El último erudito: 3

 El último erudito: 3



El sábado amaneció con una luz perezosa, de esas que parecen dudar antes de entrar por la ventana. Aitor estaba en su cama, medio envuelto entre las sábanas y el teléfono que sostenía sobre el pecho. Habían pasado tres días desde “la esquina”, pero no era eso lo que lo mantenía con la cabeza en otra parte. Lo que no dejaba de darle vueltas era que también hacía tres días que había hablado con Alba por última vez. Tres.

Desbloqueó el móvil, abrió el chat de Erick y escribió: “Tío, ¿vamos al garaje abandonado hoy? A ver qué hay ahí dentro.” Dudó unos segundos antes de enviarlo, pero al final el mensaje salió disparado, flotando por la red como si ya no dependiera de él.

La pantalla siguió iluminando su cara un rato. Aitor pensó entonces en abrir otro chat, el de Alba. El nombre estaba ahí, tan cerca y tan lejos. Los dedos se le movieron solos, como si la costumbre pesara más que la vergüenza. Tenía el mensaje medio escrito —algo tonto, nada importante— pero lo borró antes de enviarlo. “Parecería allanamiento”, pensó

-¿ Y si ella lo veía mal? ¿ y si me llama acosador por coger el número sin permiso? ¿y si me bloquea sin mediar palabra? ¿y si me humilla por algo?, pero no, Alba no puede ser así, me niego...

Y justo cuando se estaba convenciendo de hacerlo de todos modos, el teléfono vibró. Mensaje de Erick: “Dale bro. en 10 minutos en el parque, bajamos juntos.”

La notificación borró el impulso. Aitor dejó el móvil a un lado, se estiró y miró el techo. Por alguna razón, el simple hecho de que Erick contestara le hizo sentir alivio. Menos mal. Hablar con gente muerta de sueño y con la cabeza llena de dudas no era buena idea.

Aitor se vistió sin mucha prisa, con esa calma forzada de quien intenta disimular que está nervioso por nada. Se echó una chaqueta encima, metió el móvil al bolsillo y salió de casa. El aire de la mañana estaba fresco, cargado con ese olor a pan recién hecho que salía de la panadería de la esquina.

El camino hasta el parque fue corto, o al menos eso le pareció. Erick ya estaba allí, sentado en el banco de siempre, con los cascos puestos y una sonrisa que parecía tener batería infinita. En cuanto lo vio, se levantó y lo saludó con un golpe en el hombro.

—¿Qué pasa, tío? —soltó Erick, con esa energía contagiosa que parecía imposible de apagar.

Aitor respondió con un gesto y una sonrisa medio floja. Siempre le pasaba lo mismo: bastaba estar un rato con Erick para que el mal humor se diluyera, aunque no lo admitiera en voz alta.

Hablaron de todo un poco. De clases, de los profes, de lo pesados que estaban los de su grupo últimamente, del nuevo vídeo de calistenia que habían visto en internet. Rieron, se empujaron, discutieron por tonterías. Lo de siempre.

Pero de Alba, nada. Aitor esquivó el tema sin que siquiera hiciera falta mencionarlo. Era como si su nombre pesara demasiado para sacarlo de la boca. Erick no notó nada raro, o fingió no notarlo; seguía hablando con ese brillo en los ojos que convertía cualquier conversación en algo fácil, casi cálido.

Por un momento, Aitor se permitió disfrutarlo. Fingir que ese sábado era como los de antes, sin sombras, sin nombres que dolían. Solo dos amigos, el sol filtrándose entre los árboles y el garaje abandonado esperándolos, como si no fuera más que una excusa para seguir siendo ellos.

Caminaron a paso ligero, entre risas dispersas y comentarios sobre cualquier cosa que no tuviera peso. El garaje no quedaba lejos, oculto tras un muro cubierto de grafitis y maleza. Cuando llegaron, el sitio imponía: la puerta metálica estaba torcida, con el candado reventado y las marcas de óxido como cicatrices.

Erick tiró de la chapa con un chirrido áspero que rompió el silencio del lugar. La puerta cedió con esfuerzo, dejando escapar un aire denso y helado, casi como si el garaje llevara conteniendo el invierno dentro.

El interior era un cuadro de abandono: cajas húmedas, herramientas rotas, botellas vacías y un olor a polvo que arañaba la garganta. Erick sacó el móvil y encendió la linterna, moviéndola de un lado a otro con curiosidad.

—Vaya joyita, ¿eh? —bromeó, iluminando una vieja bicicleta oxidada—. Seguro que aquí se graban rituales satánicos o algo.

Aitor no respondió. Se había quedado quieto, mirando hacia el fondo. No había nada visible, ni un movimiento, ni una figura, ni un sonido. Pero algo… algo lo llamaba.

Una sensación incómoda, como si el aire cambiara de peso justo en esa dirección. No sabía por qué, pero cada fibra de su cuerpo le decía que mirara allí, que se acercara.

El haz de luz de Erick pasó brevemente por el fondo del garaje, mostrando solo una sombra informe y paredes descascaradas. Nada fuera de lo normal. Aun así, Aitor sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

No había visto nada, pero algo —una voz muda, una intuición sin nombre— le pedía avanzar.

Avanzaron despacio, con pasos que sonaban demasiado fuertes en aquel silencio. La linterna de Erick cortaba el aire polvoriento como un bisturí, dejando ver motas suspendidas que parecían moverse con vida propia. Aitor notaba cómo el suelo crujía bajo las zapatillas, húmedo y pegajoso en algunas zonas, cubierto de aceite seco y trozos de metal oxidado.

Erick levantó la luz y señaló algo con la barbilla. Una furgoneta ocupaba el centro del garaje, gris, vieja, cubierta de polvo y con una rueda hundida en el suelo. Las ventanillas estaban tan opacas que parecía que el tiempo las había pintado desde dentro. Uno de los espejos colgaba roto, y sobre la chapa delantera alguien había dibujado con spray una calavera torcida.

Aitor y Erick se miraron sin hablar. No hacía falta. Con un gesto, Erick le indicó que rodeara por el otro lado, y él asintió. Se movían como si estuvieran en una película, conteniendo la respiración y tratando de no hacer ruido, aunque el eco de sus pasos les delataba en cada movimiento.

El aire dentro del garaje se volvía más frío cuanto más se acercaban a la furgoneta. Aitor podía sentir cómo la piel se le erizaba sin motivo. Había algo en ese vehículo, una sensación densa, como si el metal respirara despacio, esperando a que alguien lo tocara.

Erick llegó primero. Tiró de la puerta del copiloto, que se abrió con un chirrido que sonó demasiado humano, como un lamento ahogado. Una nube de polvo le golpeó la cara, obligándolo a toser mientras agitaba la linterna.
—Dios, qué peste —gruñó entre dientes, intentando reír—. Aquí dentro huele a muerto.

Aitor se acercó por el otro lado y apoyó la mano en la chapa fría. El metal estaba helado, más de lo que debería en una mañana templada. Pasó la linterna por dentro: los asientos estaban rajados, con la espuma amarilla sobresaliendo como entrañas. En el suelo, latas vacías, un guante solitario y lo que parecía un trozo de espejo.

El silencio era tan absoluto que hasta la respiración de los dos sonaba como un ruido fuera de lugar. Erick metió medio cuerpo dentro, revisando el suelo.
—No hay nada. —Su voz rebotó hueca dentro del vehículo—. Ni ratas, ni jeringas, ni fantasmas.

Aitor no respondió. Estaba mirando al parabrisas. El cristal, cubierto de polvo, tenía marcas. No eran simples rayas: eran trazos, dibujos hechos con un dedo. Parecían letras, aunque estaban borrosas. Se acercó un poco más, entrecerrando los ojos.

No logró entenderlas, pero juraría que había un nombre ahí.

Sintió una punzada en el pecho, una presión leve pero insistente.
—Erick... —murmuró, sin apartar la mirada del cristal—. ¿Tú hiciste esto?

Erick salió del vehículo, se limpió las manos con el pantalón y negó.
—No, tío. Eso ya estaba.

Aitor retrocedió un paso. El reflejo de la linterna sobre el parabrisas parecía formar una silueta difusa, una sombra que no encajaba con la posición de ninguno de los dos.
Pero cuando parpadeó, ya no estaba.

El aire volvió a moverse, lento, pesado, como si el garaje soltara un suspiro que llevaba años guardando

Aitor se apartó un poco de Erick, siguiendo esa incomodidad que le había recorrido la espalda desde que entraron. Algo lo llamaba, como un murmullo sin sonido que le indicaba avanzar hacia el rincón más oscuro del garaje. Caminó despacio, esquivando restos de madera y latas aplastadas. Erick seguía revisando la furgoneta, su linterna bailando en la penumbra como un faro inquieto.

Aitor se agachó al notar una corriente de aire helado rozarle los tobillos. Frente a él, entre montones de chatarra y polvo acumulado, había un hueco en el suelo: un boquete irregular, rodeado de cemento agrietado. Se inclinó un poco más y tragó saliva. Debajo de ellos… no terminaba el garaje.

Eran dos pisos más. Oscuros, profundos, imposibles de ver del todo desde su posición. Un abismo subterráneo.

Aitor apoyó una mano en el borde del agujero y sintió un temblor leve. No del suelo, sino en su propio brazo. Como si algo, alguien, tirara de él hacia atrás.
Una presión invisible lo sujetó con fuerza, obligándolo a apartarse.

—Tranquilo, Erick —murmuró, intentando sonar tranquilo—. Ya voy.

Pero entonces escuchó una voz. La voz de Erick, clara, nítida, viniendo de algún punto del garaje.
—Deberías venir a ver esto.

Aitor se quedó helado. La linterna de Erick seguía encendida, posada sobre el capó de la furgoneta… y él no estaba ahí.

Su respiración se aceleró.
—¿Erick? —llamó, con la garganta seca.

No hubo respuesta. Solo el eco de su propia voz deformándose entre las paredes.

Giró de golpe, intentando buscarlo, y el corazón se le subió a la garganta: nada, solo sombras moviéndose por efecto de su propia linterna.
Retrocedió sin mirar el suelo. El pánico le nubló los sentidos.

Y entonces tropezó.

Sintió el vacío abrirse bajo sus pies. Intentó agarrarse a algo, pero el cemento se desmoronó como arena. El aire le golpeó la cara en una caída corta pero brutal. Un destello, un golpe seco en la cabeza, y luego…

Oscuridad total.

Solo el eco de su propia respiración, que lentamente se apagó hasta quedar en silencio.

Un pitido agudo le atravesaba los oídos, constante, insoportable, como si alguien raspase metal dentro de su cabeza. Aitor intentó moverse, pero el cuerpo no le respondió al instante. Todo era confusión, ruido y una sensación pegajosa en la nuca.

Abrió los ojos apenas un poco. La visión era un caos borroso de luces y sombras que bailaban a su alrededor. No recordaba cuánto tiempo había pasado. No sabía si seguía en el garaje, si estaba soñando o si aún caía.

—Aitor… —una voz. Débil, distante, como si viniera de algún lugar dentro de su propia mente—. Aitor, despierta.

Intentó enfocarse, parpadear, pero el pitido no cesaba. La voz volvió, más insistente, más cerca:
—Aitor… despierta.

El corazón empezó a golpearle en el pecho con fuerza. Notó el suelo frío bajo su espalda, el aire denso, la humedad del polvo mezclada con algo más, algo metálico.

Se obligó a abrir los ojos del todo.

Y entonces los vio.

Su respiración se cortó en seco. El pitido se desvaneció, reemplazado por un silencio aterrador.
Sus pupilas se dilataron, y el pánico le recorrió el cuerpo como una corriente eléctrica.

Lo que tenía delante… no podía ser real.

Frente a él, en medio de la penumbra rota por un parpadeo intermitente de luz, estaban ellos.
Aitor no necesitó pensar, no necesitó dudar. Los reconoció al instante.

A la izquierda, el Errante. Su presencia llenaba el espacio, aunque el techo no fuera lo bastante alto para contenerlo. Sus huesos colosales se curvaban, rozando las vigas oxidadas. Los puntos verdes que le servían de ojos ardían como carbones en la oscuridad, y cada uno de sus movimientos hacía crujir el aire. Era una estatua viva hecha de muerte y silencio.

A la derecha, el Ángel Oscuro, aunque su forma no coincidía con la de sus historias. Aitor lo había imaginado titánico, capaz de aplastar montañas con un solo golpe. Pero ahora… era casi humano. Su piel morada brillaba con un reflejo mate, y el casco negro cubría un rostro invisible. Se mantenía quieto, observándolo, como si esperara una orden o una confesión.

Y en el centro, dominando el espacio sin moverse un centímetro, estaba él.
El Wendigo.

O lo que quedaba de su interpretación: un ciervo de metal, con cuernos retorcidos como cables y un cuerpo que imitaba lo humano con torpeza. Los ojos —dos círculos de un azul neón— lo miraban con una calma antinatural. En ellos había algo que no existía ni en los sueños ni en la lógica: inteligencia.

El aire vibraba, pesado, cargado de electricidad. Aitor sentía el pulso en las sienes, la garganta seca, el miedo expandiéndose dentro del pecho como fuego líquido.

Su mente gritaba que era imposible, que estaba soñando, que había perdido la razón o el sentido del mundo. Pero sus ojos no mentían.
Eran ellos.

Sus propias creaciones.
Los monstruos que había inventado para otros… ahora lo miraban a él.

Aitor dio un paso atrás, o quiso darlo, pero el movimiento se le quebró antes siquiera de empezar.
El Errante alzó una mano, esos dedos largos y huesudos que parecían ramas secas, y chasqueó los nudillos con un sonido seco, hueco, casi como si partiera el aire.

En un instante, Aitor se quedó inmóvil.
Ni los músculos respondían ni el aire quería entrar en sus pulmones. Su cuerpo temblaba, pero no podía moverse. Era como si lo hubiesen atado con cadenas invisibles.

La voz del Errante llegó después, múltiple, distorsionada, imposible de seguir.
Cada palabra salía en decenas de tonos distintos, como si cientos de gargantas hablaran desde dentro del mismo cráneo:
—Quédate quieto.

El eco le taladró la mente. Aitor quiso gritar, maldecir, suplicar, cualquier cosa… pero ni siquiera la voz le obedecía.
El miedo no le cabía en el cuerpo.
Era un bloque de hielo.

Entonces, un sonido cortó aquella presión:
—Basta —dijo el Wendigo.

El Errante se detuvo al instante, bajando la cabeza, obediente.
El silencio que siguió fue más pesado que los gritos.

El Wendigo caminó despacio hacia Aitor, y sus pasos metálicos resonaban suaves, rítmicos, casi como un metrónomo. Cuando llegó frente a él, se agachó un poco, los ojos azules destellando apenas a unos centímetros de los suyos.

Extendió una mano.
Una mano de metal bruñido, fría pero sin amenaza, y habló con una calma que helaba más que cualquier grito:
—Tranquilo, Aitor. Todo esto tiene una explicación.

Aitor tembló sin entender nada, atrapado entre el terror y la extraña serenidad de esa voz.
El Wendigo siguió ahí, inmóvil, con la mano tendida.
Como si realmente esperara que él la tomara.

La mano del Wendigo era fría, firme, pero no hostil. Aitor la tomó con un temblor que no podía disimular, los dedos entrecerrándose apenas, y lo primero que escapó de su boca fue una pregunta casi rota:
—¿Quiénes son ustedes...?

Un silencio breve, tenso. Luego, una risa suave, casi elegante, rompió la calma.
El Ángel Oscuro, con esa voz cargada de ironía, ladeó la cabeza y dijo:
—¿En serio no recuerdas tus propias creaciones?

La frase le atravesó la mente como un cuchillo.
Aitor tragó saliva, con el pulso a mil, intentando procesar lo que oía. Tenía ganas de gritarles que eso era absurdo, que no podían ser ellos, que no existían más allá de las páginas que había escrito, de las noches en las que inventaba monstruos para escapar del aburrimiento. Pero no dijo nada.
Algo en la mirada del Wendigo lo detenía.

El ser metálico inclinó levemente el rostro, sus ojos azules brillando como llamas suaves.
—No te preocupes, Aitor —dijo con una calma tan extraña que casi sonaba humana—. Estás bien. No te haremos daño.
El Wendigo hizo un gesto hacia los otros dos—. Ahora nosotros te haremos compañía. Te ayudaremos.

La voz resonó como una promesa, pero Aitor no sabía si era de alivio o de condena.
Solo sabía que, por primera vez en mucho tiempo, no estaba solo.
Y no estaba seguro de si eso era lo mejor que podía pasarle.

El hormigueo empezó en las manos y le subió por los brazos hasta el pecho. Aitor lo sintió como una corriente tibia, una especie de alivio absurdo después del susto. Miró a los tres seres frente a él: el Ángel Oscuro con sus ojos hundidos y ese aire de ironía elegante; el Errante, inmóvil, con su esqueleto imposible; y el Wendigo, sereno, observándolo como si lo conociera desde siempre.

Contra toda lógica, Aitor empezó a relajarse. Era ridículo, eran sus villanos, los mismos que había diseñado para destruir mundos, para ser la encarnación del caos. Pero ahora no parecían monstruos. Parecían… viejos amigos.

Soltó una risa leve, medio nerviosa, medio genuina, mientras se sobaba la cabeza adolorida.
—No puedo creer que os esté viendo… —murmuró—. Os inventé para que fuerais lo peor, y mirad, aquí estáis. Siempre he tenido cariño por vosotros, incluso cuando os hacía hacer barbaridades.

El Ángel Oscuro soltó una carcajada grave, resonante, cruzándose de brazos.
—Vaya, qué detalle. No todos los creadores admiten que quieren a sus demonios.

El Errante inclinó el cráneo, y el sonido de sus vértebras al moverse fue como el crujido de un árbol viejo.
—Nos diste vida con tus palabras. Es natural que nos recuerdes… y que nosotros recordemos a quien nos soñó.

El Wendigo, sin apartar su mirada azul de Aitor, añadió con voz baja:
—Y ahora que nos has traído hasta aquí, quizá sea nuestro turno de cuidar de ti.

Aitor sonrió, incrédulo, con los ojos brillando por un extraño cóctel de miedo y ternura.
Jamás habría pensado que las criaturas nacidas de sus noches más oscuras serían, al final, las únicas que lo harían sentir acompañado.

Aitor se pasa la mano por la cabeza y la siente húmeda. Al mirarla, ve el rastro oscuro y espeso que le tiñe los dedos. La herida aún sangra, pero el dolor ya no le importa; hay algo más fuerte que el miedo: la curiosidad. Frente a él, tres figuras que hasta hacía un momento solo existían en su imaginación lo observan con calma, como si llevaran esperándolo toda la vida.

El primero en hablar es el Wendigo, su voz metálica, elegante, con una musicalidad que roza lo inhumano.
—Te has golpeado con fuerza, joven Aitor. Pero el dolor es señal de que aún hay vida en ti. Permítenos darte la bienvenida. Este lugar... no es ni sueño ni realidad. Llámalo intermedio, si necesitas una palabra.

El Errante levanta la cabeza, y su cráneo resuena como un tambor vacío cuando su mandíbula se abre.
—Gracias a M.B. no has sido tragado por la oscuridad. No todos los que caen despiertan, mas tú... tú sigues respirando.

El aire se enfría. Aitor traga saliva, intenta no mirar esos orbes verdes que palpitan en las cuencas del esqueleto. No sabe si responder o correr. Pero antes de pensar otra cosa, el Ángel Oscuro da un paso al frente.
—Te has levantado, como los guerreros de la primera línea tras la lanza —dice, su tono más cálido que amenazante—. Hay honor en eso, chaval. La caída solo marca el principio del combate.

Aitor, tambaleante, suelta una pequeña risa nerviosa.
—No entiendo nada... ¿por qué estoy aquí? ¿Por qué ustedes... mis personajes...?

El Wendigo inclina la cabeza, casi con ternura.
—Porque todo creador merece conocer a sus criaturas. Y toda criatura busca al fin a su creador.

El Errante asiente lentamente.
—El vínculo está tejido. M.B. lo quiso así.

Aitor siente un hormigueo recorriéndole la espalda. No sabe si creerles, si esto es un sueño o una locura. Pero hay algo hipnótico en su presencia, como si las voces de los tres resonaran dentro de él desde hace mucho tiempo.

El Ángel Oscuro sonríe, una mueca cargada de confianza.
—Bienvenido a tu propio campo de batalla, Aitor. Aquí no hay páginas ni tinta. Solo tú... y lo que decidiste crear.

El silencio posterior pesa más que cualquier palabra. Aitor respira hondo y, por primera vez, no sabe si sentirse orgulloso o aterrorizado.

Aitor parpadea, aún aturdido, intentando que las piezas encajen en su cabeza. La sangre le sigue escurriendo lentamente por la sien, pero ya ni la siente.
—¿Quién es M.B.? —pregunta al fin, rompiendo el silencio como si hubiera dicho una blasfemia.

Los tres se miran entre sí. El Errante inclina la calavera; el Ángel Oscuro aprieta el puño como si la respuesta pesara toneladas; el Wendigo suspira, un sonido que parece viento arrastrando cadenas.

El primero en hablar es el Wendigo, con su tono templado y solemne.
—No somos simples villanos, Aitor. No somos producto del azar ni de tu mente cansada. Somos los Eruditos de M.B. —dijo mientras sus ojos se tornaban más azules

Aitor se tensa.
—¿Eruditos? ¿De qué estás hablando?

El Errante da un paso adelante, y su voz múltiple retumba en el aire como un coro antiguo.
—M.B. es más allá de la bondad. Más allá del juicio humano o divino. Fue un hombre... uno que ascendió al trono de los cielos sin pasar por detectores, sin filtros, sin redención ajena. Un ser puro, que no necesitó templos ni plegarias. Nosotros, sus servidores, buscamos ser como él. Redimirnos. Alcanzar su claridad.

Las palabras vibran, densas, como si el aire mismo temblara con ellas.

El Ángel Oscuro rompe la tensión con una sonrisa leve, mirando a Aitor como si este no entendiera la suerte que tiene de escuchar aquello.
—M.B. no se reza. Se recuerda. Fue carne, y se volvió idea. Nosotros seguimos su guerra contra la mentira de la luz y la oscuridad.

Aitor retrocede un paso, confundido, sintiendo que algo en su pecho se aprieta.
—Yo… yo nunca escribí eso. Nunca escribí a nadie llamado M.B.

El Wendigo ladea la cabeza.
—Por eso estás aquí. Porque lo escribiste sin saberlo. Porque toda historia es una oración que alguien escucha.

Y por primera vez, Aitor siente un miedo distinto, uno que no nace del peligro, sino de la sospecha de que sus palabras, sus mundos inventados… tal vez nunca fueron solo suyos.

El Errante se adelanta, su sombra cubriéndolo todo como un eclipse. Las cuencas vacías de su cráneo se iluminan con ese tono verde enfermizo que parece flotar entre sus costillas.
—Te equivocas, pequeño cronista —dice, su voz sonando como cientos de susurros sobre piedra—. Sí que escribiste sobre él. Lo hiciste con lágrimas y fe, aunque no lo supieras.

Aitor frunce el ceño, sin entender.
—¿De qué hablas? Jamás he escrito sobre ningún M.B.

El Errante abre la mandíbula y exhala un humo verde que se esparce por el aire como un veneno dulce. Aitor lo respira sin querer, y de pronto, la realidad se disuelve ante sus ojos.
El garaje desaparece. El suelo frío se desvanece.

Está sentado frente a su escritorio. El monitor brilla con la luz de una página abierta. Sus dedos tiemblan sobre el teclado.
Lee las palabras que él mismo escribió: “Una despedida.”
El título parpadea como un recuerdo enterrado. Y debajo, las frases: “No sé si puedes oírme, abuelo. Solo quiero que sepas que sigo aquí, intentando no fallarte.”

Aitor siente un nudo en la garganta. Lo recuerda. Esa noche. El llanto contenido. La rabia. La soledad.
La “despedida” que escribió a su abuelo Manuel Belmonte.

El humo lo rodea de nuevo, y los tres seres aparecen en el fondo del recuerdo, observándolo.

M.B. —murmura el Wendigo, con reverencia—. Manuel Belmonte. El hombre al que tus plegarias dieron forma.
—Nuestro creador —añade el Errante, con voz coral—. Aquel que nos enseñó la fe antes de ser polvo.
El Ángel Oscuro sonríe apenas, una sonrisa triste.
—Y tú, Aitor, fuiste su profeta.

Aitor se queda inmóvil, el corazón encogido.
Entiende. No rezan a un dios sin rostro. No veneran una entidad imaginaria.
Rezaban —y todavía rezan— a su abuelo.
A ese hombre que un día lo llamó “mi pequeño escritor” antes de morir.

Las lágrimas le caen sin permiso.
Por primera vez, Aitor comprende que los monstruos que creó no nacieron del miedo, sino del amor a un recuerdo que se negó a desaparecer.

El Ángel Oscuro avanza despacio hacia Aitor, cada paso suyo suena como un tambor de guerra amortiguado por la niebla. La armadura que lo cubre refleja el humo verde aún suspendido en el aire. Se detiene frente a él, inclinándose apenas, con una mirada casi humana detrás del casco negro.

—Muchacho… —dice con una voz que parece arrastrar siglos—. Nosotros nos hacemos llamar Eruditos por seguir sus pasos. Pero lo cierto es… tú eres el último Erudito de M.B.

Las palabras le atraviesan el pecho como un golpe. Aitor siente que el aire se le escapa, que el corazón le tiembla. Él, el último de algo que ni siquiera sabía que existía. Su mente busca una explicación lógica, pero todo lo que encuentra son fragmentos: humo, nombres, memorias, el rostro de su abuelo sonriendo en una vieja fotografía.

Un destello lo saca de su trance. A lo lejos, entre el polvo, la linterna de Erick corta la oscuridad.
—¡Aitor! ¡Aitor, tío, ¿dónde estás?! —la voz retumba, viva, real.

El Wendigo gira lentamente la cabeza hacia la fuente de la luz. Sus ojos azules vibran con una calma imposible.
—El tiempo de hablar ha terminado —murmura, con ese tono paciente de quien da una orden definitiva—. Pero no temas. Ahora somos tus amigos.

El Ángel Oscuro le pone una mano en el hombro, fuerte, casi paternal, antes de disolverse en sombras. El Errante se desvanece en partículas de humo verde, como polvo arrastrado por un viento inexistente. Y el Wendigo… simplemente se apaga, como si alguien hubiera cerrado sus ojos de neón desde dentro.

La linterna de Erick ilumina por fin el cuerpo de Aitor, tirado en el suelo, cubierto de polvo y sangre seca. Erick corre hacia él, lo sacude, grita su nombre otra vez.

Aitor abre los ojos. Todo está en silencio.
Solo queda la oscuridad del garaje.
Y el eco de una frase que no sabe si escuchó o imaginó:
“Ahora somos tus amigos.”

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