longevo cual tortuga, fiel cual pingüino.
longevo cual tortuga, fiel cual pingüino.
Aitor ajustó el peso de la mochila en su espalda, sintiendo el familiar crujido de las hojas secas bajo sus botas. La pradera se extendía ante él como un lienzo verde y dorado. Llevaba meses en la carretera, y el silencio era, por fin, un compañero agradable. En su mente, se repetían los rostros de los que lo habían engañado y abandonado en viajes anteriores. Cada recuerdo era un clavo más en el ataúd de su fe en la compañía.
"Nunca más," se prometió por millonésima vez. Su camino sería en solitario, su equipaje ligero, y su corazón, por precaución, bien cerrado. La soledad era la única garantía de paz.
Un trueno lejano interrumpió su monólogo interno. El horizonte se había teñido de un gris plomo y una masa oscura de nubes avanzaba con alarma. Al intentar montar su campamento, un suspiro de frustración escapó de sus labios: la lona que utilizaba como toldo estaba inservible, con un enorme desgarro.
Un escalofrío recorrió la pradera. Fue entonces cuando sintió una vibración profunda.
—Deberías buscar refugio —escuchó. El sonido parecía venir de las nubes mismas.
—¡Estás hablando solo, Aitor! —se regañó en voz alta.
—No, no lo está —dijo una voz suave, pero firme, justo detrás de él.
Aitor se dio la vuelta tan rápido que casi se cae. Allí estaba ella. Era una muchacha de baja estatura, de piel morena, cabello castaño y ropas de viaje gastadas. Lo que realmente lo desarmó fue su rostro: una sonrisa increíblemente amplia y genuina que parecía desafiar el inminente mal tiempo, acompañada por unos ojos llenos de aventura y curiosidad.
La chica miró la lona rota y luego al cielo que se oscurecía.
—Parece que la naturaleza tiene otros planes para tu noche en solitario —dijo, con un tono cómplice—. Mi lona es grande y tengo suficiente cuerda, pero no soy muy buena anudando los soportes.
Extendió el rollo de tela verde. Su mirada era una invitación directa.
—¿Hacemos un refugio juntos?
La decisión de Aitor fue instantánea y práctica. A pesar de la alerta interna, sabía que necesitaba resguardarse. Trabajaron en un silencio concentrado, él con los nudos, ella con la tela. Justo cuando terminaron de asegurar el último poste, la lluvia cayó torrencialmente.
Se deslizaron bajo la lona verde. El refugio era seguro y cálido.
—Parece que lo hicimos a tiempo —dijo ella, acomodándose.
—Sí —respondió Aitor—. Buen trabajo en equipo.
—Por cierto —dijo ella, extendiendo una mano pequeña hacia él—, me llamo Mayed.
Aitor dudó un instante, pero la naturalidad de la chica lo desarmó. Estrechó su mano.
—Aitor.
Mayed abrió su mochila y extrajo un puñado de pequeños peluches de tortuga de colores verdes y marrones.
—Siempre viajo con ellos —explicó, desplegando las tres tortugas—. Este chiquitín es Enrique, la mediana es Doni, y este grandulón es el General Apopushi.
Miró a Aitor con una expresión seria.
—El General Apopushi necesita un informe de Enrique sobre las provisiones que nos quedan. Y Doni está al cargo de la moral.
Aitor la miró. Nunca había enfrentado una invitación tan infantil.
—Mayed, ¿sabes cuántos años tengo?
—No, ¿y tú sabes cuántos años tienen Enrique y el General Apopushi? ¡No! Porque eso no importa —replicó, empujando suavemente la tortuga más pequeña hacia él—. Tú serás Enrique. Es el explorador.
Aitor suspiró, pero tomó la tortuga. Era una tontería que iba contra su código. Pero Mayed no se rió, solo esperó.
—Enrique reporta que el General Apopushi debería prepararse para una noche de queso y pan seco.
Mayed lanzó una carcajada limpia y alegre. Mientras movía a Enrique y participaba en aquella comedia, algo extraño se formó en el pecho de Aitor. No era solo alivio; era una calidez que disipaba su soledad.
Curioso, pensó, moviendo 'Enrique'. Con ella, esto no parece algo de niños pequeños.
El juego de las tortugas duró hasta que el cansancio se impuso. Con las primeras horas de la noche, el sonido de la lluvia y el calor del refugio adormecieron a Aitor. Mayed comenzó a cantarle una nana sencilla y melancólica que hablaba de un camino que siempre lleva a casa.
Mientras Aitor se hundía en el sueño, la promesa de soledad se sintió ridículamente frágil. Su corazón lo supo: quería que ese refugio fuera permanente. Quería seguir el camino con ella.
Aitor despertó con el sol colándose. Mayed ya estaba afuera, sentada sobre una piedra, contemplando el horizonte.
De repente, un susurro áspero y bajo resonó solo en la mente de Aitor.
—Joven de corazón pesado, ven aquí.
Aitor se giró hacia un árbol viejo y nudoso, un sobreviviente con ramas retorcidas.
—¿Qué quieres de ella? —inquirió la voz grave del árbol—. Has prometido alejarte. ¿Qué sientes?
—Siento que si me voy, me llevaré la mitad de mi aire. Siento que la soledad que me prometí es un castigo —confesó Aitor, mirando a Mayed—. Quiero que se quede a mi lado.
El árbol crujió. Una de sus últimas ramas se inclinó hacia Aitor, ofreciéndole una pulsera trenzada de cuero blanco con pequeñas bolitas de color verde jade.
—Tómala. Es el color de la constancia. Úsala como recordatorio de lo que has arriesgado por este sentimiento —la voz del árbol fue urgente—. Ella es rara. No la dejes escapar. Corre, y lucha por el camino que quieres.
Aitor tomó la pulsera y se la puso. Su destino, por fin, era claro: hacia Mayed.
El pánico se desató en Aitor. Mayed estaba terminando de empacar. La visión de ella enrollando la lona era devastadora. Tenía que alcanzarla antes de que diera el primer paso de su camino en solitario.
Aitor corrió, ignorando el barro y la hierba mojada. Llegó justo cuando Mayed estaba metiendo su mochila de cuero en un hueco oscuro debajo de un arbusto espeso. Ella se irguió, lista para irse.
—¡Mayed, espera! —jadeó Aitor.
Sacó la pulsera de su muñeca y la sostuvo como una ofrenda.
"Mi corazón ha sido un mapa roto," comenzó Aitor, su voz firme. "Me prometí que el único compañero sería el viento y la única certeza, el adiós."
"Pero anoche, tu nana me acunó y tu risa me hizo ver que la soledad es un peso. Mayed, tú eres la primera página de un camino que sí quiero recorrer."
Aitor dio un paso más cerca. —Te amo. Y ya no quiero hacer un solo viaje sin ti. Por favor, quédate. Viaja conmigo.
Mayed lo miró, y su sonrisa se desvaneció, dejando su rostro indescifrable. Sin decir una palabra, se dio la vuelta y se metió completamente dentro del arbusto que ocultaba su mochila.
Aitor sintió cómo el aire abandonaba sus pulmones. El silencio de su rechazo fue un dolor agudo. Se había atrevido a pedir, y ella lo había abandonado.
Pero entonces, el arbusto se sacudió.
Mayed no se había ido. Había sido tan solo el tiempo para recuperar la mochila. Salió del arbusto, con el morral colgado y esa sonrisa increíble restaurada. Se acercó a Aitor y se arrodilló frente a él.
—¿'Enrique' le está pidiendo un juramento al 'General Apopushi'? —preguntó Mayed, con una chispa de travesura.
Aitor solo pudo asentir, mudo.
Ella tomó la pulsera de Aitor y la deslizó con cuidado en su propia muñeca, el verde jade brillando como un faro.
—Sí, Aitor —dijo ella con total seriedad—. Viajemos. Juntos.
Mayed se levantó y se elevó sobre la punta de sus pies. Aitor la tomó de la cintura y la acercó. Sus labios se encontraron en un beso que fue la certeza de que la ruta, a partir de ahora, sería compartida. El viajero solitario había encontrado, al fin, su verdadero destino.


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