo de la maquinaria hospitalaria.
Aitor estaba despierto, pero era una sombra pálida de sí mismo. La pérdida masiva de sangre había sido crítica, y su cuerpo juvenil luchaba por recuperarse. Estaba apoyado contra las almohadas, la piel cetrina y la mirada ausente. La herida en el brazo estaba cubierta por un voluminoso vendaje. Pero lo más impactante era su rostro: la cuenca de su ojo izquierdo era ahora un parche opaco, un recordatorio brutal y permanente del precio de la curiosidad.
A su lado, sentada en la incómoda silla de plástico, estaba Alba. Ella también llevaba las cicatrices de la locura: moretones amarillos y verdosos asomaban bajo el cuello de su camiseta y en sus nudillos, un recuerdo palpable de su desesperada pelea con Johana.
Alba no hablaba. Se había convertido en la guardiana silenciosa de Aitor.
Él estaba sumergido en un duermevela medicado, y Alba aprovechaba esos instantes para dejar caer su guardia. Con una ternura que solo el trauma podía desbloquear, pasó su mano suavemente por el pelo sin lavar de Aitor, apartando los mechones de su frente. Sus labios temblaban. La culpa del peligro, la imagen del bate, el grito de Aitor... todo regresaba.
Se inclinó, y sus lágrimas cayeron silenciosamente sobre la sábana blanca.
En la esquina, junto a la ventana que ofrecía una vista indiferente del cielo de la ciudad, estaba Mayed. Era imposible no notar la tensión en la sala. Mayed era una chica de gestos francos, y su lealtad a Alba y Aitor era feroz.
Observaba la escena con una mezcla de pena por Aitor y una fría irritación dirigida hacia Alba. Sabía que Alba había estado allí, y aunque los informes oficiales (y la versión simplificada que habían dado las chicas) hablaban de un asalto violento por parte de desconocidos, las marcas en Alba y el silencio de Aitor le decían que había más.
Mayed se cruzó de brazos. La culpabilidad se respiraba en la sala, y ella quería respuestas. O al menos, la confirmación de que Johana, esa pesadilla andante con la que ambas se llevaban fatal, había pagado por esto.
Alba suspiró, cerrando los ojos un instante. Al abrirlos, se encontró con la mirada penetrante de Mayed.
—No sé cuánto más va a durar dormido —susurró Alba, sin soltar la mano de Aitor.
—Lo suficiente para que le dé tiempo a pensar en las estupideces que hace —respondió Mayed, su voz baja, pero dura—. ¿Y dónde está ella? ¿La salvaje de tu amiguita? ¿Sigue en comisaría o su bate ya salió bajo fianza?
Alba retiró la mano del pelo de Aitor y la apretó con fuerza. La tregua con Johana había sido tan frágil como necesaria.
—Johana no está detenida. Le hicieron preguntas, nos las hicieron a todos. Es la versión oficial —dijo Alba, forzando la voz a ser plana—. Y no me llames su amiguita.
Mayed bufó, pero se acercó a la cama, mirando directamente a Aitor.
—Y él, ¿cuándo va a decirnos qué cojones le pasó realmente? ¿Cuándo nos va a contar a mí y a los demás que pasó ahí abajo, en ese "garaje"?
Aitor emitió un ligero gemido y movió la mano. Estaba despertando.
Alba se acercó a su oído, con un tono urgente.
—Aitor, ¿estás despierto? Tienes que decirme... ¿qué vas a decirles? ¿Qué le vas a contar a la policía cuando regresen?
Aitor abrió su único ojo, marrón y sorprendentemente claro. Su mirada no se dirigió a Alba, sino al techo. Su boca se movió con sequedad.
—El USB... —su voz era un murmullo apenas audible—. ¿Lo tienes tú?
Aitor se había quedado en silencio tras preguntar por el USB. Alba asintió con un movimiento imperceptible de cabeza, preparándose para hablar sobre el artefacto sin nombre.
Pero Mayed se movió más rápido.
Con la firmeza de quien está acostumbrada a cuidar de alguien, se deslizó junto a la camilla, empujando suavemente a Alba. Se inclinó sobre Aitor, acomodándole las sábanas con movimientos precisos y suaves, envolviéndolo casi como si fuera un niño pequeño, prohibiéndole con sus gestos cualquier movimiento brusco.
—Cállate, dormilón —murmuró Mayed, su voz, que antes era dura con Alba, ahora era melosa y baja—. No pienses en eso ahora, ¿vale? Estás a salvo. Te lo prometo.
Mayed se inclinó y depositó un beso protector sobre la frente de Aitor. El gesto, cargado de una intimidad y un cariño que Alba no se atrevía a mostrar en público, hizo que Alba apretara los labios. Mayed juró, con los ojos llenos de una convicción feroz:
—Todo está bien. Estamos aquí. Lo peor ya pasó.
El aire en la habitación se hizo más pesado, cargado con el amor posesivo de Mayed y la silenciosa frustración de Alba, que seguía sujetando el secreto del USB en su bolsillo.
Entonces, la puerta de la habitación se abrió de golpe sin que nadie llamara.
Las tres cabezas se giraron.
Allí estaba Johana.
Se veía tan mal como Alba, pero de una manera más brusca. Tenía un hematoma notable en la mejilla, recuerdo del golpe que Alba le había dado al principio de la pelea, y sus nudillos estaban aún hinchados y morados por la furia que había descargado. Había en su postura una mezcla de desafío habitual y una terrible vulnerabilidad.
Sus ojos, enrojecidos, se clavaron directamente en Aitor, y la máscara de dureza se resquebrajó un instante.
La paz en la sala de hospital se rompió en pedazos. El aire se volvió irrespirable por la presencia de las tres chicas y las complejas líneas de odio y lealtad que las unían a Aitor.
La entrada de Johana fue como echar una cerilla en un polvorín.
Mayed se puso rígida. Su rostro se torció en una máscara de desprecio y furia. Se levantó de golpe, olvidando su promesa de silencio.
—¡Mira quién ha venido! ¡La matona! —espetó Mayed, señalando las heridas de Alba con un gesto airado—. ¿Vienes a terminar el trabajo o solo a asegurarte de que tu víctima aún respira? Eres una...
—¡Basta! —Alba interrumpió, pero no con palabras, sino con un solo y brusco gesto de su mano libre. Sus ojos se fijaron en Mayed, suplicantes y fríos a la vez, advirtiéndole que cualquier escándalo podría dañar a Aitor.
Mayed se mordió la lengua, su ira palpable, pero obedeció el mandato mudo de Alba.
Johana, en un sorprendente quiebre de su habitual agresividad, actuó como una niña regañada. Mantuvo la cabeza gacha, su cabello sucio cayendo sobre su rostro magullado. No respondió al insulto de Mayed; simplemente se quedó quieta, encogida bajo la tensión del momento.
Luego, sin mirar a nadie más que a Alba, Johana murmuró con una voz cargada de significado, la voz de quien comparte un secreto y una culpa:
—¿Podemos?
Alba entendió. No se refería a ellas dos, sino a la pandilla, al grupo que, por su historial de locuras en lugares abandonados, era el único que podía entender la verdad. Alba asintió, devolviendo la mirada de culpa y aceptación.
—Sí —respondió Alba.
Johana asintió y se hizo a un lado. Fue entonces cuando la puerta se abrió de par en par. Entraron los demás.
Allí estaban Deibin, el chico de mirada errática y movimientos nerviosos; Erick y Emma, la pareja, con expresiones de genuina preocupación y horror por el estado de Aitor; y al final, Rayco, con su postura rígida y su mirada de superioridad.
Rayco examinó la escena: Aitor herido, Alba magullada y Johana, humillada, haciendo de cancerbera.
—Vaya mierda. Ya estás llorando, niña —escupió Rayco con desdén, su objetivo inmediato era mayed.
Pero Johana fue instantánea. Antes de que Mayed pudiera responder o Rayco pudiera terminar su desprecio, Johana se movió. No gritó ni suplicó. En un movimiento rápido y silencioso, agarró a Rayco por el cuello de su chaqueta.
La mirada de Johana, aunque llena de tristeza, llevaba un mensaje cristalino, una advertencia de muerte si desobedecían.
—Déjala —siseó Johana, sin mover apenas los labios.
Rayco, sorprendido por la violencia silenciosa de Johana y la seriedad del ambiente, se quedó quieto. El mensaje era claro: la prioridad era Aitor y la tregua era obligatoria.
La habitación, ya pequeña, se llenó de adolescentes nerviosos, cada uno con su propia versión del miedo, la lealtad y el resentimiento.
El aire en la habitación se hizo más denso. Johana se soltó de Rayco, manteniendo una distancia respetuosa de la cama. Ya no era la matona de antes, sino alguien que pedía permiso para existir en ese espacio.
—¿Puedo... acercarme? —preguntó Johana, su voz era apenas un susurro que se rompió al final, dirigida a Aitor, pero con la mirada fija en las guardianas que lo rodeaban.
Mayed fue inmediata. Saltó hacia adelante, interponiéndose entre Johana y la camilla.
—¡Ni se te ocurra! ¡Si te acercas un centímetro más a él, te juro que...!
—Mayed —cortó Alba.
Alba no gritó, pero su tono, cargado de la experiencia de dos semanas de trauma y la memoria del bate de Johana, fue suficiente para silenciar a Mayed. Alba había visto la desesperación pura de Johana, su rendición total al dolor de Aitor. Eso le daba una certeza: Johana no lo dañaría.
Alba miró a Mayed. Sus ojos, ahora claros gracias a las gafas, le comunicaron un mensaje sin palabras: 'Basta. Ya no es una pelea. Ella está tan jodida como nosotros.' Mayed, a regañadientes, entendió el cese al fuego y retrocedió un paso, aunque sus ojos seguían lanzando dagas a Johana.
Luego, Alba miró a Johana. Con un gesto lento y deliberado, asintió levemente, invitándola a pasar la barrera invisible que protegía a Aitor.
Johana lo entendió. Avanzó un paso a la vez, acercándose a la camilla. Sus ojos se fijaron en el rostro de Aitor, especialmente en el parche opaco. El resto de la pandilla (Erick, Emma, Deibin y Rayco) observaba la interacción en silencio sepulcral, entendiendo que algo fundamentalmente oscuro había unido a las tres chicas.
Johana se detuvo junto a la cama. Abrió la boca, pero no salieron palabras, solo un sollozo ahogado. Extendió una mano temblorosa y se detuvo a medio camino, sin atreverse a tocarlo, su mirada pidiendo permiso de nuevo.
La tensión en la mano de Johana era casi física. Estaba a punto de tocar a Aitor, pero el peso de su culpa la detenía.
Mayed observó la vacilación de su rival. Aunque la odiaba, el terror actual de Johana ante la posibilidad de perder a Aitor eran reales. Mayed, en un acto de empatía forzada por la tragedia, dio un suave pero firme empujón a Johana.
—Anda, ya —murmuró Mayed, cediendo su lugar al lado de la camilla.
Johana no necesitó más. Su mano temblorosa encontró finalmente la mejilla de Aitor. El tacto no fue rudo, sino increíblemente delicado, una caricia de seda.
Aitor, sumido en su somnolencia medicada, sintió la diferencia. No era la mano conocida de Alba, ni la firmeza protectora de Mayed. Era un contacto desconocido, cargado de una pena ajena. Abrió su único ojo.
Tardó un instante en enfocar. Vio el rostro magullado de Johana, bañado en lágrimas silenciosas.
—¿Johana? —preguntó Aitor, su voz seca y apenas un suspiro.
Johana retiró la mano, avergonzada por el contacto visual, pero se obligó a hablar, intentando sonar normal.
—Hola, tonto —dijo, pero la palabra salió quebrada—. ¿Cómo estás? ¿Te duele mucho la cabeza? ¿Tienes sed? ¿Necesitas algo?
Mientras Johana hacía preguntas banales, su fachada se desmoronaba. Las lágrimas caían sin parar, gotas gruesas que se deslizaban por sus pómulos hasta el cuello. Estaba aterrada, y su voz no podía ocultarlo.
Alba y Mayed observaron la escena. Se miraron la una a la otra. Alba vio la vulnerabilidad de la matona, la chica que usaba el bate para esconder su dolor. Mayed vio a la rival que odiaba, ahora reducida a un manojo de sollozos y culpa.
En ese instante, se formó una complicidad silenciosa entre las tres chicas. La visión de Johana, que antes aterrorizaba a todos con su agresividad, ahora aterrada y llorando sobre Aitor, las unió en un entendimiento amargo. Habían visto la verdad, y la verdad era que la persona que más odiaban era también la persona que más amaba al chico herido.
Los demás miembros de la pandilla observaban la inusual dinámica, con la boca abierta, sin entender la complejidad del drama.
—Me duele un poco —murmuró Aitor, tratando de darle una sonrisa a Johana—. Pero estoy bien, de verdad.
Johana solo pudo negar con la cabeza, incapaz de aceptar esa mentira piadosa.
El momento entre Aitor y Johana se rompió con el movimiento de Erick.
Erick, el mejor amigo de Aitor, no pidió permiso. Su preocupación era más antigua y profunda que las rivalidades de pandilla. Se acercó a la camilla sin importarle Mayed, ni Johana, ni la tensión palpable en la sala.
Se inclinó con cuidado sobre Aitor y le dio un abrazo. Fue un abrazo cauteloso, evitando las vendas y la herida, pero cargado de una emoción sincera.
—Me cago en todo, tío —murmuró Erick, su voz gruesa por la rabia contenida.
Deibin, el chico con mirada dispersa, se acercó también, moviéndose con más timidez. Se quedó junto a Erick, observando el rostro parcheado de su amigo con una expresión de horror genuino.
—Dinos algo, Aitor —pidió Deibin, su voz inusualmente seria—. Lo que sea. ¿Hay algo que podamos hacer por ti? ¿Algún favor? ¿Lo que necesites, ya sabes?
Aitor cerró su ojo. El silencio cayó sobre la habitación, cargado con la expectativa de toda la pandilla. Todos lo miraban: Johana, con los ojos llenos de súplica; Alba, conteniendo la respiración; Mayed, esperando la verdad; y el resto, ansiosos por acción.
La pregunta de Deibin había sido la llave. Aitor pensó en el clang-clang del robot, en el cráneo de ciervo, en la sangre del Dr. Volkovich. Si iba a decir la verdad, necesitaba pruebas. Y si iba a mentir a la policía, necesitaba entender qué había arriesgado su ojo.
Abrió su ojo, y su mirada se fijó en Alba, ignorando a todos los demás.
—El puto USB —dijo Aitor, con una voz que, aunque débil, sonó como un mandato—. Alba, dame el USB.
Alba no dudó. El USB había sido un peso muerto y un secreto ardiente en su chaqueta durante dos semanas. Lo sacó de su bolsillo interior y lo puso en la palma libre de Aitor. El metal oscuro se sintió frío contra la piel caliente del chico.
Aitor lo aferró. Con el USB en la mano, pareció recuperar una parte de la fuerza que había perdido. Su ojo, fijo y serio, recorrió los rostros de sus amigos y las tres chicas enfrentadas.
—No fue un asalto. No fue un accidente. Fue otra cosa —empezó Aitor, su voz, aunque baja, cortando el aire de la habitación con autoridad—. El garaje... hay algo detrás. Es un laboratorio subterráneo.
Hizo una pausa, recordando la escena del horror.
—Encontré un cuerpo... un doctor, Volkovich, y huesos rotos. Y el que me hizo esto... —Aitor tocó ligeramente el parche sobre su ojo—. Es un robot. Un monstruo de metal y sangre, con un cráneo de ciervo, pero con una inteligencia jodida y una fuerza que no es normal. Esa cosa... me atacó cuando cogí esto.
Levantó el USB.
—Esto, aquí, tiene que tener la verdad. La información de qué cojones es ese sitio, por qué está ahí, qué estaban haciendo con el doctor. Tenemos que saber qué es para saber si sigue ahí, si va a salir, si va a por nosotros.
La gravedad en su voz era absoluta. El aire de aventura y urbex había desaparecido.
—Vamos a investigar —continuó Aitor, mirando a todos, desde Erick hasta Johana—. Vamos a abrir esto, vamos a saber qué es y, sobre todo, vamos a encontrar la manera de destruirlo.
Sus palabras fueron recibidas con un silencio aterrado. El ambiente de broma y riesgo controlado había desaparecido. Esto era real. Era peligroso.
Pero Aitor no había terminado. Su voz se hizo más firme, su ojo más duro.
—Pero solo lo voy a hacer yo. Yo perdí un ojo por ello. Yo lo voy a terminar.
Toda la pandilla lo miró con una mezcla escalofriante de emociones. Erick tragó saliva. Mayed se llevó una mano a la boca. Johana, a pesar de sus lágrimas, asintió con una comprensión inmediata.
Había miedo en sus ojos. Miedo por la criatura que Aitor describía y miedo por la absoluta certeza en la voz del chico. La idea era demencial. Pero en ese único ojo, todos vieron la inquebrantable determinación de un chico que no solo quería venganza, sino también cerrar la puerta del infierno que había abierto.
Aitor ignoró la pregunta de Deibin por un instante, su ojo clavado en el USB. Luego, su mirada se alzó hacia el grupo, y su voz, aunque débil, se volvió seria y autoritaria, la voz de quien da órdenes.
—Hay una cosa. Es lo más importante.
Todos se acercaron, esperando la orden de ir por un ordenador o volver al garaje.
—Quiero que hagáis una cosa que sé que os va a costar —dijo Aitor, mirando directamente a los chicos de su pandilla, y luego, de forma significativa, a Rayco—. Por muy mal que os caigan. Por mucho que las odiéis... tenéis que proteger a Alba y a Mayed de lo chungos.
La sala se quedó en un silencio de sorpresa. El mandato era absurdo; la lealtad entre pandillas estaba rota.
Rayco bufó al instante.
—¿Protegerlas? Paso de hacer de niñera de estas niñatas, Aitor ¿Estás de coña? —Rayco miró a Mayed con desprecio—. Que se cuiden solas.
Antes de que nadie más pudiera intervenir, Johana se movió. No le gritó, pero la fuerza de su ira no necesitaba voz. Lo empujó con un golpe seco en el pecho.
—¡Cierra la boca, Rayco! —siseó Johana, y el resto de la pandilla supo que la furia que había desatado el día de la pelea seguía ahí, latente.
Johana se acercó a Aitor, ignorando el resto de las miradas. Estrechó la mano sana de Aitor con un apretón firme, un pacto.
—Así será. Lo haremos. No lo hago por ellas, ¿entiendes? —dijo Johana, sus ojos firmes y llenos de dolor—. Lo hago por ti. Pero no les va a pasar nada. Te lo prometo.
Al ver que la líder del grupo, la más violenta y la más reacia al compromiso, había aceptado la misión, el resto de la pandilla se rindió. Erick asintió de inmediato, seguido por Emma, Erick y, finalmente, un Rayco resentido que solo gruñó en señal de aceptación.
Alba y Mayed, que habían presenciado toda la negociación de su propia protección, se quedaron completamente extrañadas. Se miraron, intentando descifrar el significado de esa tregua forzada. Johana, la que había querido matar a Alba hacía dos semanas, ahora prometía protegerla.
La pandilla de Aitor, la misma que se colaba en sitios abandonados por adrenalina, ahora era el guardaespaldas de sus archienemigas.
El aire enrarecido de la habitación del hospital se fue despejando poco a poco. Con el compromiso de proteger a Alba y Mayed sellado, y con Aitor medio dormido de nuevo, la pandilla comenzó a dispersarse. Rayco se fue el último, refunfuñando algo sobre la "estupidez" de tener que cuidar a "dos histéricas".
Erick le dio un último puñetazo suave en el hombro a Aitor y se fue con una expresión de preocupación, llevándose al resto del grupo.
La habitación quedó en silencio, solo con Alba y Mayed, ahora unidas en una tregua incómoda, y Aitor.
Johana no se fue con su pandilla. Se quedó parada junto a la ventana, mirando hacia afuera. Después de unos minutos de ese silencio pesado, sacó un paquete de tabaco y encendedor.
—Voy a fumar —anunció Johana, su voz ronca por el llanto reciente.
Ella no había dado dos pasos fuera del cuarto cuando Alba y Mayed se miraron y tomaron una decisión silenciosa. Ambas odiaban el humo y el olor a tabaco, pero la orden de protección era demasiado seria para ignorarla. Se levantaron y siguieron a Johana por el pasillo.
La encontraron en el patio exterior, una zona poco concurrida cerca de la entrada de urgencias. El sol de la mañana ya había dado paso a la tarde. Johana dio una calada profunda, exhalando una espesa nube de humo.
Alba fue la primera en hablar, la urgencia de la pregunta superando su timidez.
—Johana, ¿qué cojones ha sido todo eso? —preguntó Alba, su voz baja y tensa—. ¿Por qué Aitor nos ha ordenado que nos cuidéis? ¿Protegernos de quién o de qué?
Mayed, que odiaba el tabaco y a Johana en partes iguales, se tapó la nariz, pero su mirada era igual de exigente.
—Sí, vamos a ver, no tiene sentido. Aitor nunca se ha comportado así. ¿Qué nos has hecho creer que le hiciste para que te pida eso?
Johana dio otra calada, pensativa. Miró el humo, luego a las dos chicas, que la observaban con una mezcla de confusión y miedo. El tiempo de la pelea había terminado. Era tiempo de la verdad.
—No es por lo que pasó en el garaje —dijo Johana, apagando el cigarrillo con el pie—. Bueno, sí lo es, pero no es la razón principal. Aitor siempre ha tenido miedo, siempre.
Se cruzó de brazos y sus ojos fríos se posaron en ambas, alternando entre Alba y Mayed.
—Hay una razón específica por la que Aitor os protege tanto a vosotras dos —confesó Johana—. Una razón por la que él siempre está tan atento, por la que siempre nos ha prohibido meternos con vosotras. No es casualidad.
Johana miró el suelo, como si la respuesta estuviera escrita allí.
—Vosotras dos, en particular, sois un puto punto débil para él. Y hay algo de vuestro pasado que él sabe y que le aterra. Algo que, no sé si os gustará saber.
El patio del hospital, bajo la luz del atardecer, se convirtió en el escenario de una confesión terrible. Alba y Mayed esperaban la explicación, pero nada las preparó para la bomba que Johana estaba a punto de soltar.
Johana miró fijamente a las dos, la tensión entre ellas ahora era insignificante comparada con el miedo que estaba a punto de desatar.
—La razón por la que Aitor nos hizo prometer que os cuidaríamos es por Los Chungos —dijo Johana, soltando el nombre de la pandilla.
El silencio fue absoluto. El nombre resonaba en la ciudad como un sinónimo de problemas, robos y la peor calaña, violaciones.
—¿Los Chungos? ¿Esos traficantes? —preguntó Mayed, incrédula—. ¿Qué tienen que ver ellos con nosotras?
Johana bajó la mirada, mordiéndose el labio.
—Tienen que ver porque no son solo traficantes o ladrones. Son peores. Buscan víctimas. Y las encuentran con una excusa, una promesa de una cita o de ayuda, y se las llevan para hacerles lo que quieren. Y vosotras dos... estábais en la lista.
Alba y Mayed se quedaron inmóviles.
—Aitor lo sabe porque él... él era parte de ellos —continuó Johana, y la revelación se hizo más oscura—. No como ellos. Aitor solo robaba, nunca lu puso la mano encima a una mujer. Pero estaba dentro. Y por eso pudo hacer lo que hizo.
Johana levantó la cabeza, y sus ojos se llenaron de un dolor antiguo, un trauma personal.
—Aitor me sacó. Antes de que él se hiciera tu amigo, o el tuyo —dijo, señalando a Mayed y Alba—. Yo fui una de esas víctimas. Estaba allí, en la mierda, a punto de que varios tíos se abalanzaran sobre mí. Y Aitor salió, me vio... y me sacó, puso la excusa de que yo era su maiga aunque en ese momento fue la primera vez que nos vimos. Dejó a Los Chungos ese día.
Alba y Mayed la miraban con el horror grabado en sus rostros. Entendieron por qué Johana era tan dura, por qué su relación con Aitor era tan intensa, y por qué Aitor se metía en sitios tan peligrosos.
—Aitor, al irse, consiguió la lista de las próximas víctimas planeadas. Vosotras dos estabais en esa lista.
Johana se acercó, la voz ronca por la importancia de lo que iba a decir.
—La única razón por la que nunca os pasó nada es por una regla estúpida que tienen entre ellos, la que aitor uso para sacarme de ese sitio: está prohibido tocar a la amiga de otro Chungo. Aitor se hizo vuestro amigo, se os pegó, se aseguró de que todos en la ciudad supieran que erais suyas y que no se os podía tocar. Por eso os tiene vigiladas, por eso os protege, igual que hacia conmigo.
El aliento se cortó en la garganta de Alba. Mayed se llevó las manos a la boca. La amistad de Aitor no había sido casualidad; había sido una misión de rescate prolongada.
—Ahora... ahora está en esa camilla. Inconsciente la mitad del tiempo, con un ojo menos, y fuera de juego —concluyó Johana, la voz temblándole por el miedo—. La protección se ha ido, chicas. Los Chungos lo saben. Y si no nos movemos rápido, van a aprovechar el momento.
El peligro del robot del garaje palideció. La amenaza era real, humana, y estaba mucho más cerca que cualquier laboratorio subterráneo.
El sol se había puesto por completo, dejando el patio del hospital sumido en una penumbra fría, solo rota por la luz mortecina de un farol. Las tres chicas se quedaron de pie, cada una atrapada en el torbellino de la verdad que acababa de ser revelada.
Alba sentía un escalofrío que no era del aire fresco de la tarde, sino del horror. Su mente no podía conciliar la imagen de Aitor, el amigo dulce y ligeramente torpe que siempre estaba ahí con las tonterias perfectas, con la de un "Chungo", un exmiembro de una pandilla que la había marcado como propiedad para protegerla de un destino terrible. El cariño que había sentido por Aitor ahora se teñía de una gratitud abrumadora y de una culpa insoportable. Había estado viviendo bajo un escudo invisible, y ahora se daba cuenta de lo frágil que había sido su vida. El miedo por Los Chungos se superponía al miedo por el robot; un miedo era tecnológico y lejano, el otro era visceral, humano y real. Se llevó una mano temblorosa al cuello.
Mayed, por su parte, sentía una rabia fría que amenazaba con explotar. Estaba furiosa con Aitor por la mentira, por la manipulación (aunque fuera bienintencionada) de su amistad, y por haberla puesto en este peligro sin su conocimiento. La idea de haber sido un objetivo, una marca en la lista de unos violadores, la dejaba sin aliento. El terror era un nudo en su estómago, pero su orgullo y su ira se negaban a ceder. Miró a Johana con un respeto recién nacido por su honestidad brutal, pero también con el pánico de preguntarse: ¿cuántas otras cosas sabía Aitor sobre su vida que ella misma ignoraba? El mundo se había vuelto, en un instante, un lugar totalmente inseguro.
Johana era la que llevaba el peso más antiguo. Su propia historia de víctima había sido arrancada y expuesta a la luz, recordándole la vulnerabilidad que había pasado años ocultando tras su bate y su agresividad. Ahora, su miedo no era solo por sí misma o por Aitor; era un pánico rezado. Se llevó las manos al pecho, intentando calmar la taquicardia. Sus ojos estaban fijos en la oscuridad más allá de las luces del hospital, como si esperara ver siluetas moviéndose, buscando. Ella sabía la crueldad de Los Chungos. Sabía que la tregua de Aitor era su única garantía. Y ahora que esa garantía se había roto, solo podía susurrar.
—Por favor —murmuró Johana, susurrando al aire, con los ojos cerrados un instante—, que no se hayan dado cuenta. Que no vuelvan a aparecer.
Las tres se quedaron allí, hombro con hombro. No eran amigas, pero la verdad de Aitor y el peligro inminente de Los Chungos las había unido en un pacto silencioso e ineludible. La amenaza que acechaba en el garaje ahora tenía un nombre de pandilla.



Comentarios