Sin título: Prólogo
Sin título: Prólogo
El timbre del instituto sonó y, como siempre, el mundo pareció abrirse de golpe. Voces, risas, planes que se evaporaban antes de tomar forma. Aitor salió entre ellos, dejando que la corriente lo llevara.
Deibin le tendió la mano y el choque sonó seco, como un sello invisible. Erick lo imitó, y las bromas quedaron suspendidas entre pasos lentos y el aire de la tarde. Alba lo abrazó, fuerte, un instante que ambos alargaron lo justo, ni demasiado ni poco, como si supieran que ese tipo de abrazos no se explican.
Y luego estaba Mayed. Aitor se inclinó un poco, le dio un beso en la frente. Ella sonrió de lado y, sin pensarlo, le devolvió el gesto a su manera: un mordisco leve en el hombro, seguido de un abrazo que olía a costumbre. Ninguno dijo nada. No hacía falta, hermandad pura.
El sol caía torcido, tiñendo el suelo de un color incierto. Todo parecía normal, tan normal que extrañaba un poco.
Aitor caminó hasta su casa con el eco de las risas aún flotando detrás de él. Cada paso que daba alejaba un poco más la calidez de esa tarde, y la calle se iba volviendo más muda, más larga. Las voces se apagaban y el aire, de pronto, ya no sabía a compañía sino a rutina.
Al llegar, empujó la puerta y lo recibió el silencio. Un silencio total, que parecía observarlo desde los rincones. Dejó la mochila en el suelo, junto a los zapatos, y durante unos segundos se quedó quieto, sin saber qué hacer. La casa olía a desuso, a algo detenido.
Encendió la luz del salón, pero la luz no cambió nada. Miró el reloj: aún faltaban horas para que sus padres volvieran del trabajo. Demasiadas. Pensó en prender la tele, pero el sonido le pareció un ruido extraño. Pensó en comer, pero no tenía hambre. Pensó en mandar un mensaje a alguien, pero nadie parecía el receptor correcto.
Se dejó caer en el sofá, encorvado, mirando el techo con la expresión vacía de quien ha olvidado por qué sonríe cuando ríe. El día había sido bueno, en teoría. Había tenido risas, gente, sol. Pero ahora no quedaba nada de eso, solo una especie de eco que no sabía cómo llenar.
El silencio se volvió una presencia. No lo asustaba, pero lo desgastaba poco a poco, como el roce del agua sobre la piedra. Aitor pensó en su habitación, en lo cómodo que sería no pensar más, solo dejarse ir.
Subió las escaleras con pasos lentos, cada peldaño un pequeño suspiro. Abrió la puerta de su cuarto. Todo estaba igual que siempre: la cama sin hacer del todo, los apuntes desperdigados sobre el escritorio, la ropa acumulada en una silla que ya había dejado de cumplir su función.
Dejó el teléfono sobre la mesilla. La pantalla, en negro, reflejó por un instante su rostro y lo devolvió distorsionado, pálido. Le pareció la cara de otra persona. Tal vez lo era.
Se acostó sin cambiarse, mirando el techo. La mente, al principio, trató de buscar algo que hacer, un motivo cualquiera para no ceder al vacío. Pero no había ninguno. Los pensamientos llegaban a medias, se disolvían antes de formar frases completas. El cuerpo pesaba más que de costumbre.
Pensó en cómo, afuera, el mundo seguía: las luces encendiéndose, las risas en otras casas, los pasos de la gente que aún tenía algo que esperar. Pero allí, en su habitación, todo estaba suspendido. No tristeza, no dolor. Solo una pausa infinita.
Giró la cabeza hacia la ventana. El cielo ya empezaba a oscurecer, y las sombras del atardecer se estiraban sobre las paredes como manos que buscaban algo. Aitor parpadeó una vez, luego otra. No tenía sueño, pero el cansancio era otra cosa. No físico, no mental. Un cansancio que venía de existir.
Cerró los ojos. No por voluntad, sino por inercia.
Y así, sin un motivo, sin un pensamiento final, simplemente se durmió.


Comentarios