El último erudito: 2

 El último erudito: 2



Aitor despertó antes de que sonara la alarma. La habitación estaba en penumbra, apenas un hilo de luz colándose por la rendija de la persiana. Por un momento pensó en quedarse quieto, fingir que el día no había empezado, pero el peso en el pecho no lo dejaba. Hoy tenía que ir a la esquina. No quería, pero debía hacerlo.

Se sentó en la cama y respiró hondo. La casa aún dormía; solo se oía el tic-tac del reloj y algún coche lejano que rompía el silencio. Caminó hasta su escritorio, abrió el cajón y sacó el pequeño colgante dorado. La cruz brilló débilmente con la luz gris de la mañana.

No se lo puso. Lo sostuvo entre los dedos, enredando la fina cadena con un gesto automático, como si buscara fuerza en ese metal frío. Cerró los ojos. No recitó ninguna oración aprendida. Sus palabras fueron torpes, mezcladas, medio susurros:

—Abuelo… si estás escuchando, no me dejes hacer ninguna estupidez hoy.

El nudo en la garganta le ardió. Aitor no le rezaba a ningún dios. No creía en milagros, ni en promesas vacías. Le hablaba a su abuelo, el verdadero dueño del colgante. A veces imaginaba que él seguía allí, cuidándolo desde algún sitio, cansado pero vigilante.

El chico guardó el colgante en el bolsillo, se levantó, y fue a vestirse. El día seguía gris, y aunque aún faltaban horas para el encuentro, el aire ya olía a algo inevitable.

Aitor se sentó frente al tazón de avena con leche, moviendo la cuchara sin ganas. El vapor se levantaba perezoso, y el sonido del reloj de la cocina marcaba un ritmo que parecía más lento que nunca. Seguía pensando en su abuelo. Era imposible no hacerlo.

Para él, no había figura más grande. Ni héroes, ni santos, ni padres ejemplares. Solo su abuelo. El hombre que lo llevaba de la mano por los mercadillos, que le enseñaba a distinguir una herramienta por su peso, que siempre tenía tiempo para escucharle, incluso cuando el mundo parecía no tenerlo.

Una lágrima se deslizó por la mejilla de Aitor sin que él lo notara. Le vino a la cabeza aquel día. No había esperado verlo así. Recordaba abrir la puerta con una sonrisa, pensando en encontrar al mismo viejo fuerte de siempre… pero lo que encontró lo marcó para siempre.

Su abuelo estaba encogido en el sillón, con veinte kilos menos, el pelo completamente blanco, los ojos hundidos por el dolor. El cáncer le había quitado todo salvo la dignidad, y aun así, esa tarde, incluso esa le temblaba. Aitor lo vio llorar. Por primera vez. No por miedo a morir, sino por verse débil.

El chico apretó la cuchara con fuerza, tragando saliva. Aún podía escuchar su voz quebrada aquel último día, antes de que él tomara el vuelo de regreso:
—Gracias… por venir.

Aitor dejó el tazón a medio acabar. Sentía que cada sorbo sabía a culpa. Tomó aire, limpió las lágrimas con el dorso de la mano y se puso en pie. No podía seguir mirando atrás, pero tampoco podía olvidar.

El colgante seguía en su bolsillo, pesando más de lo que debería

Se levantó de la silla sin mirar atrás. El colgante volvió a su lugar, justo encima de la cómoda, brillando débilmente con la primera luz del día. Por un momento pensó en ponérselo, pero algo dentro de él le dijo que no. Aquella cruz debía quedarse ahí, lejos del peso de lo que estaba por venir.

Se vistió en silencio. La camiseta oscura, los pantalones gastados, las zapatillas con las que podía correr si era necesario. Frente al espejo, su rostro no mostraba miedo, pero tampoco valentía. Solo una calma vacía, la que llega cuando uno ya ha asumido lo inevitable.

Abrió el cajón del escritorio y sacó la mochila. Durante unos segundos dudó. Luego, con un suspiro, metió la mano hasta el fondo y tocó el filo metálico. El cuchillo seguía ahí, frío como la idea que representaba.

Lo metió en la mochila con cuidado, como si guardar peligro fuera una rutina.
Mientras cerraba la cremallera, murmuró en voz baja:
—Jamás usaré mis manos para hacer daño.

Era su mantra. Lo había repetido tantas veces que ya sonaba como parte de su respiración. Las manos, para Aitor, no estaban hechas para romper. Solo para contener, proteger, reducir si era necesario. Pero nunca para herir.

Colgó la mochila al hombro, se echó un vistazo rápido en el espejo y salió del cuarto. No había miedo en su paso, solo una determinación que le pesaba tanto como el acero en su mochila.

Aitor salió de casa y cerró la puerta con cuidado, como si temiera despertar a algo más que a su familia. El aire de la mañana era frío, cargado de ese silencio que precede al bullicio del día. Ajustó la mochila en el hombro y empezó a caminar.

La rutina era la misma de siempre, casi mecánica. Subir la cuesta que parecía alargarse más cada día, escuchar el crujido de la grava bajo las zapatillas, ver cómo las luces de las farolas se apagaban una a una mientras el cielo empezaba a clarear.

Pasó por la floristería. El olor a tierra húmeda y flores recién regadas lo envolvió por unos segundos. Ese aroma le recordaba que el mundo seguía vivo, ajeno a todo lo que se cocinaba dentro de su cabeza. La dueña, una mujer con el delantal manchado, levantó la vista para saludar, pero él apenas asintió y siguió su camino.

Luego vino el bar, el de siempre. El dueño ya estaba limpiando vasos aunque aún no había clientes. Aitor miró por la ventana unos segundos, viendo el vapor salir de la cafetera, el pan recién hecho, los murmullos de la radio. Todo seguía igual. Todo, menos él.

Al cruzar la calle, ya sabía lo que venía. Esa esquina. Ese maldito chino de la esquina.
Y, como si el guion no pudiera romperse, una voz femenina lo llamó justo antes de que doblara la esquina:

—¡Aitor!

La reconocería aunque el mundo se callara. Johana.
Antes, escuchar su voz le calmaba. Ahora solo le dejaba esa mezcla agria de resignación y nostalgia que ni él sabía explicar.

Giró lentamente, con una media sonrisa que no llegaba a los ojos.
Otra mañana igual. Otro encuentro que no quería tener.

Aitor apenas giró del todo hacia ella, esperando la charla de siempre: un “¿cómo estás?” vacío, un par de frases sin sentido, y luego cada uno por su camino. Pero esta vez Johana no sonaba igual.

—Estás raro, Aitor —dijo ella, bajando un poco el tono, con esa mirada que siempre parecía atravesarlo—. ¿Qué te pasa?

Él suspiró, cansado. No de ella exactamente, sino de tener que fingir que todo estaba bien.
—Nada, de verdad. Llego tarde, tengo que irme.

Intentó dar un paso, pero Johana se adelantó, interponiéndose sin brusquedad.
—No me lo creo —respondió, y antes de que él pudiera replicar, le puso una mano en la mejilla.

El gesto lo desarmó. Su piel estaba fría por el aire de la mañana, pero el toque le pareció un golpe de calor en el pecho.
—Aitor… —dijo ella, casi en un susurro—. No sé qué te pasa, ni por qué te alejas así, pero me importa. No de la misma manera que antes, ya sabes, pero me importa igual. No quiero que te pase nada.

Aitor se quedó inmóvil. No le había contado nada a nadie. Ni del cuchillo, ni de los canis, ni del miedo que intentaba tragarse. Y aun así, ahí estaba ella, preocupándose como si lo supiera todo.

No sabía qué decirle. No sabía siquiera si quería hacerlo.
Solo logró apartar la mirada, con un nudo en la garganta y la mente hecha un ruido insoportable.

—Estaré bien —murmuró al fin, más para convencerse a sí mismo que a ella.

Johana bajó la mano, lo miró unos segundos más, y luego se apartó para dejarlo pasar.
Aitor caminó hacia el instituto con la sensación de que cada paso lo alejaba un poco más de todo lo que alguna vez lo sostuvo.

Aitor apenas había dado unos pasos cuando escuchó su nombre otra vez, suave, temblando entre el ruido de la calle.

—Aitor…

Se giró por inercia, sin saber qué más podría decirle, pero no tuvo tiempo de pensar. Johana ya estaba frente a él, y de pronto lo abrazó. Fuerte. Con los brazos cruzados en su espalda, como si quisiera evitar que el mundo lo tocara.

Por un instante, Aitor se quedó rígido, sin saber qué hacer. Luego, sin pensarlo, respondió igual. Cerró los ojos y apretó los puños contra su chaqueta. No dijo nada. No hizo falta. En ese abrazo había algo que dolía y al mismo tiempo calmaba.

Cuando se separaron, Johana sonrió apenas, intentando disimular el temblor en su voz.
—Cuídate, por favor.

Aitor asintió en silencio, sin poder mirarla más. Dio media vuelta y siguió su camino. Cada paso le pesaba, como si llevara aquel abrazo colgado del pecho.

Al llegar a la entrada del instituto, vio a Erick esperándolo, apoyado en la valla, con Emma a su lado. Ambos lo saludaron con una mezcla de rutina y preocupación.
Aitor respiró hondo, se pasó la mano por el cabello y forzó una sonrisa.

El día apenas comenzaba, y ya se sentía como si el aire pesara el doble.

Erick lo vio acercarse y levantó la mano en señal de saludo. Emma, con los brazos cruzados, parecía más concentrada en el móvil que en la conversación, pero levantó la vista cuando Aitor llegó.

—Tío, ¿te has enterado? —dijo Erick, con esa sonrisa de quien tiene un chisme jugoso que contar.

Aitor arqueó una ceja, todavía con el eco del abrazo de Johana flotándole en la cabeza.
—¿De qué hablas ahora?

Erick bajó un poco la voz, mirando hacia los lados como si compartiera un secreto de Estado.
—Del garaje abandonado, el que está justo debajo del instituto. Alguien forzó el candado anoche. Está abierto.

Emma levantó la vista del móvil, interesada.
—¿El de los túneles esos que dan a los almacenes viejos? Qué miedo.

Aitor se encogió de hombros.
—O algún idiota buscando un sitio para fumar —respondió con calma, aunque por dentro su cabeza ya estaba calculando los pasillos, las trampillas, los rumores.

Erick sonrió.
—Podríamos bajar luego, después de clase.

—Ni de coña —dijo Aitor, sacudiendo la cabeza—. Hoy no. Tengo cosas que hacer.

Emma lo miró con cierta curiosidad.
—¿Qué cosas?

—Nada importante —mintió él, metiéndose las manos en los bolsillos—. Solo… hoy no es el día.

Erick lo observó un segundo más, como si notara que algo iba mal, pero no insistió.
El timbre del instituto rompió el silencio, y los tres comenzaron a caminar hacia dentro.

Mientras subían las escaleras, Aitor no podía evitar pensar en ese garaje oscuro, con la puerta abierta como una boca esperando. Pero no hoy.
Hoy ya tenía suficiente con los fantasmas de carne y hueso.

Las horas se escurrían como si el reloj tuviera prisa por llegar al desastre.
Aitor estaba sentado en su pupitre, con la cabeza apoyada en una mano, mirando el mapa de Europa como si aquel trozo de papel fuera una condena. La voz de Maite, su profesora de geografía, resonaba al fondo como un ventilador viejo: monótona, cansada, sin poder alguno sobre los treinta cuerpos que llenaban el aula.

—El relieve de la península ibérica se compone de… —decía ella, mientras medio grupo hablaba, otro medio dormía y solo dos o tres fingían anotar algo.

Aitor llevaba puestos sus guantes sin dedos. Negros, con el cuero un poco rajado en las palmas. Se suponía que eran para hacer calistenia, pero él sabía que ese no era el motivo real de tenerlos ese día.
Decía que lo ayudaban a entrenar el agarre, aunque en el fondo sabía que lo contrario era cierto. Los guantes le quitaban fuerza, le restaban tacto. Y justo por eso los llevaba puestos: eran un freno, un recordatorio de que no debía usar sus manos para lo que no debía.

Los miró un momento.
Pensó en lo absurdo que era tener miedo y, al mismo tiempo, prepararse para algo que ni siquiera quería hacer.

—Aitor —dijo Maite, con voz rasposa—, ¿puedes decirme cuál es la capital de Hungría?

Él levantó la vista despacio.
—Budapest —respondió sin emoción.

—Bien, al menos uno escucha —refunfuñó la mujer, girándose hacia el mapa.

El murmullo del aula volvió enseguida. Aitor suspiró. Miró por la ventana: el cielo seguía gris, igual que su ánimo.
Faltaba poco para el recreo, y ya sentía el peso del cuchillo en la mochila como si fuera una piedra amarrada a su espalda.

Maite, resignada ante el caos de la clase, se dejó caer en la silla del profesor con un suspiro tan viejo como ella misma. Encendió la tablet, marcó “tarea digital” y levantó la vista lo justo para fingir autoridad.

—Tenéis hasta el final de la hora para completar el ejercicio —dijo, aunque todos sabían que no iba a comprobar nada.

En cuestión de segundos, el aula se llenó de clics, risas y música filtrándose por auriculares. Nadie trabajaba. Algunos jugaban, otros veían vídeos, y Aitor… Aitor se limitó a ponerse los cascos y dejar que una melodía lenta le ahogara los pensamientos.

Miró la pantalla sin verla, tamborileando los dedos sobre la mesa. No podía dejar de preguntarse si todo saldría bien, si esa charla con los canis acabaría en golpes, o si realmente bastaría con hablar. Una parte de él quería creerlo. La otra, más honesta, sabía que no.

Levantó la vista.
Mayed lo observaba desde dos filas más a la derecha, con el ceño fruncido, como si pudiera leerle la mente.
Valeria lo miró también, pero con una sonrisa forzada, de esas que se usan para ocultar miedo.
Y Arancha… Arancha ni siquiera disimulaba. Lo miraba con decepción, los brazos cruzados, la expresión dura.

Aitor apartó la mirada enseguida.
Claro que se notaba. Se le notaba en los ojos, en la tensión de los hombros, en el silencio que arrastraba desde hacía horas.
Les había prometido que no iría. Que no se metería en nada. Que todo estaba bajo control.

Y ahí estaba, mintiéndoles con cada respiración.

Aitor seguía con la música a medio volumen, los ojos fijos en la pantalla, fingiendo que el mundo no existía.
El aula era un murmullo constante: risas, golpes suaves de tabletas sobre las mesas, el ruido de un lápiz cayendo. Todo tan cotidiano que casi lo tranquilizaba… hasta que un perfume conocido se mezcló con el aire.

Alzó la vista justo a tiempo para verla pasar. Alba.
Llevaba la tablet en la mano, camino a la mesa de Maite, pero se detuvo junto a él. Aitor notó su sombra y levantó apenas la cabeza.

Ella dijo algo, pero la música lo cubrió todo. Solo vio sus labios moverse. Se quitó los cascos con torpeza.
—¿Qué?

Alba sonrió un poco, ladeando la cabeza.
—Te pregunté si todo bien con las manos. —Señaló los guantes sin dedos—. ¿Qué te ha pasado?

Por un momento, Aitor sintió que el aire se le atascaba en la garganta.
Era una pregunta inocente, pero justo esa inocencia dolía más.
Sonrió con esa calma falsa que usaba cada vez que debía esconder algo.
—Ah, esto… nada. Las tengo hechas polvo por la calistenia. —Levantó un poco las manos, girándolas—. Me las cubro para que no me duelan tanto.

Alba lo observó un instante, buscando algo más en su tono.
Aitor sostuvo la mirada sin pestañear.
Mentira limpia, rápida, sin grietas. No tenía sentido contarle lo de Conrado, ni los canis, ni lo que cargaba en la mochila. No ahora.

—Ah, vale —respondió ella, y sonrió de nuevo, esa sonrisa que parecía iluminar hasta las esquinas más muertas del aula—. Cuídatelas, ¿sí?

Aitor asintió.
Ella siguió su camino hasta la mesa de Maite, y él volvió a ponerse los cascos, pero ya no escuchaba la música.
Solo el eco de esa simple pregunta, que le había recordado lo mucho que estaba mintiendo para sobrevivir.

El timbre sonó con ese tono agudo que todos esperaban como si fuera la liberación diaria. Maite ni siquiera intentó imponer orden; apenas alzó una mano mientras el aula se vaciaba entre risas, gritos y el chirrido de sillas arrastradas.

Aitor ya estaba de pie antes de que el sonido terminara. Recogió sus cosas con una rapidez que rozaba lo inhumano, metiendo la tablet, el estuche y los cascos en la mochila con movimientos automáticos. No quería hablar con nadie, no quería pensar. Solo salir.

Bajó las escaleras de tres en tres, esquivando a los grupos de alumnos que se agolpaban en el pasillo. El aire del patio le golpeó el rostro como un recordatorio de que ya no había excusas para huir.

Allí estaban Erick y Emma, esperándolo junto al muro del campo de fútbol. Emma sostenía una botella de agua y lo miró con una mezcla de duda y cariño mal disimulado.
—¿Seguro que quieres hacer esto? —preguntó ella, sin rodeos.

Aitor fingió una media sonrisa.
—Solo voy a hablar. No pienso liarla.

Erick lo miró, con los brazos cruzados, sabiendo que esa frase no significaba demasiado.
—Ten cuidado, tío. Si pasa algo, avisa.

Aitor asintió.
—Tranquilo. Pero necesito hacerlo.

Se quitó la mochila y se la pasó a Emma.
—Guárdamela, ¿vale? No quiero cargar con peso.

Ella la sostuvo sin preguntar, pero en su mirada había más miedo que comprensión.
Aitor miró alrededor; el patio hervía de ruido, nadie prestaba atención. Aprovechó ese momento para meter la mano bajo su sudadera, sacó el cuchillo del fondo del pantalón y lo encajó con cuidado en su cinturón, por la espalda. El metal rozó su piel y sintió un escalofrío. No quería usarlo. Jamás. Pero el simple hecho de tenerlo lo hacía sentir menos vulnerable.

Respiró hondo y empezó a caminar hacia la esquina.
La zona prohibida, donde los profesores no se asomaban y las broncas se resolvían en silencio.

A mitad de camino, notó algo detrás. Pasos suaves. Giró apenas la cabeza y la vio: Valeria.
Venía a unos metros, fingiendo mirar el móvil, pero sin perderlo de vista.

Aitor apretó los dientes. Sabía que no conseguiría librarse de ella.
Y aunque por dentro una parte de él se enfurecía por no poder protegerla, otra… agradecía no estar completamente solo.

Aitor cruzó el arco de cemento que marcaba el límite de la esquina. El bullicio del patio quedó atrás, tragado por un silencio tenso que se sentía en el aire. Valeria se detuvo a unos metros, lo bastante cerca para verlo, pero lejos para no meterse. Aitor giró un instante, le hizo un gesto rápido con la mano —una mezcla entre “tranquila” y “no te acerques”—, y siguió adelante.

Apenas dio tres pasos cuando las siluetas empezaron a salir de entre los muros.
Uno, dos, cinco, siete… al final, más de diez chicos formaron un círculo irregular a su alrededor. Chándales, cadenas, miradas vacías. El grupo de siempre, el que se alimentaba del miedo de los demás.

Aitor mantuvo la calma. La respiración controlada. Las manos dentro de los bolsillos, lejos del cuchillo.
—Tranquilos, vengo solo a hablar —dijo con un tono neutro, intentando medir la temperatura de la situación.

Uno de los canis, con chicle en la boca y una sonrisa torcida, soltó:
—¿A hablar? ¿Después de decir que ibas a ir armado, flipao?

Aitor apretó la mandíbula. No valía la pena discutirlo.
Pero entonces, entre la multitud, distinguió a Dimas.

—Eh, tú —dijo Aitor, forzando una media sonrisa—. ¿Tú también vienes al comité de bienvenida o solo a mirar?

Dimas, un tipo bajo, con más picardía que malicia, soltó una risa breve.
—Tranquilos, chavales. Este no busca lío. Lo conozco de plástica y economía, no va de fantasma.

Algunos del grupo bufaron, otros miraron a Dimas con duda. Pero la tensión bajó un poco.

Entonces Oriol, el único de ellos que siempre había respetado a Aitor, dio un paso al frente.
—Dejadle hablar, coño. Si dice que no va con cuchillo, yo le creo.

El círculo se aflojó, apenas unos centímetros. Suficiente para que Aitor pudiera respirar.

Miró a Dimas y luego a Oriol, asintiendo con una gratitud muda. Sabía que ese pequeño apoyo no lo salvaría si las cosas se torcían… pero al menos no estaba completamente rodeado de enemigos.

El sol se filtraba entre los bloques, lanzando sombras al suelo. Aitor levantó la mirada.
Ahora sí, el momento había llegado.

El de la sudadera azul se separó del grupo como un depredador que se cansa de esperar el momento. Su mirada era un nudo de desconfianza y rabia contenida. Caminó despacio, dejando que sus pasos resonaran en el cemento, hasta quedar frente a Aitor.

—Así que tú eres el que iba a defender al chulo de Conrado, ¿no? —escupió con un tono que olía a provocación.

Aitor respiró hondo, sin apartar la vista.
—Yo no defiendo a nadie —respondió con firmeza—. Si Conrado os ha dicho eso, se lo ha inventado. No me meto en sus movidas.

El de azul frunció el ceño. Dio un paso más, hasta que Aitor pudo notar el olor a tabaco impregnado en su sudadera.
—¿Y por qué te creemos? —dijo, ladeando la cabeza con una sonrisa lenta—. Todos habláis mucho, pero luego os cagáis.

Aitor mantuvo el tipo. No retrocedió ni un centímetro.
—Créeme o no —replicó—, me da igual. Yo no me vendo por un gilipollas que se esconde detrás de otros.

Dimas y Oriol guardaron silencio, atentos al mínimo movimiento. El aire era un hilo a punto de romperse.
El de azul lo miró unos segundos más, intentando encontrar una grieta en su voz, un temblor en sus ojos. Pero no había nada. Solo firmeza.

Finalmente, el líder soltó una pequeña risa nasal y extendió la mano.
—Vale, chaval. Que así sea.

Aitor dudó un segundo, pero la apretó. Fuerte, sin bajar la mirada.
Un pacto silencioso, precario, pero suficiente para calmar las aguas.

Cuando el de azul se alejó, Dimas exhaló por primera vez en minutos.
—Tío, te has jugado el cuello —susurró, con media sonrisa—. Pero lo has hecho bien.

Aitor se encogió de hombros, intentando disimular el temblor leve que le recorría los dedos.
—No tenía otra opción —dijo—. Si corres, te comen. Si los miras de frente, al menos dudan.

Oriol le dio una palmada en el hombro, y por un momento, el silencio de la esquina pareció menos pesado.

Aitor ya estaba girando para irse, la tensión todavía pegada al cuerpo como una sombra, cuando una voz chillona lo detuvo.

—Pero míralo, si ahora va de gánster —dijo Gabriel, con esa sonrisa de plástico que usaba cuando quería impresionar. A su lado, dos chicas se reían sin entender nada, encantadas de servirle de público.

Aitor se giró despacio. Lo miró con calma, casi con aburrimiento. Ese tipo de gente siempre aparecía cuando la tormenta ya había pasado, creyendo que el aire seguía limpio.

—¿Gánster? —repitió Aitor, ajustándose los guantes sin dedos—. Suelo tener a gente que me resuelve los problemas. Pero como me retrasan mucho, me toca hacerlo a mí.

Silencio. Por un segundo, solo se oyó el murmullo del patio. Gabriel lo miró sin saber si reírse o retroceder. Las chicas dejaron de sonreír, confundidas por el cambio de tono.

Aitor no dijo nada más. Ni una palabra. Le sostuvo la mirada con esa frialdad que no se finge. Dio un paso adelante, no para atacar, sino para irse, pero el gesto bastó: Gabriel se apartó medio metro, como si el suelo se hubiera inclinado de repente.

La mentira le pesaba en la lengua, pero en la esquina no había espacio para verdades. Allí las verdades te partían la cara. Así que Aitor caminó hacia la salida, con el corazón golpeándole el pecho, fingiendo que no le importaba nada. Porque en ese lugar, fingir era sobrevivir.

Aitor ya estaba a punto de desaparecer entre la multitud cuando se detuvo y giró la cabeza, con media sonrisa torcida.

—Por cierto —dijo con voz lo bastante alta para que todo el grupo lo oyera—, que sea la última vez que intentas burlarte de mí. Y ten cuidado, no repito las cosas dos veces.

El silencio que siguió fue tan denso que se podía cortar con una navaja. Gabriel se quedó tieso, sin saber si contestar o fingir que no había escuchado. Las dos chicas se miraron entre sí, con esa mezcla de sorpresa y curiosidad que solo se da cuando alguien acaba de quedar humillado sin gritar ni moverse.

Aitor no esperó respuesta. Se dio media vuelta y salió de la esquina mientras una risa contenida le subía por la garganta. No era risa nerviosa, era alivio, pura descarga. No todos los días se callaba a alguien como Gabriel delante de su público.

Cuando cruzó la esquina, vio a Valeria esperándolo, con los brazos cruzados y una mirada que mezclaba reproche y orgullo. Aitor solo levantó la mano, haciendo un gesto tranquilo. Todo bien.

Y así, entre la adrenalina y la carcajada que aún no se borraba del todo, volvió con Erick y Emma. Por primera vez en el día, respiró sin sentir que algo le pesaba en el pecho.

Las horas se deshicieron entre clases, risas y el eco lejano de lo que pudo haber sido una pelea. La noche cayó sin hacer ruido. En su habitación, Aitor estaba sentado al borde de la cama, con la luz tenue del escritorio iluminando el colgante dorado que sostenía entre los dedos.

Lo apretó un momento, cerró los ojos y murmuró un “gracias” dirigido al vacío, aunque en su mente sabía exactamente a quién hablaba. Su abuelo. Le agradecía por el día, por haber salido bien, por no haber tenido que mancharse las manos.

Después se recostó con el móvil en la mano, revisando el grupo de clase. Los mensajes eran los de siempre: memes, tonterías, y alguna que otra pelea absurda. Deslizó el dedo sin prestar mucha atención… hasta que lo vio. El número de Alba.

El pulgar le tembló un poco sobre la pantalla. Tenía el impulso, esa chispa tonta de escribirle cualquier cosa: “¿todo bien?”, “gracias por antes”, “te vi hoy en clase”. Cualquier excusa servía. Pero no lo hizo.

Suspiró, dejó el teléfono sobre la mesita, y sin pensarlo demasiado, lo apagó. La habitación quedó en penumbra, sólo el resplandor tenue de la luna filtrándose por la ventana.

Aitor se tumbó boca arriba, mirando el techo. No sabía si lo que había hecho era cobardía o calma. Quizá las dos cosas. Cerró los ojos, dejando que el cansancio lo arrastrara. Mañana sería otro día, y con suerte, uno menos complicado que este.

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