El educador: Prólogo
prólogo
En un garaje a medio construir, donde el eco se quiebra contra paredes sin terminar, la noche respira despacio. El cemento fresco aún guarda el olor de algo que nunca llegó a completarse, y el aire parece suspendido, atento al mínimo gesto.
Nicolai permanece allí, de pie, sin buscar refugio en nada. El cuerpo le tiembla por dentro, no por frío, sino por las heridas abiertas que continúan goteando lentamente, marcando el suelo. El hacha en su mano no tiembla; él sí. Sus ojos hinchados no esconden que ha estado llorando durante horas.
No pronuncia el nombre de su hijo. No puede. Solo deja escapar una frase baja, como si hablara directamente a los muertos:
“Dios, cesa esta matanza”
Y mientras respira hondo, con la mandíbula rígida y la sangre resbalando por su costado, formula una promesa sin necesidad de alzar la voz:
Esto acaba aquí. Por él. Por el niño que ya no está.
Nicolai avanza despacio, arrastrando un pie detrás del otro. El sonido de sus pasos baja con él por las rampas del garaje, descendiendo dos niveles que huelen a humedad reciente y concreto mal sellado. Cada metro que pierde hacia abajo trae algo nuevo: una alarma. Un pitido insistente, lejano primero, después más claro, más cercano. Un garaje no debería tener nada de eso, pero el sonido está ahí, perforando el silencio.
La luz se vuelve más tenue. El aire, más espeso. Y Nicolai, que ya no tiene lágrimas, aprieta el hacha con un agarre que duele.
Al llegar al último nivel, se detiene. Frente a él, una puerta metálica sin marcas, sin señales, sin sentido en un lugar como ese. Y aún más absurdo: en su mano, una tarjeta de acceso que no recuerda haber tomado. No pertenece a ese garaje. No pertenece a ningún garaje. Y la puerta, con sus bordes negros y su lector empotrado, no forma parte de un futuro centro comercial. No es infraestructura; es algo colocado allí para esconder lo que no quiere ser encontrado.
Nicolai acerca la tarjeta, sin saber por qué lo hace. Solo siente el pulso de la alarma detrás del metal, como si lo estuviera llamando desde dentro. El lector parpadea.
Y el nivel más profundo del garaje deja de parecer un sótano. Se convierte en una entrada. Una que jamás debió existir.
La puerta se abre con un chirrido largo, casi orgánico. Lo que hay detrás no tiene nada que ver con un sótano ni con un estacionamiento. Siempre fue así, solo que nadie debía saberlo. El garaje era una máscara barata para ocultar un laboratorio que se extiende más allá de lo visible, lleno de pasillos donde la luz ya no funciona y las sombras han ganado territorio.
Nicolai no necesita un mapa. Reconoce cada rincón, cada mesa, cada corredor. Él lo dirigió. Él firmó los protocolos. Él dio las órdenes que mantuvieron ese lugar en silencio durante años.
No da un paso adentro. Desde el umbral ve las paredes teñidas de rojo oscuro, salpicaduras secas que narran lo que ocurrió sin necesidad de cuerpos. El olor metálico es reciente. La alarma, distorsionada por fallos eléctricos, se vuelve casi un gruñido mecánico que rebota por el techo. Las luces parpadean, muriendo una tras otra, como si algo las “apagara” a voluntad.
Desde el fondo del pasillo, donde ya no llega ninguna claridad, emerge una voz. No necesita volumen; su tono basta para helar el aire.
“Nicolai… qué grata sorpresa.”
La voz suena vieja, como un profesor jubilado que ha fumado demasiado, pero con un eco metálico imposible de ocultar. Un sonido que nunca perteneció a un ser humano.
Nicolai aprieta el hacha.
“No he venido a impartir clases. He venido a destruirte.”
Las sombras se mueven. O algo dentro de ellas. Y dos ojos azules, fríos y perfectamente circulares, se abren en la oscuridad. Suben, lentamente, hasta una altura que revela que la cosa es más grande de lo que debería existir en ese laboratorio.
“Ya veo…” murmura la criatura. “Eso es desobediencia. Debes ser educado.”
Nicolai respira hondo, inclina apenas la cabeza y escupe la última palabra antes del choque inevitable:
“Davaí.”



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