Aitor apenas había dado unos pasos cuando escuchó su nombre otra vez, suave, temblando entre el ruido de la calle.
—Aitor…
Se giró por inercia, sin saber qué más podría decirle, pero no tuvo tiempo de pensar. Johana ya estaba frente a él, y de pronto lo abrazó. Fuerte. Con los brazos cruzados en su espalda, como si quisiera evitar que el mundo lo tocara.
Por un instante, Aitor se quedó rígido, sin saber qué hacer. Luego, sin pensarlo, respondió igual. Cerró los ojos y apretó los puños contra su chaqueta. No dijo nada. No hizo falta. En ese abrazo había algo que dolía y al mismo tiempo calmaba.
Cuando se separaron, Johana sonrió apenas, intentando disimular el temblor en su voz.
—Cuídate, por favor.
Aitor asintió en silencio, sin poder mirarla más. Dio media vuelta y siguió su camino. Cada paso le pesaba, como si llevara aquel abrazo colgado del pecho.
Al llegar a la entrada del instituto, vio a Erick esperándolo, apoyado en la valla, con Emma a su lado. Ambos lo saludaron con una mezcla de rutina y preocupación.
Aitor respiró hondo, se pasó la mano por el cabello y forzó una sonrisa.
El día apenas comenzaba, y ya se sentía como si el aire pesara el doble.
Erick lo vio acercarse y levantó la mano en señal de saludo. Emma, con los brazos cruzados, parecía más concentrada en el móvil que en la conversación, pero levantó la vista cuando Aitor llegó.
—Tío, ¿te has enterado? —dijo Erick, con esa sonrisa de quien tiene un chisme jugoso que contar.
Aitor arqueó una ceja, todavía con el eco del abrazo de Johana flotándole en la cabeza.
—¿De qué hablas ahora?
Erick bajó un poco la voz, mirando hacia los lados como si compartiera un secreto de Estado.
—Del garaje abandonado, el que está justo debajo del instituto. Alguien forzó el candado anoche. Está abierto.
Emma levantó la vista del móvil, interesada.
—¿El de los túneles esos que dan a los almacenes viejos? Qué miedo.
Aitor se encogió de hombros.
—O algún idiota buscando un sitio para fumar —respondió con calma, aunque por dentro su cabeza ya estaba calculando los pasillos, las trampillas, los rumores.
Erick sonrió.
—Podríamos bajar luego, después de clase.
—Ni de coña —dijo Aitor, sacudiendo la cabeza—. Hoy no. Tengo cosas que hacer.
Emma lo miró con cierta curiosidad.
—¿Qué cosas?
—Nada importante —mintió él, metiéndose las manos en los bolsillos—. Solo… hoy no es el día.
Erick lo observó un segundo más, como si notara que algo iba mal, pero no insistió.
El timbre del instituto rompió el silencio, y los tres comenzaron a caminar hacia dentro.
Mientras subían las escaleras, Aitor no podía evitar pensar en ese garaje oscuro, con la puerta abierta como una boca esperando. Pero no hoy.
Hoy ya tenía suficiente con los fantasmas de carne y hueso.
Las horas se escurrían como si el reloj tuviera prisa por llegar al desastre.
Aitor estaba sentado en su pupitre, con la cabeza apoyada en una mano, mirando el mapa de Europa como si aquel trozo de papel fuera una condena. La voz de Maite, su profesora de geografía, resonaba al fondo como un ventilador viejo: monótona, cansada, sin poder alguno sobre los treinta cuerpos que llenaban el aula.
—El relieve de la península ibérica se compone de… —decía ella, mientras medio grupo hablaba, otro medio dormía y solo dos o tres fingían anotar algo.
Aitor llevaba puestos sus guantes sin dedos. Negros, con el cuero un poco rajado en las palmas. Se suponía que eran para hacer calistenia, pero él sabía que ese no era el motivo real de tenerlos ese día.
Decía que lo ayudaban a entrenar el agarre, aunque en el fondo sabía que lo contrario era cierto. Los guantes le quitaban fuerza, le restaban tacto. Y justo por eso los llevaba puestos: eran un freno, un recordatorio de que no debía usar sus manos para lo que no debía.
Los miró un momento.
Pensó en lo absurdo que era tener miedo y, al mismo tiempo, prepararse para algo que ni siquiera quería hacer.
—Aitor —dijo Maite, con voz rasposa—, ¿puedes decirme cuál es la capital de Hungría?
Él levantó la vista despacio.
—Budapest —respondió sin emoción.
—Bien, al menos uno escucha —refunfuñó la mujer, girándose hacia el mapa.
El murmullo del aula volvió enseguida. Aitor suspiró. Miró por la ventana: el cielo seguía gris, igual que su ánimo.
Faltaba poco para el recreo, y ya sentía el peso del cuchillo en la mochila como si fuera una piedra amarrada a su espalda.
Maite, resignada ante el caos de la clase, se dejó caer en la silla del profesor con un suspiro tan viejo como ella misma. Encendió la tablet, marcó “tarea digital” y levantó la vista lo justo para fingir autoridad.
—Tenéis hasta el final de la hora para completar el ejercicio —dijo, aunque todos sabían que no iba a comprobar nada.
En cuestión de segundos, el aula se llenó de clics, risas y música filtrándose por auriculares. Nadie trabajaba. Algunos jugaban, otros veían vídeos, y Aitor… Aitor se limitó a ponerse los cascos y dejar que una melodía lenta le ahogara los pensamientos.
Miró la pantalla sin verla, tamborileando los dedos sobre la mesa. No podía dejar de preguntarse si todo saldría bien, si esa charla con los canis acabaría en golpes, o si realmente bastaría con hablar. Una parte de él quería creerlo. La otra, más honesta, sabía que no.
Levantó la vista.
Mayed lo observaba desde dos filas más a la derecha, con el ceño fruncido, como si pudiera leerle la mente.
Valeria lo miró también, pero con una sonrisa forzada, de esas que se usan para ocultar miedo.
Y Arancha… Arancha ni siquiera disimulaba. Lo miraba con decepción, los brazos cruzados, la expresión dura.
Aitor apartó la mirada enseguida.
Claro que se notaba. Se le notaba en los ojos, en la tensión de los hombros, en el silencio que arrastraba desde hacía horas.
Les había prometido que no iría. Que no se metería en nada. Que todo estaba bajo control.
Y ahí estaba, mintiéndoles con cada respiración.
Aitor seguía con la música a medio volumen, los ojos fijos en la pantalla, fingiendo que el mundo no existía.
El aula era un murmullo constante: risas, golpes suaves de tabletas sobre las mesas, el ruido de un lápiz cayendo. Todo tan cotidiano que casi lo tranquilizaba… hasta que un perfume conocido se mezcló con el aire.
Alzó la vista justo a tiempo para verla pasar. Alba.
Llevaba la tablet en la mano, camino a la mesa de Maite, pero se detuvo junto a él. Aitor notó su sombra y levantó apenas la cabeza.
Ella dijo algo, pero la música lo cubrió todo. Solo vio sus labios moverse. Se quitó los cascos con torpeza.
—¿Qué?
Alba sonrió un poco, ladeando la cabeza.
—Te pregunté si todo bien con las manos. —Señaló los guantes sin dedos—. ¿Qué te ha pasado?
Por un momento, Aitor sintió que el aire se le atascaba en la garganta.
Era una pregunta inocente, pero justo esa inocencia dolía más.
Sonrió con esa calma falsa que usaba cada vez que debía esconder algo.
—Ah, esto… nada. Las tengo hechas polvo por la calistenia. —Levantó un poco las manos, girándolas—. Me las cubro para que no me duelan tanto.
Alba lo observó un instante, buscando algo más en su tono.
Aitor sostuvo la mirada sin pestañear.
Mentira limpia, rápida, sin grietas. No tenía sentido contarle lo de Conrado, ni los canis, ni lo que cargaba en la mochila. No ahora.
—Ah, vale —respondió ella, y sonrió de nuevo, esa sonrisa que parecía iluminar hasta las esquinas más muertas del aula—. Cuídatelas, ¿sí?
Aitor asintió.
Ella siguió su camino hasta la mesa de Maite, y él volvió a ponerse los cascos, pero ya no escuchaba la música.
Solo el eco de esa simple pregunta, que le había recordado lo mucho que estaba mintiendo para sobrevivir.
El timbre sonó con ese tono agudo que todos esperaban como si fuera la liberación diaria. Maite ni siquiera intentó imponer orden; apenas alzó una mano mientras el aula se vaciaba entre risas, gritos y el chirrido de sillas arrastradas.
Aitor ya estaba de pie antes de que el sonido terminara. Recogió sus cosas con una rapidez que rozaba lo inhumano, metiendo la tablet, el estuche y los cascos en la mochila con movimientos automáticos. No quería hablar con nadie, no quería pensar. Solo salir.
Bajó las escaleras de tres en tres, esquivando a los grupos de alumnos que se agolpaban en el pasillo. El aire del patio le golpeó el rostro como un recordatorio de que ya no había excusas para huir.
Allí estaban Erick y Emma, esperándolo junto al muro del campo de fútbol. Emma sostenía una botella de agua y lo miró con una mezcla de duda y cariño mal disimulado.
—¿Seguro que quieres hacer esto? —preguntó ella, sin rodeos.
Aitor fingió una media sonrisa.
—Solo voy a hablar. No pienso liarla.
Erick lo miró, con los brazos cruzados, sabiendo que esa frase no significaba demasiado.
—Ten cuidado, tío. Si pasa algo, avisa.
Aitor asintió.
—Tranquilo. Pero necesito hacerlo.
Se quitó la mochila y se la pasó a Emma.
—Guárdamela, ¿vale? No quiero cargar con peso.
Ella la sostuvo sin preguntar, pero en su mirada había más miedo que comprensión.
Aitor miró alrededor; el patio hervía de ruido, nadie prestaba atención. Aprovechó ese momento para meter la mano bajo su sudadera, sacó el cuchillo del fondo del pantalón y lo encajó con cuidado en su cinturón, por la espalda. El metal rozó su piel y sintió un escalofrío. No quería usarlo. Jamás. Pero el simple hecho de tenerlo lo hacía sentir menos vulnerable.
Respiró hondo y empezó a caminar hacia la esquina.
La zona prohibida, donde los profesores no se asomaban y las broncas se resolvían en silencio.
A mitad de camino, notó algo detrás. Pasos suaves. Giró apenas la cabeza y la vio: Valeria.
Venía a unos metros, fingiendo mirar el móvil, pero sin perderlo de vista.
Aitor apretó los dientes. Sabía que no conseguiría librarse de ella.
Y aunque por dentro una parte de él se enfurecía por no poder protegerla, otra… agradecía no estar completamente solo.
Aitor cruzó el arco de cemento que marcaba el límite de la esquina. El bullicio del patio quedó atrás, tragado por un silencio tenso que se sentía en el aire. Valeria se detuvo a unos metros, lo bastante cerca para verlo, pero lejos para no meterse. Aitor giró un instante, le hizo un gesto rápido con la mano —una mezcla entre “tranquila” y “no te acerques”—, y siguió adelante.
Apenas dio tres pasos cuando las siluetas empezaron a salir de entre los muros.
Uno, dos, cinco, siete… al final, más de diez chicos formaron un círculo irregular a su alrededor. Chándales, cadenas, miradas vacías. El grupo de siempre, el que se alimentaba del miedo de los demás.
Aitor mantuvo la calma. La respiración controlada. Las manos dentro de los bolsillos, lejos del cuchillo.
—Tranquilos, vengo solo a hablar —dijo con un tono neutro, intentando medir la temperatura de la situación.
Uno de los canis, con chicle en la boca y una sonrisa torcida, soltó:
—¿A hablar? ¿Después de decir que ibas a ir armado, flipao?
Aitor apretó la mandíbula. No valía la pena discutirlo.
Pero entonces, entre la multitud, distinguió a Dimas.
—Eh, tú —dijo Aitor, forzando una media sonrisa—. ¿Tú también vienes al comité de bienvenida o solo a mirar?
Dimas, un tipo bajo, con más picardía que malicia, soltó una risa breve.
—Tranquilos, chavales. Este no busca lío. Lo conozco de plástica y economía, no va de fantasma.
Algunos del grupo bufaron, otros miraron a Dimas con duda. Pero la tensión bajó un poco.
Entonces Oriol, el único de ellos que siempre había respetado a Aitor, dio un paso al frente.
—Dejadle hablar, coño. Si dice que no va con cuchillo, yo le creo.
El círculo se aflojó, apenas unos centímetros. Suficiente para que Aitor pudiera respirar.
Miró a Dimas y luego a Oriol, asintiendo con una gratitud muda. Sabía que ese pequeño apoyo no lo salvaría si las cosas se torcían… pero al menos no estaba completamente rodeado de enemigos.
El sol se filtraba entre los bloques, lanzando sombras al suelo. Aitor levantó la mirada.
Ahora sí, el momento había llegado.
El de la sudadera azul se separó del grupo como un depredador que se cansa de esperar el momento. Su mirada era un nudo de desconfianza y rabia contenida. Caminó despacio, dejando que sus pasos resonaran en el cemento, hasta quedar frente a Aitor.
—Así que tú eres el que iba a defender al chulo de Conrado, ¿no? —escupió con un tono que olía a provocación.
Aitor respiró hondo, sin apartar la vista.
—Yo no defiendo a nadie —respondió con firmeza—. Si Conrado os ha dicho eso, se lo ha inventado. No me meto en sus movidas.
El de azul frunció el ceño. Dio un paso más, hasta que Aitor pudo notar el olor a tabaco impregnado en su sudadera.
—¿Y por qué te creemos? —dijo, ladeando la cabeza con una sonrisa lenta—. Todos habláis mucho, pero luego os cagáis.
Aitor mantuvo el tipo. No retrocedió ni un centímetro.
—Créeme o no —replicó—, me da igual. Yo no me vendo por un gilipollas que se esconde detrás de otros.
Dimas y Oriol guardaron silencio, atentos al mínimo movimiento. El aire era un hilo a punto de romperse.
El de azul lo miró unos segundos más, intentando encontrar una grieta en su voz, un temblor en sus ojos. Pero no había nada. Solo firmeza.
Finalmente, el líder soltó una pequeña risa nasal y extendió la mano.
—Vale, chaval. Que así sea.
Aitor dudó un segundo, pero la apretó. Fuerte, sin bajar la mirada.
Un pacto silencioso, precario, pero suficiente para calmar las aguas.
Cuando el de azul se alejó, Dimas exhaló por primera vez en minutos.
—Tío, te has jugado el cuello —susurró, con media sonrisa—. Pero lo has hecho bien.
Aitor se encogió de hombros, intentando disimular el temblor leve que le recorría los dedos.
—No tenía otra opción —dijo—. Si corres, te comen. Si los miras de frente, al menos dudan.
Oriol le dio una palmada en el hombro, y por un momento, el silencio de la esquina pareció menos pesado.
Aitor ya estaba girando para irse, la tensión todavía pegada al cuerpo como una sombra, cuando una voz chillona lo detuvo.
—Pero míralo, si ahora va de gánster —dijo Gabriel, con esa sonrisa de plástico que usaba cuando quería impresionar. A su lado, dos chicas se reían sin entender nada, encantadas de servirle de público.
Aitor se giró despacio. Lo miró con calma, casi con aburrimiento. Ese tipo de gente siempre aparecía cuando la tormenta ya había pasado, creyendo que el aire seguía limpio.
—¿Gánster? —repitió Aitor, ajustándose los guantes sin dedos—. Suelo tener a gente que me resuelve los problemas. Pero como me retrasan mucho, me toca hacerlo a mí.
Silencio. Por un segundo, solo se oyó el murmullo del patio. Gabriel lo miró sin saber si reírse o retroceder. Las chicas dejaron de sonreír, confundidas por el cambio de tono.
Aitor no dijo nada más. Ni una palabra. Le sostuvo la mirada con esa frialdad que no se finge. Dio un paso adelante, no para atacar, sino para irse, pero el gesto bastó: Gabriel se apartó medio metro, como si el suelo se hubiera inclinado de repente.
La mentira le pesaba en la lengua, pero en la esquina no había espacio para verdades. Allí las verdades te partían la cara. Así que Aitor caminó hacia la salida, con el corazón golpeándole el pecho, fingiendo que no le importaba nada. Porque en ese lugar, fingir era sobrevivir.
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