Los Dictados del Fuego: Frater guillelmus
Los Dictados del Fuego:
Frater guillelmus
Y aconteció en los días del último invierno, cuando las piedras del templo sudaban frío y los cirios morían como bestias cansadas, que Frater Guillelmus hincó sus rodillas ante la cruz del Redentor.
Sus labios, partidos por el ayuno, musitaban plegarias que ya nadie oía. Cada palabra nacía con el peso de los siglos, y al caer al suelo, se quebraba como vidrio sobre la sangre seca de los santos.
Mas la cruz, ennegrecida por el humo de las vigilias, comenzó a inclinarse. Crujió la madera vieja, como si el madero recordara el dolor del que pendió de ella. La imagen del Cristo tembló, y los clavos gimieron dentro de la carne pintada.
Tras los muros, el trueno de los hombres.
La puerta del templo temblaba bajo golpes feroces, y el hierro se abría en astillas.
Frater Guillelmus no huyó. Miró el rostro del Crucificado, ya torcido por la caída, y dijo:
“Señor, si tu casa se derrumba, ¿dónde morará tu silencio?”
Mientras el portón cedía, el viento de fuera entró con olor a ceniza y guerra, apagando el último cirio,
y con él, el último resplandor del miedo.
Y Frater Guillelmus oró, oró hasta que su voz se volvió agua.
Las lágrimas caían sobre las losas frías y se mezclaban con el aceite derramado de las lámparas. Sus dedos se aferraban al rosario como quien se aferra a una cuerda que ya no sujeta a nadie.
—No dejes que entre… —susurraba—. No dejes que entre, oh Señor de los siglos…
Mas su ruego fue tragado por el estruendo.
La puerta del templo, vieja como la fe de los muertos, cayó de un solo golpe. El aire se llenó de brasas, y la sombra de las llamas se deslizó por las columnas como una lengua viva.
Entonces, sobre el rostro del Cristo que pendía torcido, se reflejaron las astas: largas, negras, coronando la forma de una figura que no pertenecía a ningún reino de luz.
El humo danzaba en torno al altar. Las paredes lloraban con grietas.
Frater Guillelmus, postrado, levantó el rostro empapado de llanto y vio cómo el fuego hacía del Redentor un espejo del infierno.
En ese reflejo, los ojos del Cristo parecieron abrirse.
Y entonces, el estrépito cesó.
Ni el fuego osó crujir, ni las piedras seguir cayendo. El aire, antes henchido de gritos y brasas, quedó suspendido en un silencio imposible, como si el mundo contuviera la respiración.
De aquel umbral ardiente surgió la Voz, más antigua que el verbo y más fría que el acero de los santos. No provenía de garganta alguna, sino del mismo tejido de la noche.
—Oh, Frater Guillelmus… —dijo—. El Señor atiende a tus plegarias.
Tu rezo será oído y acatado.
Las palabras, suaves como polvo, atravesaron el aire y se posaron sobre el monje arrodillado.
Él tembló, las manos crispadas sobre el pecho, y su llanto fue apenas un susurro.
—Piedad… —murmuró—. Si en Ti hay sombra, déjame en ella.
Entonces el ser se inclinó. De entre la oscuridad surgió su dedo huesudo, largo como una promesa rota, y lo posó sobre la frente del fraile.
El contacto no quemó ni heló. Fue algo peor: una ausencia.
El cuerpo de Frater Guillelmus no cayó, no murió; simplemente fue tomado, como si su alma se hubiera convertido en bruma y hubiera seguido a aquella voz hacia donde ningún credo osa mirar.
Y el templo, vacío, se derrumbó en silencio,
mientras la cruz finalmente tocaba el suelo,
y el rostro del Cristo, vuelto al polvo, sonreía.


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